XIV

Me siento fatigado; pero es preciso seguir contando. Vds. están impacientes por saber de Inés: lo conozco, y justo es que no la olvidemos.

Llegué, pues, a Madrid muy temprano, y después de haber acomodado mi equipaje en la casa que tenía el honor de albergarme (calle de San José, número 12, frente al Parque de Monteleón), me arreglé y salí a la calle resuelto a visitar a Inés en casa de sus tíos. Mas por el camino ocurriome que no debía presentarme en casa de tales señores sin informarme primero de su verdadera condición y carácter. Por fortuna, yo conocía un maestro guarnicionero instalado en la calle de la Zapatería de Viejo, muy contigua a la de la Sal, y resolví dirigirme a él para pedir informes del Sr. Requejo.

Cuando entré por la calle de Postas, mi emoción era violentísima, y cuando vi la casa en que moraba Inés, me flaqueaban las piernas, porque toda la vida se me fue de improviso al corazón. La tienda de los Requejos estaba en la calle de la Sal, esquina a lade Postas, con dos puertas, una en cada calle. En la muestra, verde, se leía: Mauro Requexo, inscripción pintada con letras amarillas; y de ambos lados de la entrada, así como del andrajoso toldo, pendían piezas de tela, fajas de lana, medias de lo mismo, pañuelos de diversos tamaños y colores. Como la puerta no tenía vidrieras, dirigí con disimulo una mirada al interior, y vi varias mujeres a quienes mostraba telas un hombre amarillo y flaco, que era de seguro el mancebo de la lonja. En el fondo de la tienda había un San Antonio, patrón sin duda de aquel comercio, con dos velas apagadas, y a la derecha mano del mostrador una como balaustrada de madera, algo semejante a una reja, detrás de la cual estaba un hombre en mangas de camisa, y que parecía hacer cuentas en un libro. Era Requejo: visto al través de los barrotes, parecía un oso en su jaula.

Aparteme de la puerta, y alzando la vista observé otra muestra colocada en la ventana del entresuelo, la cual decía: Préstamos sobre alhajas. En la ventanilla donde campeaba tan consolador llamamiento, no había flores, ni jaulas de pájaros, sino una multitud de capas, que respiraban higiénicamente el aire matutino por entre los agujeros de sus remiendos y apolilladuras. Tras los vidrios pendía una mugrienta cortineja. Observé que una mano apartó la cortina; vi la mano, luego un brazo y después una cara. ¡Dios mío! Era Inés. Yo la vi y ellame vio. Pareciome que sus ojos expresaban no sé si terror o alegría. Aquel rayo de luz duró un segundo. Cayó la cortinilla y ya no la vi más.

Esto avivó en mí el deseo de entrar. ¿Cómo podían encontrarse en aquella vivienda las comodidades, los lujos, las riquezas que ponderaban los Requejos en su visita inolvidable? Para salir de dudas, doblé la esquina, y molí a preguntas al guarnicionero.

-Ese Requejo -me dijo- es el bicho de peores trazas que ha venido al mundo. Está rico; pero ya se ve... en casa donde no se come, ¿no ha de haber dinero? Porque has de saber que en el barrio corre la voz de que él se alimenta con las carnes de su hermana, y su hermana con las del mancebo, que por eso está como una vela. ¡Y cuidado si tienen dinero esas dos ratas!... Con la tienda y la casa de préstamos, se han puesto las botas. Verdad que por las prendas de vestir no dan más que la cuarta parte de su valor, con interés de dos pesetas en duro por cada mes. Cuando toman sábanas finas y vajillas dan una onza, con interés de cuatro duros al mes. En la tienda dan al fiado a los vendedores que van por los pueblos; pero les cobran cuatro pesetas y media por cada duro que venden. Dicen que cuando doña Restituta entra en la iglesia, roba los cabos de vela para alumbrarse de noche, y cuando va a la plaza, que es cada tercer día, compra una cabeza decarnero y sebo del mismo animal, con lo cual pringa la olla, y con esto y legumbres van viviendo. Una vez al año van a la botillería, y allí piden dos cafés. Beben un poquito, y lo demás lo echa ella disimuladamente en un cantarillo que deja escondido bajo las faldas, cuyo café traen a casa, y echándole agua lo alargan hasta ocho días. Lo mismo hacen con el chocolate. D. Mauro es vanidoso y gastaría algo más si su hermana no le tuviera en un puño, como quien dice. Ella tiene las llaves de todo, y no sale nunca de casa, por miedo a que les roben; y la casa es bocado apetitoso para los ladrones, porque se dice que en el sótano está la caja del dinero.

Estas noticias confirmaron la opinión que acerca de los tíos de Inés había yo formado. La primera pena que sentí al oír el panegírico de los dos personajes, consistió en la certidumbre de que me sería muy difícil introducirme y menos trabar amistad con sus dueños. En esto pensaba tristemente, cuando vino a mi memoria un anuncio que varias veces había compuesto en la imprenta del Diario, el cual decía: «Se necesita un mozo de diez y siete a diez y ocho años, que sepa de cuentas, afeitar, algo de peinar, aunque sólo sea de hombre, y guisar si se ofreciere. El que tenga estas partes y además buenos informes, diríjase a la calle de la Sal, esquina a la de Postas, frente a los peineros, lonja de lencería y pañolería de don Mauro Requexo, donde se tratará del salario y demás.».

Corrí a la imprenta del Diario a ver si aún se insertaba aquel anuncio, y tuve el gusto de saber que los Requejos no habían encontrado quien les sirviera. Abandoné mi profesión de cajista, y sin consultarlo con nadie, pues nadie me hubiera comprendido, presenteme en la casa de la calle de la Sal, declarándome poseedor de las cualidades consignadas en el anuncio.

Mi único temor consistía en que los Requejos recordasen haberme visto en Aranjuez, con lo cual recelarían de tomarme a su servicio; pero Dios, que sin duda protegía mi buena obra, permitió que ni uno ni otro me reconocieran, y si doña Restituta me miró al pronto con cierta expresión sospechosa y como diciendo «yo he visto esta cara en alguna parte», fue sin duda un fugaz pensamiento que no la decidió a poner obstáculos a mi admisión.

Cuando entré en la tienda, la primera persona a quien expuse mis pretensiones fue D. Mauro, el cual dejando un rancio librote donde escribía torcidos números, se rascó los codos y me dijo:

-Veremos si sirves para el caso. De un mes acá han venido más de cincuenta; pero piden mucho dinero. Como ahora quieren todos ser señoritos...

Llamada por su hermano, presentose doña Restituta, y entonces fue cuando me miró como más arriba he dicho.

-¿Tú sabes -me preguntó la tía de Inés- lo quedamos aquí al mozo? Pues damos la mantención y doce reales al mes. En otras partes dan mucho menos, sí señor, pues en casa de Cobos, después de matarles de hambre, danles ocho reales y gracias. Con que muchacho, ¿te quedas?

Yo fingí que me parecía poco, hasta intenté regatear para que no se descubriera mi propósito, y al fin dije, que hallándome sin acomodo, aceptaba lo que me ofrecían. En cuanto a los informes que me exigieron, fácil me fue conseguir la merced de una recomendación del regente del Diario.

-Doce reales al mes y la mantención -repitió doña Restituta, creyendo sin duda, vista mi conformidad, que había ofrecido demasiado-. La mantención, sí, que es lo principal.

¡Ay! El lector no conoce aún todo el sarcasmo que allí encerraba la palabra mantención.

-Por supuesto -dijo Requejo- que aquí se viene a trabajar. Veremos si sabes tú de todos los menesteres que se necesitan. Y aquí hay que andar derechito, sí señor; porque sino... Mírame a mí: yo era un jambrera lo mismo que tú, y en fin... con mi honradez y mi...

-La economía es lo principal -añadió la hermana-. Gabriel, coge la escoba y barre todo el almacén interior. Después irás a llevar estos fardos a la posada de la calle del Carnero; luego copiarás las cuentas; más tarde lavarás la loza de la cocina antes demondar las patatas, y así te quedará tiempo para apalear las capas, encender el fuego y soplarlo, devanar el hilo de la costura, poner los números a las papeletas, aviar la lamparilla, limpiar el polvo, dar lustre a los zapatos de mi hermano y todo lo demás que se vaya ofreciendo.