El Bermejino prehistórico: 8

VII
​El Bermejino prehistórico​ de Juan Valera
VIII
Portada


- VIII - editar

Años atrás, en los últimos del reinado de David, había venido a Jerusalén un príncipe hiperbóreo, a quien de fama conocen sin duda mis lectores. Hablo del sapientísimo Abaris, que caminaba montado en una flecha. Si era la aguja de marear aplicada a la navegación aérea o algo por el mismo orden, no acertaré yo a decirlo en este momento. Lo que hace al caso es saber que Abaris viajaba con facilidad prodigiosa.

David estaba viejísimo, y los sabios de Israel resolvieron que, para aliviar sus dolencias y hacer menos crueles los postreros años de su vida, era menester casarle con una jovencita bella e inocente, la flor de las doce tribus. Eligieron para esto los sabios a Abisag de Sunam, de quien, por una maldita coincidencia, Abaris, muy joven entonces, andaba perdidamente enamorado.

Abaris hizo esfuerzos inauditos para disuadir a Abisag de sacrificarse a aquel viejo; pero ella, teniéndolo a mucha honra, y creyendo que cumplía con un deber en ser útil al rey Profeta, desdeñó a Abaris y se unió con el rey.

Abaris, montó en su flecha y se fue de Jerusalén hecho un veneno. A fin de vengarse del desdén de Abisag, ya que no en ella, en otras mujeres, se convirtió en seductor desaforado, en el don Juan Tenorio o Lovelace de aquel siglo. Los medios de que disponía eran enormes. Era guapísimo, ágil y divertido en la conversación; y desde que, siglos antes, había venido su compatriota Olén a civilizar a tracios y pelasgos, no se había visto hiperbóreo de más doctrina en el Mediodía de Europa. Con esto, con su astucia, con sus chistes y con su atrevimiento, Abaris iba por todas partes haciendo estragos en los corazones femeninos.

Entre tanto, murió David, subió Salomón al trono, y Abisag quedó en palacio como una de las reinas viudas, aunque en realidad no se día decir que hubiese sido esposa del santo rey.

Sabido es, no obstante, que Salomón quería que la tuviesen por tal y que asimismo viviese ella consagrada sólo a la memoria de David, cuyo último suspiro había recogido. Por esto se enfadó tanto Salomón cuando Adonia se atrevió a pedirle por mujer a Abisag. Y habiéndole perdonado que conspirase contra él, no le perdonó aquella insolencia, e hizo que Benaya le matase, sin que pudiera valerle el haberse asido al cuerno del altar, en el templo mismo.

Abaris, que tuvo noticia de todo esto, y que aún estaba enojado contra Abisag, tardó en volver a Jerusalén; pero volvió al cabo y precisamente en los días en que Salomón y la reina de Sabá andaban más afligidos con la dolencia de Echeloría y de Mutileder.

Ignorábase qué proyectos traía Abaris; pero Salomón le recibió bien, porque Salomón apreciaba mucho la ciencia. Además, como Abaris era hombre de mundo, lo que se llama un rodaballo muy corrido, Salomón le puso al corriente de todo, a ver si él hallaba remedio para aquel mal.

Abaris aseguró que curaría a los dos jóvenes iberos; pero que, en cambio, deseaba que Salomón le prometiese que había de otorgarle un don que intentaba pedirle. Salomón se lo prometió.

Pasaron después tres días, durante los cuales Abaris pareció como que estaba estudiando. Al terminar los tres días, fue Abaris al regio alcázar, hizo que Salomón le presentase a Echeloría, y, no bien la hubo visto, Abaris dio un grito y se echó en los brazos de la joven, exclamando:

-¡Gracias, gracias, benignos cielos: al fin he hallado a mi hija!

Explicó entonces Abaris que él había estado en Aratispi; que allí había tenido amores con la madre de Echeloría, y que Echeloría era el fruto de dichos amores. Añadió luego que como entonces era él tan peregrino seductor, había tenido también amores en Vesci con la madre de Mutileder, y, por lo tanto, Mutileder era su hijo. En prueba de esto dio no pocos datos y razones, y la más sorprendente fue la de afirmar que ambos jóvenes iberos estaban sellados por él, en la espalda, desde el día en que nacieron, con una salamandra azul.

Con la alegría que produjo tan fausto descubrimiento, se prescindió de la etiqueta de palacio. Vino Guadé y trajo consigo a Mutileder. Desnudaron las espaldas de ambos jóvenes y se vieron estampadas en ellas las salamandras. No cabía duda: eran hijos de Abaris, y, por consiguiente, hermanos.

Todo se aclaraba y se justificaba así. El amor que se habían tenido era fraternal: nacido de la fuerza del parentesco. En vez de afligirse de haber sido ella robada por Adherbal y enamorada luego de Salomón, y él de sus infidelidades con Chemed y con Guadé, dieron gracias a los propicios hados que de aquella manera y por tan ocultos caminos los habían salvado de un crimen feísimo, que tal le hubieran cometido si llegan a casarse.

Se disiparon, pues, las melancolías de Echeloría y de Mutileder; se abrazaron fraternalmente y más contentos que unas pascuas, y se encontraron muy a gusto de ser ella favorita de Salomón y él príncipe consorte en el reino sabeo, para donde se fue con su Guadé, cuatro días después de saber que era hijo de Abaris y de haber descubierto que tenía una salamandra azul en la espalda.

Echeloría se quedó en Jerusalén, ya sin remordimientos y muy alegre.

Abaris fue a ver a Salomón y a pedirle el don que había prometido otorgarle; pero, como era hombre de mundo y precavido, llevaba preparada la flecha debajo del manto filosófico, poniéndose cerca del balcón abierto para hacer su petición, no fuera caso que Salomón se enfadase y tuviese él que salir volando, antes de que Benaya le hiciese pasar a mejor vida.

La petición no era otra que la mano de Abisag.

Salomón estaba de tan buen talante con la radical curación de Echeloría, que en seguida consintió en que Abisag se casara. Además, Abisag iba ya pasando de la juventud a la edad madura, y, como la mayoría de las solteras algo pasadas, estaba tan jaquecosa, que Salomón no la podía aguantar, y se alegró de salir de ella.

Todos, pues, fueron felices.

Salomón tuvo una curiosidad y quiso que Abaris, con el mayor sigilo, la satisficiese.

-¿Hay algo de verdad -le dijo- en lo que afirmas de que eres padre de Echeloría y de Mutileder?

-En mi vida estuve en Iberia -contestó riendo Abaris-. Confiesa que mi remedio ha sido ingenioso y eficaz. Sin él no se hubieran curado los chicos y hubieran sido capaces de morirse. Para hacer más verosímil la historia, puse yo mismo por arte mágica en las espaldas de ambos las salamandras. Todo ha sido lo que allá en los tiempos venideros, dentro de cerca de tres mil años, llamarán los sabios y pulidos un mito, y los ignorantes y rudos un camelo o una filfa.


Fin