Dos ilustres lunáticos o La divergencia universal

Dos ilustres lunáticos o La divergencia universal
de Leopoldo Lugones
Dramatis Personae:


H. (desconocido, al parecer escandinavo).

Q. (desconocido, al parecer español).

Andén desierto de una estación de ferrocarril, a las once de la noche. Luna llena al exterior. Silencio completo. Luz roja de semáforo a lo lejos. Bagajes confusamente amontonados por los rincones.

H. es un rubio bajo y lampiño, tirando a obeso, pero singularmente distinguido. Viste un desgarbado traje negro y sus zapatos de charol chillan mucho. Lleva un junco de puño orfebrado que hace jugar vertiginosamente entre los dedos. Fuma cigarrillos turcos que enciende uno sobre otro. Un tic le frunce a cada instante la comisura izquierda del labio y el ojo del mismo lado. Tiene las manos muy blancas; no da tres pasos sin mirarse las uñas. Camina lanzando miradas furtivas a los bagajes. De cuando en cuando vuélvese bruscamente, lanza un chillido de rata a la vacía penumbra, como si hubiese alguien allí; después prosigue su marcha, haciendo un nuevo molinete con el bastón.

Q. gallardea un talante alto y enjuto; una cara aguileña, puro hueso; hay en él algo a la vez de militar y de universitario. Su traje gris le sienta mal, es casi ridículo, pero no vulgar ni descuidado. Trátase a todas luces de una altiva miseria que se respeta. Este hace el efecto de la reserva leal, tanto como el otro causa una impresión de charlatán sospechoso. Van uno al lado del otro; pero se advierte que no conversan sino para matar el tiempo. Cuando llegue el tren, no tomarán el mismo coche. Tampoco se han visto nunca. Q. sabe que su interlocutor se llama H. porque al llegar traía en la mano una maleta con esta inicial. H. ha visto, por su parte, que el otro tiene su pañuelo marcado con una Q.


Escena I


H.-Parece que hay huelga general y que el servicio está enteramente interrumpido. No correrá un solo tren durante toda la semana.

Q.-Locura es, entonces, haber venido.

H.-Más locos son los obreros que se declararon en huelga. Los pobres diablos no saben historia. Ignoran que la primera huelga general fue la retirada del pueblo romano al Monte Aventino.

Q.-Los obreros hacen bien, en luchar por el triunfo de la justicia. Dos o tres mil años no son tiempo excesivo para conquistar tanto bien. Hércules llegó al confín de la tierra, buscando el Jardín de las Hespérides. Una montaña le estorbaba el paso, y poniendo sus manos en dos cerros, le abrió, dando entrada al mar, como se abre, trozándola por los cuernos, la cabeza cocida de un carnero.

H.-Bello lenguaje; pero no ignoráis que Hércules fue un personaje fabuloso.

Q.-Para los espíritus menguados, fue siempre fábula el ideal.

H. (Volviéndose bruscamente y saludando con su junquillo la sombra.) -No sé si lo decís por mí, pero os advierto que no acostumbro comer carnero con los dedos. Vuestra metáfora me resulta un tanto brusca.

Q.-Aunque no me es desconocido el juego del tenedor en las mesas de los reyes, he gustado con más frecuencia la colación del pobre. Desde la baya del eremita al pan del trabajador, duro e ingrato como la gleba, mi paladar conoce bien el sabor de las Cuaresmas.

H.-Os aseguro que tenéis mal gusto. Por mi parte, compadezco, al desdichado, ciertamente. Quiero la igualdad, pero en la higiene, en la cultura y en el bienestar: la igualdad hacia arriba. Mientras ello resulte un imposible, me quedo en mi superioridad. ¿Para qué necesitamos nuevas cruces, si un solo Cristo asumió todas las culpas del género humano?

Q.-Es condición de la virtud indignarse ante la iniquidad, y correr a impedirla o castigarla, sin reparar en lo que ha de sobrevenir. ¡Pobre de la justicia vilipendiada, si su socorro dependiera de un razonamiento irreprochable o del desarrollo de un teorema! En cuanto a mí, no deseo ni la igualdad, ni nuevas leyes, ni mejores filosofías. Solamente no puedo ver padecer al débil. Mi corazón se subleva y pongo sin tasa al rescate de su felicidad, mi dolor y mi peligro. Poco importa que esto sea con la ley o contra la ley. La justicia es, con frecuencia, víctima de las leyes. Tampoco sabría detenerme ante el mismo absurdo. Pero cada monstruo que me abortara en fantasmagoría, cada empresa vana que consumiera mi esfuerzo, fueran a la vez incentivos para empeñarme contra la amarga realidad. ¿Por qué halláis mal que luchen a costa de su hambre estos trabajadores? ¿No es el hambre un precio de ideal como la sangre y como el llanto?

H.-Poseéis una elocuencia prestigiosa que me habría arrebatado a los veinte años, cuando creía en los pájaros y en las doncellas.

Q.-Os estimaría que no dierais alcance despectivo a vuestras palabras sobre las doncellas y los pájaros.

H.-De ningún modo. Los pájaros tienen el mismo paso (da una corridita ornitológica sobre las puntas de los pies) que las doncellas; y las doncellas tienen tanto seso como los pájaros. Pero vuelvo a nuestro tema. Los obreros nada lograrán con la violencia. Os advierto, entre paréntesis, que no soy propietario. Los obreros deben conformarse con las leyes; aprovechar sus franquicias, elegir sus diputados, apoderarse del Parlamento, cometer algunas extravagancias para despistar a los ricos, como volverse ministros, por ejemplo, después apretarles -crac- el tragadero… si es que no prefieren tornarse ricos a su vez. Es un sistema.

Q.-Un sistema abominable. Parecéisme, a la verdad, un tanto socialista.

H.-No lo niego; pero a mi vez os he notado un poco anarquista.

Q.-No os ocultaré mis preferencias en tal sentido. Amé siempre al paladín; y no sé por qué anhelo de justicia desatentada, por qué anómalo coraje de combatir uno solo contra huestes enteras, por qué sombría generosidad de muerte inevitable, en la misma obra de la vida que otros gozarán mejor, sin perjuicio de seguir llamando crimen a la benéfica crueldad -hallo semejanzas profundas entre los caballeros de la espada y los de la bomba. Los grandes justicieros que asumen en ellos mismos el duro lote del porvenir humano, son como esas abejas de otoño que amontonan a golpes de aguijón la comida futura de una prole que no han de ver. Matan para el bien de la vida que sienten germinar en su muerte próxima, arañas y larvas: como quien dice tiranos e inútiles, quizá inocentes, siempre detestables. Ellas carecen, entretanto, de boca; no pueden gustar siquiera una gota de miel. Sus únicos atributos son el amor y el aguijón. Su obra de porvenir finca en la muerte, que al fin es el único camino de la inmortalidad.

H.- ¿Sois espiritualista?

Q.-En efecto; ¿y vos?

H.-Materialista. Dejé de creer en el alma, cuando me volví incrédulo del amor. (Estremécese con violencia.)

Q.- ¿Tenéis frío?

H.-No, precisamente. Es una preocupación absurda, si queréis y me la causa aquel cofre antiguo. A la ida me parece un elefante y a la vuelta una ballena.

Q.-(Aparte.) Esta frase no me es desconocida. (Alto.) Es mi cofre de viaje. Su color y su forma, tienen, en efecto, algo de paquidermo.

H.-Hay cofres escandinavos que parecen cetáceos. (Vuelve a estremecerse.) Es singular cómo preocupan estas cosas. Estas cosas que uno adquiere en el comercio con los espectros. Notaréis que a veces, cuando voy a pronunciar tal o cual palabra, el ojo izquierdo se me mete por equivocación debajo de la nariz. Es una curiosa discordancia. El sonido de la erre me hace vibrar las uñas. ¿Sabéis por qué chillan tanto mis zapatos?

Q.-No, por cierto.

H. Es una moda húngara. La he adoptado para acordarme siempre de que debo poner los pies en el mismo medio de las baldosas, sin pisar jamás sus junturas. Manía que tiene, naturalmente, su nombre psicológico.

(Oyese a lo lejos el rebuzno de un asno.)

¡Ah el maldito jumento lunático! Creo que le arrancaría las orejas con gran placer, a pesar de su bondad específica.

Q. Yo amo a los asnos. Son pacientes y fieles. Su rebuzno distante, en las noches claras, está lleno de poesía. Uno conocí, que por cierto valía el del Evangelio.

H. ¿Cabalgasteis en asno?

Q.-Oh, no. Quien lo hacía era un criado que tuve. Hombre excelente, pero erizado de adagios como un puerco espín de púas.

H. Yo nunca tuve criado fiel, ni creo que los haya. Criada, sí, hay una; pero es invisible: la Perfidia.

Q.-Diréis, más bien, fiera abominable.

H. Perfidia es el nombre de la voluptuosidad que produce el crimen.

(Cogiendo amistosamente el brazo de su interlocutor):

Hablabais de la bomba. La bomba es necia. Pregona su crimen como una mujerzuela borracha. No es así como debe procederse. Un día descubrís que os han torcido brutal e irremediablemente la vida. Sentís que la sangre se os cuaja de fatalidad, como se escarcha un pantano. No os queda ya más placer posible que la venganza. Ensayad, entonces, la demencia. Es el mejor salvoconducto. El loco lleva consigo la ausencia. Al desalojarlo la razón, entre a habitarlo el olvido.

(Girando con rapidez y parando en cuarta un golpe imaginario.)

No será malo que procuréis hablar con algún espectro. Frecuentad las sesiones espiritistas; es hermoso y compatible con el materialismo. Os quedará la manía de silbar vivamente cuando vayáis de noche por sitios solitarios, y cierto frío intermitente en la espina dorsal. Pero los espectros dan buenos consejos. Conocen la filosofía de la vida. Hablan como los parientes fallecidos. Poco a poco os vais sintiendo un tanto contradictorio. Cometéis extravagancias por el placer de cometerlas. Ya habéis visto lo que me pasa. Mis zapatos chillones y mis molinetes, son estúpidos; pero muy agradables. Son también imperativos categóricos; formas de razonar un tanto diversas. Pero el imperio de la razón es tan efectivo en ellas como en la lógica de Aristóteles. Luego, os entra el fastidio de todo lo que ama y de todo lo que vive. Una individualidad estupenda se desarrolla en vuestro ser. Habéis co- menzado rompiendo espejos o manchando tapices con los pies llenos de lodo. Luego matáis fríamente de un pistoletazo en la oreja a vuestra yegua favorita. Luego queréis algo mejor. Ya estáis a punto. Causáis, entonces, algún mal irreparable a vuestra madre o a vuestra mujer.

Q.- ¡Caballero!

H.—¡Eh, qué diablos! Dejadme concluir. Habéis de saber que yo he amado. Amé a una muchacha rubia y poética; una especie de celestial aguamarina. Dábale por el canto y por la costura; no desdeñaba los deportes; pedaleaba gallardamente en bicicleta. A la verdad, era un tanto insípida, como la perdiz sin escabeche. Pero yo la quería con una pureza tan grande, que me helaba las manos. Gustábame pasar largas horas, recostada la cara en sus rodillas, mirando el horizonte que entonces queda a nivel con nuestras pupilas. Ella doblaba gentilmente la cabeza, con una domesticidad de prima que aun no sabe. Tenía la barbilla imperiosa; los ojos llenos de un azul juvenil e ignorante, cuando se los miraba bien abiertos; pero habitualmente entornábalos soñador desdén. La nariz con un ligerísimo respingo. La boca un tanto grande, pero todavía sin el más ligero desborde de ese carmín virginal que mancha los labios sabedores del amor, como el vino a la copa en que se ha bebido. Eran quizá un poco altos y flacos sus pómulos. Peinábase muy bien, con sólo dos ondas irregulares y flojas de su rubio cabello. Llevaba siempre descubierta la nuca, exagerando su desnudez con una inclinación de lectura. Ésta era toda su coquetería. No se distinguían sus senos bajo la blusa. Sus manos y sus pies eran más bien largos. La falda trotteuse dejaba adivinar sus piernas delgadas y altivas de nadadora. Pues la natación constituía su encanto. La natación con peligro de la vida. Prohibiéronsela en vano. Iba al río con pretexto de coger violetas y ortigas para adornar su sombrero de sol. Dejé de amarla cuando descubrí que pertenecía a la infame raza de las mujeres. No sé bien si murió o si se metió monja. Para ambas cosas tenía vocación. ¡Adiós, para siempre, no via mía! (arrojando de un papirotazo su cigarrillo hasta el techo). ¿Pero no advertís, caballero, que hablamos un idioma desusado, con pronombres solemnes, como si fuéramos hombres de otros tiempos?…

Q.-No sabría yo hablar de otro modo, bien que comprenda lo pretérito de este lenguaje; mas, úrgeme refutar vuestros errores respecto de la mujer. Téngola yo por corona de los días laboriosos que uno vive en la inclemencia del destino; sus vestidos son follaje de palmera en toda peregrinación; en toda ardua empresa, su amor es el jardín de la llegada. Si esposa, es fuente tranquila donde os miráis al beber, y cuya agua está eternamente al nivel de vuestra boca. Si doncella, es íntegra llama donde pueden encenderse cuantas otras queráis, sin que por esto se aminore. También yo amé y amo a una beldad por todo concepto extraordinario. Baste deciros que un solo aliento de su boca haría florecer en pleno invierno todos los rosales de Trebizonda. Si la mar no tuviera color, entra ella para bañarse en la mar, y volviérase ésta azul por duplicarse en firmamento para tal estrella. Su alma tiene la claridad del cristal en su pureza; el timbre en su fidelidad; el brillo en su inteligencia; la delicadeza en su sensibilidad; la naturaleza ígnea en su ternura, la apariencia de hielo en su discreción. Y no cristal como quiera, sino vaso veneciano que habría conquistado a fuerza de armas, para un altar, el Emperador de Constantinopla.

H.-Si yo conociera una mujer así, es probable que también amara.

Q.—(Irguiéndose con jactancia.) ¿Creéis que yo la conozca o haya conocido? Si la amo, es porque nunca ojo mortal profanó su increíble hermosura.

H.-(Sofocando una buchada de risa.) Os felicito, caballero. He ahí un modo de entender el amor, que no estaba en mis libros. Mi filosofa respecto a las tórtolas, es, ahora, la de un gato goloso. Dejarlas volar o comerlas. (Mira de pronto al cielo, y notando que la luna está ya visible de aquel lado, hace una mueca desagradable.) Ahí tenéis a la luna, el astro de los amantes líricos. ¡La luna! ¡Qué inmensa bobería! Cada uno de sus cuartos me produce una jaqueca (increpándola): ¡Eh, imbécil solterona, bolsa de hiel, ripio clásico, ladradero de canes, hostia de botica, cara de feto! (Apretándose las sienes.) ¡Uf, qué dolorazo de cabeza!

Q.-Mi alma se llena de poesía con la luna, como el agua de una alberca que fue sombría entre abetos. A ella debo mis más ilustres inspiraciones. Años llevo de contemplarla, siempre propicia a mi amor. Para mí representa la lámpara de la fidelidad.

H.-Hembra es, y como tal, bribona sin remedio.

Q.-(Poniéndose muy grave.) Caballero, la luna me filtra en el cerebro fermento de mil hazañas. Vuestros propósitos sobre la mujer, son ciertamente intolerables; y no más que por reduciros a la decisión de las armas, os digo que tomo a la luna por doncella desamparada, y que no permitiré a su respecto ninguna insolencia.

H.- (Encogiéndose con un tiritamiento enfermizo.) No desconoceréis, caballero, que os he tolerado a mi vez muchas impertinencias. La medida está colmada. La luna es una calabaza vacía y nada más. Sé bien que quien escupe al cielo, cáele la saliva en la cara. Pero tengo la boca llena como un mamón que echa los dientes, y veo allá un cartel que dice: "Es prohibido escupir en el suelo". (¡Qué gramática!) Así, pues, oh luna, buena pieza, toma (escupe hacia la luna) toma (escupe nuevamente) toma (escupe por tercera vez).

Q.- (Sacando su tarjeta.) Mis señas, caballero.

H.- (Haciendo lo propio.) Caballero, las mías.

Q.- (Mirando la cartulina con asombro.) ¡El Príncipe Hamlet!

H.- (Leyendo con interés.) ¡Alonso Quijano!


Escena II


Don Quijote, alzando los ojos hacia su interlocutor, advierte que ha desaparecido.

Hamlet, buscando con una mirada a don Quijote, nota que ya no está.

El lector se da cuenta, a su vez de que Don Quijote y Hamlet han desaparecido.



Pertenece al libro "Cuentos fatales"

Fecha de publicación: 1924