El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo LXXI

LXXI


—¿Has visto loque son—¡de ciegos... de crueles!... —decía poco después a su amante, vibrando al temple de su indignada pasión, en el bufete alto de la escribanía.

Y viéndolo entristecerse un poco ante la injusta maldad, más que de los hombres, de la suerte:

—Qué importa, si soy tuya con todo mi querer, y si tú me quieres?

Vaciló un instante, perdidos sus ojos en los ojos amados.

—Si no fueras tan valiente, no te diría una cosa grande y santa que ha pasado por mí. Pero tú debes saberlo, porque nuestro amor durará más que la muerte.

—Qué estás diciendo, mi dulzura?...

Sentíala tan clara y aromática, que no deseaba sino aspirarla como a una casta flor.

—No te reirás? di. No te reirás como de una chicuela loca?...

Bajó los ojos con sonreída gravedad.

—Ellos... las voces—no?—murmuró apenas, juntando las manos en un gesto de suplicante beatitud—me han revelado mi destino.

Y mirándolo ahora con ojos tan sombríos de amor, que transparentaban su más recóndita hermosura, como el misterio crepuscular saca a la faz del estanque el alma del agua:

—He nacido para quererte y morir.