Dos mujeres de Gertrudis Gómez de Avellaneda
Capítulo VII

Capítulo VII

Una de las particularidades que se observan en las personas afligidas o tristes, es la sorpresa que les causa el placer o la mera indiferencia de las demás. Cuando padecemos se nos hace difícil creer que nuestra pena no sea un mal general, y como que no se comprende que lo que es causa de nuestro profundo dolor pueda ser un acontecimiento insignificante para otros.

Cuando Luisa dejó de ver a Carlos no fue solamente su corazón el que dejó vacío: parecíale que lo estaba igualmente la casa que ya no habitaba, la ciudad que dejaba desierta. Antojábasele que, como si la ausencia de su marido fuese una calamidad pública, Sevilla había tomado un aspecto de luto, y que el trastorno verificado en su felicidad era un trastorno universal. La voz de una vecina que cantaba al piano una alegre canción andaluza, la hirió el oído y el corazón, y se dijo con una especie de dolorosa sorpresa:

-¿Hay quien cante cuando él se ausenta?

Por la noche vinieron con la acostumbrada puntualidad doña Serafina y doña Beatriz, y Luisa al verlas prorrumpió en amarguísimo llanto.

-¡Eh! ¿Conque se ha ido Carlos? -dijo una de las dos seoras. Ya lo dicen esas lagrimitas. Vamos, niña, no hay que afligirse que eso no vale nada. Un mes o dos de separación para después verse con mayor placer. Vamos, vamos -añadió, enjugando con su pañuelo los ojos de Luisa- serenarse, pues ya que nos falta esta noche nuestro lector, justo es que su amada esposa le reemplace: de otro modo pasaríamos la noche bien sosamente. ¿No es verdad, Leonor?

-Le he dicho lo mismo que Ud., mi querida Serafina, pero esta niña se está haciendo en demasía mimosa: la culpa la tienen su suegro y su marido, que la han acostumbrado a salirse siempre con su gusto y a no contrariarse en nada. Pues no, antes de casarse no era así Luisita, ni lo hubiera sido nunca si yo únicamente hubiera vivido siempre con ella. Pero los mimos, las adulaciones, las excesivas condescendencias...

Luisa aumentó su llanto y don Francisco se apresuró a defenderla llamando a su hermana cruel, injusta y dura.

-¿No es natural -dijo, besando la frente y los cabellos a la llorosa niña-, no es natural que sienta mucho la primera separación de su marido?, ¿qué hay en esto de malo? ¿Es posible, Leonor, que de todo saques argumento para mortificar a tu hija y calumniar a tu hermano? Consuélate, hija mía, no llores más: hazlo por mí, no hagas caso de lo que dice tu madre: su propia pena la hace hablar así. No te aflijas, Luisita.

Y el anciano caballero conducía a Luisa lejos de la enferma para que ésta no notase el poco fruto de sus consejos.

-Vamos, vamos, no se hable más de esto -dijo a la sazón doña Beatriz-, y, a propósito de ausencias, ¿sabe Ud., amiga doña Leonor, como nuestro buen amigo el cura don Eustaquio se nos marcha también a Madrid?

-¿Cómo es posible?

-Sí, señora, le contaré a Ud. la historia: porque es una historia el motivo de su marcha.

-Diga Ud., diga Ud. -exclamaron a un tiempo las dos señoras.

Y doña Beatriz comenzó su historia después de sacar su caja de oro con el retrato de lord Wellington, y ofrecer un polvo a sus oyentes.

Luisa, sentada en un rincón del aposento, procuraba serenarse, y don Francisco después de darla al oído algún consejo con la seguridad de la pronta vuelta de Carlos, se acercó también a la narradora para oír la historia de la partida del padre de don Eustaquio.

La conversación se sostuvo más de una hora sobre este asunto; luego se habló del tiempo frío que estaba haciendo, de las enfermedades que producía en Sevilla, según relato del médico de doña Leonor, de la madre abadesa de las capuchinas que padecía horriblemente todos los inviernos; de una vista que la habían hecho doña Serafina y doña Beatriz; de lo que pensaban hablar en otra visita que proyectaban hacer a la reverenda madre; en fin, la noche se pasó con corta diferencia como las anteriores, y la pobre Luisa vio con sorpresa y dolor que lo que era poderoso a destruir su felicidad era un acontecimiento muy indiferente en sí. Mientras tanto, ella apacentaba su dolor con la contemplación de todos los objetos que le recordaban más vivamente a su marido. La silla que acostumbraba ocupar, los libros que había leído y que aún estaban esparcidos sobre la mesa... Luisa notó que uno de ellos tenía marcada con una cintita la página última que había leído Carlos, y tomó con disimulo la cintita que desde entonces no se apartó nunca de su pecho. Al despedirse las dos señoras no dejaron de repetirla los consuelos de costumbre, y doña Leonor la exhortó después seriamente a moderar un exceso de sensibilidad peligroso sino culpable, habiendo conseguido con su discurso sino calmar el dolor de Luisa, hacerlo parecer extremado e injusto a sus propios ojos. Acostose pensando en ello y diciéndose a sí misma que era, en efecto, una locura afligirse tanto por una corta separación, pero a pesar de sus exactos raciocinios su tierno corazón continuaba opreso de un sentimiento doloroso, y como que una voz interior la gritaba sin cesar que aquella separación destruiría para siempre la felicidad de su vida.

¿Y por qué hemos de combatir como una locura los presentimientos? El corazón tiene un instinto particular y previsor, y muchas veces lo que nos parece una aprensión de la fantasía, suele ser el anuncio anticipado por él de una enorme desventura.

Desde el día que siguió al de la partida de Carlos todos los de Luisa fueron iguales, sin otro interés, sin otro objeto, sin otro pensamiento que el de recibir las cartas de su adorado; eran para ella otros tantos siglos los días que separaban a aquéllos en que legaba el correo de Madrid. La única ocupación a que se entregaba sin repugnancia era a la de escribir larguísimos diarios a su marido; todo lo que no tenía relación con él le era insoportable. Los cuidados que le eran tan dulces cuando los dividía con Carlos, llegaron a fatigarla. No era por esto menos diligente y esmerada en la asistencia de la enferma, pero no tenían ya sus acciones para ella la misma facilidad y dulce encanto. Esforzábase cerca de su madre en disimular su tristeza; y esta sujeción la hacía penosa la asistencia continua junto a ella. Muchas veces, después de todo un día de violencia pasado a la cabecera de la enferma, procurando distraerla con conversaciones indiferentes, retirábase por la noche a su cuarto con el corazón hinchado de lágrimas, y se desquitaba de la sujeción del día consagrando toda la noche a escribir y a llorar. Su timidez natural parecía aumentarse con su tristeza, y ocultando sus penas, como una falta, apenas se atrevía a levantar del suelo sus hermosos ojos casi siempre encendidos por el llanto.

Ajábase su tez y enflaquecía videlemente, en términos que al mes la partida de Carlos, su hermosura había sufrido una notable alteración.

Sin embargo, las cartas de su marido eran largas y frecuentes, en todas respiraba la misma pasión, el mismo dolor de no ver a su Luisa, en todas se la aseguraba de un pronto regreso, y, en medio de sus penas, la pobre niña no tuvo, por lo menos, la terrible y devorante de los celos. Una sola vez no se la pasó por el pensamiento la idea de que su marido pudiese a mar a otra: nunca pensó en la posibilidad de que la ausencia entibiase el afecto que la había jurado, y la menor sospecha respecto a esto la hubiera parecido un crimen.