Dos mujeres
de Gertrudis Gómez de Avellaneda
Capítulo XIX

Capítulo XIX

La malignidad y la envidia que persiguen con preferencia a las personas elevadas y brillantes, así como, según observaba un poeta, el rayo busca siempre las torres; debían aplaudirse de la imprudencia de la condesa, que, justificando en cierto modo los juicios desventajosos que de ella se formaban, parecía renunciar a todo miedo de defensa y entregarse como una víctima resignada. Sin embargo, como nunca había sido más prodiga de sus riquezas, más franca y alegre que entonces, los mismos que destrozaban sin piedad su reputación, buscaban ansiosamente sus placeres, y, aunque se aumentaba cada día el número de sus enemigos, crecía también el de sus aduladores. La maledicencia es como un perro cobarde, que ladra de lejos al que se le acerca en ademán de desprecio y que se arroja y ensaña sobre el que le huye temeroso.

Elvira, a cuyos oídos llegaban cada día las hablillas que circulaban en descrédito de su amiga, no era mujer de un temple de alma bastante fuerte para poner un dique a la murmuración: su cobarde, aunque sincera amistad, se contentaba con herir por la espalda a los detractores, sin atreverse jamás a desmentirlos cara a cara. No olvidaba, empero, el informar a Carlos de todo lo que se decía, y aún a la misma Catalina se vio algunas veces a reprender tímidamente por el poco cuidado que se tomaba por el buen nombre: mas había en aquella mujer un no sé qué que intimidaba a Elvira, y era tan poderosa la influencia que ejercía sobre un frívolo y débil carácter, que aun los mismos extravíos de la condesa tenían algo de respetable a los ojos de su amiga. Parecía tan superior a la opinión pública que temía Elvira ridiculizarse si mostraba temerla, y concluyó por decirse a sí misma, que no debía tomarse la menor molestia por defender a la condesa contra un juez que ella declaraba incompetente.

No sucedía lo mismo a Carlos: padecía cruelmente al saber que el amor de la condesa por él daba nuevas armas contra ella, y su violenta indignación apenas podía ser reprimida por el temor de causarla un daño mayor, tomando a su cargo el vengarla. La loca embriaguez con que durante dos meses se había entregado a los placeres del mundo, en que veía brillar a su amada, iba disipándose rápidamente. Cuando la acompañaba a una reunión, érale imposible participar de la alegría y confianza con que ella se presentaba. Espiaba las miradas de cada uno de los que le cercaban, prestaba el oído con sobresalto a cualquiera conversación que se tenía junto a él, siempre receloso de descubrir en alguno la intención de injuriar a Catalina, y siempre interpretando siniestramente la menor demostración. Sin ser en manera alguna desconfiado sentíase cada día más suspicaz en cuanto podía tener relación con la condesa, y su amor y su orgullo se alarmaban igualmente a la idea de que no fuese por todos respetada la mujer que era ya señora de su vida.

Catalina veía declinar de día en día la alegría de Carlos. En vano prodigaba fiestas para distraerle, y en vano agotaba la magia de su elocuencia para infundirle el desprecio de la sociedad de que ella hacía ostentación. Carlos no podía participar de sus opiniones en este punto, y cuanto más la amaba, más sensible era al concepto que el mundo podía formar de ella. Pero si Catalina no logró inspirarle su indiferencia hacia la opinión, él sin pretenderlo la comunicó su tristeza.

-Carlos -le dijo una noche en que ambos iban a salir para un baile, y en el momento en que el disgusto de su amante se pintaba enérgicamente en su semblante-, creo que haremos bien en no asistir al baile.

-¡Lo deseabas tanto!... -respondió con triste sonrisa.

-Esperaba que te divertirías, pero ahora veo que me engañaba.

Y arrancando de sus cabellos su rica diadema de perlas, arrojola lejos de sí y dejose caer llorando sobre un sofá.

Carlos la miró un momento en silencio.

-¡Catalina! -la dijo luego-, yo soy un desventurado que sólo ha aparecido en medio de tu florido camino para sembrarle espinas. Esa tu vida de triunfos era bien hermosa, sin duda, pero a pesar mío no puedo seguirte en ella.

-¡Carlos!... -exclamó ella fijándole con una mirada ansiosa-, ¿tendrás por ventura celos?... ¡Ah! Si es así dímelo, dímelo por tu vida, y quitarás de mi corazón un terrible peso.

-¡Celos!... ¡Sí, los tengo, los tendré sin duda! Celos de tu talento, de tu hermosura, de esa felicidad que no me debes a mí. Celos tengo sí, hasta del viento que agita tus cabellos, hasta del objeto inanimado en que fijes casualmente los ojos. Pero no es eso lo que me martiriza, lo que me hace aborrecer a los hombres y desear arrancarte de una sociedad que maldigo.

-¡Habla! ¡Habla, pues! -exclamó ella, extendiendo hacia él los brazos en ademán de súplica.

Carlos la asió entrambas manos, y con una mirada llena de pasión:

-¡Qué hermosa eres! -la dijo-, ¿cómo pudieras no excitar la envidia? ¡Oh! Si me fuese dado tomarte en mis brazos, apoyarte sobre mi corazón y presentarte diciendo: «Hela aquí, ¡es mi esposa, es la mujer adorada por mi corazón!»; entonces desafiaría al mundo, entonces sería feliz, porque tendría el derecho de adornarme con tu amor, de enorgullecerme con mi dicha. Pero, ¡desventurado! Mi estéril amor nada puede hacer por ti, y estoy condenado a no darte en cambio de tu ternura sino la persecución del mundo, acaso el descrédito y la vergüenza. ¡Oh, amada de mi corazón!, ¿puedes tú pedirme que sea feliz?

Al concluir estas palabras habíase sentado junto a ella, y ocultaba su rostro con las manos para que no viese dos lágrimas, que, a pesar suyo, habían corrido de sus ojos. Mas era tarde: ella las había ya devorado con su mirada. Era la primera vez que veía llorar a Carlos. ¿Y qué mujer desconoce el poder del llanto de un hombre cuando es amado? Se dice que las lágrimas de la mujer son omnipotentes, pero ¡cuánto más cierta es la omnipotencia del llanto del hombre! El llanto de la debilidad puede conmover, pero en la debilidad el llanto es natural, es fácil, es frecuente. Mas cuando una lágrima humedece un rostro varonil, cuando la fuerza y el orgullo pagan un momento de tributo a la sensibilidad y a la ternura, entonces la emoción que se experimenta es profunda, inexplicable. Hay en ella una mezcla de dolor y de placer, de temor y de confianza. El sentimiento que hace llorar a un hombre, es un sentimiento cuya grandeza intimida a la mujer que le contempla, pero su orgullo se goza del poder que tiene para producirle.

La condesa. Subyugada por esta emoción, estuvo próxima a echarse a los pies de su amante. Tomola él en sus brazos y la oprimió contra su corazón.

-Catalina -la dijo- fuerza es imponernos ambos un terrible sacrificio. Presentándome contigo en todas partes no hago más que dar pábulo a la malignidad que se enfurece contra ti. El disimulo, según empiezo a conocer, es el arte más necesario al que vive en el mundo, y sólo las apariencias son las que constituyen en la sociedad la virtud o el crimen.

Pues bien, preciso es ser esclavos de ellas.

-¿Y qué me importa? -exclamó ella con impetuosidad-, ¿qué me importa la estimación o el desprecio de una sociedad, cuya inmensa mayoría la forman los tontos y los malvados? ¡Y qué!, ¿será preciso revestirse de una máscara hipócrita, degradar su carácter, envilecer sus sentimientos para merecer una mirada de ese mundo que despreciamos?

-¡Oh! -respondió él con amarga sonrisa-, no debemos despreciarle mientras tengamos necesidad de él.

-Pues bien, renunciémosle para siempre.

-¡Catalina!...

-Sí, es preciso. Desde hoy quiero emanciparme de él, quiero vivir una vida oscura y retirada. No ambiciono otros homenajes que los tuyos; no aprecio otro placer que el de mirarte; no concibo felicidad sino en ser amada de ti. ¡Carlos! Mientras esa felicidad me anime el mundo todo no tiene bastante poder para darme un solo instante de pena, y si la pierdo...

-¡Ah, calla! La felicidad no puedo dártela, ¡no! Y eso me atormenta aun en los momentos más dulces de mi vida. Pero mi amor tuyo es, tuyo mientras yo exista, tuyo si le aceptas, tuyo si le desprecias: ¡Tuyo siempre, amiga mía!

Y el insensato solemnizó con juramentos su perjurio, y más [...] la apasionada Catalina levantaba el edificio de su futura dicha sobre aquel carcomido cimiento.

Desde aquel día cesaron las reuniones en casa de la condesa. Su sociedad quedó reducida a un corto número de amigos, y ella y su amante estaban solos la mayor parte del día. Aquella nueva situación les encantaba en un principio. ¡Cuán largas e íntimas conversaciones!, ¡cuántas horas de deliciosa soledad! Eran el uno para el otro únicamente. No tenían un pensamiento que no fuera común. Adquirían aquella dulce confianza, que es el lazo más fuerte del amor, cuando no le asesina. Aquella costumbre de verse, de decírselo todo, que a veces sobrevive al amor, y que cuando se pierde deja un vacío más grande en el corazón que el del amor mismo.

Para Carlos era nueva aquella situación. Con la dulce y sencilla Luisa la vida íntima tenía más suavidad que encantos.

La condesa poseía aquel raro talento de dar variedad a la vida uniforme. Su conversación era más amena y seductora cuanto más franca y espontánea. Conocía el secreto de evitar el fastidio poniendo siempre en juego el talento o el corazón, y Carlos casi se impacientaba de que tuviese para aprisionarle tantos atractivos cuando él creía no tener otros recursos que su amor.

Y, sin embargo, engañábale su modestia. La condesa se apasionaba más y más cada día, y el exceso de su amor la espantaba. Carlos era un hombre que no se parecía a ninguno de cuantos la habían amado. No era ciertamente a los de corazón desgastado y teorías mezquinas, a quienes podía pedirles la pasión ardiente y entusiasta de aquella joven alma; ni tampoco había ninguna semejanza entre los insulsos galanteos de los héroes de salón y aquel homenaje continuo, aunque a veces silencioso, de un amor reprimido abundan.

No era ciertamente Carlos uno de tantos fatuos que abundan en todas partes, siempre gloriosos y confiados, ansiosos de triunfos de galanteos como único lauro a que pueden aspirar, ni era del número de aquellos enamorados infelices que se cuidan más de ostentarse amantes que amables, y que fastidian demasiado al presentarse para que sea posible sufrirles hasta que puedan darse a conocer.

Siempre sincero y digno, ora cediendo al sentimiento que le dominaba, ora combatiéndole con todo el poder de su razón, Carlos, sin estudio, era lo que debía ser para cautivar a la condesa.

Era irresistible en su delirio y respetable en su resistencia. Dejaba conocer todo el poder de su pasión, inspirando al mismo tiempo tan alta idea de su virtud que impedía una entera confianza en aquélla.

Amábale con delirio Catalina, amábale porque era digno y acaso también porque no debía amarle. Considerábase desgraciada en que su caprichoso destino le presentase ligado ya con otra por los más estrechos vínculos, al único hombre a quien había verdaderamente querido. La imposibilidad de ser feliz perteneciéndole legítimamente, envenenaba de continuo su corazón y se quejaba de su suerte. Pero engañábase a sí mismo atribuyendo a una fatal casualidad su desgracia. Si pudiera cada individuo juzgarse imparcialmente muchas veces se evitaría el trabajo de buscar fuera de sí mismo las causas de su infortunio.

Estaba en la naturaleza del carácter de Catalina que no pudiese gozar con entusiasmo de una dicha fácilmente adquirida, y que no se apegase sino a aquellos bienes de cuyo logro no pudiese tener una certeza, ni aun acaso una esperanza.

Una insaciable necesidad de emociones devoraba de continuo su alma de fuego. En los primeros años con sueños febriles de un amor que no conocía. Luego con los desengaños de un mundo y de una vida que nada le daban de cuanto ella las pedía, pero que la ofrecían en cambio las punzantes sensaciones de las esperanzas frustradas y de las ilusiones desvanecidas. Más tarde, los triunfos del amor propio, los planes de la coquetería, erigida en sistema y en necesidad, el orgullo de saber engañar a un mundo de quien había sido víctima, persuadiéndole de quien era feliz a pesar suyo; los beneficios que repartía como un perfume que sólo ella respiraba; todo esto aún la dieron emociones que cada día, es verdad, se iban haciendo menos vivas y menos capaces de satisfacerla, pero que la preservaban de la calma de la inacción que era la muerte para aquella naturaleza eminentemente movible y tempestuosa.

La pasión, y la pasión desgraciada, vino, en fin, a darla nueva vida, y semejante pasión que la hacía profundamente infeliz, era sin embargo la que debía colocar a aquella mujer en su natural elemento, y contemplar por decir así su existencia. Aquella pasión siempre igual en su esencia, tenía todas las variadas faces que necesitaba una sensibilidad activa en demasía y propensa al cansancio. Las grandes pasiones son, como todo lo verdaderamente grande, inmutables en su naturaleza y variables en sus aspectos. Así como el cielo, ora azul y espléndido, ora cubierto de nubes; así como el mar, que a veces parece un monótono llano, a veces una escarpada montaña; la pasión tiene en sí misma su propio antítesis, y si su duración es larga, débelo, sin duda, a su continua variedad.