El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo LXIX

LXIX


Mas, pasado el momento de embriaguez, la terrible noticia con que ella lo esperaba, lo anonadó bajo su inicua brutalidad.

Cómo iba a ser posible, por Dios! Cómo era posible!

Martirizábalo hasta el desgarramiento su sencilla tranquilidad ante el grande abismo, su risueña seguridad de niño que juega en la ribera...

¿No hallaba todavía preciosa aquella enfermedad que, convirtiendo en órdenes sus caprichos, permitíale imponer las lecciones, para volver a verse, salir a sus compras cuando quería y de ese modo...

Acurrucose en su pecho con tan mimosa pequeñez, que la sintió palpitar como un pajarillo.

Si ya estaba sana! Si ya nada tenía! Era miedo, no más, que les quedó al doctor y a los otros.

Entrañábase con mayor intimidad su ronco arrullo.

—No temas por mi debilidad, amor de mi alma!... Hazme más tuya para quererte más!...

Y estrechábase al amado con una desesperada incredulidad de recobro, sintiendo, en un arrebato de vida, la imperiosa profundidad con que en ella triunfaban su cariño y su fuerza.

Si aquella enfermedad había sido una bendición!

Cuando se instalaran en el balnearío, invitaríanlo para continuar allá las lecciones. Era cosa resuelta. Había toda un ala del chalet destinada a los huéspedes... Dos departamentos altos... Uno para el doctor ... Desde los balcones se dominaba el mar.

Vería qué azul de agua y de cielo! Cómo iban a quererse ante aquella hermosura!

El obtendría fácilmente permiso. Recordaba haberle oído decir que nunca lo solicitó, aunque tenía derecho a vacaciones, y que así aprovecharía cuando quisiera el tiempo acumulado, para algún viaje de importancia, como era la costumbre.

Y con picaresca solemnidad, erguido el índice:

—Porque no olvide, señor, que la ciencia ordena satisfacer todos mis caprichos.

Entornó los ojos como en una deliciosa dormición, segura del beso que consentía. Entonces pareció iluminarse de alma en la transparencia de la sombra.

Opalina tenuidad aclaró como de lejos el albor de su frente. Misterioso hilo de luz rayaba el borde de sus párpados. Sonrosábanse sus mejillas con ternura de pétalo. Una humedad de luz se nacaraba en el cáliz de la boca preciosa.

Suárez Vallejo olvidó un instante la amenaza fatal, absorto en tanta hermosura y tanta dicha. La vida reinaba en ellas, armoniosa con la estival plenitud. En el tejado, un arrullo que persistía más musical, más sordo, semejaba la palpitación del silencio...

Con todo, la ardorosa palidez de las manos que Luisa le abandonaba, la sombra de mariposa funesta que parecía estremecerse sobre sus párpados, reanimaron su inquietud.

Quiso indagar todo, desde el principio, por duro que fuese. El día, la hora...

Y al saberlo de sus labios, con la precisión que le permitía aquella respuesta de Tato a la natural pregunta materna: "la una menos diez", sintió parársele el corazón de repente, tocado por la fatalidad, como el reloj esa vez en el silencio de la noche.

La enigmática avería explicábase, pues, si era explicación el misterio. Las palabras del asiático acudieron a su memoria, enormes de miedo, formidables de certidumbre:

—No tendrá usted enfermo algún ser querido?

El vidente sabía, entonces. "Sé más aún", había afirmado él mismo. "Ella estuvo en lo justo cuando quiso acompañarlo. Era la hora del destino".

Tarde lo comprendía.

Si hubiese accedido, afrontando la maldición familiar, hallaríanse ahora repudiados del mundo, en peligro, en la miseria tal vez; pero el aire salubre de la montaña habría evitado la aparición del mal tremendo. La hora del destino dichoso, fué entonces esa que él perdió por haberla desoído!

Con desesperado afán, sacudido aún por aquel vértigo de espanto, pegaba a la suya su boca, ansioso de beber la muerte que ella podía darle, en la posesión suprema de un delirio cuya sombría delicia superaba todas las dichas de este mundo. Amarse en la muerte era poseerse en la eternidad. Pero ella había tenido la razón suprema, la razón del amor, y ya nunca volvería a contrariarla.

Más que con la palabra, decíaselo con aquella caricia mortal cuya intensidad llegó a serle irresistible. Vió pasar él par sus ojos la ya mística angustia en que peligraba el éxtasis; y en la fragante suavidad de los bucles deshechos, sintió caer su cabeza desfallecida.

La campanada de un reloj desvaneció el doloroso encanto.

Acordaron verse allá por las tardes, siempre que se pudiera. Cuando fuese de mañana, en la escribanía, que no empezaba a funcionar hasta la una, y donde nadie había fuera de la cuidadora cuya habitación quedaba aparte, a los fondos. Aunque bastante central, la plazoleta donde se alzaba el caserón era un islote de soledad y silencio.

Y por primera vez, al sentirse tan dichosos, tan dueños de su amor que a nadie ofendía, abrigaron la ilusión de poder quererse como todos, en el consentimiento de la intransigencia vencida.