​El Angel de la Sombra​ de Leopoldo Lugones
Capítulo LXXXII

LXXXII


Aquellos seis días, casi solo en su aposento, ante la lluvia inacabable y el mar, habíanlo desesperado hasta la demencia.

No pudo aguantar sino dos la tortura de asistir a las comidas, donde su papel de huésped forzábalo a intentar conversaciones triviales y fracasadas, ya con don Tristán y el doctor, que callaban preocupados o distraíanse en el comentario de sus mutuos recuerdos, ya con Tato cuya sombría displicencia disipaba apenas, de cuando en cuando, Adelita, única persona de su sexo que aparecía por allá.

Acabó por recluirse, para evitarlo, en los restaurantes más solitarios y alejados de la costa, pues volvíansele insoportables la vista y el rumor del mar; proyectando, aunque sin decidirse, llamar a Cárdenas como amparo y consuelo.

Dejaba, a sí, correr el día, empapándose a veces en extenuadoras caminatas por los desiertos alrededores, con el apasionado traspensamiento de predisponerse mejor al mal qu e bebería en la amada boca. Su boca que presentía más bella en el dolor, y más suya, también, en la seguridad del último llamamiento.

La idea atroz volvíalo entonces a la realidad terrible. Y bajo el cielo que parecía revolcar su andrajosa tristeza en la desolación del viento salvaje, ante los campos lúgubres donde la lluvia blanqueaba como ceniza, regresaba agobiado, con una fidelidad de perro a la puerta que no ha de abrirse.

Pero esto era nada en comparación de las noches espantosas.

Incapaz de alejarse en su impotente desasosiego, afinado su oído con sutileza de tortura por la amenaza del posible fatal rumor, desvelado hasta el alba ante los libros inútilmente abiertos, asechado por el enigma que le acercaban las tinieblas y la soledad, sintiendo a cada crujido de mueble el erizamiento del pavor en anillada frialdad de gusano, el sueño que sólo con la vislumbre tardía lograba conciliar, fatigábalo como un aplastamiento.

No era descanso, ni lo buscaba, ni lo quería.

Pasábase largos ratos de cara a la pared, siguiendo con el dedo un rombo del empapelado.

¡Y aquel implacable golpe del corazón, que parecía estar cavando en la sombra su calabozo! Aquellos desgarrones de huracán que martirizaban la noche! Aquel tronido del imponente mar!...

Oíaselo a toda hora y de todas partes, potente, enorme, tremendo...

Desde el borroso amanecer, bajo el cielo que se abajaba, embuchándose de lluvia, era otra vez, siempre, aquel asalto al cantil costanero, abalanzado entre cañonazos de espuma, o vomitado sobre el chorreante peñón en borbollón de salmuera verde.

A la parte opuesta, más desolado aún, el paisaje abrumábase en una opacidad de estaño, entristecida acá y allá por charcos turbios y árboles lóbregos.

Toda aquella inmensidad parecía llorar sobre su tristeza.

Cuando, el séptimo día, Luisa, mejorada por completo otra vez, asistió al almuerzo, mucho más demacrado estaba él, y en sus sienes blanqueaban algunas canas.