​El Angel de la Sombra​ de Leopoldo Lugones
Capítulo XCIII

XCIII


Pasados tres días, y aun a riesgo de violentar el suplicante afecto de doña Irena que le rogaba: "No se vaya así, no nos deje así, usted que fué para ella casi un hermano"!—su decisión de partir estaba tomada.

No pegaba los ojos, siempre hundido en aquella tranquilidad más tremenda que cualquier desesperación.

La casa entera parecía abandonada, y don Tristán había caído enfermo.

Resolvió aprovechar la mañana hermosa, pues contaba tomar el tren nocturno para conseguir un camarote solo, y andando como entre sueños, fué a dar sin pensarlo en el reducido cementerio local donde se cumplía la voluntad de la difunta.

Estaba cerrado; mas, la pared del recinto, tan baja que apenas le daba al pecho, permitíale ver su interior solitario. En la cornisa de un sepulcro, un jilguero trinaba junto a su nido. Suárez Vallejo intentó en vano enternecerse con esa inocente dicha. Brillaba ante él, con igual indiferencia, el mar donde iban alejándose las barcas pescadoras.

Allí estaba, pues, su pobre amor, con su último beso muerto también en los labios. Veía muy próxima la modesta sepultura prestada donde dormía entre un desbordamiento de flores apenas marchitas, sobre las cuales zumbaba un abejorro.

El también sentía un ansia profunda de llorar y dormir.

Así pasó el tiempo, indeterminado, inútil, bajo el ardiente sol que agravaba el desamparo de los campos desiertos.

Y ella estaba siempre allá, quieta, callada, y él sufriendo siempre hasta la agonía aquella impotencia de llorar y dormir.

La última vez que se vieron en el salón, ella dejó caer la cabeza en su hombro.

Tuvo de repente la impresión de volver a sentirla.

Miró de reojo con lentitud ...

Nada!...

En la meseta arenosa que a su espalda extendíase, reinaba plena la soledad.

Dichosos los muertos!

Una infinita sed de libertad le angustió entonces el alma.

No iba a dormir nunca, pues. El ansia inútil de llorar pesábale sobre el corazón, intolerable como una piedra.

Intolerable como una piedra...

Como una piedra que era menester echar de encima a toda costa.

Advirtió satisfecho que llevaba el revólver.

Sacólo con pausa, echándole una mirada cariñosa. Cómo había tenido la buena idea de alzarlo al salir!...

La vida que iba a dejar, inundó su ser con la embriaguez de una belleza sobrehumana.

Oh dulzura divinamente triste como la del amor! Dulzura de la perfección eterna! Gozo inefable de morir!....

En ese momento, un tilburi cuyo rodar apagaba la arena, detúvose detrás de él, al propio tiempo que una voz exclamaba con acento extranjero:

—Doctor Suárez Vallejo, qué hace aquí usted con este sol!

Su mirada, turbia de extravío y de asombro, apenas reconoció al transeúnte.

Era Ibrahim Asaf.