Dos rosas y dos rosales: 02

Dos rosas y dos rosales de José Zorrilla
Historia de la primera Rosa: capítulo I
PRIMERA PARTE. HISTORIA DE LA PRIMERA ROSA.

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I. editar

¡Existe sobre la tierra
Ese amor firme y sincero
Por el cual el mundo entero
En un corazón se encierra?

Acaso no en el gran mundo
Que de vanidades vive,
Y en el cual no se concibe
Ese amor ciego y profundo;

Mas yo sé de corazones
Cuya esencia este amor fué,
Y porque su historia sé
La escribo en estos renglones.

Tendido á los pies de un risco
Y á entrada de un valle fresco,
Que corona pintoresco
Un castillejo morisco,

En territorio andaluz;
Y á la orilla de la mar,
Hay inundado en la luz
Del sol de España un lugar.

Su nombre está ya perdido
En el mapa y en la historia.
¿Para qué pues mi memoria
Le ha de sacar del olvido?

Nada hace á la historia mia
Su nombre ni el del castillo;
Pues pasa en un lugarcillo
De la hermosa Andalucía,

Sin duda debe de ser
A propósito lugar
Para lo que hoy á contar
Voy al curioso lector.

Era, pues, un lugarejo,
Cuyo nombre no hay quien halle,
Sentado á boca de un valle
Y á sombra dé un castillejo.

Ciento cincuenta años há
Que al moro se conquistó:
La raza que le ganó
Del infiel no existe ya.

Diósele el emperador,
De sus servicios en premio,
A un caballero Bohemio,
Famoso batallador,

A quien arruinó un proceso
En Alemania, y que en pos
De Carlos, fiado en Dios
Y en él, vino á su regreso

De aquel país á Castilla:
Donde á fuerza de trabajos
Dando y recibiendo tajos,
Logró al cabo esta haciendilla.

Casóse con una dama,
Tan noble como gazmoña,
Que le trajo de Borgoña
Con poco haber mucha fama;
La cual de su amor en prenda
Le dio un hijo á quien no-vid-,
Pues al dársele murió
Dejándole en él su hacienda.

Al mismo tiempo que el luto
Vistió por la esposa cara,
Pagaba á la muerte avara
Carlos en Yuste tributo;

Y mas que vasallo fiel,
Fanático adorador
Del difunto emperador,
Dio por difuntos con él

La prez y el valor del mundo;
Y en su admiración suprema
Lloró la imperial diadema
Rota en Felipe segundo.

Para él acabó la gloria
Y el honor en Carlos quinto:
Construyóse un laberinto
Con las de él en su memoria,

Y acusando de fatales
A sus tiempos, vivió hundido
En su torre, mantenido
De recuerdos imperiales.

En honra de su señor,
Decidió por buen acuerdo
Ser un viviente recuerdo
Del bizarro emperador.

Dio su nombre á su heredero,
Con la precisa ecsigencia
Que en toda su descendencia
Fuese el nombre del primero;

Y que si el mayor finare,
Aquel que le sucediere
Sucederle no pudiere
Si el de Carlos no tomare.

Conservó toda su vida,
Contra las modas airado,
El gabán acuchillado,
Gorguera y barba crecida;

Ni dejó al sombrero plaza
Su alemana caperuza,
Ni al coleto de gamuza
La milanesa coraza:

Y como Dios le otorgó
Larga exsistencia, su siglo
Por evocado vestiglo
Le tuvo del que pasó.

Idólatra de lo antiguo,
La edad sin tener en cuenta.
Vivió de la escasa renta
De su patrimonio exiguo.

El mismo en la soledad
Educando á su heredero
Hizo de él un caballero
De su ya olvidada edad:

Y este, que es al que los dias
Alcanzan de mi leyenda,
Siguiendo su misma senda
Siguió sus propias manías.

Educado por su padre
En la vanidad tudesca,
De su era caballeresca
No halla hoy cosa que le cuadre.

Nutrido con las historias
Del tiempo en que aquel vivió,
Del suyo desconoció
Las hazañas y las glorias;

De modo que al fenecer,
(Obra de su afán prolijo),
Pudo decirse que en su hijo
Tornaba el padre á nacer.

Todo de la misma suerte
Continuó en el castillejo
Sombrío, sin que del viejo
Se echara de ver la muerte:

Pues su primer sucesor,
El castillo al heredar,
Ni un clavo en él alterar
Tomó por punto de honor.

Y salva la diferencia
Que entrambos la edad ponia,
Que duraba parecia
Del buen viejo la presencia.

Porque de él copia leal
En su persona y su traje,
Guardó el hijo su equipaje
A la manera imperial.

Rapado á lo Carlos quinto,
Luenga la barba conserva,
Como sus patios la yerba
Conservan en su recinto:

Y así como no trocara
Por el del rey su linaje,
Ni mudó nunca de traje,
Ni desembarbó su cara.

Una boda desigual,
No en nobleza ni en fortuna
Sino en edad, oportuna
Le acrecentó su caudal.

Una condesa que, viuda,
Con sus timbres campanudos
Y medio millón de escudos
Sus ocho lustros escuda,

Se unió á él en matrimonio,
Y á la vanidad, tudesca
Su vanidad quijotesca
Allegó y su patrimonio;

Y atados con el torzal
De iguales genios y gustos,
Vivieron como dos bustos
En un mismo pedestal.

Mas probando su largueza
Una de esas bizarrías
En que dá todos los dias
La rica naturaleza,

Hizo, mostrando el poder
De sus caprichos estraños,
Que al conde al fin de dos anos
Diera un hijo su muger;

Y no queriendo dejar
Su obra incompleta, le dió
Un hijo que no dejó
Nada en sí que desear:

Pues robusto, hermoso y sano,
Se desarrolló con brío
Aquel capullo tardío
Del amor del castellano.

No hay placer cabal empero
En la tierra: la condesa
Descendió á poco á la huesa:
Y quedando el caballero

Solo otra vez y sumido
En soledad y dolor,
Concentró todo su amor
En su vástago florido.

Criarle pensó en su casa
Como á él su padre: mas es
Locura intentar los piés
Atar al tiempo que pasa.

Don Carlos mientras fué niño
Sus viejos gustos siguió,
Porque al suyo no dejó
Brotar el filial cariño;

Mas cuando llegó á ser mozo,
Comprendió que la clausura
De aquella vivienda, os,cura
Semejaba un calabozo;

Y entendió cuan temerario
Fuera aquel que en la corriente
Permanecer de un torrente
Pretendiera estacionario.

Declaró al anciano adusto
Que era imposible seguir
En tal modo de vivir
Contra su tiempo y su gusto.

Resistió el viejo, insistió
El mozo, y fué no sin pena
Alargando su cadena
Hasta que al fin la rompió.

Pajarillo que del nido
Por primera vez se lanza,
Ver ansiando hasta dó alcanza
Por sus alas sostenido,

Bajó al valle, vio sus flores,
Y encontrándolas tan bellas,
Comenzó á saltar entre ellas
Respirando sus olores;

Y haciendo atrevido alarde
De su vuelo aun inesperto,
En los rosales de un huerto
Entretenido una tarde

Picando sin precaución
Una rosa campesina,
La rosa con una espina
Le picó en el corazón.

Quedósele en él metida:
Y, aunque la quiso ocultar,
Empezándose á enconar,
Dio su padre con la herida,

Quien queriendo su dolencia
Atajar con prontitud,
Ensayó en él la virtud
Del bálsamo de la ausencia.

Le envió á Nápoles de un vuelo,
Y allí del virey al mando
Le defiende contra el bando
Del pescador Masanniello.

Su padre se hace sin él,
Roido por el dolor,
Tan tosco y agrio de humor
Como si bebiera hiél:

Y del peñón en la cresta
Su vieja torre morando,
Asoma de cuando en cuando
Su catadura indigesta.

Dejémosle en ella pues,
Y abandonando el castillo,
Bajemos al lugarcillo
Que está tendido á sus piés.