El Cangrena
de Arturo Reyes


La venta de los Garañones yacía en silencio; la luna, que rompía por entre blanquísimas nubes, iluminaba dulce y serenamente la perspectiva; la carretera que blanqueaba serpeando ora por las faldas, ora por las cumbres de los montes; la venta de muros encalados y de blanca chimenea, por la que escapábase el humo en ondulante espiral; la parra, la añosísima y reducida parra, que cubría la puerta con un a modo de caprichoso dosel de pámpanos sostenidos por recias estacas; las chumberas, que servíanle al edificio a modo de pintoresco cancel, y los frondosísimos algarrobos, que erguíanse acá y acullá cabeceando y simulando rumor de romper de olas cuando el viento movía su ramaje verdinegro en que la luz de la luna parecía tejer maravillosos calados de argentería.

Todavía algunas rectas de luz que se divisaban al través del maderamen de la puerta y de las ventanas delataba que los famosos Garañones aún no habíanse entregado al reposo, cuando el rápido galopar de un caballo turbó la quietud del paisaje, y momento después jinete en una yegua pía de gran alzada y de pintoresca montura, apareció en el camino Currito el de los Pinares.

Llegado que hubo éste a la venta, detuvo en firme refrenando con la mano izquierda el poderoso galopar de su yegua, y...

-Gracias a un divé -murmuró con voz fatigosa, al par que, apoyándose en el cuello del animal y sacando el pie del estribo, saltaba a tierra cuidando de que no recibiera golpe alguno su brazo derecho, que descansábale en un pañuelo sujeto a su cuello en forma de cabestrillo.

-¿Quién va? -preguntó en aquel instante desde el interior de la venta una voz de hombre bronca y desapacible, mientras dos perros ladraban furiosos al recién llegado.

Este acercose con paso torpe a la puerta de la venta, y

-Abra usté, señó Curro, que es un amigo necesitao er que llama.

-Pa necesitao yo, y pa amigo un retaco; que a estas horas no abro yo sin que me metan antes por debajo de la puerta la céula de vecindá.

-Abra usté ya, le digo, o le meto una bala en el ojo a la cerraúra.

-Pos por el mesmo camino te meto yo a ti dos en cualesquier parte menos en la faltriquera.

-Déjese usté de cosas, tío Curro, que soy moro de paz y que vengo sortando más sangre que un egollao.

-Pos asín suertes más sangre que tinta un calamar no te abro, que no quieo yo tener visitas de los del tricornio; que no quieo yo na con gente tan cumplimentera.

-Güeno, pos quée usté con Dios, y si arguna vez le jace a usté farta un amigo pregunte usté por mí y píame usté lo que quiera -exclamó Curro, disponiéndose a montar de nuevo en su fatigada yegua.

-¿Y por quién tengo yo que preguntar cuando necesite yo de su presona? -preguntóle el señor Curro con acento irónico.

-Pos pregunte su mercé por Currito el de los Pinares.

Y todavía no había concluido el recién llegado de pronunciar su nombre y el mote hecho por él famoso en toda la serranía, cuando sintiose el ruido que hacía el ventero al desatrancar rápidamente la puerta, y

-Pos haber empezao por ahí -exclamaba momentos después abriendo de par en par la puerta de la venta, en cuyo fondo luminoso destacábase briosamente la figura del viejo, flaco, anguloso, de tez rugosa y acaballada nariz, de mejillas sumidas y ojos enormes y brillantes; abrigada la cabeza por un pañuelo de hierbas, atado sobre la nuca, que mal aprisionaba las greñas blanquísimas que caíanle sobre la rugosísima frente, y luciendo calzón negro de punto que sujetaba en las rodillas con negros y mugrientísimos cordones; calzas de dudosa blancura y tosca urdimbre; enormes zapatos de baqueta, una anchísima faja que cubríale casi desde la ingle al sobaco, camisa del mismo color que las calzas y un chaleco abierto que parecía haber pertenecido a otro dueño de torso menos amplio que el del, por aquel entonces, único representante de la gloriosa dinastía de los imperecederos Garañones.

Detrás del Garañón apareció ante los ojos de Currito el hogar alumbrado por los rojizos resplandores de la alegre fogata, a cuyos resplandores brillaban, como de oro quemado, los peroles que decoraban el alero de la enorme chimenea, y destacábanse como iluminados por un incendio la limpísima mesa de pino colocada en el centro, las sillas de anea colocadas acá y acullá; los grandes vasares que amenazaban desplomarse al peso de la loza de alpujarreña estirpe, la cantarera en que los cántaros trasudaban en cristalino goteo, y junto al hogar, con las manos en los ijares, mal abrigada por un pañuelo de los de tomate y huevo, que ceñíasele al escuálido busto, una chaquetilla oscura y una falda de la misma tela, la señora Rosario la Velonera, ilustre consorte del famosísimo ventero.

Currito, después de despedir de modo no muy cordial con la punta del pie a uno de los perros que hubo de acercársele más de lo que el instinto de conservación permite, avanzó hacia el ventero murmurando con voz un tantico desapacible:

-Pos diga usté que pa que usté abra a cualesquiera sa menester un repique.

-Y si no dices quién eres, ni con repique. Pero, icamará!, quién diba a pensar que te dibas tú a dejar caer por estos vericuetos, cuando jace ya lo menos tres años muy largos e cola que no se sabe de ti na más que por los escopetazos que tiras.

Currito no contestó al ventero, y entregándole a éste las bridas de su cabalgadura, díjole con acento un tanto imperativo:

-Jágame usté la mercé de llevar esta probetica a la cuadra y de enmantarla, que viée chorreando la probe, que bien se lo merece, que si no es por ella a estas horas estoy yo tan necesitao de usté como de mí el lucero matutino.

Y dicho esto penetró en la venta Currito y se dirigió hacia donde la señora Rosario lo contemplaba, inmóvil y moviendo la cabeza, como en señal de desaprobación y disgusto.

-Qué, señá Rosario, ¿parece que no le gusta a usté mucho mi visita?

-Asina me jagan caldo los pisaores si no quisiera que no te hubieras acordao der santo de nuestro nombre, que sabe Dios si nos traerás tú más esazones que resoplíos er verano.

-Pos to se puée arreglar, agüelita -repúsole, encogiéndose de hombros, Currito y sentándose junto al fuego-. Al puesto de los del tricornio se llega en tres soleares; pos se llega usté al puesto y le dice usté al sargento: «En mi cubril está el de los Pinares, y...»

-Eso lo ices tú -exclamó interrumpiéndole en airada actitud la vieja -poique tú sabes mu bien que ese vino no es er que se guarda en esta boega, que si no, no lo dirías.

-Pos naturalmente que sí... Pero ¿me quisiera usté jacer el favor de traerme una miajita de agua fresca que yo me lave este brazo y, que vea si es mucha la compostura que necesita?

-Pero ¿es que vienes jerío? -preguntóle, acercándosele llena de solicitud, la señora Rosario y fijando en él una mirada compasiva.

Currito asintió con la cabeza, y mientras la ventera dirigíase barreño en mano a la cantarera, sacó, no sin que su semblante se contrajera dolorosamente, el brazo del improvisado cabestrillo, y

-Aspérate -exclamó la señora Rosario, soltando el barreño lleno de agua cristalina delante de Currito, mientras el Garañón, que regresaba de la cuadra, dirigíase de nuevo a cerrar y colocar en la puerta la formidable tranca.

Las manos flacuchas y los dedos tembladores de la vieja desataron con cuidadoso primor el pañuelo que hubo de ceñirse Curro al sentirse herido, descosió, valiéndose de las tijeras, la manga del marsellés y la de la camisa, las dos tintas en sangre, y

-Menos mal que la bala salió por la puerta falsa -exclamó la vieja fijando sus ojillos grises en el antebrazo de Curro.

Media hora después reposaba éste repantingado en un sillón y no sin tener a manos su, en él temible, por lo certero, retaco de dos cañones.

Qué, ¿te pica eso mucho? -preguntole la vieja con acento afectuoso.

-Ca, cuasi na. Si tiée usté en los deos un cirujano, y ese ungüento que me ha puesto usté parece cosa de jechicería; apenitas me lo puso usté, picó espuelas el escozor, y na, como si ese sitio no fuera de mi presona.

¿Y ahora se puée saber, si no es un secreto, cómo y por qué te han despellejao la zamarra?

-Pos sí, que se puée saber, es decir, lo puéen saber ustedes, con la condición de que al que se vaya de la lengua le relleno er corazón de plomo.

-Pos mía tú, no lo digas, no sea cosa que se me vaya a resfalar lit lengua y...

-No, con ustedes no hay cudiao de errá. Esto que me han jecho me lo tengo mereció.

-Pero ¿quién se ha aterminao contigo, camará? ¿Es que ha resucitao el Cí?

-No, el que me ha puesto asina ha sío el tío Cangrena, el del cortijo de la Tulipana.

El Garañón y su consorte se miraron rápida y furtivamente; ya no tenían que indagar más; sabíanse de memoria lo hecho por el de los Pinares con Rosa, la hija del Cangrena; sabían que éste había jurado no comer pan a manteles hasta cobrarse lo que éste le era en deber, y

-¡Por bicha e los moros! -refunfuñó el viejo moviendo la cabeza.

Currito le contempló en silencio algunos instantes, y

-Ese bruto que tira cuasi como yo, y aonde pone el ojo pone la bala, y si no ando vivo me la planta en mitá der pecho.

-Pero ¿es que te tiró a traición?

-Er Cangrena no tira a traición. Ese ha jurao, y ha jecho bien, matarme y me matará, poique yo a él no le mato ni manque me aspen; pero me matará de cara al sol o la luna... El Cangrena es un lobo, pero no es capaz de tutearse con Judas Iscariote.

Y quedaron todos en silencio, y ya el sueño empezaba a llenar de pesadez los párpados de los allí congregados y empezaba a palidecer el fuego cuando

-Abre, abre a escapo, Garañón -gritaron porraceando la puerta.

-¡El Cangrena! -exclamó, abriendo enormemente los ojos el Garañón, mientras decíale la vieja con enérgica actitud:

-No abras, Curro, que ese lobo viene rabioso.

No pensó, sin duda, de modo igual el de los Pinares, pues, incorporándose rápido en la silla y sin vacilar un instante llegose decidido a la puerta, la desatrancó con la mano libre y

-Pase usté, tío Cangrena -exclamó con voz serena y serena expresión.

El tío Cangrena se detuvo, miró hosca, sombría, amenazadoramente a Curro y le repuso con voz ronca y jadeante:

-Te he visto ampararte de la venta, pero a la par que yo te ha visto tamién un guarda, y ese guarda ha dao er soplo ar puesto, y como no quieo que tú pueas pensar que yo soy capaz de elatarte, vengo a dicírtelo, con que vete por la puerta der corral, que ya te encontraré yo y procuraré no marrar la puntería.

Y dicho esto dio media vuelta el viejo y a poco se perdía entre los matorrales del monte cercano, en que la luna tejía maravillosos encajes de luz y de cristal con sus argentadas melancólicas claridades.