Dos retratos
de Pedro Antonio de Alarcón


«Yo fui, señor -dijo Borja-, gran pecador desde mi niñez,
y di muy mal ejemplo al mundo con mi vida.»
(FR. PRUDENCIO DE SANDOVAL.)


Distante pocas horas de Plasencia alzábase entre feraces campos y frondosísimo huerto, allá por los años de Cristo de 1557, un magnífico monasterio de solitarios de San Jerónimo.

Era una de esas benditas mañanas en que la transparencia del cielo descubre infinitos horizontes a la limitada vista de los mortales, mientras que la elasticidad del aire embalsamado y tibio permite oír mejor los augustos rumores de la soledad: una de esas mañanas, tranquilas como sosegada laguna, en que el ayer se ve claro al través de las brumas de lo presente, y profundiza la memoria en el cenagoso fondo de la conciencia, teatro, ya desierto, de las alegrías pasadas; una de esas mañanas en que lloran los viejos, no sé si de tristeza porque recuerdan la mañana de su vida, o de júbilo y amor a Dios al ver que aún viven en mundo tan hermoso; mañanas en que sienten más los pechos enamorados, y creen más los corazones fieles al Altísimo, y lloran insensiblemente los tristes y desamados, y se encuentran más solos los huérfanos y los peregrinos; mañanas en que el corazón del hombre se dilata al par del Cielo y de la Tierra, y vienen al alma más vivos y melancólicos que nunca los recuerdos de los seres queridos que nos arrebató la muerte...

Tal fue aquella mañana, pasada hace ya tres siglos.

A eso de las once brillaba el sol tan alegremente sobre los muros del convento, piaban los gorriones con tan completa tranquilidad, era tan dulce el susurro del agua, parecía, en fin, tan dichoso todo lo criado, que nadie hubiera podido ver aquellos lugares sin envidiar la existencia pacífica de los padres jerónimos, y sentir vagos deseos de abandonar para siempre las cosas del mundo, tan agitadas y revueltas en aquel entonces...

Tales debían de ser los pensamientos de dos personajes que, asomados a una ventana de la fachada meridional del edificio, llevaban media hora de no hablar palabra, sumidos como estaban en la contemplación de aquella apacible y deliciosa soledad.

Ninguno de estos dos personajes vestía el hábito de la Orden jerónima. Uno de ellos llevaba el traje negro talar que aún usan nuestros sacerdotes, y el otro una humilde ropilla negra, sin espuela, armas, ni ningún distintivo que pudiera dar a conocer su condición en el mundo.

El eclesiástico tenía cuarenta y seis años, pero aparentaba muchos más. Su cabeza, aristocrática y hermosa, parecía pulimentada por el dolor, la reflexión y el estudio; érase una cabeza amarilla, medio calva y medio cana, surcada de arrugas y cruzada por hinchadas venas, prominentes, que indicaban fortaleza y resolución, viniendo a ser, para quien conociera la vida de aquel hombre, las tirantes bridas con que una voluntad de hierro tenía a raya sus pasiones.

El seglar era, a los cincuenta y seis años de edad, un hombre decrépito, pero no un anciano. Su elevada estatura se encorvaba ya hacia la tierra, tanto por un ligero vicio de conformación, como agobiada por largos días de rudos trabajos: conocíase a primera vista que sobre aquellos robustos hombros había pesado un mundo de trabajos, así como sobre la frente del otro un mundo de pensamientos. Aquel caballero de tan humilde apariencia tenía la mirada dura y fija, peculiar de las águilas y de ciertas razas identificadas con la superioridad por la costumbre de ejercerla. Su barba gris, de corte cuadrado, ocultaba una boca sin dientes, hundida por esta causa y por la rara configuración de las mandíbulas; su cabeza, en fin, algo calva, y pelada además a punta de tijera, más parecía germánica que española, a juzgar por la forma de los pómulos y de la frente.

Hemos dicho que estos dos personajes llevaban media hora de silencio y meditación en la ventana del convento.

El de la ropilla negra seguía con los ojos a un águila que había recorrido todo el horizonte, dominado todas las alturas e invadido más de una vez regiones del aire en que apenas la alcanzaba la vista. Cuando la reina de las aves hubo al fin tramontado la última cumbre y desaparecido hacia otro horizonte, el que la había estado observando dio un suspiro, como quien termina alguna penosa tarea, y dijo a su compañero:

-Creo, hermano Francisco, que moriré pronto...

-Señor... -murmuró el clérigo estremeciéndose.

-¡No hay más Señor que el del Cielo y Tierra! -exclamó el de la barba gris-. ¡Llámame hermano! ¡Ay! -continuó, sin dar tiempo a que el otro le replicara-. ¡Cuán pequeño me vi el día que abandoné el mundo de los hombres! ¿Te acuerdas de 1542?

-¡Me acuerdo! -respondió el padre Francisco.

-Estábamos en Monzón, y marchábamos al socorro de Perpignan. ¡Hace quince años! Tú y yo, vestidos de hierro y oro, llenos de juventud y energía, soñábamos con la gloria de la Tierra... Mi nombre atronaba el Universo. Mi fama había salvado todas las cumbres, como ese águila que acaba de desaparecer por el Mediodía... Pero ¡ay!, nunca se remontó hacia el cielo tanto como ella...

-¡Oh, Carlos! ¡Qué grande sois en este momento a los ojos de la Eterna Sabiduría!

Carlos sonrió melancólicamente, y dijo:

-¡Nadie más que tú sabrá en el mundo las verdaderas causas de mi reclusión! Mentirá la Historia una vez más, y yo volveré a ser polvo como aquella que me dejó para siempre... ¿Te acuerdas de Isabel? ¿Habrá existido mujer más hermosa que la emperatriz?

Francisco palideció al escuchar este nombre.

Entretanto, Carlos murmuraba ya otros en el fondo de su corazón.

-Era el Viernes Santo... -prosiguió luego incoherentemente, como si hablara solo-. Había yo vuelto victorioso de Italia y acababa de perder a Argel. Paseábame por una calle de cipreses del monasterio de la Mejorada... ¡Yo creo que Dios se me apareció aquel día, como a San Pablo, gritándome: Carole! Carole! Quid me persequeris? Ayuné hasta la noche, y lloré... Cuando volví a mi alojamiento aún pesaba la mano de Dios sobre mi corazón, que desde entonces late ya resignado y tranquilo. ¡Había formado la resolución de retirarme a un convento!

En este instante dieron las doce en cinco relojes que había en la celda. Todos los bronces sonaron a un tiempo con asombrosa precisión.

No obstante, Carlos se impacientó mucho al mirar las muestras.

-¡Nunca -dijo- las pondré en perfecto acuerdo! ¡Lo mismo acontece con los hombres! Sentémonos, Francisco, y dime el objeto de tu visita. Hablemos ante todo de ti... ¿De dónde vienes?

-De Roma.

-¿Qué te ha dicho el Padre Santo?

-He vuelto a rehusar el capelo; pero he obtenido de Su Santidad cuanto deseaba en favor de la COMPAÑÍA. ¡Si Dios ayuda a nuestros herederos, habremos logrado lo que vos intentáis inútilmente con vuestros relojes!

-¿Qué habréis logrado, pues?

-¡Poner de acuerdo dos cosas: el Cielo con la Tierra! Loyola será canonizado.

-Y tú también, Francisco.

-Yo no... Yo fui, señor, gran pecador desde mi niñez, y di muy mal ejemplo al mundo con mi vida; y si vengo a vos desde tan lejos, es porque, para acallar los gritos de mi conciencia, necesito que me perdonéis.

Y el clérigo se arrodilló humildemente delante del caballero.

Éste lo alzó, estrechólo en sus brazos y le dijo con dulzura:

-Habla, Francisco: desde el claustro se perdona todo, porque todo es nada. ¡Así me perdone Dios tantos y tantos errores como me hicieron cometer la vanidad mundana y la concupiscencia!

Y los nombres que retumbaban en su corazón llegaron a estremecer sus labios... Pero no los pronunció en voz alta.

Francisco habló de esta manera:

«-Sabéis, señor, la historia de mi desacertada juventud. Primogénito de una de las más ilustres casas de España, y nieto, como vos, de Fernando V el Católico; criado en la corte al lado de vuestra hermana Catalina, como su paje de honor; halagado por la suerte; vencedor en los combates; bien mirado de las damas, mi soberbia creció con los años a tal punto que, cuando apenas tenía uso de razón, a la edad de dieciséis años..., ¡ay, insensato!, había olvidado a Dios.

»La vida de la Tierra se me ofrecía tan agradable y tentadora, que reduje a ella las miras de mi espíritu; mas pronto toqué la vanidad y la amargura de los placeres mundanales, y halléme sin Cielo ni Tierra, solo en el vacío de mis desengaños, joven y robusto como el primer hombre, pero más desgraciado que él, puesto que yo había perdido dos paraísos, el terrenal y el eterno, sin que me quedaran para consuelo el trabajo, la ignorancia, la curiosidad y una compañera del corazón. ¡Ay! Mi tristeza no tenía límites. Mi alma me pedía alimento a grandes gritos, y yo no tenía alimento que darle. El ocio, pues, el hastío, el cansancio, la duda, corroyeron las fibras de mi corazón, que se quedó aislado y huérfano en medio de mi pecho, como una isla desierta en medio de los mares...

»Nacido al amor y a la caridad, sin objeto a que consagrar mi ternura, no bastante desgraciado todavía para conocer que sólo en Dios podía hallar el descanso y la nutrición de mi espíritu, buscaba en vano por la Tierra alguna cosa digna de mi amor, de mi aspecto, de mi fe, de mi religiosidad. ¡Perdonadme, césar! Todo esto lo encontré en vuestra esposa.»

Carlos arrugó la frente.

El jesuita bajó la suya y besó la mano al caballero.

-Continuad, padre -dijo éste con sequedad.

-¡Oh, qué penosa confesión! -exclamó el sacerdote-. Y ¡cómo la necesitaba mi conciencia! Pero tranquilizaos, señor... ¡La emperatriz... nos oye desde el Cielo!

-¡Duque, vete al diablo! -gruñó Carlos V, quien, al sonreírse, dejó ver la oscura cueva de su boca desdentada-. Cuenta..., cuéntame eso, que me parece muy curioso. ¡Conque te enamoraste de mi Haec habet et superat! ¡Bah! ¡Bah! ¡Nos prendimos a un rey de Francia y a un pontífice de Roma! ¡Je!... ¡Je!... ¡Los hombres somos peores que los diablos! Y ¿qué tal don Felipe, nuestro augusto sucesor? ¡Sabrás que soy un vasallo y le dirijo memoriales! ¡Ah! ¡Felipe es todo un hombre... que sabe no querer a su padre, a Carlos V, emperador de dos mundos! ¡Oh! ¡Mi Felipe será un gran rey..., particularmente para vosotros! ¡Yo no me hubiera atrevido a tanto! ¿A ver? ¡La una!... Voy a dar cuerda a mis relojes... -dijo, y se levantó, dejando atónito al jesuita.

Indudablemente el emperador había sentido algo como el aguijón de los celos.

Comprendiólo así el padre Francisco, y para reducir de nuevo a la seriedad a aquella fiera herida, díjole tristemente:

-Hermano Carlos..., he venido por vuestro perdón. ¡Pensad que sois cristiano... y hasta casi monje!

El emperador guardó silencio: arregló los relojes con prolijo cuidado, y tornó a sentarse, grave y majestuoso como si estuviese ante la Dieta.

-Habla -dijo.

San Francisco de Borja (pues así se llama hoy aquel jesuita) habló de la manera siguiente:


«-El día que os casasteis con la infanta de Portugal, estaba yo allí..., en la catedral de Sevilla. No sé si os acordáis.

»Llamasteis, señor, Las tres gracias a aquella inolvidable señora, la princesa más hermosa que ha conocido el mundo... ¿Qué mucho, pues, ¡oh majestad!, que yo la encontrase digna de la adoración que rehusaba a Dios y a sus criaturas?

»Sus hechizos, su virtud, su grandeza y, sobre todo, la idea de que nunca sería para mí ni tan siquiera una de sus miradas dieron cuerpo al deseo indeterminado que perseguía mi alma en la soledad de mi existencia. ¡En amarla empleé toda mi fuerza, toda la fe, toda la vida que me abrumaba por falta de objeto! Ya tenían rumbo mis ideas y alimento mis horas; ya no estaba vacío el mundo, pues se hallaba en él la emperatriz...

»Verla, seguirla a lo lejos, oír el acento de su voz, era mi cruz y mi paraíso. Al empezar a amarla la había perdido para siempre... ¡porque amaba lo irrealizable! Estaba, como el escultor de la fábula, enamorado de una piedra. ¡Esa piedra era lo imposible! ¡Tal fue y había de ser forzosamente el resultado de mi maldad y disipación!... ¡La soberbia, la rebeldía, el pecado de Lucifer!... Perdonadme, señor, por lo mucho que padecí entonces y por lo arrepentido que me veis ahora.»

El emperador estaba inmóvil, sombrío, no ya de celos, sino de remordimientos. Aquel amor insensato de que hablaba San Francisco, aquella lucha de una temeraria voluntad con lo prohibido, con lo vedado, con la manzana fatal de Eva, hallaba sin duda tristes resonancias en las cavernas de su memoria...

-¡Habla, Francisco, habla... -balbuceó-. Dime que fuiste débil...; que el demonio te hizo su esclavo...; que... Pero ¡ah! No, no lo digas. ¡A pesar de todo, yo amé siempre a mi mujer!

«-Podéis seguir amándola... -replicó el santo con inefable melancolía-. La emperatriz no conoció nunca el doloroso culto que yo le tributaba.

»Obtuve su amistad y la vuestra: vos añadisteis a mi título de duque de Gandía el de marqués de Lombay, y la emperatriz me hizo su caballerizo mayor. Desde entonces estuve a su lado, la vi a todas horas, me habitué a no tener esperanza, y adoré su rostro como los indios adoran al rey de los astros: mirándolo en silencio.

»Pero ¡ay!, ni este descanso me permitió la justa ira celestial... La emperatriz puso decidido empeño en que yo me casase con una de sus damas, con doña Leonor..., que ya mora en el santo asilo de los mártires, y yo obedecí... y me casé.

»De aquí en adelante, mi corazón fue un infierno. Mi esposa era digna, por sus virtudes y su hermosura, de que yo la hiciese feliz, y, visto que no podía lograrlo, decidí no hacerla desgraciada... Huí, pues, de la una y de la otra.»

-¡Ah!... -dijo Carlos V, apretando los labios, ya que no mordiéndoselos, porque esto era materialmente imposible-. ¡Te digo que serás canonizado!

«-Lancéme a la guerra... -prosiguió Borja-, demandando a las fatigas de la batalla la muerte o el olvido... ¡Inútil afán!

»Combatí con vos a Barbarroja en África; penetré en Francia a vuestro lado; llené mi vida de obligaciones: fui virrey de Cataluña y maestre de Santiago: pasó el tiempo... ¡Todo perdido para mi redención! La muerte me respetaba en las batallas. ¡Y la ausencia exasperaba mi amor, lejos de amortiguarlo!

»¡Y aún mi rebelde corazón no había intentado acudir al Eterno Padre de los hombres sin ventura! ¡Y aún no me había ocurrido apelar al sumo Dios!... ¡Ay! ¡Pronto vino el dolor en ayuda de mi fe vacilante!

»Llegó el año de 1539...»

El emperador se estremeció al escuchar esta fecha.

«-Hallábame yo en Toledo... -prosiguió Borja-. Era el 1 de mayo, día de San Felipe y Santiago, jueves... Hacía una mañana tan hermosa y tranquila como ésta... Ese mismo sol..., ese mismo cielo..., presenciaron la horrible desdicha...»

El jesuita calló un momento, y luego exclamó:

«-¡Pasad, vapores terrenales, que venís a enturbiar el oriente de mis eternos días!...»

Carlos V se acariciaba las barbas con visible impaciencia, como temeroso de llorar.

San Francisco, repuesto ya de aquella emoción, tomó de nuevo el hilo de su relato con voz más lenta y apagada, y dijo así:

«-Aquella mañana había yo acompañado a misa a la emperatriz, y a la vuelta, después de haberla dejado de visita en casa de don Diego Hurtado de Mendoza, paseábame solo por la orilla del Tajo...

»De pronto llegó a mis oídos el estruendo de la campana mayor de la catedral. ¡No sé por qué me estremecí! Al cabo de un momento mi terror tuvo ya causa. ¡La campana plañía el toque de los agonizantes, y aquella campana, la campana mayor de la catedral de Toledo, no podía anunciar otra muerte que la vuestra, la de vuestra esposa o la del Papa!

»El día se oscureció a mis ojos; diome frío, y caí de rodillas en tierra...

»Cuando me reporté, corrí a casa de Hurtado de Mendoza... ¡Allí no había nadie! Ni tan siquiera criados.

»¿Dónde estaba la emperatriz? ¡Las oleadas de la muchedumbre me arrastraron a casa del conde de Fuensalida, donde supe que Isabel de Portugal, emperatriz de Alemania y reina de España, acababa de abandonar la Tierra al dar a luz un niño muerto!

»Para el que está ausente de Dios; para el que está solo en la Tierra; para el que no piensa en la otra vida, la muerte de los seres queridos es una desesperación semejante a la del infierno. ¡Entonces el dolor es cólera, es impotencia, es condenación! El creyente que pierde a una prenda amada, padece como Adán arrojado del Paraíso: el impío puesto en la misma situación, padece como Lucifer arrojado del Cielo... ¡Ah! ¡Yo padecía sin esperanza!

»¡Y ni aún este aviso de Dios fue suficiente a despertar de su letargo mi pecho empedernido! Todavía no estaba colmada la copa de mi amargura, como lo estuvo pocos días después.

»Escuchad: yo, que había amado ciegamente a la emperatriz; que había codiciado besar la fimbria de su manto; que había pasado años enteros saboreando un adiós que me dirigiera indiferentemente, que guardaba sobre mi corazón una perla caída de su corona, después de haberla erizado de puntas de acero para que me punzase la carne y me dijese ¡aquí estoy! Yo, en fin, que hubiera dado el resto de mi vida por pasar una hora a sus pies, como ante una santa... ¡Yo, señor, fui el encargado de trasladar a Granada los adorados restos de su hermosura, su cuerpo sin par, su idolatrado cuerpo!... ¡Aquella urna preciosa en que había vivido su sepulcro!

»-¡Ah!..., ¡ya es mía! -decíame yo durante aquel viaje-. ¡Va aquí, conmigo, confiada a mí, a mi custodia, a mi voluntad! Yo mando andar y hacer alto... ¡Puedo pasar la noche junto a su lecho; puedo decir a mi reina todo lo que la he amado!

»¡Ya no tenía celos de vos..., señor! ¡Ya no volveríais a verla!... ¡Ya era mía solamente!... ¡Mía y del alma!

»Así pasé doce días...

»Durante ellos, el frío de aquel cadáver se transmitió a mi corazón; mis cabellos se cayeron o se pusieron canos, y cuando llegué a Granada era tan viejo como hoy.


»Sonó para mí entonces la hora de separarme también de la emperatriz... Delante de un escribano y testigos tuve que hacer entrega de aquel inapreciable tesoro, y para ello fue preciso abrir el ataúd de plomo que lo encerraba.»

-Y ¿estaba hermosa todavía? -preguntó sacrílegamente Carlos V.

«-¡Oh vanidad humana! -replicó el santo con acento sepulcral!-. ¡Qué cuadro se ofreció a mis ojos! ¡Hermosa! ¡Hermosa!... Lo había sido, señor. Pero cuando la abandonó el alma, la fealdad se enseñoreó sobre su cuerpo como sobre ningún otro. ¡Nunca se mostró la muerte más cruel, más devastadora, más repugnante! ¡La putrefacción de aquel cadáver fue tan rápida, tan intensa, tan espantosa, que no dejó ni un rastro, ni una línea, ni un perfil de la pasada hermosura! ¡Ay..., señor! ¡Qué lección tan elocuente me daba el Cielo!

»Horas enteras permanecí mirando tan horrible realidad. Aquella mujer, la más hermosa de cuantas han existido; la que nunca pudo ser retratada sin mengua de sus encantos; vuestras Tres gracias, señor, era una masa de barro podrido, un charco infecto, un lago de corrupción como el mar asfáltico. ¡Aquellos ojos, hogar donde buscaba amparo mi alma aterida, antorcha donde yo había encendido una y otra vez la tea de mi silenciosa pasión, aquellos ojos, soles de juventud, de amor y de esperanza, eran dos cuencas vacías, dos hoyos negros, dos madrigueras de gusanos! ¡Aquella boca... aquella boca, señor..., estaba profanada por la muerte, que al besar sus labios los había deshecho! ¡Aquellas manos de nácar..., aquellas manos, ¿las recordáis?..., ¡eran un hediondo grupo de huesos!... ¿Y su voz?..., ¿y su sonrisa?, ¿y su gracia sobrehumana?, ¿y su alma?, ¿y el fuego de su existencia? ¿Dónde..., dónde estaba la emperatriz?

»¡Ah! No..., ¡no era aquélla!... ¡no era aquélla!... ¿Cómo podía haber residido tanta fealdad debajo de tantos hechizos? ¡Yo no la hubiera amado! ¡Ay! ¿Dónde..., dónde estaban sus años de Poder, de hermosura, de pasión? ¿Dónde estaban sus días de gloria y de grandeza? ¿Dónde estaban sus horas de soberbia mundanal?

»Se habían ido para siempre, llevándose mis ilusiones terrenales.

»Todos los que me acompañaban huyeron ante el espectáculo horrible de vuestra esposa y ante la fetidez que despedía.

»Obligado yo a jurar que aquel lodo corrompido era la emperatriz, no me atreví a hacerlo, sino que dije que era el mismo cuerpo que se me había confiado.

»Alejáronse todos, como he dicho; pero yo, "por el particular amor y reverencia que siempre había tenido a la emperatriz, no podía desviar mis ojos de ella, tan hermosa poco antes y tan estimada en el mundo».

»Quedé allí solo, e hice propósito de renunciar al mundo para pensar en mi alma; porque al ver ante mí la mayor belleza y el más alto poder convertidos en tan inmundo y despreciable polvo, no pude menos de volver la vista hacia el eterno reino de Dios, donde es imperecedera la hermosura del alma.

»La muerte de mi esposa y la del gran poeta Garcilaso me dejaron libre y solo sobre la Tierra... Híceme sacerdote; y aquí me tenéis, aliviado de las falsas grandezas con que aparecí en el mundo, humillado ante vos, esperando el perdón de lo mucho que os he ofendido con el pensamiento.»

Carlos V se enjugó una lágrima con el revés de la mano, y levantó a San Francisco de Borja, diciéndole con la efusión más verdadera que experimentó en toda su vida:

-¡Éste es mi Cabo de Buena Esperanza! Francisco, has fortalecido mi resolución... ¡Vuelve con frecuencia! Ahora..., déjame. Yo te perdono... ¡Reza por mí! -dijo, y mientras el santo se retiraba silenciosamente, él apoyó la cabeza en las manos y los codos en la ventana...

De aquel modo vio al jesuita montar en su mula y partir... Contempló de nuevo la eterna juventud de la Naturaleza... Oyó a lo lejos mentalmente el rumor del mundo, de la gloria, de la política, de los campamentos... Viose luego viejo y achacoso, comprometido con la Historia a morir oscuramente en aquel retiro... y lloró con desconsuelo, pronunciando varias veces y con cierta amargura el nombre del hermano y del hijo en quienes había abdicado las dos soberanías más poderosas de la Tierra: el nombre de Fernando, emperador de Alemania, y el de Felipe, rey de las Españas.


editar

Tres veces volvió a visitar Francisco de Borja al monje de Yuste.

Una de ellas lo comisionó éste para que diera el pésame a la familia real de Portugal por la muerte del rey; y al decir de un cronista, le entregó las Memorias de su vida para que las enmendase, pues el emperador, lo mismo que Julio César, se ocupaba en escribir la historia de sus campañas.

La otra vez le habló e hizo encargos sobre sus dos hijos ilegítimos: Margarita, que residía en Ondenarda, y Juan, que vivía en Ratisbona. Este bastardo se llamó más tarde don Juan de Austria.

En fin: la última vez que el ilustre jesuita volvió a Yuste, se encontró con la muerte de Carlos V, verificada a las dos de la noche del 21 al 22 de septiembre de 1558, y aún hoy es famosa la oración fúnebre que predicó el santo en las honras del emperador.

Borja sobrevivió catorce años al césar; y después de ser general de los jesuitas, cuya Compañía le tiene por segundo fundador, y de haber rehusado otras muchas veces el capelo cardenalicio, murió el día 30 de septiembre de 1572.


Guadix, 1853.