El Angel de la Sombra/LXXX
Distraídos una mañana en la cantera, hacia la cual atrájolos, según Luisa explicó después, un enjambre de libélulas, tan profuso, que cubría los cardos con azulino tul—dejáronse sorprender los
amantes por brusca racha de tormenta. El denso calor que desde temprano parecía desgajar el cielo en la pesadez de los nubarrones, invertíase como un balde lleno, al tirón de alambre del vendaval.
El súbito frío del chaparrón, no menos que la inminente mojadura, obligáronlos a correr, campo traviesa. Luisa, encantada del episodio, reía bajo el relincho de la racha cuyas mojadas crines azotábanla, casi dolorosas, al pasar. Sin embargo, el vestido más ligero que de costumbre y el frágil quitasol, no impidieron que llegara transida.
Así, aunque para la tarde, todos, inclusive ella misma, habían olvidado aquello, a eso de la media noche el vómito de sangre se repitió.
Suárez Vallejo, despierto aún, oyó el confuso movimiento de alarma en el otro lado del edificio; pero por más que lo asaltara viva inquietud, nada podía intentar bajo pretexto valedero.
Además, dentro de un rato cesó todo; y entonces, resuelto a dominarse por disciplina, volvió al manuscrito gótico cuya lectura iba ya terminando.
Sólo se oía, uniforme, el rumor del aguacero sobre los árboles del jardín.
De pronto, al restablecer se más profunda la quietud tras un ímpetu del chubasco, Suárez Vallejo advirtió, como aquella noche de la montaña, que su reloj se había parado. Extremecido de presentimiento, miró la hora. Eran las doce y diez. El viento empapado aullaba en la obscuridad las asechanzas del espanto y de la desdicha.