I

En Marzo de 1808, y cuando habían transcurrido cuatro meses desde que empecé a trabajar en el oficio de cajista, ya componía con mediana destreza, y ganaba tres reales por ciento de líneas en la imprenta del Diario de Madrid. No me parecía muy bien aplicada mi laboriosidad, ni de gran porvenir la carrera tipográfica; pues aunque toda ella estriba en el manejo de las letras, más tiene de embrutecedora que de instructiva. Así es, que sin dejar el trabajo ni aflojar mi persistente aplicación, buscaba con el pensamiento horizontes más lejanos y esfera más honrosa que aquella de nuestra limitada, oscura y sofocante imprenta.

Mi vida al principio era tan triste y tan uniforme como aquel oficio, que en sus rudimentos esclaviza la inteligencia sin entretenerla; pero cuando había adquirido alguna práctica en tan fastidiosa manipulación, mi espíritu aprendió a quedarse libre, mientras las veinte y cinco letras, escapándose por entre mis dedos, pasaban de la caja al molde. Bastábame, pues, aquella libertad para soportar con paciencia la esclavitud del sótano en que trabajábamos, el fastidio de la composición, y las impertinencias de nuestro regente, un negro y tiznado cíclope, más propio de una herrería que de una imprenta.

Necesito explicarme mejor. Yo pensaba en la huérfana Inés, y todos los organismos de mi vida espiritual describían sus amplias órbitas alrededor de la imagen de mi discreta amiga, como los mundos subalternos que voltean sin cesar en torno del astro que es base del sistema. Cuando mis compañeros de trabajo hablaban de sus amores o de sus trapicheos, yo, necesitando comunicarme con alguien, les contaba todo sin hacerme de rogar, diciéndoles:

-Mi amiga está en Aranjuez con su reverendo tío, el padre D. Celestino Santos del Malvar, uno de los mejores latinos que ha echado Dios al mundo. La infeliz Inés es huérfana y pobre; pero no por eso dejará de ser mi mujer, con la ayuda de Dios, que hace grandes a los pequeños. Tiene diez y seis años, es decir, uno menos que yo, y es tan linda, que avergüenza con su carita a todas las rosas del Real Sitio. Pero, díganme Vds., señores, ¿qué vale su hermosura comparada con su talento? Inés es un asombro, es un portento; Inés vale más que todos los sabios, sin que nadie la haya enseñado nada: todo lo saca desu cabeza, y todo lo aprendió hace cientos de miles de años.

Cuando no me ocupaba en estas alabanzas, departía mentalmente con ella. En tanto las letras pasaban por mi mano, trocándose de brutal y muda materia en elocuente lenguaje escrito. ¡Cuánta animación en aquella masa caótica! En la caja, cada signo parecía representar los elementos de la creación, arrojados aquí y allí, antes de empezar la grande obra. Poníalos yo en movimiento, y de aquellos pedazos de plomo surgían sílabas, voces, ideas, juicios, frases, oraciones, períodos, párrafos, capítulos, discursos, la palabra humana en toda su majestad; y después, cuando el molde había hecho su papel mecánico, mis dedos lo descomponían, distribuyendo las letras: cada cual se iba a su casilla, como los simples que el químico guarda después de separados; los caracteres perdían su sentido, es decir, su alma, y tornando a ser plomo puro, caían mudos e insignificantes en la caja.

¡Aquellos pensamientos y este mecanismo todas las horas, todos los días, semana tras semana, mes tras mes! Verdad es que las alegrías, el inefable gozo de los domingos compensaban todas las tristezas y angustiosas cavilaciones de los demás días. ¡Ah!, permitid a mi ancianidad que se extasíe con tales recuerdos; permitid a esta negra nube que se alboroce y se ilumine traspasada por un rayo de sol.Los sábados eran para mí de una belleza incomparable: su luz me parecía más clara, su ambiente más puro; y en tanto ¿quién podía dudar que los rostros de las gentes eran más alegres, y el aspecto de la ciudad más alegre también?

Pero la alegría no estaba sino en el alma. El sábado es el precursor del domingo, y a eso del medio día comenzaban mis preparativos de viaje, de aquel viaje al cielo, que mi imaginación renueva hoy, sesenta y cinco años después. Aún me parece que estoy tratando con los trajineros de la calle Angosta de San Bernardo sobre las condiciones del viaje: me ajusto al fin y no puedo menos de disertar un buen rato con ellos acerca de las probabilidades de que tengamos una hermosa noche para la expedición. En seguida me lavo una, dos, tres, cuatro veces, hasta que desaparezcan de mi cara y manos las últimas huellas de la aborrecida tinta, y me paseo por Madrid esperando que llegue la noche. Duermo un poco; si la inquietud me lo permite, y cuando el reló del Buen Suceso da las doce campanadas más alegres que han retumbado en mi cerebro, me visto a toda prisa con mi traje nuevo; corro al lado de aquellos buenos arrieros, que son sin disputa los mejores hombres de la tierra, subo al carromato, y ya estoy en viaje.

Con voluble atención observo todos los accidentes del camino, y mis preguntas marean y enfadan a los conductores. Pasamos el puente de Toledo, dejamosa derecha mano los caminos de Carabanchel y de Toledo, el portazgo de las Delicias, el ventorrillo de León; las ventas de Villaverde van quedando a nuestra espalda; dejamos a la derecha los caminos de Getafe y de Parla, y en la venta de Pinto descansan un poco las caballerías. Valdemoro nos ve pasar por su augusto recinto, y la casa de Postas de Espartinas ofrece nuevo descanso a las perezosas mulas. Por fin nos amanece bajando la cuesta de la Reina, desde donde la vista abarca toda la extensión del inmenso valle en que se juntan Tajo y Jarama; atravesamos el famoso puente largo, entramos más tarde en la calle larga, y al fin ponemos el pie en la plaza del Real Sitio.

Mis miradas buscan entre los árboles y sobre las techumbres la modesta torre de la iglesia. Corro allá. El Sr. D. Celestino está en la misa, que por ser día festivo es cantada. Desde la puerta oigo la voz del tío de Inés, que exclama gloria in excelsis Deo. Yo también canto gloria en voz baja y entro en la iglesia. Una alegría solemne y grave que da idea de la bienaventuranza eterna llena aquel recinto y se reproduce en mi alma como en un espejo. Los vidrios incoloros permiten que entre abundante luz y que se desparrame por la bóveda desnuda, sin más pinturas que las del yeso mate. El altar mayor es todo oro, los santos y retablos todo polvo; en el primero veo al santo varón, que se vuelve hacia el puebloy abre sus brazos; después consume, suenan las campanillas dentro y las campanas fuera; se arrodillan todos, golpeándose el pecho pecador. El oficio adelanta y concluye: durante él he mirado sin cesar los grupos de mujeres sentadas en el suelo, y de espaldas a mí: entre aquellos centenares de mantillas negras, distingo la que cubre la hermosa cabeza de Inés: la conocería entre mil.

Inés se levanta cuando todo ha concluido, y sus ojos me buscan entre los hombres, como los míos la buscan entre las mujeres. Por fin me ve, nos vemos; pero no nos decimos una palabra. La ofrezco agua bendita, y salimos. Parece que nuestras primeras palabras al vernos juntos han de ser arrebatadas y vehementes; pero no decimos cosa alguna que no sea insignificante. Nos reímos de todo.

La casa está a espalda de la iglesia, y entramos en ella cogidos de las manos. Hay un patio con un ancho corredor, en cuyos gruesos pilares retuerce sus brazos negros, ásperos y leñosos una vieja parra, junto a un jazmín que aguarda la primavera para echar al mundo sus mil flores. Subimos, y allí nos recibe D. Celestino, cuyo cuerpo no se cubre ya con la sotana verdinegra de antaño, sino con otra flamante. Comemos juntos, y luego los tres, Inés y yo delante, él detrás apoyándose en su bastón, nos vamos a pasear al jardín del Príncipe, si hace buen tiempo y los pisos están secos. Inés y yo charlamoscon los ojos o con las palabras; pero no quiero referir ahora nuestros poemas. A cada instante el padre Celestino nos dice que no andemos tan aprisa, porque no puede seguirnos, y nosotros, que desearíamos volar, detenemos el paso. Por último, nos sentamos a orillas del río, y en el sitio en que el Tajo y el Jarama, encontrándose de improviso, y cuando seguramente el uno no tenía noticias de la existencia del otro, se abrazan y confunden sus aguas en una sola corriente, haciendo de dos vidas una sola. Tan exacta imagen de nosotros mismos, no puede menos de ocurrírsele a Inés al mismo tiempo que a mí.

El día se va acabando, porque aunque a nuestros corazones les parezca lo contrario, no hay razón ninguna para que se altere el sistema planetario, dando a aquel día más horas que las que le corresponden. Viene la tarde, el crepúsculo, la noche y yo me despido para volver a mis galeras; estoy pensativo, hablo mil desatinos y a veces me parece que me siento muy alegre, a veces muy triste. Regreso a Madrid por el mismo camino, y vuelvo a mi posada. Es lunes, día que tiene un semblante antipático, día de somnolencia, de malestar, de pereza y aburrimiento; pero necesito volver al trabajo, y la caja me ofrece sus letras de plomo, que no aguardan más que mis manos para juntarse y hablar; pero mi mano no conoce en los primeros momentos sino cuatro deaquellos negros signos que al punto se reúnen para formar este solo nombre: Inés.

Siento un golpe en el hombro: es el cíclope o regente que me llama holgazán, y me pone delante un papelejo manuscrito que debo componer al instante. Es uno de aquellos interesantes y conmovedores anuncios del Diario de Madrid, que dicen: «Se necesita un joven de diecisiete a dieciocho años, que sepa de cuentas, afeitar, algo de peinar, aunque sólo sea de hombre, y guisar si se ofreciere. El que tenga estas partes, y además buenos informes, puede dirigirse a la calle de la Sal, número 5, frente a los peineros, lonja de lanería y pañolería de D. Mauro Requejo, donde se tratará del salario y demás».

Al leer el nombre del tendero, un recuerdo viene a mi mente: -D. Mauro Requejo -digo-. Yo he oído este nombre en alguna parte.