El Único y su Propiedad :15

El Único y su Propiedad, Max Stirner, 1844. Segunda parte: Mis relaciones.

Mis relaciones

Todo lo sagrado es un lazo, una cadena.

Todo lo sagrado es y tiene que ser tergiversado por falsarios; así se encuentran en nuestra época una multitud de ellos en todas las esferas. Preparan la ruptura con el derecho, la supresión del derecho.

¡Pobres atenienses, a quienes se acusa de argucia y de sofística! ¡Pobre Alcibíades, al que se acusa de intriga! Eso es, justamente, lo mejor que teníais, ése era vuestro primer paso hacia la libertad. Vuestro Esquilo, vuestro Herodoto y demás, sólo querían la libertad del pueblo griego. Vosotros vislumbrasteis por vez primera algo de vuestra libertad.

Todo pueblo oprime a quienes elevan por encima de su majestad; el ostracismo amenaza al ciudadano demasiado poderoso, la inquisición de la Iglesia espía al herético, y la inquisición, igualmente, espía al traidor al Estado, etc.

Porque el pueblo no se preocupa más que de mantenerse y de afirmarse, reclama de cada uno una abnegación patriótica. El individuo en sí le es indiferente, una nada, y el pueblo no debe hacer, ni aun permitir, que el individuo cumpla lo que sólo él es capaz de cumplir, su realización. Todo pueblo, todo Estado, es injusto con los egoístas.

Mientras permanece de pie una sola institución que el individuo no pueda aniquilar, no existe ni individualidad y autonomía del Yo. ¿Cómo hablar de libertad, mientras deba, por ejemplo, ligarme por juramento a una Constitución, a una Carta, a una ley, mientras deba jurar pertenecer en cuerpo y alma a mi pueblo? ¿Cómo ser Yo mismo si mis facultades no pueden desarrollarse, sino en la medida que no turben la armonía de la Sociedad? (Weitling).

La caída de los pueblos y de la humanidad, será la señal de Mi elevación.

¡Escucha! En el momento mismo en que escribo estas líneas, las campanas se han puesto a sonar; llevan a lo lejos un alegre mensaje: mañana se celebra el milésimo aniversario de nuestra querida Alemania. ¡Sonad, sonad, oh campanas, campanas de los funerales! Vuestra voz es tan solemne y tan grave, que parece que vuestras lenguas de bronce sean movidas por un presentimiento y que escoltéis a un muerto. El pueblo alemán y los pueblos alemanes, tienen tras sí diez siglos de historia; ¡qué larga vida! ¡Descended, pues, a la tumba para no levantaros jamás y que sean libres los que habéis tenido encadenados por tanto tiempo! El pueblo ha muerto, Yo me abro a la vida.

¡Oh Tú, mi torturado pueblo alemán! ¿Cuál ha sido tu sufrimiento? Era la tortura de un pensamiento que no puede engendrar un cuerpo, el tormento de un Espíritu errante que se desvanece cuando canta el gallo, y que aspira, sin embargo, a su salvación y a su realización. ¡En Mí también has vivido largo tiempo, querido pensamiento, querido fantasma! Ya creía haber encontrado la palabra mágica que debe redimirte, ya creía haber descubierto carne y miembros para vestir al Espíritu errante y de pronto oigo el doblar de las campanas que te conducen al reposo eterno; vuela la última esperanza, el último amor se extingue. Yo me despido de la mansión desierta, y regreso entre los vivos, porque los vivos sólo tienen razón.

Adiós, pues, ensueño de tantos millones de hombres; adiós, Tú, que durante mil años has tiranizado a tus hijos!

Mañana se te depositará en tierra; pronto tus hermanas las naciones te seguirán. Cuando todas hayan partido detrás de ti, la humanidad será enterrada, y sobre su tumba, Yo, mi único Señor al fin.. Yo, su heredero, reiré. (...)

La palabra Gesellschaft (sociedad) tiene por etimología la palabra Saal (sala). Cuando en una sala hay varias personas reunidas, esas personas están en sociedad. Están en sociedad, pero no constituyen la sociedad; constituyen, cuando más, una sociedad de salón. En cuanto a las verdaderas relaciones sociales, son independientes de la sociedad; pueden existir o no existir, sin que la naturaleza de lo que se llama sociedad sea alterada. Las relaciones implican reciprocidad, son el comercio (commercium) de los individuos. La sociedad no es más que la ocupación en común de una sala; las estatuas, en una sala de museo, están en sociedad, están agrupadas. Siendo tal la significación natural de la palabra sociedad, se sigue de aquí que la sociedad no es la obra de Ti o de Mí, sino de un tercero; ese tercero es el que hace de nosotros compañeros y es el verdadero fundador, el creador de la sociedad.

Lo mismo ocurre en una sociedad o comunidad de prisioneros (los que padecen una misma prisión). El tercero que encontramos aquí es ya más complejo que lo era el anterior, el simple local, la sala-Prisión no designa simplemente un lugar, sino un lugar en relación con sus habitantes. ¿Quién determinará la manera de vivir de la sociedad de prisioneros? La prisión. Pero ¿quién determina sus relaciones? ¿Es también la prisión? ¡Alto! Aquí os detengo. Evidentemente, si entran en relaciones, no puede ser más que como prisioneros, es decir, en cuanto lo permiten los reglamentos de la prisión; pero únicamente ellos crean esas relaciones, es el Yo quien se pone en relación con el Tú; no sólo esas relaciones no pueden ser la obra de la prisión, sino que ésta debe velar para oponerse a toda relación egoísta, puramente personal (las únicas que pueden establecerse realmente entre un Yo y un Tú).

La prisión consiente en que hagamos un trabajo en común, nos mira complacida manejar juntos una máquina o tomar parte en cualquier tarea. Pero si Yo olvido que soy un prisionero y anudo relaciones contigo, igualmente olvidado de tu suerte, ved que eso pone la prisión en peligro: no solamente no puede crear ella semejantes relaciones, sino que no puede siquiera tolerarlas. Y he ahí por qué la Cámara francesa, santa y moralmente pensando, ha adoptado el sistema de la prisión celular; las demás, no menos virtuosamente intencionadas, harán lo mismo para poner un obstáculo a las relaciones desmoralizadoras. Desde que el encarcelamiento es asunto hecho, es sagrado y no es permitido ya atacarlo. La menor tentativa de ese género es punible, como lo es toda rebelión contra una de las sacrosantidades a que el hombre debe entregarse atado de pies y manos. La prisión, como la sala, crea una sociedad, una cooperación, una comunidad (comunidad de trabajo, por ejemplo), pero no unas relaciones, una reciprocidad, ni una asociación. Por el contrario, toda asociación entre individuos nacida a la sombra de la prisión, lleva en sí el germen peligroso de un complot, y esta semilla de rebelión puede, si las circunstancias son favorables, germinar y dar sus frutos.

A la prisión no se va voluntariamente, y es igualmente poco común permanecer en ella por propia voluntad; más bien se alimenta un deseo egoísta de libertad. Es de presumir, pues, que todas las relaciones entre prisioneros serán hostiles a la sociedad realizada por la prisión, y no tenderán a nada menos que a disolver esa sociedad que resulta del cautiverio común.

Dirijámonos, pues, a otras sociedades, a sociedades donde parece que permanecemos con gusto y de nuestro pleno agrado, sin querer comprometer su existencia con nuestras maniobras egoístas.

Como comunidad que cumple estas condiciones, se presenta en primer lugar la familia. Padres, esposos, hijos, hermanos y hermanas, forman un todo o constituyen una familia cuyas alianzas vienen poco a poco a engrosar sus filas. La familia no es realmente una comunidad, más que si todos los miembros observan la ley, la piedad o el amor familiar. Un hijo a quien padre, madre, hermanos y hermanas se han hecho indiferentes, ha sido hijo, pero no manifestándose en cualidad de hijo activamente, tiene tan poca importancia como la unión, desde hace mucho tiempo destruida, de la madre y el hijo por el cordón umbilical. Esta última unión ha existido en otro tiempo, es un hecho que no es posible deshacer y en virtud del cual queda uno irrevocablemente hijo de una madre y hermano de sus otros hijos; pero una dependencia permanente no puede resultar más que de la permanencia de la piedad, del Espíritu de familia. Los individuos no son miembros de una familia en toda la aceptación de la palabra, más que imponiéndose el deber de conservarla. Lejos de poner en cuestión sus fundamentos, ellos deben ser sus conservadores. Hay para todo miembro de la familia una cosa inamovible y sagrada: es la familia, o más exactamente, la piedad. La familia debe subsistir; tal es, para aquel de sus miembros que no se ha dejado invadir por ningún egoísmo antifamiliar, la verdad fundamental, la que no puede desflorar ninguna duda. En una palabra, si la familia es sagrada, ninguno de sus miembros pueden separarse de la misma, so pena de cometer un crimen. Jamás podrá perseguir un interés contrario al de la familia; casarse mal, por ejemplo, le está prohibido. Quien deshonra a su familia, es causa de su vergüenza, etc.

El individuo cuyo instinto egoísta no es bastante fuerte, se somete: concierta el matrimonio que satisface las pretensiones de su familia, escoge una carrera en armonía con su posición, etc., en suma, hace honor a su familia.

Si, por el contrario, la sangre egoísta hierve con bastante ardor en sus venas, prefiere convertirse en el criminal de su familia y sustraerse a sus leyes. (...)

Supongamos que el egoísta haya roto los lazos familiares y encontrado en el Estado un protector contra el Espíritu de familia gravemente ofendido. ¿A qué llega? A formar parte de una nueva sociedad en que su egoísmo va a encontrar los mismos lazos, las mismas redes que aquellos de que acaba de soslayarse. El Estado también es una sociedad y no una asociación: es la extensión de la familia (padre del pueblo, madre del pueblo, hijos del pueblo) ...

Lo que se llama Estado es un tejido, un entrelazamiento de dependencias y adhesiones; es una solidaridad, una reciprocidad cuyo efecto consiste en que todos aquellos entre los cuales se establece esa coordinación se concilian entre sí y dependen los unos de los otros: el Estado es el orden, el régimen de esa dependencia mutua. Aunque el Rey, cuya autoridad repercute sobre quienes tengan el menor empleo público, incluso sobre el criado del verdugo, llegue a desaparecer, no por eso se mantiene menos el orden frente del desorden de la bestialidad por todos aquellos en quienes vela el sentido del orden. Si triunfara el desorden, el Estado se extinguiría.

Sin embargo, ¿es capaz de conquistarnos esa buena inteligencia, esa adhesión recíproca, esa dependencia mutua, ese pensamiento amoroso? Según esto, el Estado sería el amor realizado; vivir en el Estado sería ser para otro y vivir para otro. Pero el Espíritu del orden, ¿no aniquila la individualidad? ¿No se encontrará que todo está lo mejor posible con tal que se llegue por la fuerza a hacer reinar el orden, es decir, a diseminar y a acorralar juiciosamente al rebaño de modo que ninguno pise al andar a su vecino? Todo está dispuesto en el mejor orden y ése se llama Estado.

Nuestras sociedades y nuestros Estados existen, sin que otros los hagamos, pueden aliarse sin que haya alianza entre nosotros; están predestinados y tienen una existencia propia, independiente; frente a Vosotros, los egoístas, son el estado de cosas existente e indisoluble. Todas las luchas de hoy van dirigidas contra el estado de cosas reinante. Pero se desconoce su verdadero objetivo; parecería, de oír a nuestros reformadores, que se trata simplemente de sustituir el orden que existe en la actualidad por otro orden mejor. Es más bien al orden mismo, es decir, a todo Estado (status) , cualquiera que éste sea, al que se debería declarar la guerra y no a tal Estado determinado, a la forma actual del Estado. El objetivo por alcanzar no es otro Estado (el Estado popular, por ejemplo), sino la alianza, la unión, la armonía siempre inestable y cambiante de todo lo que es y no es más que a condición de cambiar sin cesar.

Un Estado existe independientemente de mi actividad; yo nazco en él, crezco en él, tengo para con él deberes y le debo fe y homenaje. Él me acoge bajo sus alas tutelares y Yo vivo de su gracia. Así, la existencia independiente del Estado es el fundamento de mi dependencia; su vida como organismo exige que Yo carezca de libertad y, según su naturaleza, me aplica las tijeras de la cultura. Me da una educación y una instrucción adecuadas a Él y no a Mí, y me enseña, por ejemplo, a respetar las leyes, aguardarme de atentar a la propiedad del Estado (es decir, a la propiedad privada), a venerar una Alteza divina o terrestre, etc.; en una palabra, me enseña a ser irreprochable, sacrificando mi individualidad sobre el altar de la santidad (santo o sagrado en todo lo que se puede imaginar: propiedad, vida de otros, etc.). Tal es la especie de cultura que el Estado es capaz de darme: me adiestra para ser un buen instrumento, un miembro útil a la Sociedad.

Es lo que debe hacer todo Estado, ya sea democrático, absoluto o constitucional. Y lo hará en tanto que no nos hayamos deshecho de la idea errónea de que él es un Yo, y como tal, una persona, moral, mística o política. De esa piel de león del Yo, debo Yo, que soy un verdadero Yo, despojar al vanidoso devorador de cardos. ¡A qué saqueo no he caído Yo desde que el mundo es mundo! Fueron primero el sol, la luna y las estrellas, los gatos y los cocodrilos, los que tuvieron el honor de pasar por Yo; fueron después Jehová, Alá, Nuestro Padre, los que usurparon mi título; luego las familias, las tribus, los pueblos y hasta la humanidad; vinieron al fin el Estado y la Iglesia, siempre con la misma pretensión de ser Yo: y Yo los contemplaba apaciblemente. ¿Qué extraño, pues, que siempre se presentara un Yo real y me haya afirmado en mi cara que no era para mí un Tú, sino buenamente mi propio yo? Si lo hizo el hijo del hombre por excelencia, ¿qué impediría hacer otro tanto a un hijo del hombre? Viendo así a mi Yo siempre por encima y fuera de mí, no he llegado nunca a ser realmente Yo mismo.

Yo no he creído nunca en Mí, no he creído en mi actualidad, y no he sabido jamás verme sino en el porvenir. El niño cree que será verdaderamente él, cuando llegue a ser otro, cuando sea grande; el hombre piensa que sólo más allá de esta vida podrá ser verdaderamente alguna cosa; y para poner un ejemplo más cercano a nosotros, los mejores, ¿no pretenden todavía hoy que antes de ser realmente un Yo, se debe ser un ciudadano libre, un ciudadano del Estado, un hombre libre o un verdadero hombre, haberse incorporado de antemano al Estado, a su Pueblo, a la Humanidad y muchas cosas más? Ellos tampoco conciben ni verdad, ni realidad para el Yo, más que a la aceptación de un Yo ajeno al que uno se sacrifica. ¿Y qué es ese Yo? Un Yo que no es ni un Yo ni un Tú; un Yo imaginario, un fantasma. ( ...)

Se habla de la tolerancia y se alaba como una característica de los Estados civilizados la libertad de expresarse que allí tienen las tendencias más opuestas, etc. Es verdad que mientras algunos lanzan sus policías en persecución de los fumadores en pipa, otros son bastante fuertes para no dejarse conmover por los mitines más turbulentos. Pero debe observarse que para todo Estado, el juego recíproco de las individualidades, los altos y bajos de su vida cotidiana son, en cierto modo, una parte abandonada al azar, una parte que tiene, sí, que abandonarles, a falta de poder canalizarla útilmente. Ciertos Estados hacen como el fariseo que se tragaba los camellos y hacía remilgos ante una mosca, en tanto que otros son más tolerantes; en estos últimos, los individuos son más libres. Pero libre, no lo soy en ningún Estado. Su famosa tolerancia no se ejerce más que en favor de lo que es inofensivo y carente de peligro; no es más que su indiferencia ante las cosas insignificantes; un despotismo más imponente, más augusto y más orgulloso. Cierto Estado ha manifestado durante algún tiempo veleidades de elevarse por encima de las disputas literarias y permitir a todos entregarse a ellas a su pleno agrado. Inglaterra lleva la cabeza demasiado alta para oír el rumor de la multitud y oler el humo del tabaco. Pero, ¡ay de la literatura que ataca el Estado mismo, ay de las revueltas populares que ponen al Estado en peligro! En el Estado a que hacíamos alusión se sueña con una ciencia libre, y en Inglaterra, con una vida popular libre.

El Estado deja jugar libremente todo lo posible a los individuos, con tal que no tomen su juego en serio y no pierdan de vista al Estado. No pueden establecerse de hombre a hombre relaciones que no sean turbadas por la vigilancia e intervención superior. Yo no puedo hacer todo aquello que sería capaz, sino sólo hacer todo aquello que el Estado me permite hacer; no puedo hacer valer ni mis pensamientos, ni mi trabajo, ni, en general, nada de lo que es Mío.

El Estado no persigue más que un fin: limitar, encadenar, sujetar al individuo, subordinarlo a una generalidad cualquiera. No puede subsistir sino a condición de que el individuo no sea para sí mismo Todo en Todo; implica la limitación del Yo, mi mutilación y mi esclavitud. Jamás el Estado se propone estimular la libre actividad del individuo, la sola actividad que alienta es la que se refiere al fin que él mismo persigue. Jamás es capaz el Estado de producir nada colectivo, no se puede decir que un tejido es la obra colectiva de las diferentes partes de una máquina, es más bien la obra de toda la máquina, considerada como una unidad; lo mismo ocurre con todo lo que sale de la máquina del Estado, porque el Estado es el resorte que pone en movimiento los rodajes de los espíritus individuales, de los que ninguno sigue su propio impulso. El Estado trata de ahogar toda actividad libre mediante su censura, su vigilancia y su policía, y considera su deber estrangularla, porque debe conservarse a sí mismo. El Estado quiere hacer del hombre alguna cosa, quiere modelarlo; así el hombre (que viviendo en un Estado no es más que un hombre ficticio), en cuanto quiere ser él mismo, se convierte en el adversario del Estado y no es nada. No es nada significa: el Estado no lo utiliza, no le concede ningún empleo, ninguna comisión, etc.

E. Bauer, en sus Liberalen Bestrebungen (Reivindicaciones liberales, II, 50), sueña con un gobierno que, surgido del pueblo, no pueda nunca encontrarse en oposición con él. Es verdad que él mismo retira (pág. 69) la palabra gobierno. En una República no puede haber gobierno, no hay lugar más que para un Poder ejecutivo. Pura y simple emanación del pueblo, ese Poder no podría oponerse ni a un Poder independiente, ni a principios y funcionarios suyos; no tendría otro fundamento, y su autoridad y sus principios no tendrán otra fuente que el pueblo, única y suprema potencia del Estado. La noción de gobierno es incompatible con la del Estado democrático. Pero eso viene a ser lo mismo. Todo lo que emana, procede o se deriva de una cosa, se hace independiente, y, como el niño salido del seno de la madre, se pone inmediatamente en oposición con ella. El Gobierno, sin ese carácter de independencia y de oposición, no sería absolutamente nada.

En el Estado libre no hay gobierno, etc. (página 94). Esto quiere simplemente decir que el pueblo, cuando es soberano, no se deja gobernar por un poder superior. Pero ¿sucede de otro modo en la Monarquía absoluta? ¿Existe un gobierno superior al soberano? Ya se llame el soberano príncipe o pueblo, jamás puede haber un gobierno por encima de él. Pero en todo Estado absoluto, republicano o libre, habrá siempre un gobierno por encima de Mí, y Yo no estaré mejor en uno que en otro.

La República no es más que una Monarquía absoluta, porque poco importa que el soberano se llame príncipe o pueblo: uno y otro son una majestad.

El régimen constitucional demuestra precisamente que nadie quiere ni puede resignarse a no ser más que un instrumento. Los ministros dominan a un Señor, el príncipe, y los diputados lo hacen a un Señor, el Señor pueblo. El príncipe debe someterse a la voluntad de los ministros y el pueblo debe dejarse llevar cogido de la mano a donde le plazca a las Cámaras. El constitucionalismo va más lejos que la República, puesto que en él, el Estado se concibe en su disolución. (...)

Es un político, y lo seguirá siendo por toda la eternidad, aquel que mete el Estado en su cabeza, en su corazón, o en ambos a la vez; el poseído del Estado o el creyente en el Estado.

El Estado es la condición indispensable del desarrollo integral de la humanidad. Ciertamente, lo fue tanto tiempo como nos propusimos desarrollar la humanidad; pero ahora que queremos desarrollarnos a Nosotros mismos, no puede sernos ya más que un estorbo.

¿Puede proponerse todavía hoy reformar y mejorar el Estado y el pueblo? Tanto como a la nobleza, el clero, la iglesia, etc.; se puede superar, destruir, abolir el Estado, pero no reformarlo. No es reformándolo como se convierte un absurdo en una cosa sensata; más vale desecharlo inmediatamente.

En el futuro no se hablará ya del Estado ( constitución del Estado, etc.), sino de Mí. Todas las cuestiones relativas al Poder soberano, a la Constitución, etc., caen de nuevo así en el abismo de que no habría debido salir, su nada. Yo, esta nada, haré brotar de mí mismo mis creaciones. (...)

  • I

Al capítulo de la Sociedad pertenece el del partido, cuyas alabanzas se han cantado en estos últimos tiempos.

Hay en el Estado partidos. ¡Mi partido! ¡Quién no tomaría partido! Pero el individuo es único, y no es miembro de un partido. Libremente se une, y después se separa libremente. Un partido no es otra cosa que un Estado dentro del Estado, y la paz debe reinar en ese pequeño enjambre de abejas como en el grande. Aun aquellos que proclaman con más energía que es precisa la existencia de una oposición en el Estado, son los primeros en indignarse contra la discordia de los partidos. Prueba de que ellos tampoco quieren más que un Estado. Contra el individuo y no contra el Estado se rompen todos los partidos.

Hoy nada se oye más a menudo que la exhortación de fidelidad a su partido; los hombres de partido no desprecian nada tanto como a un renegado. Se debe marchar a ojos cerrados tras su partido, aprobar y adoptar sin reservas todos sus principios. En verdad, el mal no es tan grande aquí como en ciertas sociedades que ligan a sus miembros por leyes o estatutos fijos e inmutables (por ejemplo, las órdenes religiosas, la Compañía de Jesús, etc.). Pero el partido cesa de ser una asociación desde el momento en que quiere hacer obligatorios ciertos principios y ponerlos por encima de toda discusión y de toda crítica: es precisamente ese momento el que marca el nacimiento del partido. El partido del absolutismo no puede tolerar en ninguno de sus miembros la menor duda sobre la verdad del principio absolutista. Esa duda no les sería posible más que si fueran bastante egoístas para querer ser todavía alguna cosa fuera de su partido, es decir, para querer ser imparciales. No pueden ser imparciales más que como egoístas y no como hombres de partido. Si eres protestante y perteneces al partido del protestantismo, no puedes más que mantener a tu partido en el buen camino; en rigor podrías purificarlo, pero no rechazarlo. ¿Eres cristiano, estás alistado en el partido cristiano? No puedes salir de él en cuanto miembro de ese partido; si haces transgresión de su disciplina, será sólo cuando tu egoísmo, es decir, tu imparcialidad, te impulse a ello. Por esfuerzos que hayan hecho los cristianos, hasta Hegel y los comunistas inclusive, para fortificar su partido, han quedado en esto: el cristianismo contiene la verdad eterna, por consiguiente basta extraerla, demostrarla y completarla.

En suma, el partido es contrario a la imparcialidad y esta última es una manifestación del egoísmo. ¿Qué me importa, por otro lado, el partido? Yo encontraré siempre bastantes compañeros que se unan a Mí sin prestar juramento a mi bandera.

Si alguno pasa de un partido a otro se le llama inmediatamente tránsfugo, desertor, renegado, apóstata, etc. La moral, en efecto, exige que uno se adhiera firmemente a su partido; hacerle traición es mancharse con el crimen de infidelidad; pero la individualidad no conoce ni abnegación ni fidelidad de precepto; permite todo, comprendida la apostasía, la deserción y demás. Los morales mismos se dejan dirigir inconscientemente por el principio egoísta cuando tienen que juzgar a alguien que abandona su partido para unirse al de ellos, más aún, no tienen ningún escrúpulo en ir a reclutar partidarios en el campo opuesto. Sólo que deberían tener conciencia de una cosa, y es que es necesario obrar de una manera inmoral para obrar de una manera personal, lo que equivale a decir que es preciso saber romper su fe y hasta su juramento si uno quiere determinarse a sí mismo en lugar de dejarse determinar por consideraciones morales. Un apóstata se pinta siempre bajo colores dudosos a los ojos de las gentes de moralidad severa; no le concederán fácilmente su confianza, porque está manchado por una traición, es decir, por una inmoralidad. Ese sentimiento es casi general entre las gentes de cultura inferior. Los más ilustrados están sobre ese punto, como sobre todos, inciertos y turbados; la confusión de sus ideas no les permite tener claramente conciencia de la contradicción a que los estrecha necesariamente el principio de moralidad. No se atreven a acusar francamente al apóstata de inmoralidad, porque ellos mismos predican, en suma, la apostasía, el paso de una religión a otra, etc.; por otra parte, no se atreven a abandonar su punto de apoyo en la moralidad. ¡Qué excelente ocasión, sin embargo, de echarla por la borda!

¿Los Individuos o los Únicos son un partido?

¡Eh! ¿Cómo podrían ser únicos si perteneciesen a un partido?

¿No se puede, pues, ser de ningún partido? Entendámonos. Al entrar en vuestro partido y en vuestros círculos, Yo concluyo con vosotros una alianza, que durará tanto tiempo como vuestro partido y Yo persigamos el mismo objeto. Pero si hoy me uno todavía a su programa, mañana quizá ya no podré hacerlo y le seré infiel. El partido no tiene para Mí nada que me ligue, nada obligatorio, y Yo no lo respeto; si deja de agradarme, me vuelvo contra él.

Los miembros de todo partido que atiende a su existencia y a su conservación, tienen tanta menos libertad, o más exactamente, tanta menos personalidad, y carecen tanto más de egoísmo, cuando más completamente se someten a todas las exigencias de ese partido. La independencia del partido implica la dependencia de sus miembros.

Un partido, cualquiera que sea, no puede jamás pasarse sin una profesión de fe, porque sus miembros deben creer en su principio y no ponerlo en duda sin discutirlo: debe ser para ellos un axioma cierto e indudable. En otros términos: se debe pertenecer en cuerpo y alma a su partido, de lo contrario, no se es verdaderamente un hombre de partido, sino más o menos egoísta. Si la menor duda acerca del cristianismo acosa en Ti, ya no serás un verdadero cristiano, Tú que habrás tenido la gran impiedad de examinar el dogma y de arrastrar el cristianismo ante el tribunal de tu egoísmo. Te habrás hecho culpable para con el cristianismo, este asunto de partido (asunto de partido, porque no es el asunto, por ejemplo, de los judíos, que son de otro partido). Pero tanto mejor para ti si un pecado no te espanta; tu audaz impiedad va a ayudarte a alcanzar la individualidad. Así, pues, un egoísta, ¿no podrá nunca abrazar un partido, no podrá nunca tener un partido? ¡Pues sí; puede con tal que no se deje coger y encadenar por el partido! (...)

Proudhon (como Weitling) cree hacer la peor injuria a la propiedad calificándola de robo. Sin querer remover esta cuestión embarazosa, preguntamos simplemente: ¿hay una objeción bien seria que hacer al robo? ¿La idea de robo puede subsistir, si no se deja subsistir la idea de la propiedad? ¿Cómo se podría robar si no hubiese propiedad? Lo que no pertenece a nadie no puede ser robado: el que saca agua del mar no roba. Por consiguiente, la propiedad no es un robo; sólo por ella resulta el robo posible. Weitling, que considera todo como la propiedad de todos, ha de llegar necesariamente a la misma conclusión que Proudhon: si alguna cosa pertenece a todos, el individuo que se la apropia es un ladrón.

La propiedad privada vive por la gracia del Derecho. El Derecho es su única garantía, porque poseer un objeto no es aún ser su propietario; lo que Yo poseo no se convierte en mi propiedad más que por la sanción del Derecho; ella no es un hecho, como piensa Proudhon, sino una ficción, una idea; una idea, he ahí lo que es la propiedad que engendra el Derecho, la propiedad legítima, garantizada. No soy Yo quien hago de lo que poseo mi propiedad, es el Derecho.

No obstante, se designa bajo el nombre de propiedad el poder limitado que Yo tengo sobre las cosas (objeto, animal u hombre) de que puedo usar y abusar a mi agrado; el Derecho romano define la propiedad jus utendi et abutendi re sua, quatenus juris ratio patitur, un derecho exclusivo e ilimitado; pero la propiedad tiene por condición el poder. Lo que está en mi poder es mío. En tanto que mantengo mi situación de poseedor de un objeto, sigo siendo su propietario; no si se me escapa, sea cualquiera la fuerza que me lo quite (el hecho, por ejemplo, de que Yo reconozca que otro tiene derecho a él). Propiedad y posesión vienen, pues, a ser lo mismo. No es un derecho exterior a mi poder el que me hace legítimo propietario, sino mi poder mismo y sólo él; si lo pierdo, el objeto se me escapa. Desde el día en que los romanos no tuvieron ya la fuerza de oponerse a los germanos, Roma y los despojos del mundo que diez siglos de omnipotencia habían acumulado dentro de sus murallas, pertenecieron a los vencedores, y sería ridículo pretender que los romanos quedaran, no obstante, sus legítimos propietarios. Toda cosa es la propiedad de quien sabe tomarla y guardarla, y queda siendo de él, en tanto que no le es recogida; así, la libertad pertenece al que la toma.

El poder decide la propiedad; el Estado (ya sea el Estado de los burgueses, de los indigentes, o lisa y llanamente, de los hombres), siendo el único poderoso, es también el único propietario; Yo, el Único, no tengo nada; no soy más que un colono en las tierras del Estado, soy un vasallo, y por consiguiente un siervo. Bajo la dominación del Estado, ninguna propiedad es Mía.

Yo quiero aumentar mi valor, quiero elevar el precio de todas las propiedades de que está hecha mi individualidad, ¿y habría de despreciar la propiedad? ¡Jamás! Del mismo modo que nunca he sido apreciado porque siempre se ponía por encima de Mí al pueblo, la humanidad y otras cien abstracciones, tampoco se ha reconocido plenamente hasta hoy el valor de la propiedad. La propiedad no era más que la propiedad de un fantasma, del pueblo, por ejemplo: mi existencia toda entera pertenecía a la patria; Yo y, como consecuencia, todo lo que llamaba mío, pertenecía a la patria, al pueblo, al Estado.

Se pide a los Estados que pongan fin al pauperismo. Tanto valdría pedirles que se cortasen la cabeza y la pusieran a sus pies, porque en tanto que el Estado es un Yo, el Yo individual debe reducirse a ser un pobre diablo, un no-Yo. El interés del Estado es enriquecerse él mismo; poco le importa que Pedro sea rico y Pablo pobre; igual querría que fuese Pablo el rico y Pedro el pobre, mira al uno enriquecerse y al otro empobrecerse sin conmoverse por su juego de báscula. Como individuos, todos son realmente iguales ante su faz. Y en eso tiene razón: pobre y rico no son para él nada, lo mismo que ante Dios todos somos pobres pecadores. Por otra parte, el Estado tiene un interés muy grande en que esos mismos individuos que hacen de él su Yo, compartan sus riquezas: él los hace participar de su propiedad. La propiedad, de la que hace un cebo y una recompensa para los individuos, le sirve para amansarlos; pero sigue siendo su propiedad, y nadie tiene su disfrute sino en tanto que lleva en su corazón el Yo del Estado, como miembro leal de la sociedad que es; en caso contrario, la propiedad es confiscada o se funde en procesos ruinosos. La propiedad es y sigue siendo, pues, la propiedad del Estado, sin ser nunca la propiedad del Yo. Decir que el Estado no arrebata arbitrariamente al individuo lo que el individuo tiene del Estado, equivale simplemente a decir que el Estado se roba a sí mismo. El que es un Yo de Estado, es decir, un buen ciudadano o un buen súbdito, goza de su feudo con toda seguridad, pero goza de él como Yo del Estado, y no como Yo propio, como individuo. Es lo que expresa el Código cuando define la propiedad, lo que Yo llamo mío por Dios o por el Derecho. Pero Dios y el Derecho no lo hacen mío más que si el Estado no se opone a ello.

En casos de expropiación, de requisa de armas, etcétera, o también, por ejemplo, cuando el fisco recoge una sucesión cuyos derechohabientes no se han presentado en los plazos legales, el principio, habitualmente vedado, salta a la vista de todos; el pueblo, el Estado, es el único propietario; el individuo no es más que un arrendatario.

Yo quería decir esto: el Estado no puede proponerse que un individuo sea propietario en su propio interés, no puede querer que yo sea rico, ni siquiera que Yo posea tan sólo alguna holgura; en cuanto soy Yo, el Estado nada puede reconocerme, nada permitirme, nada concederme. El Estado no puede obviar el pauperismo, porque la indigencia es mi indigencia. El que no es más que lo que hacen de él las circunstancias o la voluntad de un tercero (el Estado), tampoco posee, y ello es perfectamente justo, más de lo que ese tercero le concede. Y ese tercero no le dará más de lo que merece, es decir, el salario de sus servicios. No es él quien se hace valer y quien saca de sí mismo el mejor partido posible, es el Estado.

La economía política trata con predilección sobre esta cuestión. Sin embargo, traspasa el dominio de la política y excede en cien codos del horizonte del Estado, y no conoce más propiedad que la suya y no puede repartir más que ella. El Estado no puede hacer otra cosa que someter la posesión de la propiedad a condiciones, como lo somete todo; por ejemplo, el matrimonio cuya validez depende de su sanción. Pero una propiedad no es mi propiedad más que si es Mía sin condiciones; sólo si estoy incondicionado puedo ser propietario, unirme a la mujer que amo y dedicarme libremente a una actividad.

El Estado no se preocupa ni de Mí, ni de lo Mío, no se preocupa más que de Sí y de lo Suyo; si tengo un valor a sus ojos, sólo es como su hiio, el hijo del país, etc., como Yo mismo, no soy nada para él. Mi vida, sus altos y bajos, mi fortuna o mi ruina, no son para el Estado más que una contingencia, un accidente. Pero si Yo y lo Mío no somos para él más que un accidente, ¿qué prueba eso sino que él es incapaz de comprenderme? Yo excedo a su comprensión, o en otros términos, su inteligencia es demasiado corta para comprenderme. Lo que explica, por otra parte, que no pueden hacer nada por Mí.

El pauperismo es un corolario de la pauperización de Mi, de mi impotencia para hacerme valer. Así, Estado y pauperismo son dos fenómenos inseparables. El Estado no admite que Yo me aproveche de Mí mismo, y no existe más que a condición de que Yo carezca de valor; siempre tiende a sacar provecho de mí, es decir, explotarme, despojarme, o hacerme servir para alguna cosa, aunque no fuese más que para cuidar de una prole (proletariado) quiere que Yo sea su criatura.

El pauperismo no podrá ser superado hasta el día en que mi valor no dependa más que de Mí, lo fije Yo mismo y Yo mismo establezca su precio. Si quiero verme en alza, cosa Mía es alzarme y levantarme.

Haga lo que haga, ya fabrique harina o algodón, o extraiga con gran esfuerzo el carbón y el hierro de la tierra, ése es mi trabajo y Yo mismo quiero extraer de él todo el provecho posible. Quejarme no serviría de nada, mi trabajo no será pagado en lo que vale; el comprador no me escuchará y el Estado hará igualmente oídos sordos hasta el momento en que crea necesario apaciguarme para prevenir la explosión de mi terrible poder. Pero esas medidas de aplacamiento que usa a guisa de válvula de seguridad son todo lo que Yo puedo esperar de él; si se me ocurre reclamar más, el Estado se volverá contra Mí y me hará sentir sus uñas y sus garras, porque es el Rey de los animales, el león y el águila. Si el precio que él fija a mi trabajo y a mis mercancías no me satisface, y si intento fijar Yo mismo el valor correspondiente a mis productos, es decir, me las compongo para que Yo sea pagado por mis esfuerzos, chocaré con un desahucio absoluto en el consumidor. Si este conflicto se desenlazara por un acuerdo entre las dos partes, el Estado no encontraría en ello nada que replicar, porque le importa poco cómo los particulares se arreglan entre sí, desde el momento en que no causa ningún perjuicio a su inteligencia. No se juzga ofendido ni puesto en peligro más que, cuando al no encontrar un terreno de acuerdo, los antagonistas llegan a las manos. Son esas relaciones inmediatas de hombre a hombre lo que el Estado no puede tolerar; debe interponerse como mediador, tiene que intervenir. El Estado, asumiendo ese papel de intercesor, ha venido a ser lo que era Jesucristo, lo que eran la Iglesia y los Santos, un mediador. Separa a los hombres y se interpone entre ellos como Espíritu. (...)

  • II

El Estado me permite sacar provecho de todos mis pensamientos y utilizarlos en mi relación con los hombres (ya saco de ellos un precio con el solo hecho, por ejemplo, de que me valen el aprecio o la admiración de los oyentes); el me lo permite, pero con la condición de que mis pensamientos sean sus pensamientos. Si alimento, por el contrario, pensamientos que él no puede aprobar, es decir, hacer suyos, me prohibe formalmente realizar su valor, cambiarlos y relacionarme con ellos. Mis pensamientos no son libres, sino cuando el Estado lo permite, es decir, cuando son pensamientos del Estado. Él no me deja filosofar con libertad, si no me muestro filósofo de Estado; pero no puedo filosofar contra el Estado, aunque él me permita con gusto remediar sus imperfecciones, enderezarlo. Lo mismo, pues, que yo no puedo considerar mi Yo como legítimo más que si lleva la estampilla del Estado y puede exhibir los certificados y pasaportes que este último le ha concedido graciosamente, de igual modo no estoy autorizado a hacer valer lo Mío más que si lo tengo por lo suyo, por un feudo dependiente del Estado. Mis caminos deben ser sus caminos, de lo contrario me tapa la boca. Nada es más temible para el Estado que el valor del Yo; no hay nada de lo que deba separarme más cuidadosamente, que de toda ocasión de valorarme Yo mismo. Yo soy el adversario inconciliable del Estado, que no puede escapar al torno del dilema: él o Yo. Así no trata solamente de paralizar el Yo, sino además, de alquilar lo Mío. No hay en el Estado ninguna propiedad, es decir, ninguna propiedad del individuo: no hay más que propiedades del Estado. Lo que Yo tengo, no lo tengo más que por el Estado; lo que soy, no lo soy sino por él. Mi propiedad privada es la que el Estado me concede de su propiedad y en la medida que la limita (la priva) a otros de sus miembros, es una propiedad del Estado.

Pero por más que haga el Estado, Yo siento cada vez más claramente que me queda un poder considerable; tengo un poder sobre Mí mismo, es decir, sobre todo lo que no es, ni puede ser más que Mío y que no existe sino porque es Mío.

¿Qué hacer cuando mi camino no es ya el suyo, cuando mis pensamientos no son ya los suyos? Pasar de largo y no contar más que conmigo mismo y sobre Mí mismo. Mi propiedad real, aquella de que puedo disponer a mi agrado, con la que puedo traficar a mi gusto, son mis pensamientos, a los que no hace falta una sanción y que me importa poco ver legitimar por un destino, una autorización o una gracia. Siendo Míos, son mis criaturas y Yo puedo abandonarlos por otros; si los cedo a cambio de otros, esos otros vienen a ser, a su vez, mi propiedad.

¿Qué es, pues, mi propiedad? Lo que está en mi poder y nada más. ¿A qué estoy legítimamente autorizado? A todo aquello que puedo. Yo me doy el derecho de propiedad sobre un objeto por el solo hecho de que me apodero de él, o en otros términos, me hago propietario de derecho cada vez que me hago propietario por la fuerza; al darme el poder, me doy el título.

Mientras no podáis arrebatarme mi poder sobre una cosa, esa cosa sigue siendo mi propiedad. ¡Pues bien, sea! ¡Que la fuerza decida de la propiedad y Yo esperaré todo de mi fuerza! El poder ajeno, el poder que yo dejo a otro ha hecho de mí un siervo; ¡que mi propio poder haga de mí un proletario! Vuelva yo, pues, a entrar en posesión del poder que he abandonado a los demás, ignorante como era de la fuerza de mi poder. A mis ojos, mi propiedad se extiende hasta donde se extiende mi brazo; Yo reivindicaré como mío todo lo que soy capaz de conquistar y extenderé mi propiedad hasta donde llegue mi derecho, es decir, mi poder.

El egoísmo, el interés personal han de decidir, y no el principio de amor, las razones sentimentales como caridad, indulgencia, benevolencia o siquiera equidad y justicia (porque la justicia también es un fenómeno de amor, un producto del amor); el amor no conoce más que el sacrificio y exige la abnegación. ¿Sacrificar alguna cosa? ¿Privarse de alguna cosa? El egoísta ni lo piensa; dice simplemente: ¡aquello de lo que tengo necesidad me es preciso y lo tendré!

Todas las tentativas de someter la propiedad a leyes racionales tienen su fuente en el amor y conducen a un borrascoso océano de reglamentaciones y de coerción. El socialismo y el comunismo tampoco constituyen una excepción. Cada cual debe estar provisto de medios de existencia suficientes y poco importa que estos medios los encuentre, según la idea socialista, en una propiedad personal, o que, con los comunistas, los obtenga de la comunidad de bienes. Los individuos no conocerán más que la dependencia. El tribunal arbitral a quien encarguéis de repartir equitativamente los bienes no me concederá más que la parte que me haya medido su espíritu de equidad, su benévolo cuidado de las necesidades de todos. Yo, el individuo, no veo menor obstáculo en la riqueza de la colectividad que en la riqueza de los demás individuos, porque ni una ni otra me pertenecen. Ya estén los bienes en manos de la comunidad que me concede una parte, o en manos de los particulares, resulta siempre para mí la misma coerción, puesto que en ningún caso puedo disponer de ellos. Más aún, aboliendo la propiedad personal, el comunismo se constituye en un nuevo Estado, un status, un orden de cosas destinado a paralizar la libertad de mis movimientos, un poder soberano superior a Mí; él se opone con razón a la opresión de los individuos propietarios, de los que Yo soy víctima, pero el poder que da a la comunidad es más tiránico aún.

El egoísmo sigue otro camino para la supresión de la miseria de la plebe. Él no dice: aguarda lo que una autoridad cualquiera, encargada de repartir los bienes en nombre de la comunidad, te dé en su equidad (porque de un don es de lo que se trata siempre en los Estados, recibiéndolo cada uno según sus méritos, es decir, sus servicios); él dice: pon la mano sobre aquello que necesitas y tómalo. Es la declaración de guerra de todos contra todos. Sólo Yo soy juez de lo que quiero tener.

En verdad, esa sabiduría no es nueva, pues eso siempre lo han hecho los egoístas. Poco importa que la cosa no sea nueva si sólo desde hoy se tiene conciencia de ella; y esa conciencia no puede pretender una gran antigüedad (a menos que la hagáis remontar a las leyes de Egipto y de Esparta); bastaría vuestra objeción y el desprecio con que habláis del egoísta para probar que está poco extendida. Lo que es preciso decir es que el acto de poner la mano sobre un objeto despreciable es puramente el hecho del egoísta consciente y consecuente consigo mismo.

Sólo cuando no espere ya ni de los individuos ni de la comunidad lo que puedo darme Yo mismo, escaparé de las cadenas del amor; la plebe no dejará de ser plebe hasta el día en que tome lo que necesita. No es plebe sino porque teme tomarlo y teme el castigo que seguiría. Tomar es un pecado, tomar es un crimen; he ahí el dogma, y ese dogma por sí mismo basta para crear la plebe; pero si la plebe continúa siendo lo que es, ¿de quién será culpa? De ella, en primer término, que admite ese dogma, y en segundo lugar de quienes por egoísmo (para devolverles su injuria favorita), quieren que sea respetado. No se tiene conciencia de esta nueva sabiduría, y la vieja conciencia del pecado es la causa de ella.

Si los hombres llegan a perder el respeto de la propiedad, cada individuo tendrá una propiedad, lo mismo que todos los esclavos se hacen hombres libres desde que dejan de respetar en su Señor a un Señor. Entonces podrán concluirse alianzas entre individuos, asociaciones egoístas, que tendrán por efecto multiplicar los medios de acción de cada cual y afirmar su propiedad, sin cesar amenazada.

Según los comunistas, la comunidad debe ser propietaria. Por el contrario, Yo soy propietario, y no hago más que entenderme con otros acerca de mi propiedad. Si la comunidad va contra mis intereses, Yo me sublevo contra ella y me defiendo. Soy propietario, pero la propiedad no es sagrada. ¿No seré; pues, meramente poseedor? ¡Eh, no! Hasta hoy, no se era poseedor, no se tenía una parcela, sino porque igualmente se dejaba a otros la propiedad de su parcela. Pero en adelante todo me pertenece; soy propietario de todo lo que necesito y puedo apoderarme. Si el socialista dice: la Sociedad me da lo que me hace falta, el egoísta responde: Yo tomo lo que necesito. Si los comunistas obran como indigentes, el egoísta obra como propietario.

Todas las tentativas basadas en el principio del amor que tienen por objeto el alivio de las clases miserables han de fracasar. La plebe sólo puede ser ayudada por el egoísmo: esta ayuda debe prestársela a sí misma, y eso es lo que hará. La plebe es un poder, con tal que no se deje domar por el miedo. Las gentes perderían todo respeto de no haberles enseñado a tener miedo, decía el espantajo del gato con botas. Por consiguiente, la propiedad no puede, ni debe abolirse; de lo que se trata es de arrebatársela a los fantasmas para convertirla en mi propiedad. Entonces se desvanecerá esa ilusión de que Yo no pueda tomar todo cuanto necesite.

¡Pero de cuántas cosas tiene el hombre necesidad! Quién tiene necesidad de mucho y se ingenia para tomarlo, ¿se ha creído nunca en falta por apropiárselo? Napoleón ha tomado Europa y los franceses Argel. Lo que convendría es que el populacho al que paraliza el respeto, aprenda, por fin, a procurarse lo que le hace falta. Si va demasiado lejos y si os juzgáis ofendidos, ¡pues bien!, defendeos; no debéis hacerle regalos benévolamente. Cuando él se conozca, o más bien, cuando se reconozca como populacho, lo rechazarán de la misma manera que rehusarán vuestras limosnas. Pero es perfectamente ridículo declarar pecador y criminal a quien ya no pretende vivir de vuestros beneficios y quiere salir adelante por él mismo. Vuestros dones lo engañan y le hacen perder la paciencia. Defended vuestra propiedad, seréis fuertes; pero si queréis guardar la facultad de dar y gozar tantos más derechos políticos cuantas más limosnas podáis hacer (impuesto de los pobres), eso durará tanto como lo toleren quienes agraciáis.

La cuestión de la propiedad no es, creo haberlo mostrado, tan sencilla de resolver como se lo imaginan los socialistas e incluso los comunistas. No será resuelta más que por la guerra de todos contra todos. Los pobres no llegarán a ser libres y propietarios más que cuando se insurreccionen, se subleven, se eleven. Les deis, lo que les deis, querrán siempre más, porque no quieren nada menos que la supresión de todo don.

Se preguntará. Pero ¿qué pasará cuando quienes carecen de fortuna hayan cobrado ánimos? ¿Cómo se realizará la nivelación? Tanto valdría pedirme que sacara el horóscopo de un niño. ¿Lo que hará un esclavo cuando haya roto sus cadenas? ... Aguardad y lo sabréis. (...)

  • III

El principio de la competencia está estrechamente ligado al principio de la ciudadanía. ¿Es otra cosa que la igualdad? Y la igualdad, ¿no es precisamente un producto de esa Revolución que hizo la burguesía o la clase media? Nada impide a nadie rivalizar con todos los demás miembros del Estado (excepto el príncipe, porque representa al Estado), cada cual puede tratar de elevarse al rango de los demás e incluso superarlo, hasta arruinarlos, despojarlos y arrancarles hasta los últimos jirones de su fortuna. Eso prueba con toda evidencia que ante el tribunal del Estado cada uno no tiene el valor más que de un simple individuo y no debe contar con ningún favor. Superaos el uno al otro, exaltaos el uno al otro cuanto queráis y cuanto podáis, yo, el Estado, no tengo nada que ver en ello. Sois libres de competir entre vosotros, sois competidores y la competencia es vuestra posición social. Pero ante mí, el Estado, no sois más que simples individuos.

La igualdad que se ha establecido teóricamente como principio entre todos los hombres, encuentra su aplicación y su realización práctica en la competencia, porque la igualdad no es más que la libre competencia. Todos son, frente al Estado, simples particulares y en la Sociedad, es decir, en la relación de unos con otros, competidores.

Yo no tengo que ser más que un simple individuo para poder competir con cualquier otro hombre, excepto el príncipe y su familia. Esta libertad era en tiempos pasados imposible, puesto que no se gozaba de la libertad de hacerse valer más que en la corporación y por la corporación. Bajo el sistema de las corporaciones y del feudalismo, el Estado concedía privilegios, en tanto que bajo el régimen de la competencia y del liberalismo se limita a otorgar patentes (título dado a un candidato, estableciendo que tal profesión le está abierta).

Pero la libre competencia, ¿es realmente libre? ¿Es siquiera verdaderamente una competencia, es decir, un concurso entre las personas? Es lo que pretende ser, puesto que funda su derecho precisamente en ese título. En efecto, se origina del hecho que las personas han sido liberadas de toda dominación personal. ¿Puede decirse que la competencia es libre cuando el Estado, soberano por el principio de la burguesía, se ingenia en restringirla de mil maneras?

Ved un rico fabricante que hace grandes negocios y al que yo querria hacerle la competencia.

Hazla -dice el Estado -; por mi parte, nada veo que se oponga a que la hagas como persona.

¡Sí, pero me haría falta un lugar para mi instalación, me haría falta dinero!

Esto es grave, pero si no tienes dinero, no puedes pensar en competir. Y no cabe que Tú tomes nada a nadie, porque yo protejo la propiedad y sus privilegios.

La libre competencia no es libre porque los medios de competir, las cosas necesarias para la competencia, me faltan. Contra mi persona, nada se tiene que objetar; pero como yo no tengo la cosa, preciso es que mi persona renuncie. ¿Y quién está en posesión de los medios, quién tiene esas cosas necesarias? ¿Es quizá tal o cual fabricante? ¡No; porque en ese caso, yo podría apropiármelas! El único propietario es el Estado; el fabricante no es propietario; lo que posee no lo tiene más que a titulo de concesion, de deposito.

¡Vamos, sea! Si no puedo nada contra el fabricante, me voy a competir con ese profesor de Derecho; es un necio, y yo sé cien veces más que él: haré desertar a su auditorio.

¿Has hecho tus estudios, amigo mío, y te has promocionado?

No; mas ¿para qué? Poseo ampliamente los conocimientos necesarios para esa enseñanza.

Lo siento; pero aquí la competencia no es libre. Contra tu persona nada hay que decir, pero la cosa esencial te falta; el diploma de doctor. ¡Y ese diploma, yo, el Estado, lo exijo! Pídemelo primero muy cortésmente y luego veremos lo que hay que hacer.

He aquí a qué se reduce la libertad de la competencia. Preciso es que el Estado, mi Señor, me confiera el derecho a competir.

Pero además, ¿son en realidad las personas quienes compiten? ¡No, una vez más son las cosas! El dinero, en primer lugar, etc.

En la lucha habrá siempre vencidos (así el poeta mediocre deberá ceder la palma, etc.). Pero lo que importa distinguir es si los medios que faltan al competidor desgraciado son personales o materiales y pueden adquirirse mediante la capacidad personal, o si únicamente pueden obtenerse por un favor, como simples dones; por ejemplo si el pobre ha de dejar su riqueza al rico, es decir, regalársela. En suma, si es preciso que Yo aguarde la autorización del Estado para obtener los medios o utilizarlos (por ejemplo, cuando se trata de un diploma), esos medios son una gracia del Estado.

Tal es, en el fondo, el sentido de la libre competencia. El Estado considera a todos los hombres como sus hijos iguales; libre es cada uno de hacer todo lo que pueda para merecer los bienes y los favores que el Estado dispensa. Así todos se lanzan en persecución de la fortuna, de los bienes (dinero, empleo, títulos, etc.), en una palabra, de las cosas.

En el sentido burgués, todo hombre posee, cada cual es propietario. ¿Cómo explicar, pues, que la mayor parte de los hombres tengan tanto como nada? Ello se debe a que la mayor parte son plenamente dichosos con ser propietarios, aunque no sea más que de algunos harapos, como los niños se regocijan con su primer pantalón o con la primera moneda que se les ha dado. Examinemos con detalle esta cuestión. El liberalismo declaró que la esencia del hombre no era la propiedad, sino ser propietario. No aplicándola más que al Hombre y no al individuo, la extensión de esta propiedad, que sólo interesa al individuo, fue menospreciada. De aquí que el egoísmo del individuo, con las manos libres respecto a esta extensión, se lanzara infatigable a la competencia.

El egoísmo feliz debía causar recelos a quien estaba menos favorecido; este último, apoyándose siempre sobre el principio de humanidad, planteó la cuestión del cociente de reparto de los bienes sociales y la resolvió así: El hombre debe tener tanto como le es necesario.

Pero ¿podrá contentarse con eso mi egoísmo? Las necesidades del Hombre no son, en modo alguno, una medida aplicable a Mí, y a mis necesidades, porque Yo puedo necesitar más o menos. No, Yo debo tener tanto como soy capaz de apropiarme.

Cada uno tiene a su disposición los medios de competir, porque esos medios (y ahí está el vicio fundamental de la competencia) no dependen de la persona, sino de circunstancias enteramente independientes a ella. La mayor parte de los hombres están desprovistos de esos instrumentos, y por tanto, de los bienes que podrían obtener de ellos.

Así, los socialistas reclaman para todos los hombres los instrumentos y aspiran a una sociedad que proporcione estos instrumentos a todos. No reconocemos, dicen, tus riquezas (haber), como tu riqueza (poder). Tú tendrás que crearte otra riqueza proveerte de otros medios de acción que serán tu fuerza de trabajo. El hombre es hombre como poseedor de un haber, como el poseedor y por ello respetamos provisionalmente a ese poseedor que llamábamos propietario. Tú posees las cosas, mientras no te sean arrebatadas a tu propiedad.

Quien posee es rico, pero sólo en tanto los demás no lo sean. Y como tu mercancía no constituye tu riqueza sino mientras seas capaz de mantenerla en tu posesión, es decir, por tanto tiempo como Nosotros no tengamos poder sobre ella, bueno será que tú trates de procurarte otros medios de acción, porque nuestro poder supera hoy tu pretendida riqueza.

Mucho se ha conquistado al poder ser considerado como poseedor. La servidumbre desaparece y el hombre que hasta entonces debía la prestación personal a su Señor y era aproximadamente la propiedad de este último, viene a ser, a su vez, un Señor. Pero en adelante no es suficiente que poseas y tu haber no será reconocido, pero tu trabajar y tu trabajo aumentan de valor. Tú no vales a Nuestros ojos sino en la medida en que pones en acción las cosas, del mismo modo que en otro tiempo, en tu posesión. Tu trabajo es tu riqueza. En adelante, Tú ya no eres dueño o poseedor más que de lo producido por Ti, no de lo heredado.

Mientras tanto, como no existe posesión cuyo origen no sea la herencia, como todas las monedas que forman tu haber tienen la efigie de la herencia y no la efigie del trabajo, preciso es que todo sea refundido en el crisol común. Pero ¿es cierto, como lo piensan los comunistas que mi riqueza no consista más que en mi trabajo? ¿No consiste más bien en todo aquello de que pueda apoderarme? La Sociedad de los trabajadores misma está obligada a convenir en ello, puesto que ayuda a los enfermos, a los niños, en una palabra, a los que no pueden trabajar. Ellos todavía son capaces, por ejemplo, de que procuréis la conservación de su vida. Y si son capaces es porque poseen un poder sobre Vosotros. No concederíais nada a quien no ejerciera absolutamente ningún poder sobre vosotros; éste, sólo podría desaparecer.

¡Tu riqueza consiste en todo aquello de que puedes apoderarte! Si eres capaz de procurar un placer a millares de hombres, esos millares de hombres te darán honorarios, porque está en tu poder dejar de serles agradable. Pero si no eres capaz de interesar a nadie, ya puedes morirte de hambre.

¿No debo, pues, Yo, que soy capaz de mucho, tener la ventaja sobre los que pueden menos? Henos aquí sentados a la mesa ante la abundancia, ¿voy a abstenerme de servirme lo mejor que pueda y a aguardar lo que me toque en un reparto igual? Contra la competencia se levanta el principio de la sociedad de los indigentes, el principio del reparto igual.

El individuo no soporta ser considerado más que como una fracción, una parte alícuota de la sociedad, porque es más que eso; su unicidad se subleva contra esa concepción que lo disminuye y lo rebaja.

Por eso no admite que los demás le adjudiquen su parte. No aguarda su riqueza más que de sí mismo, y dice: lo que yo soy capaz de procurarme es mi riqueza. ¿Qué riqueza no posee el niño en su sonrisa, en sus gestos, en su voz, en el solo hecho de que existe! ¿Sois capaces de resistir a su deseo? Así, madre, ¿no le ofreces tu seno, y Tú, padre, no te privas de muchas cosas para que no le falte nada? Él os obliga y por eso mismo posee lo que vosotros creéis vuestro. Si Yo tengo adhesión a tu persona, tu existencia tiene ya para Mí un valor; si no tengo necesidad más que de una de tus facultades, es tu complacencia o tu asistencia la que tiene un precio a mis ojos y que yo compro.

¿No estimas en Mí más que el dinero? Era el caso de los ciudadanos alemanes vendidos por dinero y expedidos a América, cuya historia cuenta la odisea. ¿Se dirá que el vendedor debía hacer mayor caso de ellos, que se dejaron vender? Él prefería el dinero contante a aquella mercancía viviente que no había sabido hacerse preciosa a sus ojos. Si no reconocía en ellos un valor mayor es que en definitiva su mercancía no valía gran cosa.

La práctica egoísta consiste en no considerar a los demás ni como propietarios, ni como indigentes o trabajadores, sino en ver en ellos una parte de vuestra riqueza, objetos que os pueden servir. Siendo así, no pagaréis nada al que posee (al propietario), no pagaréis nada al que trabaja, no daréis más que a quien necesitéis. ¿Tenemos necesidad de un Rey?, dicen los americanos del Norte. Y responden: no daríamos un céntimo ni por él ni por su trabajo.

Cuando se dice que la competencia lo pone todo al alcance de todos, se expresa uno de modo inexacto; es más justo decir que, gracias a ella, todo está a la venta. Poniendo todo a la disposición de todos, lo entrega a su apreciación y pide un precio.

Pero a los aficionados les falta con la mayor frecuencia el medio de hacerse compradores: no tienen dinero. Con dinero se puede obtener todo lo que está a la venta, pero justamente es el dinero lo que falta. ¿Dónde tomar el dinero, esa propiedad móvil o circulante? Sabe, pues, que tienes tanto dinero cuanto poder tengas, porque Tú tienes el valor que sabes darte.

No paga uno con dinero del que puede estar escaso, sino con su riqueza, su poder, pues no se es propietario más que de aquello de que se es dueño. Weitling ha imaginado un nuevo instrumento de cambio, el trabajo. Pero el verdadero instrumento de pago aún es, como siempre, nuestra riqueza. Tú pagas con lo que tienes en tu poder. ¡Piensa, pues, en aumentar tu riqueza!

Concediendo ello, llegamos inmediatamente a la máxima: A cada uno según sus medios. Pero ¿quién me dará según mis medios? ¿La sociedad? Entonces tendría que someterme a su apreciación. No, Yo tomaré según mis medios.¡Todo pertenece a todos! Esta proposición procede también de una teoría fútil. A cada cual pertenece solamente lo que él puede. Cuando Yo digo: el mundo es para Mí, ésa es también una frase vacía de sentido, a menos que Yo simplemente quiera dar a entender que no respeto ninguna propiedad ajena. Sólo es mío lo que Yo tengo en mi poder, lo que depende de mi fuerza. No se es digno de tener lo que se deja arrebatar por debilidad; no se es digno porque no se es capaz de guardarlo.

Se hace gran ruido con la injusticia secular de los ricos con los pobres. ¡Como si fuera culpa de los ricos que existan pobres, y no fueran también los pobres culpables de que haya ricos! ¿Qué diferencia hay entre ellos sino la que separa la potencia de la impotencia y a los capaces de los incapaces? ¿Qué crimen han cometido los ricos? ¡Son duros! Pero, ¿quién ha mantenido a los pobres, quién ha atendido su subsistencia cuando ya no podían trabajar, quién ha esparcido con profusión las limosnas, esas limosnas cuyo nombre mismo significa compasión? Los ricos, ¿no fueron siempre compasivos? ¿No fueron siempre caritativos? Y los impuestos para los pobres, los hospicios, los establecimientos de beneficencia de toda especie, ¿de dónde vienen?

Pero todo eso no os basta. Los ricos deberían, ¿no es eso? repartir con los pobres. En una palabra deberían suprimir la miseria. Sin contar con que apenas hay uno de vosotros que consintiera en repartir, y que ése sería un loco, preguntaos: ¿Por qué los ricos habrían de despojarse y sacrificarse cuando a los pobres esta acción les sería mucho más provechosa? Tú, que percibes un peso al día, eres un rico al Iado de millares de hombres que viven con diez sueldos; ¿tu interés es repartir con ellos, o más bien es el suyo?

Cuando menos, la competencia está ligada a la intención de hacer las cosas lo meior posible, lo más lucrativamente posible, con el menor gasto y el mayor beneficio que cabe. Así, no se estudia más que para crearse una posición (Brotstudium), se aprenden las reverencias y las buenas maneras, se procura adquirir la rutina y el conocimiento de los negocios, se trabaja por la forma. Y si aparentemente se trata de cumplir bien las funciones propias, no se tiende en realidad más que a hacer un buen negocio. Se trabaja en una profesión cualquiera, según se dice, por amor del oficio, pero en realidad por amor del beneficio. Si alguien se hace censor no es porque el oficio sea atractivo, sino porque la posición no es desagradable, y se puede ascender posteriormente. No faltará quien quisiera administrar, hacer justicia, etc., con toda conciencia, pero teme ser trasladado o separado: ante todo, es preciso vivir.

Toda esa práctica es, en suma, una lucha por esta querida vida, una serie de esfuerzos interrumpidos para ascender gradualmente a un mayor o menor bienestar. Y todas sus penas y todos sus cuidados no producen a la mayor parte de los hombres más que una vida amarga, una amarga indigencia. ¡Tanto ardor por tan poca cosa!

Una infatigable ansia de botín no nos deja respirar y detenernos en un goce apacible. No conocemos la alegría de poseer.

La organización del trabajo no se refiere sino a aquellos trabajos que otros pueden hacer en nuestro lugar, por ejemplo, el del carnicero, el del labrador, etc., pero hay trabajos que siguen siendo de la incumbencia del egoísmo, puesto que nadie puede ejecutar por Vosotros el cuadro que pintáis, producir vuestras composiciones musicales, etc., nadie puede hacer la obra de Rafael. Estos últimos trabajos son los de un Único, son las obras que solamente este Único puede llevar a cabo mientras que los primeros son trabajos banales que podrían llamarse humanos, puesto que en ellos, la individualidad carece de importancia y cabe enseñarlos más o menos a todos los hombres.

Como la Sociedad no puede tomar en consideración más que los trabajos que presentan una utilidad general, los trabajos humanos, su solicitud no puede extenderse a la obra del Único; su intervención en este caso podría ser incluso perjudicial. El Único podrá, sí, elevarse en la Sociedad por su trabajo, pero la Sociedad no puede elevar al Único.

Por consiguiente, siempre es de desear que nos unamos para los trabajos humanos, a fin de que no absorban ya todo nuestro tiempo y nuestros esfuerzos como lo hacían bajo el régimen de la competencia. Desde ese punto de vista, el comunismo está llamado a dar sus frutos. Aquello de que todo el mundo es capaz o puede hacerse capaz estaba antes del advenimiento de la burguesía en poder de algunos y negado a todos los demás: era el tiempo del privilegio. La burguesía consideró justo permitir a todos el acceso a lo que parecía convenir a cualquiera que sea hombre. Sin embargo, lo que permitía a todos, no lo daba realmente a nadie; solamente dejaba a cada cual libre de apoderarse de ello por sus esfuerzos humanos. Todas las miradas se dirigieron hacia esos bienes humanos, que desde entonces sonreían a todos los transeúntes, y resultó esa tendencia que se oye deplorar a cada instante bajo el nombre de materialismo de las costumbres.

El comunismo trata de frenarlo divulgando la creencia de que los bienes humanos no exigen tanto trabajo y que, en una organización juiciosa, pueden obtenerse sin el gran gasto de tiempo y de energías al parecer imprescindibles hasta el presente.

Pero ¿para quién hay que ganar tiempo? ¿Por qué tiene el hombre necesidad de más tiempo que el preciso para reanimar sus fuerzas, agotadas por el trabajo? Aquí el comunismo se calla.

¿Por qué? ¡Pues bien, para gozar de sí mismos como Únicos, después de haber hecho su parte como hombres!

En la primera alegría de verse autorizado a alargar la mano hacia todo lo que es humano, no se pensó ya en desear otra cosa y se lanzaron por los caminos de la competencia en persecución de lo humano, como si su posesión fuera el objeto de todos nuestros votos.

Pero después de una carrera desenfrenada se advierte al fin que la riqueza no da la felicidad. Y trata uno de procurarse lo necesario con menos gasto y de no consagrarle más que el tiempo y los trabajos indispensables. La riqueza se encuentra despreciada y la pobreza satisfecha, la indigencia olvidada se convierte en el seductor ideal.

¿Es necesario que ciertas funciones humanas para las que todo el mundo se cree apto, estén mejor remuneradas que las demás y que para alcanzarlas se entreguen todas las fuerzas y toda la energía? La frase empleada con tanta frecuencia: ¡Ah, si yo fuese ministro, si yo fuese el ... eso no pasaría así!, expresa la convicción de que uno se siente capaz de representar el papel de uno de esos dignos personajes que gozan de bienes y de privilegios desmesurados en comparación de los que ocupan los grados inferiores de la escala social.

  • IV

Sin embargo, estos últimos, inspirados primero por la doctrina socialista, más tarde, sin duda, también por un sentimiento egoísta, se atreven a preguntar: ¿Qué es, pues, lo que hace la seguridad de vuestra propiedad, señores privilegiados? y responden ellos mismos: ¡Vuestra propiedad está segura, porque nos abstenemos de atacarla! ¿Y qué nos dáis en recompensa? No tenéis para la gente menuda más que desprecio y puntapiés, la vigilancia de la policía y un catecismo con un principio fundamental: ¡Respeta lo que no es tuyo, lo que pertenece a Otro! ¡Respeta a los demás, y en particular a tus superiores! A eso respondemos: ¿queréis nuestro respeto? Sea, comprádnoslo, he aquí el precio que pedimos por él. Queremos, sí, dejaros vuestra propiedad, pero mediante una compensación suficiente. ¿Qué compensación recibimos de vosotros por comer patatas, mirándoos tranquilamente sorber vuestras ostras? Compradnos tan sólo estas ostras al precio que nosotros tenemos que compraros las patatas, y podréis continuar comiéndolas en paz. ¿Os imagináis quizá que las ostras no son tan Nuestras como Vuestras? Clamaríais por la violencia si nos viérais llenar nuestro plato con ellas y ponernos a consumirlas por Vosotros, y tendríais razón. Sin violencia, no las tendremos, del mismo modo que Vosotros sólo las tenéis porque hacéis violencia sobre Nosotros.

Pero pasemos a una propiedad que nos toca más de cerca, al trabajo.

Nosotros padecemos doce horas al día con el sudor en nuestra frente y nos dais por eso algunas piezas de bronce. ¡Pues bien! Haceos pagar vuestro trabajo al mismo precio. ¡Eso no os resulta! ¿Os imagináis acaso que nuestro trabajo está regiamente pagado, en tanto que el vuestro vale un sueldo de veinte mil pesos? Pero si no tasarais el vuestro a tan alto precio, y si no dejáseis sacar mejor partido del nuestro, ¿quién os dice que no seríamos capaces de producir cosas más importantes que todo lo que habéis hecho hasta aquí con vuestros millares de pesos? Si no recibiérais más que un salario como el nuestro, os volveríais pronto más asiduos para ganar más. Por nuestra parte, proyectamos también trabajos que nos pagaréis mejor que con nuestro salario habitual. De acuerdo con tal que se entienda que nadie haga ni reciba regalos.

Y hasta podemos sostener con nuestro propio pecunio a los achacosos, los enfermos y los ancianos, para que la miseria no nos los arrebate. Si queremos que vivan, debemos comprar la satisfacción de ese deseo. Digo bien: que la compramos; no pienso de ningún modo en una miserable limosna. Su vida es también su propiedad, incluso para quienes no pueden trabajar; y si queremos (no importa por qué razón) que no nos priven de esa vida que les pertenece, no hay otro medio de obtener ese resultado que comprándolo. ¡Sólo que nada de regalos! Guardad los Vuestros y no los esperéis ya de Nosotros. Hace siglos que os damos limosna con una buena voluntad estúpida; hace siglos que derrochamos el óbolo del pobre y damos al señor lo que no es del señor. Se acabó: desatad los cordones de vuestra bolsa, porque desde ahora el precio de nuestra mercancía está en un alza enorme. No os tomaremos nada, absolutamente nada, pero pagaréis mejor lo que queráis tener.

Tú, ¿cuál es tu fortuna? -Tengo una hacienda de mil fanegas-. Pues bien, Yo soy tu criado de labranza, y de ahora en adelante no labraré ya tu campo más que al precio de cien pesos por día. -Entonces tomaré otro. -No lo encontrarás, porque nosotros los trabajadores del campo no trabajamos ya más que con esas condiciones, y si se presenta uno que pida menos, ¡qué tenga cuidado!

Aquí está la criada que pide otro tanto, y no la encontrarás ya por bajo de este precio. -¡Pero entonces estoy arruinado! -¡Poco a poco! Te quedará siempre tanto como a nosotros; si fuera de otro modo, nosotros rebajaríamos lo suficiente para que pudieses vivir como nosotros. -¡Pero yo estoy acostumbrado a vivir mejor! -Procura reducir tus gastos. ¿Hemos de ajustarnos nosotros con rebaja para que tú puedas vivir bien?

El rico dirige siempre al pobre estas palabras: -¿Tengo algo que ver con tu miseria? Procura salir del paso como puedas: es asunto Tuyo y no Mío. -Sea; velaremos por ello y no dejaremos ya a los ricos acaparar en su provecho los medios de los que de nosotros mismos tenemos que sacar partido. -Sin embargo, Vosotros, gentes sin instrucción, no tenéis tantas necesidades como nosotros. -No importa eso; tomaremos alguna cosa más para ponernos en condiciones de procurarnos la instrucción que podamos necesitar. -Y si abatís así a los ricos, ¿quién sostendrá todavía las artes y las ciencias? -¡Pues al público toca hacerlo! Escotaremos, así se reúnen bonitas sumas. Por otra parte, sabemos cómo vosotros, ricos, alentáis las artes; no compráis más que libros insípidos o santas vírgenes de la más lamentable vulgaridad, cuando no es el par de pantorrillas de una bailarina.-¡Ah, maldita igualdad! -No, mi buen señor, no se trata aquí de igualdad. Queremos sencillamente que se nos cuente por lo que valemos; si valéis más que nosotros, eso no importa, se os contará por más. Lo que queremos es tener un valor, y deseamos mostrarnos dignos del precio que paguéis.

¿Es capaz el Estado de despertar en el asalariado tan animosa confianza y un sentimiento tan vivo de su Yo? ¿Puede hacer el Estado que el hombre tenga conciencia de su valor? ¿Osaría proponerse tal objeto? ¿Puede querer que el individuo conozca su valor y obtenga de él el mejor partido? La cuestión es doble. Veamos lo que el Estado es capaz de realizar en ese sentido. Ya que se necesitaría la unanimidad de los criados de labranza, sólo influiría esta unanimidad y una ley del Estado sería eliminada por la competencia secretamente. Pero ¿puede tolerarlo el Estado? Al Estado le es imposible tolerar que las gentes sufran otra coerción que la suya; no puede, pues, admitirse que los obreros coligados se hagan justicia contra los que quieran ajustarse a un precio demasiado bajo. Supongamos, sin embargo, que el Estado haya dictado una ley con la que los obreros estén perfectamente de acuerdo; ¿podría consentirlo el Estado en tal caso?

En ese caso aislado, sí; pero ese caso aislado es más que eso, es un caso de principio; de lo que se trata aquí es de la valoración del Yo por sí mismo y, por consiguiente, de su afirmación contra el Estado. Hasta ahí, los comunistas estaban de acuerdo con nosotros. Pero la valoración del Yo por sí mismo está necesariamente en contraposición, no sólo con el Estado, sino también con la sociedad: ella está por encima de la comuna y del comunismo, por egoísmo.

El comunismo convierte el principio de la burguesía de que todo hombre es poseedor (propietario), en una verdad indiscutible, una realidad que pone fin a la preocupación de adquirir, haciendo que cada cual tenga aquello que necesita. Es la potencia de trabajo de cada cual lo que forma su riqueza, y si no hace uso de ella, la culpa es suya. Ninguna competencia subsiste ya como estéril (lo que ocurría demasiado a menudo hasta hoy ), puesto que todo esfuerzo de trabajo tiene por efecto procurarle lo necesario a quien lo efectúa. Cada uno es poseedor de modo seguro y sin preocupaciones. Y lo es precisamente porque no busca ya su riqueza en una mercancía, sino en su potencia de trabajo.

Por el trabajo, puedo llegar por ejemplo, a desempeñar funciones de presidente o de ministro; esos empleos no exigen más que la instrucción media, es decir, accesible a todo el mundo, o una habilidad de que todo el mundo es capaz. Pero si es verdad que esas funciones pueden ser ejercidas por todo hombre, cualquiera que sea, no es, sin embargo, más que la fuerza única del individuo, propia exclusivamente del individuo, la que les da en cierto modo una vida y una significación. Si no cumple sus funciones como un hombre ordinario, sino que gasta en ellas todo el tesoro de su unicidad, no queda pagado por el hecho de percibir el sueldo propio del empleado o del ministro. Si os ha satisfecho plenamente y queréis continuar beneficiándoos, no sólo de su trabajo de funcionario sino, además, de su precioso poder individual, no le pagaréis sólo como un hombre que no hace más que la tarea humana, sino, además, como un productor único. Haced pagar igual a vuestro propio trabajo.

No se puede aplicar a la obra de mi unicidad una tasa general como a lo que yo hago en cuanto hombre. Sólo respecto a esta última cualidad puede determinarse una tasa.

Fijad, pues, una tasa general para los trabajos humanos, pero, para ganarla, no sacrifiquéis vuestra unicidad.

Tus necesidades humanas o generales pueden ser satisfechas por la Sociedad; pero a Ti te toca buscar la satisfacción de tus necesidades únicas. La Sociedad no puede procurarte una amistad o el servicio de un amigo, ni siquiera asegurarte los buenos oficios de un individuo. Y sin embargo, tendrás a cada instante necesidad de servicios de este género; en las circunstancias más insignificantes te hará falta alguno para asistirte. No cuentes para eso con la Sociedad; pero haz de modo que tengas con qué comprar la satisfacción de tus deseos.

¿Los egoístas deben conservar el dinero? A la antigua moneda se une la tacha de la posesión hereditaria; no hagáis ya nada por ese dinero, y todo su poder se arruina. Tachad la herencia, y el sello del magistrado quedará anulado. En el presente, todo es herencia, ya esté el heredero en su posesión o no. Si todo eso es vuestro, ¿por qué dejarlo poner bajo sellos, por qué inquietarnos por los sellos?

Mas, ¿para qué crear un nuevo dinero? ¿Aniquilaréis acaso la mercancía porque le quitéis el sello de la herencia? Pues bien, la moneda es una mercancía, un medio fundamental, una riqueza. Porque impide la anquilosis de la riqueza, la mantiene en circulación y opera su cambio. Si conocéis mejor instrumento de cambio, adoptadlo, lo acepto, pero seguirá siendo aún dinero bajo una nueva forma. No es el dinero el que os hace mal, sino vuestra impotencia para obtenerlo. Poned en juego todos vuestros medios, haced valer todos vuestros esfuerzos y no os faltará el dinero: será un dinero vuestro, una moneda de vuestro cuño. Pero trabajar no es lo que yo llamo poner en juego todos vuestros medios. Los que se contentan con buscar trabajo, con tener la voluntad de trabajar bien, están condenados fatalmente, y, por su culpa, a convertirse en obreros en paro.

Del dinero depende la dicha y la desdicha. Si en el período burgués se convierte en un poder, es porque se le corteja como a una muchacha, pero nadie se casa con él.

Quien es favorecido por la suerte se lleva consigo a la novia. El indigente tiene suerte; introduce a la joven en su familia que es la Sociedad, y le quita su virginidad. En su casa no es ya la doncella, sino la mujer, y con su virginidad desaparece su nombre de familia: la joven doncella se llamaba Dinero, y hoy se llama Trabajo, porque Trabajo es el nombre del marido. Está bajo la tutela del marido. Para acabar con esta comparación, el hijo del Trabajo y del Dinero, es de nuevo una muchacha y virgen, es decir, Dinero, pero con una filiación cierta: ha nacido de Trabajo, su padre. Las facciones del rostro, su efigie proceden de otro cuño.

Finalmente, volvamos, una vez más, a la competencia. La competencia existe porque nadie se apropia de su casa y se entiende con los demás a través de ella. El pan, por ejemplo, es un objeto de primera necesidad. Luego nada más natural que ponerse de acuerdo para establecer una panadería pública. En vez de eso, se abandona ese indispensable suministro a panaderos que se hacen competencia. Y así se hace con la carne a los carniceros, el vino a los taberneros, etc.

Abolir el régimen de la competencia no quiere decir favorecer el régimen de la corporación. He aquí la diferencia: en la corporación, hacer el pan, etcétera, es causa de los agremiados; bajo la competencia, lo sería de quienes desean competir; en la asociación, es la causa de quienes tienen necesidad de pan, por consiguiente, la mía, la vuestra: no es la causa de los agremiados ni de los panaderos con patente, sino la de los asociados.

Si Yo no me preocupo de mi causa, preciso es que me contente con lo que a los demás les place darme. Tener pan es mi causa, mi deseo y mi afán, no puedo prescindir de él y, sin embargo, uno se entrega a los panaderos, sin otra esperanza que obtener de su discordia, de sus celos, de su rivalidad, en una palabra, de su competencia, una ventaja con la que no se podía contar con los miembros de las corporaciones, que estaban entera y exclusivamente en posesión del monopolio de la panadería. AqueIlo de que cada cual tiene necesidad, cada cual también debiera tomar parte en producirlo o en fabricarlo; es su causa, su propiedad, y no la propiedad de los miembros de tal corporación o de tal patrono con patente.

Reconsideremos de nuevo la cuestión. El mundo pertenece a sus hijos, los hijos de los hombres. No es ya el mundo de Dios, sino el mundo de los hombres. El hombre puede considerar suyo todo lo que puede procurarse; sólo que el verdadero hombre, el Estado, la Sociedad Humana, o la Humanidad velarán para que nadie se apropie más de lo que pueda apropiarse en cuanto hombre, es decir, de una manera humana. La apropiación no humana no está autorizada por el hombre: es criminal, mientras que la apropiación humana es justa y se hace por un camino legal.

Así es como se habla desde la Revolución.

Mi propiedad no es una cosa, puesto que ésta tiene una existencia independiente de Mí; sólo mi poder es mío. Este árbol no es mío; lo que es mío, es mi poder sobre él, el uso que hago de él. Pero ¿cómo se invierte mi poder sobre las cosas? Se dice, Yo tengo un derecho sobre este árbol, o bien, es mi legítima propiedad. Si lo he adquirido, es por la fuerza. Se olvida que la propiedad no dura sino mientras el poder permanece activo; o más exactamente, se olvida que el poder no existe por sí mismo, sino por la fuerza del Yo, y no existe más que en Mí, el poderoso.

  • V

Se eleva el poder, como otras de mis propiedades (la humanidad, la majestad, etc.) al ser para sí (Fürsichseiend), de suerte que sigue existiendo aun cuando haya dejado de ser mi poder. Así, transformado en fantasma, el poder es el derecho. Ese poder inmortalizado no se extingue siquiera con mi muerte, es transmisible (hereditario). Así pues, en realidad las cosas pertenecen al derecho, no a Mí.

Todo eso no es más que una apariencia. El poder del individuo no se hace permanente ni se convierte en derecho, sino en cuanto a su poder se aúna el poder de otros individuos. La ilusión consiste en creer que ya no pueden retirar su poder a quienes lo han otorgado. Aquí reaparece el mismo fenómeno del divorcio del poder y del Yo; Yo no puedo recobrar del poseedor la parte del poder que le viene de Mí. Uno ha dado plenos poderes, se ha desprendido del poder, ha renunciado al poder de tomar mejor partido.

El propietario puede renunciar a su poder y a su derecho sobre una cosa haciendo son de ello, disipándola, etc. ¿Y nosotros no podríamos igualmente abandonar el poder que le hemos prestado?

El hombre legítimo, el hombre justo, no desea hacer suyo lo que no es de él de derecho, o aquello a lo que no tiene derecho; no reivindica más que su propiedad legítima. ¿Quién, pues, será juez y fijará los límites de su derecho? En última instancia, debe ser el Hombre, porque de él se tienen los derechos del hombre. Por consiguiente se puede decir con Terencio, pero en un sentido más amplio que humani nihil a me alienum puto, es decir, lo humano es mi propiedad. De cualquier manera que uno se arregle, en ese terreno se tendrá inevitablemente un juez, y en nuestro tiempo los diversos jueces que uno se había dado, han acabado por encarnarse en dos personas mortalmente enemigas: el Dios y el Hombre. Los unos se declaran por el derecho divino, los otros por el derecho humano o los derechos del hombre.

Pero está claro que en ambos casos el individuo mismo no crea su derecho.

¡Encontradme hoy una sola acción que no ofenda un derecho! A cada instante los derechos del hombre son pisoteados por los unos, en tanto que los otros no pueden abrir la boca sin blasfemar contra el derecho divino. Dad limosna y ultrajaréis un derecho del hombre, puesto que la relación de mendigo a bienhechor no es humana; expresad una duda, pecaréis contra un derecho divino. Comed vuestro pan seco con contento, vuestra resignación será una ofensa a los derechos del hombre; comedlo con descontento y vuestros murmullos serán un insulto al derecho divino. No hay uno de Vosotros que no cometa a cada instante un crimen; todos vuestros discursos son crímenes y toda traba a vuestra libertad de discurrir no es menos criminal. Todos Vosotros sois criminales. Sin embargo, no lo sois sino porque os mantenéis todos en el terreno del derecho, es decir, porque no sabéis que sois criminales, ni sabéis felicitaros por ello.

La propiedad inviolable o sagrada ha nacido en ese mismo terreno; es un concepto del derecho.

El perro que ve un hueso en poder de otro no renuncia a él más que si se siente demasiado débil. Pero el hombre respeta el derecho de otro a su hueso. Esto es considerado como humano, aquello como brutal o egoísta.

Y por todas partes, como en este caso, lo que es humano es ver en todo alguna cosa espiritual (aquí, el derecho), es decir, hacer de cualquier cosa un fantasma, que se puede, sí, arrojar, cuando se muestra, pero que no se puede matar. Humano es no considerar lo particular como particular, sino como algo general.

Yo no debo ya a la naturaleza, como tal, ningún respeto; sé que tengo en cuanto a ella todos los derechos. Pero estoy obligado a respetar en el árbol del jardín que está ahí su cualidad de objeto ajeno (desde un punto de vista más estricto se dice: respetar la propiedad), y no me es permitido tocarlo. Y eso no podrá cambiar sino cuando Yo no vea en el hecho de dejar ese árbol a otra persona, algo diferente al hecho de dejarle, por ejemplo, mi bastón, es decir, cuando Yo haya cesado de considerar ese árbol como algo ajeno a priori, sagrado. Yo, por el contrario, no considero un crimen el derribarlo si eso me place; continúa siendo mi propiedad por largo que sea el tiempo durante el cual lo he abandonado a otros: era y sigue siendo mío. Yo no veo la cualidad de objeto ajeno en la riqueza del banquero más que Napoleón en las provincias de los reyes. No tenemos ningún escrúpulo en intentar su conquista y procurarnos por todos los medios llegar a ella. Nosotros rechazamos el espíritu de lo ajeno ante el que nos habíamos espantado.

¡Pero es indispensable para eso que Yo no pretenda nada en calidad de Hombre, sino sólo en calidad de Yo, de ese Yo que soy! No pretenderé por consiguiente, nada humano, sino sólo lo que es mío, o en otros términos, nada de lo que me corresponde en cuanto hombre, sino lo que Yo quiero y porque Yo lo quiero. (...)

Hasta el presente, las relaciones se basaban en el amor, las consideraciones y los servicios recíprocos. Si uno debiera santificarse, es decir, entronizar en sí al Ser Supremo y hacer de él una verdad y una realidad, también debería ayudar a los demás a realizar su esencia y su destino; en ambos casos la esencia del hombre debería contribuir a su realización. Sólo que uno no debe hacerse nada de sí, ni de sí mismo, ni de los demás. No se debe nada ni a la propia esencia, ni a la de los demás. Todas las relaciones que reposan sobre una esencia son relaciones con un fantasma y no con una realidad. Mis relaciones con el Ser Supremo no son relaciones conmigo; y mis relaciones con la esencia del Hombre no son relaciones con los hombres.

Del amor, tal como es natural al hombre sentirlo, la civilización ha hecho un mandamiento. Pero en cuanto mandato, el amor pertenece al Hombre como a tal y no a Mí: es mi esencia, esa esencia que se tiene por tal esencia y no es mi propiedad. Es el Hombre, es decir, la humanidad, quien me lo impone; el amor es obligatorio, amar es mi deber. Así, en lugar de tener su fuente realmente en mí, la tiene en el hombre en general, del que es la propiedad, el atributo particular: El Hombre, es decir, cada hombre, debe amar: amar es el deber y la vocación de cada hombre, etc.

Preciso es, por consiguiente, que yo reivindique el amor para mí y lo sustraiga al poder del Hombre.

Se ha llegado a concederme como un feudo cuya propiedad pertenece al hombre lo que primitivamente era mío, pero sin tazón lógica, instintivamente. Amando he venido a ser un vasallo, me he convertido en el siervo de la Humanidad, un simple representante de esa especie; cuando Yo obro no como Yo, sino como Hombre, obro como un ejemplar de la especie humana, es decir, humanamente. Toda nuestra civilización es un sistema feudal en el que la propiedad pertenece al Hombre o a la Humanidad y en el que nada pertenece al Yo. Despojando al individuo de todo para atribuir todo al Hombre, se ha fundado una enorme feudalidad. El individuo no aparece ya, a fin de cuentas, más que, como radicalmente malo.

¿Acaso no he de interesarme activamente por la persona de otro? Lejos de eso yo puedo sacrificarle con alegría innumerables goces, puedo imponerme privaciones sin número para aumentar sus placeres, y puedo por él poner en peligro lo que sin él me sería muy querido: mi vida, mi prosperidad, mi libertad. En efecto, para Mí es un placer y una felicidad el espectáculo de su felicidad y de su placer. Pero no me sacrifico a él, permanezco egoísta y gozo de él. Sacrificándole todo lo que si no fuera por mi amor para él me reservaría, hago una cosa muy sencilla y hasta más común en la vida de lo que parece, que prueba únicamente que cierta pasión es más fuerte en Mí que todas las demás. El cristianismo también enseña a sacrificar todas las demás pasiones a aquélla. Pero sacrificar unas pasiones a otra no es sacrificarme Yo mismo, Yo no sacrifico nada a aquello por lo cual soy verdaderamente Yo; no sacrifico lo que, propiamente hablando, constituye mi valor, mi individualidad. Pudiera ser que esa enojosa eventualidad, se produjese; ocurre esto en el amor como en cualquier otra pasión, desde el momento en que la obedezco ciegamente; si el ambicioso, al que su pasión arrastra, es sordo a las advertencias que un instante de sangre fría despierta en él, es que ha dejado que esa pasión tome las proporciones de una tiranía a la que ha perdido el poder de sustraerse. Ha abdicado ante ella porque no sabe ya apartarse de ella y, por consiguiente, liberarse. Está poseído.

Yo también amo a los hombres, no sólo a algunos, sino a cada uno de ellos. Pero los amo con la conciencia de mi egoísmo; los amo porque el amor me hace dichoso; amo porque me es natural y agradable amar. No conozco obligación de amar. Tengo simpatía por todo ser sensible; lo que le aflige me aflige, y lo que le alivia me alivia; Yo podría matarlo, no puedo martirizarlo. Por el contrario, el noble y virtuoso filisteo, que es el príncipe Rodolfo de los Misterios de París, se ingenia para martirizar a los malvados, porque le exasperan. Mi simpatía prueba simplemente que el sentimiento de los que sienten es también el Mío, que es mi propiedad; en tanto que el proceder despiadado del hombre de bien (la manera, por ejemplo, como trata al notario Ferrand), recuerda la insensibilidad de aquel bandido que, según la medida de su cama, cortaba o extendía a la fuerza las piernas de sus prisioneros. La cama de Rodolfo, a cuya medida corta a los hombres, es la noción del bien. El sentimiento del derecho, de la virtud, etc., vuelve duro e intolerable. Rodolfo no siente como el notario, siente, por el contrario, que el malvado tiene lo que ha merecido. No es eso simpatía. Vosotros amáis al hombre y eso os sirve de razón para torturar al individuo, al egoísta; vuestro amor al Hombre os convierte en los verdugos de los hombres.

Cuando Yo veo sufrir a quien amo, sufro con él y no tengo reposo mientras no haya intentado todo para consolarlo y distraerlo. Cuando Yo le veo alegre, Yo me alegro de su alegría. No se sigue de ahí que sea el mismo objeto el que produce su pena o su alegría y el que despierte en Mí los mismos sentimientos; eso es, sobre todo, evidente cuando se trata del dolor corporal que yo no siento como él; su muela es lo que le hace daño, y lo que me hace daño a Mí es su sufrimiento.

Y porque Yo no puedo soportar ese pliegue doloroso sobre la frente amada, y, por consiguiente, en mi interés, es por lo que lo borro con un beso. Si yo no te amase, podrías fruncir el entrecejo tanto como quisieras, sin conmoverme; Yo no quiero disipar más que mi pesar.

¿Hay ahora alguien o alguna cosa que Yo no ame, y que tenga el derecho de ser amada por Mí? ¿Qué es primero, mi amor o su derecho? Los parientes, los amigos, el pueblo, la patria, la ciudad natal, etc., en fin, en general mis semejantes (mis hermanos), pretenden tener derecho a mi amor y lo reclaman imperiosamente. Lo consideran como su propiedad, y a Mí, si no respeto esa propiedad, me consideran como un ladrón que les quita lo que les pertenece. Yo debo amar. Pero si el amor es un mandamiento y una ley, preciso es que se me forme y se me instruya para él y que se me castigue si llego a infringirlo. Se ejercerá, pues, sobre mí para llevarme a amar la más enérgica influencia moral posible. Está fuera de duda que se puede excitar e inducir a los hombres al amor tan bien como a las demás pasiones, al odio, por ejemplo. El odio se transmite de generación en generación; cabe odiarse únicamente porque los antepasados de los unos eran güelfos y los de los otros gibelinos.

Pero el amor no es un mandato. Como todos mis demás sentimientos, es mi propiedad. Conseguid, es decir, comprad mi propiedad y Yo os la cederé. Yo no tengo que amar una religión, una patria, una familia, etc., que no saben conquistar mi amor; vendo mi ternura al precio que me place fijarla. ( ...)

Si he dicho, ciertamente, Yo amo al mundo, puedo con igual exactitud añadir ahora: Yo no lo amo, porque Yo lo aniquilo como me aniquilo; Yo lo liquido. No me limito a experimentar por los hombres más que un sólo e invariable sentimiento; doy libre curso a todos aquellos de que soy capaz.

¿Por qué no declararlo crudamente? ¡Sí, yo exploto al mundo y a los hombres! Puedo así quedar abierto a toda clase de impresiones, sin que ninguna de ellas me arranque a Mí mismo. Puedo amar, amar con toda mi alma, y dejar arder en mi corazón el fuego devorador de la pasión, sin tomar, sin embargo, al ser amado por otra cosa que por el alimento de mi pasión, un alimento que la aviva sin saciarla jamás. Todos los cuidados de que yo le rodeo, no se dirigen más que al objeto de mi amor, más que a aquel de quien mi amor tiene necesidad, al bien amado. ¡Cuán indiferente me sería, de no existir mi amor! Es mi amor el que mantengo con él, no me sirve más que para eso: Yo gozo de él indiscutiblemente.

Escojamos otro ejemplo muy actual: Yo veo a los hombres sumergidos en las tinieblas de la superstición, hostigados por un enjambre de fantasmas. Si procuro, en la medida de mis fuerzas, proyectar la luz del día sobre esas apariciones de la noche, ¿creéis que obedece a mi amor a los hombres? ¡Eh, no! Escribo porque quiero dar existencia en el mundo a ideas que son mis ideas. Si previese que esas ideas tenían que arrebataros la paz y el reposo, si en esas ideas que siembro viese los gérmenes de ideas sangrientas y una causa de ruina para muchas generaciones, no las esparciría menos. Haced de ellas lo que queráis, haced lo que podáis, eso es asunto Vuestro y por ello no me preocupo. Tal vez no os traerán más que el pesar, los combates, la muerte, y no serán más que para muy pocos de Vosotros un manantial de placer. Si yo tomase a pecho vuestro bienestar, imitaría a la Iglesia que prohíbe a los legos la lectura de la Biblia, o a los gobiernos cristianos, que hacen un deber sagrado de defender al hombre del pueblo contra los malos libros.

No sólo no es por amor a Vosotros por lo que expreso lo que pienso, sino que ni siquiera es por amor de la verdad. No:

Canto cual canta el ave

que en el follaje habita;

el canto mismo que mi voz produce

es mi salario, y es salario real.

¿Canto? ¡Canto porque soy un cantor! Si para eso me sirvo de Vosotros, es porque tengo necesidad de oídos.

Cuando me encuentro con el mundo (y lo encuentro siempre), Yo lo consumo para aplacar el hambre de mi egoísmo: Tú no eres para mí más que un alimento; de igual modo, Tú también me consumes y me haces servir para tu uso. No hay entre nosotros más que una relación: la de la utilidad, del provecho, del interés. No nos debemos nada uno al otro, porque lo que aparentemente pueda deberte, lo debo, cuando más, a Mí. Si para hacerte sonreír me acerco a Ti con cara alegre, es porque tengo interés en tu sonrisa y porque mi rostro está al servicio de mi deseo. A otras mil personas a quienes Yo no deseo hacerles sonreír, no les sonreiré. (...)

  • VI

El estado primitivo del hombre no es el aislamiento o la soledad, sino la sociedad. Al comienzo de nuestra existencia nos encontramos ya estrechamente unidos a nuestra madre, puesto que aun antes de respirar participamos de su vida. Cuando después abrimos los ojos a la luz es para reposar aún sobre el seno de un ser humano que nos mecerá en sus rodillas, que guiará nuestros primeros pasos y nos encadenará a su persona por los mil lazos del amor. La sociedad es nuestro estado de naturaleza. Por eso la unión que al principio ha sido tan íntima se relaja poco a poco, a medida que nos conocemos, y la disolución de la sociedad primitiva se hace cada vez más manifiesta. Si la madre quiere una vez más tener para sí sola el hijo que ha llevado en su seno, es preciso que vaya a arrancarlo a la calle y a la sociedad de sus camaradas. El niño prefiere las relaciones que ha anudado con sus semejantes, a la sociedad en que no ha entrado, en que no ha hecho más que nacer.

Pero la unión o la asociación son la disolución de la sociedad. Es decir, que una asociación puede degenerar en sociedad, como un pensamiento puede degenerar en idea fija; esto ocurre cuando en el pensamiento se extingue la energía pensante, él pensar mismo, esa perpetua retracción de todos los pensamientos que tienden a tomar demasiada consistencia. Cuando una asociación se ha cristalizado en sociedad, cesa de ser una asociación (porque la asociación quiere que la acción de asociarse sea permanente), no consiste más que en el hecho de estar asociados, no es más que la inmovilidad, la fijación; está muerta como asociación, es el cadáver de la asociación, es decir, que es sociedad, comunidad. El partido proporciona un ejemplo análogo de esta cristalización.

Que una sociedad, el Estado, por ejemplo, restrinja mi libertad, eso no me turba. Porque yo bien sé que debo esperar ver mi libertad limitada por toda clase de potencias, por todo lo que es más fuerte que Yo, hasta por cada uno de mis vecinos; aun cuando yo fuese el autócrata de todas las R ... no gozaría de la libertad absoluta. Pero no dejaré arrebatarme mi individualidad. Y precisamente es a la individualidad a la que la sociedad ataca, ella es la que debe sucumbir bajo sus golpes.

Una sociedad a la que me adhiero me quita, sí, ciertas libertades, pero en cambio me asegura otras. Importa igualmente bien poco que Yo mismo me prive, por ejemplo, por un contrato de tal o cual libertad. Por el contrario, defenderé celosamente mi individualidad.

Toda comunidad tiende, más o menos según sus fuerzas, a convertirse en una autoridad para sus miembros y a imponerles límites. Ella les pide y debe pedirles cierto espíritu de obediencia, ella exige que sus miembros le estén sometidos, sean sus súbditos, ella no existe más que por la sujeción. No quiere eso decir que no pueda dar prueba de ciertos proyectos de mejoramiento, a los consejos y a las críticas, en cuanto tengan por mira su beneficio; pero la crítica debe mostrarse benévola, no se le permite ser insolente e irreverente; en otros términos, se necesita dejar intacta y tener por sagrada la substancia de la sociedad. La sociedad no pretende que sus miembros se eleven y se coloquen por encima de ella; quiere que permanezcan en los límites de la legalidad; es decir, que no se permitan más de lo que les permiten la sociedad y sus leyes.

Hay gran distancia de una sociedad que no limita más que mi libertad a una sociedad que limita mi individualidad. La primera es una unión, un acuerdo, una asociación. Pero lo que amenaza la individualidad es un poder para sí mismo y por encima de Mí, una potencia que me es inaccesible, que Yo puedo, sí, admirar, honrar, respetar, adorar, pero que no puedo ni dominar ni aprovechar, porque ante ella me resigno y abdico. La sociedad está fundada sobre mi resignación, mi abnegación, mi cobardía, que llaman humildad. Mi humildad hace su grandeza, mi sumisión su soberanía.

Pero, con respecto a la libertad, no hay diferencia esencial entre el Estado y la asociación. Lo mismo que el Estado no es compatible con una libertad ilimitada, la asociación no puede nacer y subsistir si no restringe algunas formas de libertad. No se puede en parte alguna evitar cierta limitación de la libertad, porque es imposible liberarse de todo: no se puede volar como un pájaro, puesto que no es posible desembarazarse del propio peso; no puede uno vivir a su agrado bajo el agua como un pez, por que se tiene la necesidad de aire, es ésa una necesidad de la que no cabe liberarse y así sucesivamente. La religión, y en particular el cristianismo, ha torturado al hombre exigiéndole que realice lo antinatural, y ese impulso religioso extravagante llegó a elevar a rango de ideal la libertad en sí, la libertad absoluta, lo que era ostentar en plena luz el absurdo de los votos imposibles.

Con todo, la asociación proporciona mayor libertad y podrá considerarse como una nueva libertad; uno escapa, en efecto, a la violencia inseparable de la vida en el Estado o la sociedad; sin embargo, las restricciones a la libertad y los obstáculos a la voluntad no faltarán. Porque el objeto de la asociación no es precisamente la libertad, que sacrifica a la individualidad, sino esta individualidad misma. Relativamente a ésta, la diferencia es grande entre el Estado y la asociación. El Estado es el enemigo, el asesino de la individualidad; la asociación es su hija y su auxiliar; el primero es un Espíritu, que quiere ser adorado como Espíritu y como verdad, la segunda es mi obra, ha nacido de Mí. El Estado es el señor de mi Espíritu, quiere que crea en él y me impone un credo, el credo de la legalidad. Él ejerce sobre Mí una influencia moral, reina sobre mi Espíritu, prescribe mi Yo para sustituirse a él como mi verdadero Yo. En suma, es el verdadero hombre, el Espíritu, el fantasma. La asociación, al contrario, es mi obra, mi criatura: no es sagrada ni es una potencia espiritual superior a mi Espíritu.

Yo no quiero ser esclavo de mis máximas, sino exponerlas constantemente a mi crítica, sin ninguna garantía. Yo no les concedo ningún derecho de ciudadanía en Mí; pero pretendo menos aún comprometer mi porvenir en la asociación y venderle mi alma, como se dice cuando se trata del diablo y como realmente es el caso cuando se trata del Estado o de una autoridad espiritual. Yo soy y sigo siendo para mí más que el Estado, más que la Iglesia, Dios, etc., y por consiguiente, también infinitamente más que la asociación.

La sociedad que el comunismo quiere fundar parece, a primera vista, acercarse en extremo a la asociación tal como yo la entiendo. El objeto que se propone es el bien de todos, y cuando se dice de todos, debe entenderse -Weitling no se cansa de repetirlo- de absolutamente todos, de todos sin excepción. Pero ¿cuál será ese bien? ¿Hay un solo y mismo bien con una sola y misma cosa? Si así es, se trata del verdadero bien. Y henos aquí precisamente en el punto en que comienza la tiranía de la religión. El cristianismo dice: No os detengáis en las vanidades de este mundo, buscad vuestro verdadero bien: haceos piadosos cristianos. Ser cristiano, he ahí el verdadero bien. Es el verdadero bien de todos, porque es el bien del Hombre como tal (del fantasma). Pero el bien de todos, ¿es, necesariamente, mi bien y tu bien? Pero si Yo y Tú no consideramos este bien como el nuestro, ¿tratarán de proporcionarnos el bien que nosotros queremos? Por el contrario, si Tú prefieres las delicias de la pereza, el goce sin trabajo, la sociedad, que vela por el bien de todos, decretando que el bien verdadero es éste o aquél, por ejemplo, el goce adquirido honradamente con el trabajo, se guardará de ofrecerte lo que Tú consideras tu bien. El comunismo, que se hace el campeón del bien de todos los hombres, aniquila precisamente el bienestar de los que han vivido hasta el presente de sus rentas y que probablemente se encuentran mejor con eso que con las horas de trabajo estrictamente reguladas que les promete Weitling.

El mismo Weitling afirma que el bienestar de algunos millares de hombres no puede ponerse en parangón con el bienestar de varios millones y exhorta a los primeros a renunciar a sus ventajas particulares por el amor del bien general. No, no exijáis de las gentes que sacrifiquen la menor parte de lo que tienen a la comunidad; ésa es una manera cristiana de presentar las cosas con la cual no llegáis a nada. Exhortadlos, al contrario, a no dejarse arrancar por nadie lo que tienen, comprometedIos a asegurarse su posesión de modo que sea duradera; os comprenderán mucho mejor. Ellos llegarán por sí mismos a decirse que el mejor medio de cuidar su bien es aliarse con otros, con ese objetivo; es decir: sacrificar una parte de su libertad, no en el interés de todos, sino de su propio interés. ¿Cómo se puede estar todavía tentado de apelar al espíritu de sacrificio y al amor desinteresado de los hombres? Demasiado se sabe que esos bellos sentimientos no han producido, después de una gestación de varios millares de años, más que la presente miseria. ¿Por qué obstinarse todavía en aguardar de la abnegación la venida de mejores tiempos? ¿Por qué no poner más bien su esperanza en la usurpación? No es ya de los mansos y de los misericordiosos, no es ya de los que dan y de los que aman de quienes vendrá la salvación, sino únicamente de los que tomen, que se apropien y que sepan decir: esto es para Mí. El comunismo, y consciente o inconsciente, el humanismo que escarnece el egoísmo, sigue contando todavía con el amor.

Cuando la comunidad ha llegado a ser una necesidad para el hombre, cuando él siente que le ayuda a realizar sus designios, no tarda, tomando rango de principio, en imponerle sus leyes, las leyes de la sociedad. El principio de los hombres llega así a reinar soberanamente sobre ellos; viene a ser su ser supremo, su Dios, y como tal, su legislador. El comunismo lleva este principio hasta sus más rigurosas consecuencias, y el cristianismo es la religión de la sociedad; porque, como Feuerbach lo dice exactamente, aunque su pensamiento no sea justo, el amor es la esencia del Hombre; es decir, la esencia de la sociedad o del Hombre social (comunista). Toda religión es un culto de la sociedad, del principio que rige al hombre social (al hombre cultivado); así, ningún dios es nunca el Dios exclusivo de un Yo; un dios siempre es el Dios de una sociedad o de una comunidad, de una familia (lares, penates), de un pueblo (dioses nacionales) o de todos los hombres. (Él es el padre de todos los hombres.)

No se espere llegar a destruir de arriba abajo la religión, mientras no se haya deshechado previamente la sociedad y todo lo que implica su principio. Precisamente el comunismo trata de culminar ese principio, puesto que todo debe ser común a fin de que reine la igualdad. Una vez conquistada esta igualdad, la libertad no faltará tampoco, pero ¿la libertad de quién? ¡De la Sociedad! La sociedad entonces es el gran Pan, y los hombres no existen más que los unos para los otros. ¡Es la apoteosis del Estado amoroso!

Pero Yo prefiero recurrir al egoísmo de los hombres que a sus servicios de amor, a su misericordia, a su caridad, etc. El egoísmo exige la reciprocidad (Tú a Mí, como Yo a Ti); él no hace nada por nada y si ofrece sus servicios es para que los compren. Pero el servicio del amor, ¿cómo procurármelo? El azar hará que yo trate justamente con un buen corazón. Y yo no puedo mover la caridad sino mendigando sus servicios, ya por mi exterior miserable, ya por mi angustia, mi miseria, mi sufrimiento. -¿Y qué puedo Yo ofrecerle a cambio de su asistencia? ¡Nada! Preciso es que Yo la reciba como un regalo. El amor no se paga, o, digámoslo mejor, el amor puede, sí, pagarse, pero sólo en amor (un servicio vale otro). ¡Qué miseria, qué mendicidad recibir de año en año, sin volver nunca nada a cambio, los dones que nos hace, por ejemplo, el pobre trabajador! Quien recibe de esta suerte, ¿qué puede hacer por el otro a cambio de esos céntimos cuya acumulación forma, sin embargo, toda su fortuna? El trabajador tendría más goces si el que engorda con sus laboriosos beneficios no existiera, ni sus leyes, ni sus instituciones que él paga además. ¡Y a pesar de todo, el pobre diablo ama todavía a su señor!

No, la comunidad como objetivo de la historia, hasta el presente es imposible. Deshagámonos cuanto antes de toda ilusión hipócrita acerca de ello, y reconozcamos que si como Hombres somos iguales, iguales no lo somos, puesto que no somos Hombres. No somos iguales, sino en el pensamiento; lo que hay de igual en Nosotros, es en el Nosotros como pensamiento, y no como somos en realidad y en persona. Yo soy Yo y Tú eres Yo, pero Yo no soy ese Yo pensado; no es por él por lo que todos somos iguales, porque él no es más que mi pensamiento. Yo soy Hombre y Tú eres Hombre, pero Hombre no es más que una idea, una generalidad abstracta. Ni Yo ni Tú podemos ser expresados; somos indecibles, porque solo las ideas pueden ser expresadas y fijarse en una palabra. Dejemos, pues, de aspirar a la comunidad; aspiremos más bien las miras a la particularidad. No busquemos la colectividad más amplia, la sociedad humana, no busquemos en los demás más que medios y órganos que poner en acción con nuestra propiedad. En el árbol y en el animal no vemos a nuestros semejantes, y la hipótesis, según la cual los demás serían nuestros semejantes, resulta de una hipocresía. Nadie es mi semejante, pero, semejante a todos los demás seres, el hombre es para Mí una propiedad, En vano se me dice que Yo debo ser hombre con el prójimo (Bruno Bauer, La cuestión judía) y que debo respetar a mi prójimo. Nadie es para Mí un objeto de respeto; mi prójimo, como todos los demás seres, es un objeto por el cual tengo o no tengo simpatía, un objeto que me interesa o que no me interesa, que puedo o no utilizar.

Si puede serme útil, consiento en entenderme con él, en asociarme con él para que ese acuerdo aumente mi fuerza, para que nuestras potencias reunidas produzcan más de lo que una de ellas podría hacerlo aisladamente. Pero Yo no veo en esa unión nada más que la multiplicación de mi fuerza, y no la conservo sino en tanto que es mi fuerza multiplicada. En ese sentido es una asociación.

La asociación no se mantiene por un lazo natural, ni por un lazo espiritual; no es ni una sociedad natural ni una sociedad moral. No es ni la unidad de la sangre, ni la unidad de la creencia (es decir, de Espíritu) lo que la engendra. En una unión natural -como una familia, una tribu, una nación o hasta la humanidad- Ios individuos no tienen más que el valor de ejemplar de un mismo género o especie; es decir, en una sociedad moral, como una comunidad religiosa o una iglesia, el individuo no representa más que un miembro animado del Espíritu común; en uno como en otro caso, lo que Tú eres como Único debe pasar a segundo término y borrarse. No es más que en la asociación donde Vuestra unicidad puede afirmarse, porque la asociación no os posee, pero Vosotros la poseéis y os servís de ella.

En la asociación y sólo en la asociación, la propiedad toma su verdadero valor y es realmente propiedad, puesto que en ella, yo no debo a nadie lo que es Mío. Los comunistas no hacen más que proseguir consecuentemente un estado de cosas que dura desde que comenzó la evolución religiosa y la del Estado, es decir, la falta de propiedad, el feudalismo. El Estado se esfuerza en disciplinar los apetitos; en otros términos, trata de dirigirlos exclusivamente a sí y satisfacerlos con lo que sólo él puede ofrecer. El Estado no puede saciar un apetito por la voluntad del apetito mismo; él deshonra con el nombre de egoísta al que manifiesta deseos desarreglados, y el hombre egoísta es su enemigo. Lo es, porque el Estado, incapaz de comprender al egoísta, no puede entenderse con él. Como el Estado (y no podría ser de otro modo) no se ocupa más que de sí mismo, no se informa de mis necesidades y no se preocupa de mí más que para corromperme y falsearme, es decir, para hacer de Mí otro Yo, un buen ciudadano. El Estado utiliza una serie de medidas para mejorar las costumbres. ¿Y con qué medio se atrae a los individuos? A través de sí mismo, es decir, de lo que es del Estado, de la propiedad del Estado. Se ocupa sin descanso en hacer participar a todo el mundo de sus bienes, en hacer aprovecharse a todo el mundo de las ventajas de la instrucción; os pone en condiciones de llegar por las vías de la industria a la propiedad, es decir, a la enfeudación. Señor generoso, no exige de Vosotros, a cambio de esa investidura, más que el legítimo homenaje de un reconocimiento perpetuo.

En la asociación, Tú tienes todo tu poder, toda tu riqueza, y te haces valer en ella. En la sociedad, Tú y tu actividad sois utilizados. En la primera, Tú vives como egoísta; en la segunda vives como Hombre, es decir, religiosamente; trabajas en la viña del Señor. Tú debes a la sociedad todo lo que tienes, estás obligado a ella y eres atormentado por deberes sociales; en la asociación, no eres deudor de nada, ella te sirve y Tú la abandonas sin escrúpulos cuando no te ofrece ya ventajas.

Si la sociedad es más que Tú, la harás pasar delante de ti y te harás su servidor; la asociación es tu instrumento, tu arma; ella agudiza y multiplica tu fuerza natural. La asociación no existe más que para ti y por ti; la sociedad, por el contrario, te reclama como su bien y puede existir sin ti: la sociedad se sirve de ti y Tú te sirves de la asociación.

Probablemente se objetará que el acuerdo que hemos concluido puede hacerse molesto y limitar nuestra libertad; se dirá que, en definitiva, también convenimos a que cada uno tenga que sacrificar una parte de su libertad en interés de la comunidad. Pero no es, en modo alguno, a la comunidad a quien se hará ese sacrificio, lo mismo que no es por amor a la comunidad o a cualquier otro por lo que Yo me he contratado; si me asocio es por mi propio interés, y si sacrificara alguna cosa sería también en interés mío, por puro egoísmo. Por otra parte, en materia de sacrificio no renuncio más que a lo que escapa a mi poder; es decir, no sacrifico absolutamente nada.

Volviendo a la propiedad, el señor es el propietario. Y ahora escoge: ¿quieres ser el señor o quieres que la sociedad sea señora? ¡De ello dependerá que Tú seas un propietario o un indigente! El egoísmo hace al propietario, la sociedad hace al indigente. Indigencia o ausencia de propiedad, tal es el sentido del feudalismo, del régimen de vasallaje, que, desde el pasado siglo no ha hecho más que cambiar de señor, poniendo al Hombre en lugar de Dios y haciendo un feudo del Hombre.

Hemos mostrado anteriormente que la indigencia del comunismo es llevada, por el principio humanitario, a la indigencia absoluta, a la más indigente de las indigencias; pero hemos mostrado también que sólo por esta vía la indigencia puede conducir a la individualidad. El antiguo régimen feudal ha sido tan completamente aniquilado por la Revolución, que toda reacción, por habilidad que despliegue en galvanizar el cadáver del pasado, está en adelante condenada a abortar miserablemente, porque lo que está muerto, muerto está. Pero en la historia del cristianismo, la resurrección también debía mostrarse como una verdad; así lo ha hecho en un mundo nuevo, el feudalismo ha resucitado con un cuerpo transfigurado: feudalismo nuevo bajo la alta soberanía del Hombre.

El cristianismo no ha sido aniquilado, y sus fieles tenían razón en confiar en los asaltos que han sufrido hasta el presente, no viendo en ellos más que tentativas de purificarlo y fortalecerlo. En realidad, el cristianismo no ha hecho sino transfigurarse, y el cristianismo descubierto es el humano. Vivimos todavía en plena era cristiana, y quienes más se irritan por ello son precisamente los que más contribuyen a conservarlo. Cuanto más humano es el feudalismo, más nos agrada: no reconocemos ya el carácter del feudalismo en lo que, llenos de confianza, tomamos por nuestra propiedad; y creemos haber encontrado lo que es nuestro cuando descubrimos lo que pertenece al Hombre.

Si el liberalismo quiere darme lo que es mío, no es porque vea en ello lo mío, sino lo humano. ¡Como si, bajo ese disfraz, me fuera posible alcanzarlo! Los derechos del Hombre mismos, ese producto tan elogiado de la Revolución, deben entenderse en este sentido: el Hombre que está en Mí me da derecho a tal y cual cosa: en cuanto individuo, es decir, tal como soy, no tengo ningún derecho; los derechos son el patrimonio del Hombre, y él es quien me autoriza y me justifica. Como Hombre, puedo tener un derecho, pero Yo soy más que Hombre, Yo soy un hombre particular, y este derecho puede serme negado a Mí, el particular. ( ...)

Revolución e insurrección no son sinónimos. La primera consiste en una transformación del orden establecido, del status del Estado o de la Sociedad; no tiene, pues, más que un alcance político o social. La segunda conduce inevitablemente a la transformación de las instituciones establecidas. Pero no parte de este propósito, sino del descontento de los hombres. No es un motín, sino el alzamiento de los individuos, una sublevación que prescinde de las instituciones que pueda engendrar. La revolución tiende a organizaciones nuevas, la insurrección conduce a no dejarnos organizar, sino a organizarnos por nosotros mismos, y no cifra sus esperanzas en las organizaciones futuras. Es una lucha contra lo que está establecido en el sentido de que, cuando triunfa, lo establecido se derrumba por sí solo. Es mi esfuerzo para desprenderme del presente que me oprime; y en cuanto lo he abandonado, ese presente ha muerto y, naturalmente, se descompone.

En suma, no siendo mi objetivo derribar lo que es, sino elevarme por encima de ello, mis intenciones y mis actos no tienen nada de político, ni de social; no teniendo otro objetivo que Yo y mi individualidad, son egoístas.

La revolución ordena organizarse; la insurrección reivindica la sublevación o el levantamiento.

La elección de una constitución, tal era el problema que preocupaba a los cerebros revolucionarios; toda la historia política de la Revolución está llena de luchas y cuestiones constitucionales; igualmente, los genios del socialismo se han mostrado asombrosamente fecundos en instituciones sociales (falansterios, etc.). Por la insurrección ansía liberarse de toda constitución. ( ...)

¿A qué tienden mis relaciones con el mundo? Yo quiero gozar de él; para eso es preciso que sea mi propiedad, y quiero, pues, conquistarlo. Yo no quiero la libertad de los hombres, no quiero la igualdad de los hombres, no quiero más que mi poder sobre los hombres, que sean mi propiedad, gozarlos. Y si ellos se oponen a esto, ¿qué hacer? El derecho de vida y muerte que se han reservado la Iglesia y el Estado, también me pertenece.

Estigmatizad a la viuda de oficial que, durante la retirada de Rusia, habiendo perdido una pierna por bala de cañón, se quitó su liga, estranguló con ella a su hijito, y luego se desangró al lado del cadáver. ¡Quién sabe los servicios que hubiera prestado este niño al mundo de haber vivido! ¡Y la madre lo mató, porque quería morir contenta y tranquila! Esa historia conmueve quizá todavía nuestro sentimentalismo, pero no sabéis sacar de ella nada más. Sea. En cuanto a mí, quiero mostrar con ese ejemplo que es mi satisfacción la que decide mis relaciones con los hombres, y que no hay acceso de humildad que no pueda hacerme renunciar al poder de vida y de muerte.

En cuanto a los deberes sociales en general, no corresponde a un tercero fijar mi posición frente a los demás, no es, por consiguiente, ni Dios, ni la Humanidad, quienes pueden determinar las relaciones entre mí y los hombres; soy Yo el que tomo posición. Eso equivale a decir más claramente: Yo no tengo deberes con los demás, como no tengo deberes conmigo (por ejemplo, el deber de la conservación, opuesto al suicidio), a menos que me distinga Yo mismo (mi alma inmortal de mi existencia terrestre, etc.).

Yo no me humillo ya ante ningún poder. Yo reconozco que cualquier poder no es más que el Mío, y que debo abatirlo en cuanto amenace oponerse a Mí, o hacerse superior a Mí. Todo poder no puede ser considerado sino como uno de mis medios para llegar a sus fines. A todos los poderes que fueron mis señores, los rebajo, pues, al papel de mis servidores. Los ídolos no existen más que por Mí; basta que deje de crearlos, para que desaparezcan: no hay poderes superiores, sino porque yo los elevo y me pongo debajo de ellos.

He aquí, pues, en qué consisten mis relaciones con el mundo. Yo no hago ya nada por él, por el amor de Dios, no hago ya nada por el amor del Hombre, sino por mi amor propio. Así, tan sólo el mundo puede satisfacerme, mientras quienes lo consideran desde el punto de vista religioso (con el cual, notadlo bien, confundo el punto de vista moral y humano), el mundo sigue siendo un piadoso deseo (pium desiderium), es decir, un más allá, un inaccesible. Tales son la felicidad universal, el mundo moral, en que reinarían el amor universal, la paz eterna, la extinción del egoísmo, etc. ¡Nada en este mundo es perfecto! A estas tristes palabras, los buenos se apartan de él y se refugian junto a él en el oratorio, o en el orgulloso santuario de su conciencia. Pero nosotros permanecemos en este mundo imperfecto: tal como es, sabemos utilizarlo para nuestro disfrute.

Mis relaciones con el mundo consisten en que yo disfruto de él y lo utilizo para mi goce. Mis relaciones son mi disfrute del mundo que pertenece a mi autodisfrute.