​El Angel de la Sombra​ de Leopoldo Lugones
Capítulo XLII

XLII


—Han advertido qué delgado está?—dijo por él doña Irene.

—Es que trabaja demasiado, repuso Tato. Ahora habría que recomendarle a él un poco de ejercicio. Consultorio, visitas, cátedra, hospital... y de un tiempo a esta parte, laboratorio sin perdonar domingo. Se mata estudiando, junto con los muchachos de la Facultad, que lo adoran, aunque los tiene aplastados de tarea. "Es un verdadero sacerdote de la ciencia", me decían, ayer no más, Emilio Beltrán y Arturo Miranda.

Y animado él también por la admiración y el afecto, refirióles que en ese momento costeaba el doctor de su peculio y dirigía personalmente, la investigación del nuevo método curativo ideado por un biólogo francés, Quinton, quien había descubierto que los actuales seres terrestres, inclusive el hombre, son originarios del mar, y que el recobro de la salud había que buscarlo en dicho elemento. La sangre no era más que agua marina coloreada por un óxido de hierro y conservada en sus venas por los animales que se retiraron del agua, con el mismo tenor de sal y la misma temperatura que el mar tenía en los tiempos primitivos. De suerte que la reposición del equilibrio vital perturbado en el enfermo, podía ser una tonificación marítima. Verificaban ya la teoría curas realmente estupendas de la anemia y la tuberculosis, mediante la transfusión directa de agua de mar o de sueros equivalentes cuya preparación estudiaba el doctor...

Pero como advirtiera la distracción de Luisa:

—Lo cual prueba, señorita—exclamó, mientras le cascaba junto a la nariz una castañeta que la estremeció, como despertándola—lo cual prueba científicamente que las mujeres descienden de "las sirenas de engañoso canto", como dijo el poeta...

—Y los hombres de los tiburones!... —rió doña Irene con su buen humor habitual.

Toto le plantó con cariño burlón dos besos en las mejillas.