Dos mujeres
de Gertrudis Gómez de Avellaneda
Capítulo XXII

Capítulo XXII

Las agitaciones de aquel día memorable volvieron a Carlos la fiebre con toda su primera violencia. La condesa le asistió, y cuando estuvo mejor se marchó con él a una casa que poseía a algunas millas de Madrid. Su encargado de negocios quedó ocupado de la venta de varias fincas de que juzgó oportuno deshacerse, y Carlos, triste, preocupado, pero resuelto a seguirla a cualquier parte, se abandonó enteramente a ella y a su amor, con aquella especie de desaliento con que sucumbimos a un destino contra el cual hemos luchado vanamente.

Mientras él se entregaba ciego y débil a su loca pasión, la condesa tomaba desde su retiro todas las disposiciones para poder realizar su partida tan pronto como se hallase Carlos completamente restablecido; y Elvira, que sin conocer sus proyectos empezaba a temer vagamente alguna gran imprudencia en su amiga, la escribía larguísimas cartas a las cuales no recibía otra contestación que ésta.

«Soy feliz: no me digas nada».

-¡Pobre Catalina! -decía Elvira llorando, y mirando al mismo tiempo en un espejo si la sentaban bien unos lazos de perlas que acababa de comprar-. Me tiene en la mayor inquietud y apenas podré divertirme en el baile de esta noche, al cual llevaré los ojos encendidos por las lágrimas.

Y herida de esta reflexión cesó de llorar y mojó presurosa una finísima toalla para refrescar sus bonitos ojos.