El Atoyac
El Atoyac es un río de Méjico, que riega el valle de Oajaca, en el Sur de dicha república. La descripción que del río hace en estos versos Ignacio M. Altamirano (1834—1893), es admirable por la minuciosidad y fidelidad de los detalles y por la gallarda soltura con que va pintando las múltiples bellezas naturales que engalanan esa región de la América intertropical. La maestría de la pintura es tanta, que el lector puede fácilmente imaginar que ve cuanto el poeta mejicano dice.
ABRASE el sol de Julio las playas arenosas
Que azota con sus tumbos embravecido el mar,
Y opongan en su lucha, las aguas orgullosas,
Al encendido rayo su ronco rebramar.
Tú corres blandamente bajo la fresca sombra
Que el mangle con sus ramas espesas te formó:
Y duermen tus remansos en la mullida alfombra
Que dulce primavera de flores matizó.
Tú juegas en las grutas, que forma en tus riberas
De ceibas y parotas el bosque colosal:
Y plácido murmuras al pie de las palmeras
Que esbeltas se retratan en tu onda de cristal.
En este edén divino que esconde aquí la costa.
El sol ya no penetra con rayo abrasador:
Su luz, cayendo tibia, los árboles no agosta,
Y en tu enramada espesa se tiñe de verdor.
Aquí sólo se escuchan murmullos mil süaves,
El blando son que forman tus linfas al correr,
La planta cuando crece, y el canto de las aves,
Y el aura que suspira, las ramas al mecer.
Osténtanse las flores que cuelgan de tu techo
En mil y mil guirnaldas para adornar tu sien:
Y el gigantesco loto que brota de tu lecho,
Con frescos ramilletes inclínase también.
Se dobla en tus orillas, cimbrándose, el papayo,
El mango con sus pomas de oro y de carmín:
Y en los ilamos saltan gozoso el papagayo,
El ronco carpintero y el dulce colorín.
Y cuando el sol se oculta detrás de los palmares,
Y en tu salvaje templo comienza a obscurecer,
Del ave te saludan los últimos cantares
Que lleva de los vientos el vuelo postrimer.
La noche viene tibia; se cuelga ya brillando
La blanca luna, en medio de un cielo de zafir;
Y todo allá en los bosques se encoge y va callando,
Y todo en tus riberas empieza ya a dormir.
Entonces en tu lecho de arena aletargado.
Cubriéndote las palmas con lúgubre capuz,
También te vas durmiendo, apenas alumbrado
Del astro de la noche por la argentada luz.
Y así resbalas muelle; ni turban tu reposo
Del remo de las barcas el tímido rumor,
Ni el brinco repentino del pez que huye medroso
En busca de las peñas que esquiva el pescador;
Ni el silbo de los grillos que se alza en los esteros,
Ni el ronco que a los aires los caracoles dan,
Ni el huaco vigilante que en gritos lastimeros
Inquieta entre los juncos el sueño del caimán.
En tanto, los cocuyos en polvo refulgente
Salpican los umbrosos yerbajes del huamil,
Y las obscuras malvas del algodón naciente
Que crece de las cañas de maiz en el carril.
Y en tanto en la cabaña la joven que se mece
En la ligera hamaca y en lánguido vaivén,
Arrúllase cantando la zamba que entristece,
Mezclando con las trovas el suspirar también.
Mas de repente, al aire resuenan los bordones
Del arpa de la costa con incitante son,
Y agítanse y preludian la flor de las canciones,
La dulce malagueña que alegra el corazón.
Entonces de los Barrios la turba placentera,
En pos del arpa, el bosque comienza a recorrer,
Y todo en breve es fiesta y danza en su ribera,
Y todo amor, y cantos y risas de placer.
Así transcurren breves y sin sentir las horas;
Y de tus blandos sueños en medio del sopor,
Escuchas a tus hijas, morenas seductoras,
Que entonan a la luna sus cántigas de amor.
Las aves en sus nidos, de dicha se estremecen,
Los floripondios se abren, su esencia a derramar;
Los céfiros despiertan y suspirar parecen,
Tus aves en el álveo se sienten palpitar.
Las palmas se entrelazan; la luz, en sus caricias.
Destierra de tu lecho la triste obscuridad;
Las flores a las auras inundan de delicias...
Y sólo el alma siente su triste soledad.
Adiós, callado río: tus verdes y risueñas
Orillas no entristezcan las quejas del pesar;
Que oírlas sólo deben las solitarias peñas
Que azota con sus tumbos embravecido el mar.
Tú queda reflejando la luna en tus cristales
Que pasan en tus bordes tupidos a mecer
Los verdes ahuejotes y azules carrizales
Que al sueño, ya rendidos, volviéronse a caer.
Tú corre blandamente bajo la fresca sombra
Que el mangle con sus ramas espesas te formó,
Y duerman tus remansos en la mullida alfombra
Que alegre primavera de flores matizó.