El álbum
de Mariano José de Larra


El escritor de costumbres no escribe exclusivamente para esta o aquella clase de la sociedad, y si le puede suceder el trabajo de no ser de ninguna de ellas leído, debe de figurarse al menos, mientras que su modestia o su desgracia no sean suficientes a hacerle dejar la pluma, que escribe imparcialmente para todos. Ni los colores que han de dar vida al cuadro de las costumbres de un pueblo o de una época pudieran por otra parte tomarse en un cálculo determinado y reducido; la mezcla atinada de todas las gradaciones diversas es la que puede únicamente formar el todo, y es forzoso ir a buscar en distintos puntos las tintas fuertes y las medias tintas, el claro y oscuro, sin los cuales no habría cuadro.

La cuna, la riqueza, el talento, la educación, a veces obrando separadamente, obrando otras de consuno, han subdividido siempre a los hombres hasta lo infinito, y lo que se llama en general la sociedad es un amalgama de mil sociedades colocadas en escalón, que sólo se rozan en sus fronteras respectivas unas con otras, y las cuales no reúne en un todo compacto en cada país sino el vínculo de una lengua común, y de lo que se llama entre los hombres patriotismo o nacionalismo. Hay más puntos de contacto entre una reunión de buen tono de Madrid y otra de Londres o de París, que entre un habitante de un cuarto principal de la calle del Príncipe y otro de un cuarto bajo de Avapiés, sin embargo de ser éstos dos españoles y madrileños.

Sabiendo esto el escritor de costumbres no desdeña muchas veces salir de un brillante rout, o del más elegante sarao, y previa la conveniente transformación de traje, pasar en seguida a contemplar una escena animada de un mercado público o entrar en una simple horchatería a ser testigo del modesto refresco de la capa inferior del pueblo, cuyo carácter trata de escudriñar y bosquejar.

¡Qué de costumbres diversas establecidas en una atmósfera, que en otra inferior, ni aun sabiéndolas se comprenderían! El título de este artículo, sin ir más lejos, es verdadero griego para la inmensa mayoría que compone este pueblo. No harán, pues, un gesto de desagrado nuestras elegantes lectoras cuando nos vean explicar la significación de nuestro título; esta explicación no es ciertamente para ellas; pero nosotros no tenemos la culpa si su extraordinaria delicadeza y si su civilización llevada al extremo que forma de ellas un pueblo aparte, y pueblo escogido, nos pone en el caso de empezar por traducir hasta las palabras de su elegante vocabulario cuando queremos dar cuenta al público entero de los usos de su impagable sociedad.

El que la voz álbum no sea castellana es para nosotros, que ni somos ni queremos ser puristas, objeción de poquísima importancia; en ninguna parte hemos encontrado todavía el pacto que ha hecho el hombre con la divinidad ni con la naturaleza de usar de tal o cual combinación de sílabas para explicarse; desde el momento en que por mutuo acuerdo una palabra se entiende, ya es buena; desde el momento que una lengua es buena para hacerse entender en ella, cumple con su objeto, y mejor será indudablemente aquella cuya elasticidad le permita dar entrada a mayor número de palabras exóticas, porque estará segura de no carecer jamás de las voces que necesite: cuando no las tenga por sí, las traerá de fuera. En esta parte diremos de buena fe lo que ponía Iriarte irónicamente en boca de uno que estropeaba la lengua de Garcilaso:

Que si él hablaba lengua castellana,
yo hablo la lengua que me da la gana.

Pasando por alto este inconveniente, el álbum es un enorme libro, en cuya forma es esencial condición que se observe la del papel de música. Debe de estar, como la mayor parte de los hombres, por de fuera encuadernado con un lujo asiático, y por dentro en blanco; su carpeta, que será más elegante si puede cerrarse a guisa de cartera, debe ser de la materia más rica que se encuentre, adornada con relieves del mayor gusto, y la cifra o las armas del dueño; lo más caro, lo más inglés, eso es lo mejor; razón por la cual sería muy difícil lograr en España uno capaz de competir con los extranjeros. Sólo el conocido y el hábil Alegría podría hacer una cosa que se aproximase a un álbum decente. Pero en cambio es bueno advertir que una de las circunstancias que debe tener es que se pueda decir de él: «Ya me han traído el álbum que encargué a Londres». También se puede decir en lugar de Londres, París; pero es más vulgar, más trivial. Por lo tanto, nosotros aconsejamos a nuestras lectoras que digan «Londres»: lo mismo cuesta una palabra que otra; y por supuesto, que digan de todas suertes que se lo han enviado de fuera, o que lo han traído ellas mismas cuando estuvieron allá la primera vez, la segunda o cualquiera vez, y aunque sea obra de Alegría.

¿Y para qué sirve, me dirá otra especie de lectores, ese gran librote, esa especie de misal, tan rico y tan enorme, tan extranjero y tan raro? ¿De qué trata?

Vamos allá. Ese librote es, como el abanico, como la sombrilla, como la tarjetera, un mueble enteramente de uso de señora, y una elegante sin álbum sería ya en el día un cuerpo sin alma, un río sin agua, en una palabra, una especie de Manzanares. El álbum, claro está, no se lleva en la mano, pero se transporta en el coche; el álbum y el coche se necesitan mutuamente: lo uno no puede ir sin lo otro; es el agua con el chocolate; el álbum se envía además con el lacayo de una parte a otra. Y como siempre está yendo y viniendo, hay un lacayo destinado a sacarlo; el lacayo y el álbum es el ayo y el niño.

¿De qué trata? No trata de nada; es un libro en blanco. Como una bella conoce de rigor a los hombres de talento en todos los ramos, es un libro el álbum que la bella envía al hombre distinguido para que éste estampe en una de sus inmensas hojas, si es poeta, unos versos, si es pintor, un dibujo, si es músico, una composición, etc. En su verdadero objeto es un repertorio de la vanidad; cuando una hermosa, por otra parte, le ha dispensado a usted la lisonjera distinción de suplicarle que incluya algo en su álbum, es muy natural pagarle en la misma moneda; de aquí el que la mayor parte de los versos contenidos en él suelen ser variaciones de distintos autores sobre el mismo tema de la hermosura y de la amabilidad de su dueño. Son distintas fuentes donde se mira y se refleja un solo Narciso. El álbum tiene una virtud singular, por la cual deben apresurarse a hacerse con él todas las elegantes que no lo tengan, si hay alguna a la sazón en Madrid; hemos reparado que todas las dueñas de álbum son hermosas, graciosas, de gran virtud y talento y amabilísimas; así consta a lo menos de todos estos libros en blanco, conforme van tomando color.

Como el caso es tener un recuerdo, propio, intrínsecamente de la persona misma, es indispensable que lo que se estampe vaya de puño y letra del autor: un álbum, pues, viene a ser un panteón donde vienen a enterrarse en calidad de préstamos adelantados hechos a la posteridad una porción de notabilidades; a pesar de que no todos los hombres de mérito de un álbum lo son igualmente en las edades futuras. Y como por una distinción de exquisito precio, la amistad participa del privilegio del mérito, de poner algo en el álbum, y como se puede ser muy buen amigo y no tener ninguna especie de mérito, un álbum viene a ser frecuentemente más bien que un panteón, un cementerio, donde están enterrados, tabique por medio, los tontos al lado de los discretos, con la única diferencia de que los segundos honran al álbum, y éste honra a los primeros.

Sabido el objeto del álbum, cualquiera puede conocer la causa a que debe su origen: el orgullo del hombre se empeña en dejar huellas de su paso por todas partes; en rigor, las pirámides famosas ¿qué son sino la firma de los Faraones en el gran álbum de Egipto? Todo monumento es el facsímile del pueblo que le erigió, estampado en el grande álbum del triunfo. ¿Qué es la historia sino el álbum donde cada pueblo viene a depositar sus obras?

La Alhambra está llena de los nombres de viajeros ilustres que no han querido pasar adelante sin enlazar con aquellos grandes recuerdos sus grandes nombres; esto, que es lícito en un hombre de mérito, confesado por todos, es risible en un desconocido, y conocemos un sujeto que se ha puesto en ridículo en sociedad por haber estampado en las paredes de la venerable antigüedad de que acabamos de hablar, debajo del letrero puesto por Chateaubriand: «Aquí estuvo también Pedro Fernández el día tantos de tal año». Sin embargo, la acción es la misma, por parte del que la hace.

He aquí cómo motiva el origen de la moda del álbum un autor francés, que escribía como nosotros un artículo de costumbres acerca de él el año II, época en que comenzó a hacer furor esta moda en París:

«El origen del álbum es noble, santo, majestuoso. San Bruno había fundado en el corazón de los Alpes la cuna de su orden; dábase allí hospitalidad por espacio de tres días a todo viajero. En el momento de su partida se le presentaba un registro, invitándole a escribir en él su nombre, el cual iba acompañado por lo regular de algunas frases de agradecimiento, frases verdaderamente inspiradas. El aspecto de las montañas, el ruido de los torrentes, el silencio del monasterio, la religión grande y majestuosa, los religiosos humildes y penitentes, el tiempo despreciado y la eternidad siempre presente, debían de hacer nacer bajo la pluma de los huéspedes que se sucedían en la augusta morada altos pensamientos y delicadas expresiones. Hombres de gran mérito depositaron en este repertorio cantidad de versos y pensamientos justamente célebres. El álbum de la Gran Cartuja es incontestablemente el padre y modelo de los álbums.»


Esta afición, recién nacida, cundió extraordinariamente; los ingleses asieron de ella; los franceses no la despreciaron, y todo hombre de alguna celebridad fue puesto a contribución; el valor, por consiguiente, de un álbum puede ser considerable; una pincelada de Goya, un capricho de David, o de Vernet, un trozo de Chateaubriand, o de lord Byron, la firma de Napoleón, todo esto puede llegar a hacer de un álbum un mayorazgo para una familia.

Nuestras señoras han sido las últimas en esta moda como en otras, pero no las que han sabido apreciar menos el valor de un álbum, ni es de extrañar: el libro en blanco es un templo colgado todo de sus trofeos; es su lista civil, su presupuesto, o por lo menos el de su amor propio. Y en rigor, ¿qué es una bella sino un álbum, a cuyos pies todo el que pasa deposita su tributo de admiración? ¿Qué es su corazón muchas veces sino álbum? Perdónennos la atrevida comparación, pero ¡dichoso el que encuentra en esta especie de álbum todas las hojas en blanco! ¡Dichoso el que no pudiendo ser el primero (no pende siempre de uno el madrugar) puede ser siquiera el último!

El álbum no se llama nunca «el álbum», sino «mi álbum»; esto es esencial. En rigor las señoras no han tomado de él más que la parte agradable: todos los inconvenientes están de parte de los que han de quitarle hoja a hoja la calidad de blanco. ¡Qué admirable fecundidad no se necesita para grabar un cumplimiento, por lo regular el mismo, y siempre de distinto modo, en todos los álbums que vienen a parar a manos de uno! Luego, ¡hay tantas mujeres a quienes es más fácil profesar amor que decírselo! ¡Cuánta habilidad no es menester para que comparados después estos diversos depósitos no pueda picarse ningún amor propio! ¡Qué delicadeza para decir galanterías, que no sean más que galanterías, a una hermosa de la cual sólo se conoce el álbum!

Si éste es el mueble indispensable de una mujer de moda, también es la desesperación del poeta, del hombre de mérito, del amigo. Siempre se espera mucho del talento, y nunca es más difícil lucirle que en semejantes ocasiones.

Nosotros, para tales casos, si en ellos nos encontrásemos, reclamaríamos siempre toda indulgencia, y no concluiremos este artículo sin recordar a las hermosas que cada una de ellas no tiene más que un álbum que dar a llenar, y que cada poeta suele tener a la vez varios a que contribuir.