El Único y su Propiedad :9
El Único y su Propiedad, Max Stirner, 1844. Primera parte: El liberalismo político.
El liberalismo político
En el siglo XVIII, cuando se había vaciado hasta las heces la copa del poder absoluto, se notó que el brebaje que ofreciera a los hombres era desagradable y se sintió la necesidad de beber otro distinto. Siendo hombres nuestros padres, quisieron ser condenados como hombres. A cualquiera que vea en nosotros otra cosa, lo miramos como extraño a la humanidad, inhumano. Por el contrario, quien reconoce en Nosotros hombres y Nos garantiza contra el peligro de ser tratados de otro modo que como hombres, lo honramos como Nuestro sostén y Nuestro protector. Unámonos, pues, y sostengámonos mutuamente; Nuestra asociación nos asegura la protección de que tenemos necesidad, y Nosotros, los asociados, formaremos una comunidad, cuyos miembros reconocen su calidad de hombres. El producto de Nuestra asociación es el Estado; Nosotros, sus miembros, formamos la nación.
Reunidos en la nación o el Estado, no somos más que hombres. Que fuera de él, en cuanto individuos, hagamos nuestros propios negocios y persigamos nuestros intereses personales, poco importa al Estado; eso concierne exclusivamente a nuestra vida privada; únicamente es verdaderamente humana nuestra vida pública o social. Lo que hay en nosotros de inhumano, de egoísta, ha de confinarse en el círculo inferior de los asuntos privados, y Nosotros distinguimos cuidadosamente el Estado de la sociedad civil, dominio del egoísmo.
El verdadero Hombre es la nación; el individuo es siempre un egoísta. Despojaos, pues, de esa individualidad que os aísla, de ese individualismo que no respira más que desigualdad egoísta y discorde y consagraos enteramente al verdadero Hombre, a la nación, al Estado. Entonces solamente adquiriréis vuestro pleno valor de hombres y gozaréis de las cualidades propias al Hombre. El Estado, que es el verdadero Hombre, os hará sitio en la mesa común y os conferirá los derechos del Hombre, los derechos que el Hombre sólo da y que sólo el Hombre recibe.
Tal es el principio cívico.
El civismo es la idea de que el Estado es todo, de que él es el Hombre por excelencia, y que el valor del individuo como hombre se deriva de su cualidad de ciudadano. Bajo este punto de vista, el mérito supremo es ser buen ciudadano; no hay nada superior, a no ser el viejo ideal de buen cristiano.
La burguesía se desarrolló en el curso de la lucha contra las castas privilegiadas que la trataban sin consideración como tercer estado, y la confundían con la canalla. Hasta entonces había prevalecido en el Estado el principio de la desigualdad de las personas. El hijo de un noble estaba llamado por derecho a ocupar cargos a los que en vano aspiraban los burgueses más instruidos, etc. El sentimiento de la burguesía se sublevó contra esta situación: ¡basta de prerrogativas personales, basta de privilegios, basta de jerarquía de clases! ¡Que todos sean iguales! Ningún interés particular puede equipararse al interés general. El Estado debe ser una reunión de hombres libres e iguales, y cada cual debe consagrarse al bien público, solidarizarse con el Estado, hacer del Estado su fin y su ideal. ¡El Estado! ¡El Estado! Ésta fue la aclamación general, y desde entonces se procuró organizar bien el Estado y se inquirió la mejor constitución, es decir, la mejor forma que darle. El pensamiento del Estado penetró en todos los corazones y excitó en ellos el entusiasmo; servir a ese dios terrenal se convirtió en un culto nuevo. La era propiamente política se abría. Servir al Estado o la nación fue el ideal supremo, el interés público, el supremo interés, y representar un papel en el Estado (lo que no implicaba en modo alguno ser funcionario) el supremo honor.
Con ello, los intereses particulares, personales, se disiparon y su sacrificio en el altar del Estado vino a ser una rutina. Fue preciso remitirse al Estado para todas las cosas y vivir para él; la actividad debe ser desinteresada, carecer de otro objetivo que el Estado. El Estado vino a ser así la verdadera persona ante la que desaparece la personalidad del individuo; no soy Yo quien vivo, es él quien vive en Mí. De ahí la necesidad de desterrar el egoismo de otros tiempos y convertirlo en el desinterés y la impersonalidad mismos. Ante el Estado-Dios desaparecía todo egoísmo y todos eran iguales ante él, todos eran hombres y nada más que hombres, sin que nada permitiese distinguir a los unos de los otros.
La propiedad fue la chispa que prendió fuego a la revolución. El Gobierno tenía necesidad de dinero. Tenía que mostrar que era absoluto, y por consiguiente, dueño de toda propiedad; tenía que apropiarse de su dinero, que estaba a disposición pero no era propiedad de sus súbditos. En lugar de eso, convocó Estados generales para hacerse conceder el dinero necesario. No osando ser consecuente hasta el fin, se destruyó la ilusión del poder absoluto: el Gobierno que tiene que hacerse conceder alguna cosa, no puede ya pasar por absoluto. Los súbditos advirtieron que los verdaderos propietarios eran ellos, y que era su dinero el que se les exigía.
Quienes hasta entonces no habían sido más que súbditos, llegaron a la conciencia de ser propietarios; es lo que Bailly expresa en pocas palabras: Sin mi consentimiento no podéis disponer de mi propiedad. ¡Y dispondríais de mi persona, de todo lo que constituye mi posición moral y social! Todo eso es mi propiedad, con el mismo título que el campo que cultivo: mi derecho y mi interés consiste en hacer yo mismo las leyes ...
Las palabras de Bailly parece que quieren decir que cada uno es un propietario; pero, en realidad, en lugar del Gobierno, en lugar de los príncipes, el poseedor y el dueño fue la nación. Desde entonces, el ideal es la libertad del pueblo, un pueblo libre, etc.
Ya el 8 de julio de 1789, las declaraciones del obispo de Autun y de Barrére disiparon la ilusión de que cada uno, cada individuo tuviese alguna importancia en la legislación; ellas mostraron la radical impotencia de los comitentes: la mayoría de los representes son los señores. El 9 de julio, cuando se pone a la orden del día el proyecto de ley sobre el reparto de los trabajos de la Constitución. Mirabeau hace notar que el Gobierno dispone de la fuerza y no del derecho, que es sólo en el pueblo donde debe buscarse la fuente de todo derecho. El 16 de julio, el mismo Mirabeau exclama: ¿No es el pueblo la fuente de todo poder?. ¡Digno pueblo! ¡Fuente de todo derecho y de todo poder! Sea dicho de paso, se entrevé aquí el contenido del derecho: es la fuerza. Quien tiene el poder, tiene el derecho.
La burguesía es la heredera de las clases privilegiadas. De hecho, no se hizo más que traspasar a la burguesía los derechos arrebatados a los barones, considerados como derechos usurpados. La burguesía se llamaba ahora nación. Todos los privilegios recayeron en manos de la nación, dejaron de ser privilegios para convertirse en derechos. En adelante es la nación la que percibirá los diezmos y las prestaciones personales, ella es la heredera de los derechos señoriales, el derecho de caza y de los siervos. La noche del 4 de agosto fue la noche en que murieron los privilegios (las ciudades, los municipios, las magistraturas eran privilegiadas, dotadas de privilegios y de derechos señoriales) y a su fin se levantó la aurora del Derecho, de los Derechos del Estado, de los Derechos de la nación.
El despotismo no había sido en manos de los reyes más que un poder complaciente y relajado, en comparación con lo que hizo de él la Nación soberana. Esta nueva Monarquía se reveló cien veces más severa, más rigurosa y más consecuente que la antigua: todos los derechos y todos los privilegios se derrumban ante el nuevo monarca. ¡Cuán templada parece en comparación la realeza absoluta del antiguo régimen! La Revolución, en realidad, sustituyó la Monarquía, limitada por la Monarquía absoluta. En adelante todo derecho que no conceda el Monarca-Estado es una usurpación, todo privilegio que otorga se convierte en un derecho. La época necesitaba la realeza absoluta, la Monarquía absoluta, por ello se desmoronó lo que hasta entonces se había llamado realeza absoluta, que había consentido en ser tan poco absoluta que se dejaba recortar y limitar por mil autoridades subalternas.
La burguesía ha cumplido el sueño de tantos siglos; ha hallado al Señor absoluto ante el cual otros Señores no pueden ya elevarse como otras tantas restricciones. Ha creado el único Señor que otorga títulos legítimos, sin cuyo consentimiento nada es legítimo. Sabemos que los ídolos no son nada en el mundo y que no hay otro dios más que el Dios único.
No se puede ya atacar al derecho como se atacaba un derecho, sosteniendo que era injusto. Todo lo que puede decirse en adelante, se reduce a que es un no-sentido, una ilusión. Si se le acusa de ser contrario al derecho se vería uno obligado a oponerle otro derecho y compararlos. Pero si se rechaza totalmente el derecho, el derecho en sí, se niega al mismo tiempo la posibilidad de violarlo y se hace tabla rasa de todo concepto de justicia (y por consiguiente de injusticia).
Todos gozamos de la igualdad de los derechos políticos.
¿Qué significa esta igualdad? Simplemente que el Estado no tolera ninguna acepción de persona, que yo no soy a sus ojos, como el primer llegado, más que un hombre y no tengo mayor importancia para él. Poco le importa que yo sea gentil-hombre e hijo de noble; poco le importa que yo sea el heredero de un funcionario cuyo cargo (como en la Edad Media los condados, etc., y más tarde, bajo la Monarquía absoluta, ciertas funciones sociales) me corresponde a título hereditario. Hoy el Estado tiene una multitud de derechos que conferir, como, por ejemplo, el derecho de mandar un batallón, una compañía, el derecho de enseñar en una Universidad. Le pertenece disponer de ellos porque son suyos, porque son derechos del Estado, derechos políticos. Poco le importa, por otra parte, a quien le caen en suerte, con tal que el beneficiado cumpla los deberes que le impone su función. Somos, bajo ese punto de vista, todos iguales ante él y ninguno tiene más o menos derechos que otro (a un puesto vacante). No necesito saber, dice el Estado soberano, quién ejerce el mando del ejército, desde el momento en que aquel a quien invisto con ese mando posea las capacidades necesarias. Igualdad de los derechos políticos significa, pues, que cada cual puede adquirir todos los derechos que el Estado tiene para distribuir, si cumple las condiciones requeridas; y esas condiciones dependen de la naturaleza del empleo y no pueden ser dictadas por preferencias personales (persona grata). El derecho de ser oficial, por ejemplo, exige, por su naturaleza, que se posean miembros sanos y ciertos conocimientos especiales, pero no exige como condición ser de origen noble. Si pudiera cerrarse una carrera al ciudadano más apto, ello constituiría la desigualdad y la negación de los derechos políticos. Los Estados modernos han implantado, con mayor o menor rigor, este principio de igualdad. (...)
La burguesía es la nobleza del beneficio. Al beneficio su corona, es su divisa. Ella luchó contra la nobleza corrompida, pues ella, laboriosa, ennoblecida por el trabajo y el beneficio no considera libre al hombre bien nacido, ni al Yo; antes bien, libre es quien lo merece, el servidor íntegro (de su Rey, del Estado o del pueblo en nuestros Estados constitucionales). Por los servicios prestados se adquiere la libertad, aunque fuere sirviendo a Mammon. Es preciso haber merecido el Estado, es decir, el principio del Estado, su Espíritu moral. Quien sirve al Espíritu del Estado, es, cualquiera que sea la rama de la industria de que viva, un buen ciudadano. A sus ojos, los innovadores tienen un triste oficio. Sólo el tendero es práctico y el mismo espíritu de tráfico hace que se alcancen los empleos, que se adquiera fortuna en el comercio y que uno se esfuerce en hacerse útil a sí mismo y a los demás.
Si al beneficio se lo considera como el fundamento de la libertad, el siervo es el libre. ¡EI siervo obediente, he aquí al hombre libre! ¡Y he aquí un absurdo! Sin embargo, tal es el sentido íntimo de la burguesía; su poeta, Goethe, como su filósofo, Hegel, han celebrado la dependencia del sujeto frente al objeto, la sumisión al mundo objetivo, etc, Quien sólo sirve a las cosas y se entrega completamente a ellas, encuentra la verdadera libertad. Y la cosa es, para cualquiera que haga profesión de pensar, la razón; la razón, que, como el Estado y la Iglesia, promulga leyes generales y hace comulgar a los individuos en la idea de la Humanidad. Ella determina lo que es verdadero y la ley por la cual debe uno guiarse. No hay personas más razonables que los siervos leales y, ante todo, los que, siervos del Estado, se llaman buenos ciudadanos y buenos burgueses.
¡Sé lo que puedas, un rico o un mendigo - el Estado burgués te deja elegir -, pero ten buenas ideas! ¡EI Estado exige esto de Ti, y considera su deber principal hacer germinar en todos esas buenas ideas! Con este fin te protegerá contra las sugestiones malas, reprimirá a los que piensan mal, ahogará sus discursos subversivos bajo las sanciones de la censura, o de las leyes sobre la prensa, o tras los muros de un calabozo. Por otra parte, escogerá como censores a gentes de ideas firmes y Te someterá a la influencia moralizadora de quienes tienen buenas ideas y bien intencionadas. Cuando Te haya ensordecido a las malas sugestiones, Te volverá a abrir los oídos de par en par a las sugestiones buenas.
Con la era de la burguesía se abre la del liberalismo. Se quiere instaurar por todas partes lo razonable, lo oportuno. La definición siguiente del liberalismo, expresada en su honor, lo caracteriza perfectamente: El liberalismo no es más que la aplicación del conocimiento racional a las condiciones existentes (Einundzwanzing bogen aus der schweiz, Georg Herwegh, Zürich-Winterthur 1843, p. 12). Su ideal es un orden razonable, una conducta moral, una libertad moderada , y no la anarquía, la ausencia de leyes, el individualismo. Pero si la razón reina, la persona sucumbe. El arte no sólo ha tolerado lo feo, sino que lo ha reivindicado como su dominio y ha hecho de él uno de sus recursos; el monstruo le es necesario, etc. Los liberales extremistas van también tan lejos en el terreno de la religión, tan lejos aún, que no quieren ver, considerar y tratar como ciudadano al hombre más religioso, es decir, al monstruo religioso. Ya no quieren oír hablar de la inquisición. Pero ninguno debe rebelarse contra la ley razonable, so pena de los más severos castigos. El liberalismo no hace valer el libre desarrollo, ni la persona, ni Yo, sino la razón. Es, en una palabra, la dictadura de la razón. Los liberales son apóstoles, no de la fe en Dios, sino de la razón, su Señor. Su racionalismo, no dejando ninguna latitud al capricho, excluyó en consecuencia toda espontaneidad en el desarrollo y la realización del Yo; su tutela por la de los Señores más absolutos.
¡Libertad política! ¿Qué se debe entender por eso? ¿Seria la independencia del individuo frente al Estado y sus leyes? De ningún modo, es, por el contrario, la sujeción del individuo al Estado y a las leyes del Estado. ¿Por qué, pues, libertad? Porque nada se interpone ya entre Mí y el Estado, sino que Yo estoy vinculado inmediatamente con él, porque soy ciudadano y no ya súbdito de Otro, siquiera si ese Otro fuese el Rey, no me inclino ante la persona real, sino ante su cualidad de jefe del Estado. La libertad política, máxima fundamental del liberalismo, no es más que una segunda fase del protestantismo, y la libertad religiosa le sirve exactamente de complemento. (Luis Blanc dice, hablando de la Restauración: El protestantismo vino a ser el fondo de las ideas y de las costumbres. Historia de los diez años, París, 1841-44, I, p. 138). En efecto, ¿qué implica esta última? ¿Independencia de toda religión? Evidentemente no, sino únicamente exención de toda persona interpuesta entre el cielo y vosotros. Supresión de la mediación del sacerdote, abolición de la oposición entre el laico y el clérigo y apertura de relación directa e inmediata del fiel con la religión o el Dios, tal es el sentido de la libertad religiosa. No se puede gozar de ella sino a condición de ser religioso, y lejos de significar irreligión, significa intimidad de la fe, relación inmediata y directa del alma con Dios.
Para el religioso libre, la religión es una causa del corazón, es una causa propia y se consagra a ella con un santo fervor. Lo mismo sucede con el político libre que considera al Estado con una santa seriedad, como una causa del corazón, la primera de todas las causas, su propia causa.
Libertad política supone que el Estado, la polis, es libre, y la libertad religiosa que la religión es libre, lo mismo que libertad de conciencia supone que la conciencia es libre. Ver en ellas mi libertad, mi independencia frente al Estado, la religión o la conciencia, sería un contrasentido absoluto. No se trata aquí de Mi libertad, sino de la libertad de una fuerza que Me gobierna y oprime. Estado, religión o conciencia son mis tiranos, y su libertad engendra mi esclavitud. Es obvio que persiguen la divisa el fin justifica los medios. Si el bien del Estado es el fin, el medio de alcanzarlo, la guerra, es un medio santificado; si la justicia es el fin del Estado, el homicidio como medio se convierte en un acto legítimo y lleva el nombre sagrado de ejecución, etc. La santidad del Estado se impregna en todo lo que le es útil. (...)
En el Estado no hay más que gentes libres, a las que oprimen mil violencias (respetos, convicciones, etc.). Pero, ¿qué importa? El que las aplasta se llama el Estado, la ley, pero nunca esta o aquella persona.
¿De dónde viene la hostilidad encarnizada de la burguesía contra todo mandato personal, es decir, no emanado de los hechos, de la razón, etc.? ¡No lucha más que en interés de las cosas y contra la dominación de las personas! Pero el interés del espíritu es lo razonable, lo virtuoso, lo legal, etc. Ahí está la buena causa. La burguesía quiere un Señor impersonal. He aquí su principio, que sólo el interés de las cosas deben gobernar al hombre, especialmente el interés de la moralidad, de la legalidad, etc. Así ninguno puede ser lesionado en sus intereses por otro (como ocurría cuando los cargos nobles estaban vedados a los burgueses, los oficios vedados a los nobles, etc.). Que la competencia sea libre, y si alguno es lesionado, no podrá ya serIo más que por un objeto, y no por una persona (el rico, por ejemplo, oprime al pobre por el dinero, que es un objeto).
No existe, pues, más que un solo Señor: la autoridad del Estado. Nadie es personalmente el Señor de otro. Desde su nacimiento, el niño pertenece al Estado; sus padres no son más que los representantes de este último, y es él, por ejemplo, quien no tolera el infanticidio, quien se ocupa de los cuidados del bautismo, etc.
A los paternales ojos del Estado, todos sus hijos son iguales (igualdad civil o política), y libres de discurrir los medios de triunfar sobre los demás: no tienen más que competir.
La libre competencia no es más que el derecho que posee cada uno de tomar posición contra los demás, de hacerse valer, de luchar. El partido del feudalismo se ha defendido naturalmente contra ella, no siendo posible su existencia más que por la no competencia. Las luchas de la Restauración en Francia no tenían otro objeto; la burguesía quería la competencia libre, la aristocracia procuraba restaurar el sistema corporativo y el monopolio.
Hoy la competencia es victoriosa, como debía serIo, en su lucha contra el sistema corporativo.
La revolución ha conducido a una reacción, y eso muestra lo que la revolución era en realidad. Toda aspiración conduce, en efecto, a una reacción cuando da una vuelta sobre sí misma y comienza a reflexionar; no impulsa a la acción, sino mientras subsiste la embriaguez, una irreflexión. La reflexión, tal es la contraseña de toda reacción, porque la reflexión pone límites y separa del desencadenamiento y del desarreglo primitivos, el objeto preciso que se ha perseguido, es decir, el principio.
Los calaveras, los estudiantes escandalosos y descreídos que desafían todas las conveniencias no son, propiamente hablando, más que filisteos; lo mismo que estos últimos, tienen por único objetivo las conveniencias. Desafiarlas por fanfarronada, como lo hacen, es aún conformarse con ellas, es, si queréis, conformarse con ellas negativamente; convertidos en filisteos, se someterán a ellas un día y se conformarán positivamente. Todos sus actos, todos sus pensamientos, de unos como de otros, tienden a la consideración , pero el filisteo es reaccionario comparado con el pillastre. El uno es un calavera sosegado, llegado al arrepentimiento; el otro un filisteo en flor. La experiencia diaria demuestra la verdad de esta observación: los cabellos de los peores calaveras encanecen sobre cráneos de filisteos.
Lo que se llama en Alemania la reacción, aparece igualmente como la prolongación reflexiva del acceso de entusiasmo provocado por la guerra, por la libertad.
La revolución no iba dirigida contra el orden en general, sino contra el orden establecido, contra un estado de cosas determinado. Ella derribó este Gobierno, y no el Gobierno; los franceses, al contrario, han sido abrumados posteriormente bajo el más inflexible de los despotismos. La revolución mató viejos abusos inmorales, para establecer sólidamente usos morales, es decir, que no hizo más que poner la virtud en lugar del vicio (vicio y virtud diferentes como el calavera y el filisteo). Hasta ese día, el principio revolucionario no ha cambiado: no atacar más que a una u otra institución determinada, en una palabra, reformar. Cuando más se ha mejorado, más cuidado pone la reflexión que viene inmediatamente a conservar el progreso realizado. Siempre un nuevo Señor es puesto en lugar del antiguo, no se demuele más que para reconstruir, y toda revolución es una restauración. Es siempre la diferencia entre el joven y el viejo filisteo. La revolución ha comenzado, como pequeña burguesa, por la elevación del tercer Estado, y va granando sin haber salido de su trastienda.
Quien es libre no es el hombre en cuanto individuo -y sólo él es hombre- sino el burgués, el ciudadano, el hombre político que no es un hombre sino un ejemplar de la raza humana, y más especialmente, un ejemplar de la especie burguesa, un ciudadano libre.
En la revolución no fue el individuo quien actuó en la historia mundial sino un pueblo: la nación soberana quiso hacerlo todo. Es una entidad artificial, imaginaria, una idea (la nación no es nada más) la que se revela obrando; los individuos no son más que los instrumentos al servicio de esta idea, y no escapan al papel de ciudadano.
La burguesía obtiene su poder, y al mismo tiempo sus límites, de la Constitución del Estado, de una Carta, de un príncipe legítimo o legitimado que se dirige o que gobierna según leyes razonables, en suma, de la legalidad. El período burgués está dominado por el espíritu de la legalidad, de importación inglesa. Una asamblea de los Estados, por ejemplo, no olvida jamás que sus derechos no son limitados, que se hace una gracia convocándola y que un disfavor puede disolverla. No pierde nunca de vista el objeto de su convocación, su vocación. No se puede, en verdad, negar que Mi padre me ha engendrado; pero hoy que es cosa hecha, las intenciones que tenía al proceder a esa operación no me incumben ya, y cualquiera que sea el fin con que me ha dado la vida, Yo hago de ella lo que me place. Igualmente, los Estados generales, convocados al principio de la Revolución francesa, juzgaron muy justamente que una vez reunidos eran independientes de quien los había convocado: existían y hubieran sido bien tontos en no hacer valer sus derechos a la existencia, y en creerse a merced de su padre.
Quien es convocado no tiene ya que preguntarse: ¿Qué se quería de mí al llamarme? sino ¿Qué quiero, ahora que estoy presente al llamamiento? Ni el autor de la convocatoria, ni la carta en virtud de la cual ha sido llamado, ni sus comitentes, ni sus cuadernos, nada es para él un poder sagrado, sustraído a sus ataques. Está autorizado a todo lo que está en su poder, no reconocerá ningún mandato imperativo o restrictivo y no pretenderá ser legal (permanecer en la legalidad). La consecuencia de esto sería -si de un parlamento pudiera esperarse nada parecido- una Cámara perfectamente egoísta, cuyo cordón umbilical moral estuviese cortado, y que no guardasen ya ningún miramiento. Pero las cámaras son siempre devotas de alguno o de alguna cosa. ¿Cómo extrañarse de ver siempre ostentarse en ellas tanto semiegoísmo, egoísmo no confesado e hipócrita?
Los miembros de los parlamentos no pueden franquear los límites que les trazan la carta, la voluntad real, etc. Excederse de esos límites o intentar excederse sería usurpar. ¿Qué hombre fiel a sus deberes osaría propasarse en su misión, poniéndose en primer lugar él mismo, sus convicciones o su voluntad? ¿Quién sería lo suficiente inmoral para hacerse valer y para imponer su individualidad a riesgo de ser la causa de que se desplomase el cuerpo a que pertenece y todo lo demás con él? Uno se mantiene respetuosamente en los límites de sus derechos y, por otra parte, conviene que se quede en los límites de su poder, no intentando nadie más de lo que pueda. Que mi fuerza o mi impotencia sean mi solo freno, y que mandatos, misiones, vocaciones, no sean más que dogmas que me embarazan. ¿Quién podría suscribir una doctrina de tan audaz nihilismo? En todo caso, yo no: ¡Yo soy un ciudadano legal!
La burguesía se reconoce en su moral, estrechamente ligada a su esencia. Lo que ella exige ante todo, es que se tenga una ocupación seria, una profesión honrosa, una conducta moral. El caballero de industria, la ramera, el ladrón, el bandido y el asesino, el jugador, el bohemio, son individuos inmorales y el burgués experimenta por esas gentes sin costumbres la más viva repulsión. Lo que les falta a todos es esa especie de derecho de domicilio en la vida que da un negocio sólido: medios de existencia seguros, rentas estables, etc.; como su vida no reposa sobre una base segura, pertenecen al clan de los individuos peligrosos, al peligroso proletariado: son particulares que no ofrecen ninguna garantía y no tienen nada que perder, ni nada que arriesgar.
La familia o el matrimonio, por ejemplo, ligan al hombre, y este lazo le proporciona un lugar en la sociedad, le sirve de fiador; pero ¿quién responde de la cortesana? El jugador lo arriesga todo a una carta, se arruina a sí y a los demás: ¡no tiene garantía!
Se podría reunir bajo el nombre de vagabundos a todos los que el burgués considera sospechosos, hostiles y peligrosos. El vagabundo desagrada al burgués, y existen también vagabundos del espíritu, que, ahogándose bajo el techo que abrigaba a sus padres, van a buscar lejos más aire y más espacio. En lugar de permanecer en el rincón del hogar familiar removiendo las cenizas de una opinión moderada, en lugar de tener por verdades indiscutibles lo que ha consolado y apaciguado a tantas generaciones anteriores, saltan las barreras que encierran el campo paterno y se van, por los caminos audaces de la crítica, adonde los lleva su invencible curiosidad de duda. Esos extravagantes vagabundos entran en la clase de las gentes inquietas, inestables y sin reposo, como son los proletarios, y cuando crean sospechas de la falta de domicilio moral, se les llama enredadores, cabezas calientes y exaltados.
Tal es el sentido amplio del llamado proletariado y del pauperismo. ¡Cuánto se engañaría el que creyese a la burguesía capaz de desear la desaparición de la miseria (del pauperismo) y de consagrar a ese fin todos sus esfuerzos! Nada, por el contrario, conforta al buen burgués como la convicción, incomparablemente consoladora, de que un sabio decreto de la Providencia ha repartido de una vez y para siempre las riquezas y la dicha. La miseria que se amontona en las calles a su alrededor, no turba al verdadero ciudadano hasta el punto de solicitarlo a hacer algo más que congraciarse con ella, echándole una limosna o suministrando el trabajo y la pitanza a algún buen muchacho laborioso. Pero siente vivamente la turbación de sus apacibles goces por los murmullos de la miseria descontenta y ávida de cambios, por esos pobres que no sufren ni penan ya en el silencio, sino que comienzan a agitarse y a desatinar. ¡Encerrad al vagabundo! ¡Arrojad al perturbador en los más sombríos calabozos! ¡Quiere atizar los descontentos y derribar el orden establecido! ¡Apedreadlo! ¡Apedreadlo!
Pero precisamente esos descontentos hacen, poco más o menos, el siguiente razonamiento: Los buenos burgueses se inquietan poco por quien los protege a ellos y a sus principios; rey absoluto, rey constitucional o República, son buenos para ellos con tal de que sean protegidos. ¿Y cuál es su principio, ese principio cuyo protector aman siempre? No es el trabajo, no es tampoco el nacimiento; pero es la medianía, el justo medio, un poco de trabajo y un poco de nacimiento; en dos palabras: un capital que produce intereses. El capital es el fondo, lo dado, lo heredado (nacimiento); el interés es el esfuerzo dedicado (trabajo): el capital trabaja. ¡Pero nada de exceso, nada de radicalismo! Evidentemente, es preciso que el nombre, el nacimiento, puedan dar alguna ventaja, pero ello no puede ser más que un capital, una colocación de fondos. Evidentemente, se necesita trabajo, pero que ese trabajo sea poco o nada personal, que sea el trabajo del capital y de los trabajadores sojuzgados.
Cuando una época está sumergida en un error, siempre se benefician algunos de este error, en tanto que otros lo sufren. En la Edad Media, el error generalizado entre los cristianos, era que la Iglesia, todopoderosa, debía ser en la Tierra la superintendente y la dispensadora de todos los bienes. Los eclesiásticos admitían esta verdad, exactamente como los laicos; el mismo error estaba igualmente arraigado en todos. Pero el beneficio del poder era para los sacerdotes, y el daño, el avasallamiento, para los laicos. La desgracia -se dice- hace inteligente; así, los laicos, aleccionados, acabaron por no admitir ya esa verdad de la Edad Media.
Sucede exactamente igual con la burguesía y el proletariado. Burgueses y obreros creen en la verdad del dinero; quienes no lo tienen están tan penetrados de esta realidad , como quienes lo tienen, los laicos como los clérigos. El dinero rige el mundo, es la tónica de la época burguesa. Un gentilhombre sin un sueldo y un trabajador sin un sueldo son, igualmente, muertos de hambre, sin valor político. Nada son el nacimiento ni el trabajo, sólo el dinero es fuente del valor. Los poseedores gobiernan, pero el Estado elige entre los no poseyentes sus siervos y les distribuye algunas sumas (salarios, sueldos) en la medida en que administran (gobiernan) en su nombre.
Yo recibo todo del Estado. ¿Puedo tener alguna cosa sin permiso del Estado? No, todo lo que podría obtener así, me lo arrebata advirtiendo que carezco de títulos de propiedad: todo lo que poseo lo debo a su clemencia. La burguesía se apoya únicamente en los títulos. El burgués sólo es lo que es, gracias a la benévola protección del Estado. Tendría que perderlo todo si el poder del Estado llegara a desplomarse. Pero, ¿cuál es la situación del desposeído en esta bancarrota social del proletariado? Como todo lo que tiene, y lo que podría perder, se escribe con un cero, no tiene para ese cero ninguna necesidad de la protección del Estado. Por el contrario, sólo puede ganar si esa protección llegase a faltar a los protegidos.
Así, el desposeído considera al Estado como un poder tutelar de los poseedores; ese ángel guardián capitalista es un vampiro que le chupa la sangre.
El Estado es un Estado burgués, es el status de la burguesía. Concede su protección al hombre, no en razón de su trabajo, sino en razón de su docilidad (lealtad), según usa los derechos que el Estado le concede, conformándose a la voluntad o, dicho de otro modo, a las leyes del Estado.
El régimen burgués entrega a los trabajadores a los poseedores, es decir, a los que tienen algún bien del Estado (y toda fortuna es un bien del Estado, pertenece al Estado, y no es dada más que en feudo al individuo) y particularmente a los que tienen en sus manos el dinero, a los capitalistas.
El obrero no puede obtener de su trabajo un precio que corresponda al valor del producto de ese trabajo para su consumidor. ¡EI trabajo está mal pagado! El beneficio mayor va al capitalista. Pero bien pagados, y más que bien pagados, están los trabajos de quienes contribuyen a realzar el brillo y el poder del Estado, los trabajos de los altos servidores del Estado. El Estado paga bien, para que los buenos ciudadanos, los poseedores, puedan pagar mal impunemente. Se asegura, pagándolos bien, la fidelidad de sus servidores, y hace de ellos, para la salvaguardia de los buenos ciudadanos, una policía (a la policía pertenecen los soldados, los funcionarios de todas clases, jueces, pedagogos, etc., en suma toda la máquina del Estado). Los buenos ciudadanos, por su parte, le pagan, sin torcer el gesto, grandes impuestos, a fin de poder pagar tanto más miserablemente a sus obreros. Pero los obreros no son protegidos por el Estado en cuanto obreros; como súbditos del Estado, tienen simplemente el codisfrute de la policía, que les asegura lo que se llama una garantía legal; así la clase de los trabajadores sigue siendo una potencia hostil frente a ese Estado, el Estado de los ricos, el reino de la burguesía. Su principio, el trabajo, no es estimado en su valor, sino explotado; es el botín de guerra de los ricos, del enemigo.
Los obreros disponen de un poder formidable y cuando lleguen a darse bien cuenta de él y se decidan a usarlo, nada podrá resistirles. Bastará que cesen todo trabajo y se apropien de todos los productos de su trabajo, que los consideren.y los gocen como propios. Éste es el sentido de los motines obreros que vemos estallar casi por todas partes.
¡El Estado está fundado sobre la esclavitud del trabajo. Cuando el trabajo sea libre, se desmoronará el Estado.