El Bermejino prehistórico: 4

III
El Bermejino prehistórico
de Juan Valera
IV
V


- IV - editar

Luego que Mutileder echó sapos y culebras por la boca y se desahogó cuanto pudo, acudió a dar a su presunto suegro la mala noticia del rapto y a consolarle, si cabía consuelo en tamaño dolor.

Para evitar prolijidad no se ponen aquí las lamentaciones que hicieron ambos a dúo. Lo que importa saber es que Mutileder y su suegro, después de maduro examen, reconocieron que era inútil quejarse del rapto a las autoridades de Málaga, las cuales no les harían caso, o si les hacían caso nada podrían contra un marino tan mimado en Tiro como Adherbal lo era. A cualquiera exhorto que los sufetes o jueces de Málaga enviasen contra Adherbal, era evidente que los sufetes tirios habían de dar carpetazo, haciendo la vista gorda. No había más recurso que resignarse y aguantarse, o tomar la venganza y la satisfacción por la propia mano. Esto último fue lo que decidió Mutileder con varonil energía.

Se despidió de su presunto suegro, y sin pensar en recursos pecuniarios ni en nada que lo valiese, se fue a Málaga a tomar lenguas, a cerciorarse de que era Adherbal el raptor, como ya lo sospechaba, y a buscar modo de irse a Tiro en la primera nave que para Tiro saliese; a fin de arrancar a Echeloría del cautiverio o secuestro en que estaba y de hacer en Adherbal un ejemplar y justo castigo.

En medio de todo, Mutileder sentía cierto consuelo. Pensaba en que Echeloría había jurado serle fiel o morir, y daba por seguro que moriría antes que faltar a su promesa. Él mismo había hecho igual juramento, y se sentía con la suficiente firmeza para cumplirle.

Con estas ideas en la mente y con el bizarro propósito de irse a Tiro cuanto antes, recorrió Mutileder las calles de Málaga hasta que empezó a anochecer. Todas las noticias que adquirió le confirmaron en que era Adherbal el raptor de Echeloría. En lo que no adelantó mucho fue en concertarse con algún patrón de buque que saliese pronto y le llevase para Fenicia.

Llegó la noche, como queda apuntado, y ya Mutileder se retiraba a su posada, cuando sintió que le tiraban suavemente de la capa por detrás. Volvió el rostro y vio a un pajecillo egipcio que le dijo:

-Señor Mutileder, sígame vuestra merced, que hay persona que desea hablarle sobre asuntos que le interesan.

-¿Y quién puede ser esa persona? -contestó él-. Yo, en Málaga, no conozco a nadie.

Entonces replicó el pajecillo:

-Aunque vuestra merced, no conozca a esta persona, esta persona le conoce. Hoy, de mañana, pasó junto al lugar del rapto protervo, y oyó y vio a vuestra merced cuando de él se lamentaba. La persona es compasiva y excelente, y se enterneció. Ha tomado informes sobre todo lo ocurrido, y su enternecimiento se ha hecho mayor. Desea remediar el mal de vuestra merced, con quien le importa conferenciar en seguida. ¿Quiere vuestra merced seguirme?

Mutileder no halló motivo razonable para decir que no, y siguió al pajecillo.

Siguiéndole por calles y callejuelas, que atravesaron rápidamente, llegó nuestro héroe protobermejino a una puertecilla falsa y cerrada, en el extremo de un callejón sin salida.

El paje aplicó una llave a la cerradura, le dio dos vueltas y la puerta se abrió sin ruido. Entró el paje y le siguió Mutileder.

Cerró el paje la puerta de nuevo, y quedaron él y nuestro amigo en la más completa obscuridad. El paje asió de la mano a Mutileder y le guió por las tinieblas. Al cabo de poco tiempo vieron luz y una linterna que estaba en el suelo. La tomó el paje, y ya con ella alumbró a Mutileder, y mostrándole el camino, le dijo que le siguiera. Subieron ambos por una estrecha y larga escalera de caracol, llegaron luego a otra puertecilla, la abrió el paje, levantó un tapiz que había detrás, y él y Mutileder penetraron en una sala espaciosa y bien iluminada.

El paje entonces se escabulló sin saber cómo, y Mutileder se encontró frente a frente de una anciana y venerable dueña, la cual, con voz meliflua, le dijo:

-Sígueme, hermoso.

Y Mutileder la siguió, algo ruborizado del intempestivo requiebro.

No refiero aquí, porque estoy de prisa, y no debo ni puedo pararme en dibujos, los primores estupendos, las alhajas rarísimas, los lindos objetos de arte y los cómodos asientos y divanes que había en varias salas por donde iban pasando la dueña y nuestro héroe, que atortolado la seguía. Baste saber que allí se veía reunido de cuanto había podido inventar el lujo asiático de entonces y de cuanto la activa solicitud de los navegantes fenicios había podido traer de todas las comarcas a que solían ellos aportar, desde las bocas del Indio hasta las bocas del Rhin, puntos extremos de sus periplos o navegaciones.

Lo que sí diré es que, si una sala era lujosa, otra lo era más, y que el primor iba en aumento conforme se pasaban salas. Maravilloso silencio y sosiego apacible reinaban en todas ellas. No se veía ni un alma. Soledad y dulce misterio. Rica y leve fragancia de perfumes sabeos impregnaba el tibio ambiente.

-¿Qué será esto? -decía Mutileder para su coleto-. ¿Dónde me llevará esta buena señora?

Y la admiración y la duda se pintaban en su candoroso y bello semblante.

Por último, la dueña tocó a una puerta, que no estaba abierta como las demás que habían dado paso de un salón a otro salón, sino que estaba cerrada.

La dueña la abrió un poco, lo suficiente para que cupiese por ella una persona; empujó a Mutileder, le hizo entrar, y, quedándose fuera, cerró otra vez la puerta, dejándole solo.

Mutileder, que venía de salones donde había mucha luz, nada veía al principio, e imaginó que el salón en que acababa de entrar estaba a obscuras; pero sus pupilas se dilataron muy pronto, y notó que una luz velada y dulce iluminaba aquella estancia, difundiéndose desde el seno de tres lámparas de alabastro.

Aún no había tenido vagar para ver todo lo que le circundaba, cuando oyó Mutileder una voz blanda y argentina, que parecía salir de una garganta humana nueva y de una boca fresca, colorada y sana, porque todo esto se conoce en la voz, la cual le decía:

-Perdóname, amigo, que te haya hecho venir hasta aquí, deseosa de hablarte.

Dirigió Mutileder la vista hacia el punto de donde la voz procedía, y vio, recostada lánguidamente en un ancho sofá, a una dama morena y majestuosa como una emperatriz, vestida de blanca y flotante vestidura, con una cabellera abundante, lustrosa y negra como la endrina, y con unos ojos que parecían dos soles de luto, así por el fuego y los rayos que despedían como por su obscuro color y por el color, no menos obscuro, de las cejas, de las largas y rizadas pestañas, y aun de los párpados suaves, cuyas sombras acrecentaban el resplandor fulmíneo de los referidos ojos. En los brazos desnudos, casi junto al hombro, tenía la dama brazaletes de oro de prolija y costosa labor; sobre el pecho y en las orejas, collar y zarcillos de esmeraldas, y sendas ajorcas, por el estilo de los brazaletes, en las gargantas de sus pequeños pies, calzados por coturnos de seda roja. Lazos de idéntica seda adornaban la falda y el corpiño y ceñían el airoso talle. Sobre el negrísimo cabello lucía, prendido con gracia, un ramo de flores de granado.

En todo esto reparó en conjunto Mutileder, pero sin analizar, como nosotros, porque estaba algo cortado y sin saber lo que le sucedía. La cosa no era para menos, sobre todo tratándose de un mozuelo que, si bien despejado y audaz, carecía de experiencia y jamás se había visto en lances de aquel género.

Absorto, mudo, con la boca abierta, estaba Mutileder, cuando la dama se levantó y mostró de pie su gallarda estatura, esbelta y cimbreante como las palmas de Tadmor; y vino a él, y tomándole la mano, en la que él sintió como una conmoción eléctrica, le llevó a sí y le dijo:

-Siéntate. ¿Qué te asusta?

Y Mutileder se sentó, al lado de la dama, en un taburete bajito.

Luego que Mutileder se hubo serenado, oyó a la dama con la debida atención y le respondió con concierto.

Ella le dijo que se llamaba Chemed, que era viuda y rica y natural de Tiro, que había sabido su dolor, que se interesaba por él, a causa de una súbita e irresistible simpatía, y que anhelaba dar consuelo y remedio a sus males.

Aunque Chemed lo había averiguado todo, quiso que Mutileder le refiriese su historia. Mutileder la refirió con elocuencia. Al hablar de Echeloría, aunque era hombre recio, se le saltaron las lágrimas. Con las lágrimas sobre sus mejillas y velando sus ojos azules, estaba el muchacho lo más bonito que puede imaginarse. Chemed no se hartaba de mirarle; pero ¡con qué miradas! Vamos, no es posible explicar cómo eran.

Chemed tenía cerca de treinta y cinco años. Mutileder no había conocido a su madre. No sabía lo que era la amistad y el cariño de la mujer.

-¡Pobrecito mío! -exclamaba Chemed-. ¡Pícaro Adherbal! No paga con la vida el mal que te ha hecho. Haces bien en querer vengarte y salvar a Echeloría de las garras de ese monstruo. Mira, Mutileder: dentro de cuatro días debo yo salir para Tiro, donde tengo que arreglar mis asuntos, muy desordenados desde que mi marido murió. Tú vendrás en mi compañía. Considérame como a tu amiga más leal.

Y sencillamente Chemed tomaba la mano del inocente mozo, y la estrechaba entre las suyas y la retenía en cautividad, equilibrando el calor superior que había en las de ella con el calor que él tenía en su mano.

Todavía se puso más interesante y bonito Mutileder cuando habló con efusión del eterno amor y de la fidelidad que él y Echeloría se habían jurado. Chemed celebraba todo esto y lo hallaba muy a su gusto.

-Sí, hijo mío -decía a Mutileder-, así debe ser. Dichosa Echeloría, que encontró en ti un modelo de amantes. No suelen ser como tú los demás hombres, sino volubles y perjuros. Todas mis riquezas, toda mi posición daría yo si hubiese encontrado un amante tan resuelto y fino como tú.

En suma, esta conversación siguió largo rato, y yo tengo notas y apuntes que me ha suministrado don Juan Fresco y que me harían muy fácil referirla con todos sus pormenores; pero como mi historia tiene que ir en un Almanaque sin excitar a nadie a que los haga, y no puede extenderse mucho, sino ser a modo de breve compendio, me limitaré a lo más esencial, deslizándome algunas veces, con rapidez y como quien patina, en aquellos pasajes que más se presten a ello por lo resbaladizos.