Obras Completas de Eusebio Blasco
Tomo XI, Malas Costumbres
(Apuntes de mi tiempo).
Drama realista

Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.


DRAMA REALISTA


Pudiera escribirse, pero no agradaría. Aunque eso que hemos dado en llamar realismo en el teatro (y que, a semejanza del federalismo en la política, nadie ha definido bien todavía) disculpe ciertas monstruosidades, que antes no eran admirables sobre la escena, este drama no sería aplaudido....»

Así hablábamos hace años en un círculo de literatos.

Y uno de ellos que acababa de llegar, preguntaba:

— Pero ¿qué drama es ese tan terrible?

— Es un drama ultra-tumba.

— Ahora lo entiendo menos.

— Lo contaré de nuevo.

— Oigamos:


II

Érase un matrimonio modelo. La mujer, buena, bonita y barata; quiero decir, una mujer de esas que convierten las pesetas en duros. No llegaba a tres mil reales el ingreso mensual de aquella feliz pareja; él era empleado de vuelo bajo porque no había llegado a la categoría de alto funcionario. Veinticuatro mil reales y la amistad de los jefes. Ella tenía una pensioncita, que le dejó su padre al morir, de seis mil y pico de reales, pagaderos por trimestres.

Pero esto, que hubiera sido bastante para vivir, como suele decirse, no podía serlo para hacer lo que se llama también vulgarmente cierto género de vida, es decir, para ir de cuando en cuando al teatro Real, alguna noche a casa de la Duquesa de ***, alguna otra a la reunión literaria de los Sres. de X., y algunas más al gran baile de éste, a la boda del otro y a la comida semanal del de más allá.

Y sin embargo, lo era.

Aurora (la mujer se llamaba Aurora) tenía dos ó tres vestidos, que trasíormaba maravillosamente según lo exigían las circunstancias. Ya le ponía lazos negros al vestido blanco, ya adornos blancos al vestido negro, ya convertía en cuerpo lo que había sido otra cosa; en una palabra, Aurora era mañosa, como dicen ellas.

Y Andrés (que así se llamaba él) admiraba a su mujer, que a veces se pasaba todo el día preparando su traje de la noche; y ello es que el traje resultaba siempre de moda, y las amigas lo celebraban como tal y preguntaban quién lo había hecho. Aurora se permitía una mentirilla venial, y aseguraba que se lo habían traído de París.

Andrés se consideraba feliz, por tres razones.

Primera, porque estaba enamorado de su mujer.

Segunda, porque, siendo ella como era, podían ir juntos al mundo, y a Andrés le gustaba el mundo.

Tercera, porque era un hombre confiado.

La confianza en el matrimonio es una garantía de felicidad tan segura como la firma de Rostchild en un pagaré.

Creer siempre, creerlo todo, tener la seguridad de que todo cuanto dice la mujer propia es cierto, dicha completa es que nada puede turbar, porque la fe es ciega.

Aurora era bella, tenía siempre alrededor una docena de admiradores de su hermosura y de su talento; Andrés jugaba al tresillo, lejos del salón, y se retiraba a su casa con su mujercita, sin ocurrírsele preguntarle nunca: «¿Qué te han dicho?»

Y hacía bien Andrés en ser así. Aurora no había dado que hablar, que es otra frase al uso. No se le conocían preferidos; brillaba, pero no daba fuego.


III

Un verano fueron a París. Andrés había acertado a la lotería diez mil reales, y se propuso gastárselos en quince ó veinte días en la capital del mundo. Aurora podría ver aquel pueblo sin igual, y cuando volvieran y sus amigos les preguntaran dónde habían estado, podrían responder: «Hemos estado en París.»

Y esta es una gran contestación para un matrimonio que alterna con el todo Madrid de que hablan los revisteros.

Fueron, pues, a París. Aurora lo admiró todo, lo celebró todo.... y ¡cosa rara! en una población donde todo entra por los ojos y en la cual las mujeres harían milagros por comprar cuanto ven, la esposa de Andrés no apetecía nada.

— No soy caprichosa,— le dijo a su marido; — ya sabes que me complazco en engañar al mundo y de este modo podemos entretener nuestra modesta posición. Lo único que he comprado esta mañana mientras dormías ha sido....

Y al decir esto, sacó del bolsillo tres estuches, que abrió delante de su marido.

Andrés no pudo contener un grito de asombro. ¡Eran brillantes! Un par de pendientes magníficos, un alfiler de pecho, un adorno para la cabeza....

¡Y todo aquello había costado cuatro mil reales!

La plaza de Palais-Royal está llena de esas tiendas en donde se vende el lujo falsificado. Napoleón III mandó una vez que en esos establecimientos se advirtiera por medio de carteles al público que los brillantes eran falsos, porque la imitación había llegado a un grado de perfección incomparable.

Aurora se proponía presentarse en Madrid deslumbradora, y lo consiguió; porque en el primer baile del invierno siguiente, con un vestido cuyo coste no excedía de tres mil reales, y aquellas piedras falsas, Aurora hizo un efecto extraordinario.


IV

Y.... realmente, de estas mujeres hay pocas. Son todas gastosas por instinto, y en cierta clase social, por necesidad. El mundo exige gastos inevitables, y aquel que no sepa sortear estos gastos se arruina.

Así hablaba Aurora, y tenía razón, y lo probaba.

Por ejemplo, una semana en que su marido echaba la cuenta délo que habían de gastar, ella le dijo:

El lunes, al teatro Real; butacas gratis, porque tú se las puedes pedir al Empresario ó al Director de cualquier periódico.

El martes, a la Embajada. Yo iré con las de López y me llevarán en coche. Tú irás a buscarme allá y ahorramos el gasto de un carruaje. Mi vestido negro con encajes blancos no lo recuerda ya nadie, y lo he vuelto del revés.

El miércoles, gran baile en casa del Duque de***. Me pondré mi vestido bueno, el único descotado, y mis brillantes famosos, y he de estar como la más rica.

El jueves

Y así sucesivamente Aurora iba calculando equipos y gastos, y con electo, resultaba una economía que nadie echaba de ver cuando se encontraba en un salón a este matrimonio dichoso, cuyas rentas nadie sabia; verdad es que nadie se las preguntaba: ventaja inapreciable del mundo bien educado.


V

Quince años vivieron así. Faltóles para su felicidad fruto de bendición, pero en cambio fueron admiración del mundo y envidia de sus ami- gos.

Una noche, al salir del teatro, Aurora se acatarró; no hizo caso, y se puso peor. A los dos días tuvo que hacer cama, y a los diez Andrés era viudo.

Su dolor fué inmenso; ¡una mujer adorada! una mujer joven, hermosa, discreta, amantí sima, económica y virtuosa!

Andrés sintió deseos de suicidarse, pero no llegó a tan triste caso, que tal vez hubiera sido el único en los annales del matrimonio.

La muerte de su mujer le sorprendió en uno de esos días que hay en la historia de todos los matrimonios felices. Sin dinero. Tenía algo, pero no lo bastante para rendir a su adorada compañera el último tributo de cariño en toda regla.

La vanidad llega hasta los umbrales de la muerte. Todo Madrid había ido a preguntar por el estado de la enferma, y todo Madrid iba a asistir al entierro.

Andrés pidió dinero prestado y no se lo dieron, y acudió al recurso vulgar más en uso, porque es el más práctico.

— Toma, querido, le dijo a un amigo de la infancia que no le había abandonado un instante durante la enfermedad de Aurora; toma, lleva a la casa de préstamos de enfrente estas alhajas.

Son falsas, pero falsas y todo, me dieron por ellas tres mil: reales el año pasado en cierto apuro que tuvimos. Corre, y tráeme algún dinero en seguida.

A la media hora estaba de vuelta el amigo exclamando:

— Pero tú ¿de dónde has sacado que tus alhajas no son buenas? ¡Brillantes magníficos, y ahí tienes nueve mil duros que acaban de darme en el Monte de Piedad ahora mismo!