El Único y su Propiedad :6

El Único y su Propiedad, Max Stirner, 1844. Primera parte: La alucinación.

La alucinación

¡Hombre, Tu cerebro está desquiciado! ¡Tienes alucinaciones! Te imaginas grandes cosas y Te forjas todo un mundo de dlvlnldades que exlste para Ti, un reino de Espíritus al que estás destinado, un Ideal al que sirves. ¡Tienes ideas obsesivas!

No creas que bromeo o que hablo metafóricamente cuando declaro radicalmente locos, locos de atar, a todos los atormentados por lo infinito y lo sobrehumano, es decir, a juzgar por la unanimidad de sus votos, poco más o menos a toda la humanidad. ¿A qué se llama, en efecto, una idea obsesiva? A una idea a la que está sometido el hombre. Si reconocéis tal idea como una locura, encerráis a su esclavo en un manicomio. Pero ¿qué son la verdad religiosa de la que no puede dudarse, la majestad (la del pueblo, por ejemplo), que no puede sacudirse sin lesa majestad, la virtud, a la que el censor de la moralidad no tolera el menor ataque? ¿No son otras tantas ideas obsesivas? ¿Y qué es, por ejemplo, ese desatinar que llena la mayor parte de nuestros periódicos, sino el lenguaje de locos, a quienes hechiza una idea obsesiva de legalidad, de moralidad, de cristianismo, locos que no parecen estar libres más que por la magnitud del patio en que tienen sus recreos? Tratad de convencer a tal loco acerca de su manía e inmediatamente tendréis que proteger vuestro espinazo contra su maldad; porque esos locos de grandes alas tienen, además, esa semejanza con las gentes declaradas locas en debida forma: se arrojan rencorosamente sobre cualquiera que roce su obsesión. Os roban primero las armas, os roban la libertad de palabra, luego se arrojan sobre vosotros. Cada día muestra mejor la cobardía y la rabia de esos maniáticos, y el pueblo imbécil les prodiga sus aplausos. Basta leer los periódicos y oír hablar a los filisteos para adquirir bien pronto la convicción de que está uno encerrado con locos en una casa de salud. ¡No, no creerás que tu hermano está loco sino también que ... etc! Este argumento es necio y repito: mis hermanos son locos perdidos.

Que un pobre loco alimente en su celda la ilusión de que es Dios Padre, el Emperador del Japón o el Espíritu Santo, o un buen burgués se imagine que está llamado por su destino a ser buen cristiano, fiel protestante, ciudadano leal, hombre virtuoso, es idénticamente la misma idea obsesiva. El que no se ha arriesgado jamás a ser ni buen cristiano, fiel protestante, ciudadano leal, hombre virtuoso, está cogido y encogido en la fe, la virtud, etc. Así los escolásticos no filosofaban más que dentro de los límites de la fe de la Iglesia, y el Papa Benedicto XIV escribió voluminosos tomos dentro de los límites de la superstición papista, sin que la menor duda desflorase su creencia; y así también, los escritores amontonan infolios sobre infolios tratando del Estado, sin poner jamás en tela de juicio la idea fija del Estado; y nuestros periódicos rebosan de política, porque están vacunados a la ilusión de que el hombre está hecho para ser un zoon político. Y los súbditos vegetan en su servidumbre, las gentes virtuosas en la virtud, los liberales en los eternos principios del 89, sin intervenir jamás su idea obsesiva con el escalpelo de la crítica. Esos ídolos permanecen inquebrantables sobre sus anchos pies, como las manías de un loco, y el que los pone en duda juega con los vasos sagrados del altar. Digámoslo una vez más: ¡Una idea obsesiva es lo verdaderamente sacrosanto! ¿No tropezamos más que con poseídos del diablo, o encontramos también a menudo poseídos de especies contrarias, poseídos por el Bien, la Virtud, la Moral, la Ley o cualquier otro principio? Las posesiones diabólicas no son las únicas: si el diablo nos tira por una manga, Dios nos tira por la otra, por un lado la tentación, por otro la gracia, pero cualquiera que sea la que opere, los poseídos no están menos encarnizados en su opinión. ¿Posesión os desagrada? Decid obsesión. O bien, ya que es el Espíritu el que os posee y os sugiere todo, decid inspiración, entusiasmo. Yo añado que el entusiasmo en su plenitud, porque no puede tratarse de entusiasmo pobre o a medias, se llama fanatismo.

El fanatismo es particularmente propio de las gentes cultas, porque la cultura de un hombre está en relación con el interés que toma en las cosas del Espíritu, y este interés espiritual, si es fuerte y vivaz, no es ni puede ser más que fanatismo; es un interés fanático por lo que es sagrado (fanum).

Observad a vuestros liberales, leed nuestros diarios sajones, y escuchad lo que dice Schlosser. La sociedad de Holbach urdió un complot formal contra la doctrina tradicional y el orden establecido, y sus miembros ponían en su incredulidad tanto fanatismo, como frailes y curas, jesuitas, pietistas y metodistas tienen costumbre de poner al servicio de su piedad inconsciente y mecánica de su fe literal.

Examinad la manera como se conduce hoy un hombre moral que cree haber acabado con Dios, y que rechaza el cristianismo como un pingajo. Preguntadle si alguna vez se le ha ocurrido poner en duda que las relaciones carnales entre hermano y hermana sean incesto, que la monogamia sea la verdadera ley del matrimonio, que la piedad sea un deber sagrado, etc. Le veréis sobrecogido de un virtuoso horror a la idea de que pudiese tratar a su hermana como mujer, etc. ¿Y de dónde le viene ese horror? De que cree en una ley moral. Esta fe está sólidamente anclada en él. Cualquiera que sea la vivacidad con que se subleva contra la piedad de los cristianos, él es igualmente cristiano en cuanto a la moralidad. Por su lado moral, el cristianismo lo tiene encadenado, y encadenado en la fe. La monogamia debe ser algo sagrado, y el bígamo será castigado como un criminal; el que se entregue al incesto, cargará con el peso de su crimen. Y esto se aplica también a los que no cesan de gritar que la religión no tiene nada que ver con el Estado, que judío y cristiano son igualmente ciudadanos. Incesto, monogamia, ¿no son otros tantos dogmas? Tratad de rozarlo y experimentaréis que hay en este hombre moral el poso de un inquisidor que envidiarían Krummacher o Felipe II. Éstos defendían la autoridad religiosa de la Iglesia, él defiende la autoridad moral del Estado, las leyes morales sobre las que el Estado reposa; el uno como el otro condenan en nombre de artículos de fe: a cualquiera que obre de modo que se resienta su fe, se le infringirá la deshonra debida a su crimen y se le enviará a pudrirse en una casa de corrección, en el fondo de un calabozo. La creencia moral no es menos fanática que la religiosa. ¿Y se llama libertad de conciencia a que un hermano y una hermana sean arrojados a una prisión en nombre de un principio que su conciencia había rechazado? -¡Pero daban un ejemplo detestable!- Cierto que sí, porque podía suceder que otros advirtieran, gracias a ellos, que el Estado no tiene que mezclarse en sus relaciones, ¿y qué sería de la pureza de las costumbres? ¡Santidad divina!, gritan los celosos defensores de la fe. ¡Virtud sagrada!, gritan los apóstoles de la moral.

Los que se agitan por intereses sagrados se parecen muy poco. ¡Cuánto difieren los ortodoxos estrictos o viejos creyentes de los combatientes por la verdad, la luz y el derecho, de los Filaletes, de los amigos de la luz, etc.! Y, sin embargo, nada esencial, fundamental, los separa. Si se ataca a tal o cual de las viejas verdades tradicionales (el milagro, el derecho divino), los más ilustrados aplauden, los viejos creyentes son los únicos que gimen. Pero si se ataca a la verdad misma, inmediatamente todos se vuelven creyentes o se vuelcan encima. Lo mismo ocurre con las cosas de la moral: los beatos son intolerantes, los cerebros ilustrados, se precian de ser más laxos; pero si a alguno se le ocurre tocar a la moral misma, todos hacen inmediatamente causa común con él. Verdad, moral, derecho, son y deben permanecer sagrados. Lo que se halla de censurable en el cristianismo, sólo puede haberse introducido en él torcidamente, y no es cristianismo, dicen los más liberales; el cristianismo debe quedar por encima de toda discusión, es la base inmutable que nadie puede conmover. El herético contra la creencia pura no está ya expuesto, es cierto, a la persecución de otros tiempos, pero ésta se ha vuelto contra el herético que roza la moral pura.

Desde hace un siglo, la piedad ha sufrido tantos asaltos, ha oído tan a menudo reprochar a su esencia sobrehumana el ser simplemente inhumana, que no da tentaciones de atacarla. Y, sin embargo, si se han presentado adversarios para combatirla, fue, casi siempre, en nombre de la moral misma, para destronar al ser supremo. Así, Proudhon (De la creación del orden en la humanidad, pag. 36) no vacila en decir: Los hombres están destinados a vivir sin religión, pero la moral es eterna y absoluta: ¿quién osaría hoy atacar a la moral? Los moralistas han pasado todos por el lecho de la religión, y después que se han hundido hasta el cuello en el adulterio, dicen, limpiándose los labios: ¿La religión? ¡No conozco a esa mujer!.

Si mostramos que la religión está lejos de ser moralmente herida, en tanto que se limiten a criticar su esencia sobrenatural, y que ella apela en última instancia, al Espíritu (porque Dios es el Espíritu), habremos hecho ver lo suficiente su acuerdo final con la moralidad para que nos sea permitido dejarles en su interminable querella.

Ya habléis de la religión o de la moral, se trata siempre de un Ser Supremo; que este Ser Supremo sea sobrehumano o humano, poco me importa; es en todo caso un ser superior a mí. Ya venga a ser en último análisis la esencia humana o el Hombre, no habrá hecho más que dejar la piel de la vieja religión para revestir una nueva piel religiosa.

Feuerbach nos enseña que desde el momento en que uno se atiene a la filosofía especulativa, es decir, que se hace sistemáticamente del predicado el sujeto, y recíprocamente del sujeto el objeto y el principio, se posee la verdad desnuda y sin velos. Sin duda, abandonando así el punto de vista estrecho de la religión, abandonamos al Dios que en este punto de vista es sujeto; pero no hacemos más que trocarlo por la otra faz del punto de vista religioso: lo moral. No decimos ya, por ejemplo, Dios es el amor, pero sí el divino amor, e incluso reemplazamos el predicado divino por su equivalente sagrado permaneciendo siempre en el punto de partida; no hemos dado ni un paso. El amor sigue siendo para el hombre igualmente el bien, aquello que lo diviniza, que lo hace respetable, su verdadera humanidad, o, para expresarnos más exactamente, el amor es lo que hay de verdaderamente humano en el hombre, y lo que hay en él de inhumano es el egoísta sin amor. Pero precisamente todo lo que el cristianismo, y con él la filosofía especulativa, es decir, la teología, nos presenta como el bien (o, lo que viene a ser lo mismo, no es más que el bien); de suerte que esta transmutación del predicado en sujeto no hace sino afirmar más sólidamente todavía el ser cristiano (el predicado mismo postula ya el ser). El Dios y lo divino me enlazan más indisolublemente aún. Haber desalojado al Dios de su cielo y haberlo arrebatado a la transcendencia no justifica en modo alguno vuestras pretensiones y una victoria definitiva, en tanto que no hagáis más que rechazarlo dentro del corazón humano y dotarlo de una indesarraigable inmanencia. Será preciso decir desde ahora: lo divino es lo verdaderamente humano.

Quienes rehúsan ver en el cristianismo el fundamento del Estado y que se sublevan contra toda fórmula tal como Estado cristiano, cristianismo de Estado, etc., no se cansan de repetir que la moralidad es la base de la vida social y del Estado. ¡Como si en el reinado de la moralidad no fuese la dominación absoluta de lo sagrado una jerarquía! (...)

No derivando ya la moralidad simplemente de la piedad, sino teniendo sus raíces propias, el principio de la moral no se deriva de los mandamientos divinos, sino de las leyes de la razón; para que aquellos mandamientos mantengan su validez, se necesita primero que su valor haya sido comprobado por la razón y que sea apoyado por ella. Las leyes de la razón son la expresión del hombre mismo, para que el Hombre sea razonable y la esencia del Hombre implique necesariamente esas leyes. Piedad y moralidad difieren en que la primera reconoce a Dios y la segunda al hombre por legisladores. Desde un cierto punto de vista de la moralidad, se razona poco más o menos así: O el hombre obedece a su sensualidad, y por ello es inmoral, u obedece al Bien, el cual, en cuanto factor que obra sobre la voluntad, se llama sentido moral (sentimiento, preocupación del Bien) y en este caso es moral. ¿Cómo, desde este punto de vista puede llamarse inmoral el acto de Sand matando a Kotzebue? Este acto fue desinteresado, seguramente tanto como, por ejemplo, los hurtos de San Crispín en provecho de los pobres. Él no debía asesinar, porque está escrito: ¡no matarás!. -Perseguir el Bien, el Bien público (como Sand creía hacerlo) o el Bien de los pobres (como San Crispín) es, pues, moral, pero el homicidio y el robo son inmorales: fin moral, medio inmoral. ¿Por qué? -Porque el homicidio, el asesinato están mal en sí, de una manera absoluta.- Cuando las guerrillas atraían a los enemigos de su país a los precipicios y los tiroteaban a sus anchas, emboscados detrás de los matorrales, ¿no era eso un asesinato?

Si os atenéis al principio de la moral que prescribe perseguir por todas partes y siempre el Bien, os veis reducidos a preguntaros si en ningún caso el homicidio puede llegar a realizar este Bien: en caso afirmativo debéis dar por lícito ese homicidio productor del Bien. No podéis condenar la acción de Sand; fue moral por desinteresada, y sin otro objeto que el Bien; fue un castigo infligido por un individuo, una ejecución en la que arriesgaba su vida.

¿Qué se ve en la empresa de Sand, sino su voluntad de suprimir a viva fuerza ciertos escritos? ¿No habéis visto nunca aplicar ese mismo procedimiento como muy legal? ¿Y qué responder a eso en nombre de vuestros principios de la moralidad? ¡Era una ejecución ilegal! ¿La inmoralidad del hecho estaba, pues, en su ilegalidad, en la desobediencia a la ley? ¡Concededme de una vez que el Bien no es otra cosa más que la ley y que moralidad es igual a legalidad! Vuestra moralidad debe resignarse a no ser más que una vana fachada de legalidad, una falsa devoción al cumplimiento de la ley, mucho más tiránica y más irritante que la antigua; ésta no exigía más que la práctica exterior, en tanto que vosotros exigís, además, la intención; debe uno llevar en sí la regla y el dogma, y lo más legalmente intencionado es lo más moral. El último resplandor de la vida católica se extingue en esta legalidad protestante. Así, finalmente, se completa y se hace absoluta la dominación de la ley. No soy Yo quien vivo, es la Ley la que vive en mí. Yo llego a no ser más que la nave de su gloria. Cada prusiano lleva un gendarme en el pecho, decía hablando de sus compatriotas un oficial superior. (...)

El hombre moral está necesariamente limitado en cuanto no concibe otro enemigo que lo inmoral; lo que no está bien está mal, y por consiguiente, es reprobado, odioso, etc. Así es radicalmente incapaz de comprender al egoísta. ¿El amor fuera del matrimonio no es inmoral? El hombre moral puede ignorar y confundir la cuestión; sin embargo, no escapará a la necesidad de condenar al fornicador. El amor libre es ciertamente una inmoralidad y esta verdad moral ha costado la vida a Emilia Galotti. Una joven virtuosa envejecerá soltera, un hombre virtuoso rechazará las aspiraciones de su naturaleza, procurando ahogarlas y hasta se mutilará por amor a la virtud, como Orígenes, por amor al cielo: eso será honrar la santidad del matrimonio, la inviolable santidad de la castidad; eso será moral. La impureza jamás puede dar buen fruto; cualquiera que sea la indulgencia con que el hombre honrado juzgue al que se entrega a ella, seguirá siendo una falta, una infracción de una castidad que era y continúa siendo de los votos monacales, y que ha entrado en el dominio de la moral común.

Para el egoísta, al contrario, la castidad no es una virtud; es para él una cosa sin importancia. Así, ¿cuál va a ser el juicio del hombre moral acerca de él? Éste clasificará al egoísta en la única categoría de gentes fuera de las morales, en la de las inmorales. No puede hacer otra cosa; el egoísta, que no tiene ningún respeto por la moralidad, debe parecerle inmoral. Si lo juzgase de otro modo, sin confesárselo, no sería ya un hombre verdaderamente moral, sino un apóstata de la moralidad. Este fenómeno, que es frecuente hoy, puede inducirnos al error, debe, sí, decirse que el que tolere el menor ataque a la moralidad merece tanto el nombre de hombre moral como Lessing merecía el de piadoso cristiano, él, que en una parábola muy conocida, compara a la religión cristiana, la mahometana y la judía, con una sortija falsa. A menudo, las gentes van ya mucho más lejos de lo que pretendían.

Hubiera sido una inmoralidad por parte de Sócrates acoger los ofrecimientos seductores de Critón y escaparse de su prisión; el único partido que moralmente podía tomar era quedarse.

Los hombres de la revolución, inmorales e impíos, habían jurado fidelidad a Luis XVI, lo que no les impidió decretar su destitución y enviarlo al cadalso: acción inmoral que causará horror a las gentes honradas para toda la eternidad. (...)

Imaginan decir una gran cosa quienes ponen el desinterés en el corazón del hombre. ¿Qué entienden por eso? Alguna cosa muy cercana a la abnegación de sí. ¿De sí? ¿De quién, pues? ¿Quién será el negado y qué interés habrá abandonado? Parece que debes ser Tú. ¿Y en provecho de quién se te recomienda esa abnegación desinteresada? De nuevo en Tu provecho, en Tu beneficio, simplemente a condición de perseguir por desinterés Tu verdadero interés. Tú debes sacar provecho de Ti, pero no buscar Tu provecho.

El bienhechor de la humanidad, como Francke, el creador de las casas de huérfanos, u O'Connell, el infatigable defensor de la causa irlandesa, pasa por desinteresado. De la misma manera el fanático, Como San Bonifacio, que expone su vida por la conversión de los paganos; Robespierre, que todo lo sacrifica a la virtud, o Korner, que muere por su Dios, su rey y su patria. Su desinterés es cosa admitida. Así, los adversarios de O'Connell, por ejemplo, se esforzaban en presentarlo como un hombre codicioso (acusaciones a que su fortuna daba alguna verosimilitud) sabiendo bien que si llegaban a hacer sospechoso su desinterés, les sería fácil quitarle sus partidarios. Todo lo que podían probar era que O'Connell tenía sus miras en otro objetivo que el que confesaba. Pero ya atendiese a una ventaja pecuniaria o a la libertad de su pueblo, es en todo caso evidente que perseguía un objetivo; en un caso como en otro tenía un interés; sólo ocurrió que su interés nacional también era útil a Otros, lo que hacía de él un interés común.

¿No existe desinterés, ni puede encontrarse jamás? ¡Al contrario, nada es más común! Incluso se podría llamar al desinterés un artículo de moda del mundo civilizado y se le tiene por tan necesario, que cuando siendo de buena tela cuesta demasiado caro, se le compra de mala clase; se remienda el desinterés.

¿Dónde empieza el desinterés? Precisamente en el instante en que un objetivo deja de ser nuestro objetivo y nuestra propiedad y en que cesamos de disponer de él a nuestro gusto, como propietarios, cuando ese objetivo se convierte en un objeto fijo o una idea obsesiva y comienza a inspirarnos, a entusiasmarnos, a fanatizarnos; en resumen, cuando se convierte en nuestro dueño. No es uno desinteresado en tanto que tiene el objetivo en su poder; se llega a serIo cuando se exhala el grito del corazón de los poseídos: Yo soy así, no puedo ser de otro modo y se aplica a un objetivo sagrado un celo sagrado.

Yo no soy desinteresado mientras el objetivo Me sea propio, en lugar de convertirme en el instrumento ciego de su cumplimiento lo pongo perpetuamente en cuestión. No por ello mi celo ha de ser menor que el del fanático, pero ante mi objetivo soy frío, incrédulo, su enemigo irreconciliable, sigo siendo su juez, porque soy su propietario.

El desinterés pulula allí donde reina la posesión, tanto en las posesiones del diablo como en las del buen Espíritu; allá, vicio, locura, etc., aquí, resignación, sumisión, etc.

¿Adónde dirigir la mirada sin hallar alguna víctima de la renuncia de sí? Frente a mi casa habita una joven que desde hace cerca de diez años ofrece a su alma sangrientos holocaustos. Era tiempo atrás una adorable criatura, pero la laxitud mortal encorva hoy su frente y su juventud se desangra y muere lentamente bajo sus mejillas pálidas. ¡Pobre niña, cuántas veces las pasiones habrán palpitado en su corazón y el ímpetu de la juventud habrá reclamado su derecho! Cuando posabas tu cabeza en la almohada, ¡cómo se estremecía la naturaleza viviente en tus miembros, cómo saltaba la sangre en tus arterias! Tú sola lo sabes y Tú sola podrías decir los ardientes ensueños que encendían en Tus ojos la llama del deseo. Entonces, apareció el espectro del alma y de su santidad.

¡Espantada juntabas las manos, elevabas al cielo tu torturada mirada, orabas! El tumulto de la naturaleza se apaciguaba y la calma inmensa del mar ahogaba el océano de tus deseos. Poco a poco, la vida se extinguía en tus ojos, cerrabas tus párpados amoratados, se hacía el silencio en tu corazón, tus manos juntas volvían a caer inertes sobre tu seno sin sacudidas; un suspiro último se exhalaba de tus labios, y el alma quedaba apaciguada. Te dormías para despertar al día siguiente con nuevas luchas y nuevas oraciones.

Hoy, el hábito de la renuncia ha helado el ardor de Tus deseos y las rosas de Tu primavera palidecen al viento desecante de Tu felicidad futura. El alma está a salvo, el cuerpo puede perecer. ¡Oh, Lais; oh, Ninón, qué razón tuvisteis en despreciar esa incolora prudencia! ¡Una griseta, libre y alegre, por mil solteronas encanecidas por la virtud! (...)

Si opongo la espontaneidad de la inspiración a la pasividad de la sugestión y lo que Nos es propio a lo que nos es dado, se haría mal en responderme que, dependiendo todo de todo, y formando el Universo un todo solidario, nada de lo que somos o de lo que tenemos está, por consiguiente, aislado, sino que nos viene de las influencias circundantes y, en resumen, nos es dado. La objeción resultaría falsa, porque hay una gran diferencia entre los sentimientos y los pensamientos que Me son sugeridos por lo ajeno y los sentimientos y los pensamientos que Me son dados porque Dios, Inmortalidad, Libertad, Humanidad, son de estos últimos: se nos inculcan desde la infancia y en nosotros hunden sus raíces más o menos profundamente. Pero, ya gobiernen a unos sin que lo adviertan, ya en otros, naturalezas más ricas, se ensanchen y se hagan el punto de partida de sistemas o de obras de arte, no dejan de ser sentimientos dados y no sugeridos, porque creemos en ellos, y se nos imponen.

Que exista un absoluto y que ese absoluto pueda ser percibido, sentido y pensado, es un artículo de fe para los que consagran sus veladas a penetrarlo y definirlo. El sentimiento de lo absoluto es para ellos algo dado, el texto sobre el cual toda su actividad se limita a bordar las cosas más diversas. Igualmente, el sentimiento religioso era para Klopstock un dato que no hizo más que traducir en forma de obra de arte en su Mesiada. Si la religión no hubiera hecho más que estimular a sentir y a pensar, y si hubiera podido tomar él mismo posesión enfrente de ella, hubiese llegado a analizar y finalmente a destruir el objeto de sus piadosas efusiones. Pero hecho hombre, no hizo más que alambicar los sentimientos de que se había henchido su cerebro de niño y derrochó su talento y sus fuerzas en vestir sus antiguas muñecas.

La diferencia existe, pues, entre los sentimientos que nos son dados y aquellos que las circunstancias exteriores Nos sugieren. Estos últimos son propios, son egoístas, porque no nos los han apuntado e impuesto en cuanto sentimientos; los primeros, por el contrario, nos han sido dados, los cuidamos como una herencia, los cultivamos y nos poseen.

¿Quién no se ha percatado, consciente o inconscientemente, de que toda nuestra educación consiste en injertar en nuestro cerebro ciertos sentimientos en lugar de dejarnos a Nosotros mismos su elaboración, cualquiera que fuese su resultado? Cuando oímos el nombre de Dios, debemos experimentar temor, cuando se pronuncia ante nosotros el nombre de Su Majestad el Príncipe, debemos sentirnos penetrados de respeto, de veneración y de sumisión, si se nos habla de moralidad, debemos entender alguna cosa inviolable, si se nos habla del mal o de los malvados, no podemos dispensarnos de temblar, y así sucesivamente. Esos sentimientos son obligatorios y quien, por ejemplo, se deleitase en el relato de las hazañas de malvados, sería azotado y castigado para enderezarlo por el buen camino.

Embutidos de sentimientos dados, llegamos a la mayoría de edad y podemos ser emancipados. Nuestro equipo consiste en sentimientos elevados, pensamientos sublimes, máximas edificantes, principios eternos, etc. Los jóvenes son mayores cuando murmuran como los viejos; se les empuja a las escuelas para que en ellas aprendan los viejos estribillos, y cuando los saben de memoria llega la hora de la emancipación.

No nos está permitido experimentar con ocasión de cada objeto y de cada nombre que se presentan a nosotros el primer sentimiento que sobrevenga; el nombre de Dios no debe despertar en nosotros imágenes risibles o sentimientos irrespetuosos; lo que de él debemos pensar y lo que debemos sentir nos está trazado y prescrito de antemano.

Tal es el sentido de lo que se llama cura de almas; mi alma y mi espíritu deben estar moldeados según lo que conviene a los Demás y no según lo que pudiera convenirme a Mí mismo.

¡Cuánto esfuerzo requiere Uno para adquirir un sentimiento propio y reírse en las barbas de quien espera de nosotros una mirada beata y una actitud respetuosa ante su perorata!

Lo que Nos es dado Nos es ajeno, no Nos pertenece como propio y por ello es sagrado y es difícil despojarse de la santa emoción que nos inspira. Se oye alabar mucho hoy a la seriedad, la gravedad en los asuntos y los negocios de alta importancia, la gravedad alemana, etc. Esta manera de tomar las cosas por lo serio muestra cuán inveteradas y graves se han hecho ya la locura y la posesión. Porque no hay nada más serio que el loco cuando se pone a cabalgar en su quimera favorita; ante su celo no es cosa de bromear. (Véanse las casas de locos.)