El Callao
(1892)
de Javier Valenzuela, hijo

Del libro Recuerdos e Impresiones de un Viaje, Guatemala 1895.

EL CALLAO

No sé si la niebla es continua en las costas del Perú; si el cielo que cubre á todos sus puertos, desde Ilo hasta Tumbes, preséntase siempre color de plomo; si el sol sólo envía á aquellas tierras áridas y arenosas mortecinos, débiles rayos, impotentes para que la vegetación prospere y florezca; si las olas de aquellos mares vénse constantemente privadas de brillantes reverberaciones, que platean la onda espumosa; no sé, digo, si este es el panorama sombrío que el viajero tiene presente cuando visita el litoral de aquella república, ó si, por efecto de la estación, cúpome la mala suerte de no gozar, cual el ánimo hubiera querido, en ninguno de los puertos peruanos, del panorama magnífico que ofrecen una atmósfera despejada, un cielo azul, un sol de fuego y un mar de oleajes diamantinos.

Como á las tres de la tarde del 22 de septiembre de 1892, el Valeria arribaba al Callao.

— “Allá está” — decíame uno de los pilotos de á bordo, señalándome con el índice de la mano derecha el fondo de la bahía en que, momentos antes, habíamos empezado á navegar. — Pero la vista anhelante no acertaba á percibir sino los mástiles de algunos de los buques allí fondeados. Necesario fué que estuviésemos como á dos millas de tierra para distinguir, en conjunto, las casas de la ciudad situadas en el Malecón.

Numerosos buques de vela y algunos vapores poblaban la bahía, señal inequívoca de la importancia mercantil del puerto; y, sin embargo, la desanimación, la falta de vida, la quietud eran las notas más distintivas de aquel variado conjunto. No se oía un solo ruido que anunciase el trabajo; no se veía un solo bote que surcase la azulada superficie del mar.

Este debe ser un día excepcional — me dije. — Es verdad que el Callao ha decaído, como todo el Perú; pero, no obstante, su decaimiento no puede, no, haber llegado hasta este extremo.

El Capitán del vapor me sacó de dudas. Los buques — me manifestó — entran en el Muelle Dársena para descargar, y, por eso, se nota aquí esta falta de movimiento. Sólo de vez en cuando, como, por ejemplo, al hacerse un transbordo de mercaderías, llegan hasta aquí las lanchas y los trabajadores.

Y así es, con efecto: en el Muelle Dársena, que dá cabida á muchas embarcaciones, es muy diferente el espectáculo que la vista contempla; y al que no hubiese conocido puertos como Valparaíso, Guayaquil e Iquique, en que el movimiento es casi perpetuo y el trabajo importantísimo, habría de llamarle la atención la actividad del Callao; actividad que hoy es sólo un remedo, si puedo expresarme así, de la que ayer no más hacía de este puerto el segundo del Pacífico en la América española, y que, traduciéndose en riqueza, contribuyó ¡quién lo hubiera creído! á labrar la ruina del Perú, que sacaba del Callao, como de las entrañas de la tierra, del salitre de Tarapacá y del guano de las Chinchas, las inmensas riquezas que entronizaron el lujo y la codicia, corrompieron á los gobernantes, y pervirtieron el amor patrio.


Dos ferrocarriles, el Central del Perú y el Inglés, ponen en comunicación el Callao con Lima; y como los trenes se suceden con frecuencia, cada media hora (si no son erróneos los informes que me dieron al respecto), el viajero que lo desea puede ir á la capital á los pocos minutos de haber desembarcado.

Mucho, muchísimo deseaba yo llegar á Lima, no tanto por ella cuanto por ellas; porque á Lima, no sólo la veía á la distancia, envuelta en nubes, enseñando las torres de sus más altas iglesias, sino que la veía con los ojos del alma, por los libros que había leído y por los relatos que me habían hecho; pero á ellas, á sus mujeres divinas, no me satisfacía por el pronto verlas de igual suerte, sino que anhelaba, más aun, necesitaba verlas, y contemplarlas, y admirarlas animadas, vivas, reales, lanzando rayos de ternura, de tristeza ó de fuego de los ojos bellos; entreabriendo placenteras ó contrayendo adustas los carmíneos labios; llenando de ensueños la mente, de ilusiones el corazón, de gozo, de placer el alma

Sin embargo, parecióme una necedad marcharme sin recorrer antes las calles principales de la población, sin conocer, siquiera fuese muy á la ligera, lo que de más importante tiene; y, en consecuencia, espere á que llegase la noche para tomar el último ó uno de los últimos trenes.

Como el área de la ciudad es pequeña, el viajero no ha menester de cicerone que le guíe para no perderse.

Nada tiene, nada presenta el Callao que embargue la atención. Para que la fantasía se distraiga, menester ha de remontarse á la fecha de su esplendor y de sus glorias; menester ha de recordarle siendo puerto de extensísimo comercio y plaza militar de importancia, alimentando á mil poblaciones con los objetos que por él entraban y con los caudales que al Erario producía, y vomitando bala y metralla por las mil ventanas de sus fuertes y de sus torres, contra el audaz español, en 1866, y contra los violadores de la Ley, en 1877.

Los establecimientos públicos apenas si valen más que las casas particulares. Estas son de altos en su mayor parte; algunas tienen corredores hacia el exterior, y la construcción de todas, sobre ser muy poco sólida, no es de muy vistosa apariencia. Con todo, el conjunto resulta agradable.

El comercio local, ó urbano, si vale decirlo así, hácese en la reducida escala de las necesidades del pueblo, á juzgar por el escaso número de almacenes, de establecimientos y de tiendas, y por la poca significación de aquellos y éstas.

  • *

Tal es el concepto que del Callao me formé, y tales son las impresiones que él me produjo.

Ignoro si el estado de mi ánimo contribuyó á que todo me pareciese triste, á que por doquiera notase pobreza, decadencia, postración.

Tal vez, porque cuando, recorriendo las calles, penetré en una que lleva el nombre de Guatemala; cuando por esto aparecieron en mi mente los recuerdos gratísimos del patrio, amado suelo; cuando en ese nombre creí ver una prueba de simpatía del Perú á mi tierra natal, parecióme que el cielo se despejaba; que el sol quemaba; que la mustia y raquítica vegetación reverdecía y tornábase lozana, y todo lo vi risueño y alegre, y todo lo juzgué precioso, encantador!