Tradiciones peruanas - Octava serie
Dos excomuniones

de Ricardo Palma


Bien haya el siglo XIX, en que es dogma el principio de igualdad ante la ley. Nada de fueros ni privilegios.

Que en la práctica se falsee con frecuencia el dogma, ni quita ni pone. Siempre es un consuelo saber que existe siquiera escrito, y que estamos en nuestro derecho cuando gritamos recio contra las arbitrariedades de los que mandan.

Estos despapuchos se me han venido a la pluma al imponerme de los conflictos en que, a mediados del siglo anterior, se vio envuelto don Nicolás de Boza y Solís, alcalde de Guamanga. Paso a contarlos.

Junto a la casa del obispo don Alfonso López Roldán, que fue un mitrado batallador como pocos, y con puerta excusada para el patio del domicilio de su ilustrísima, había una pulpería cuyo dueño era un catalán, que respondía no sé si al apellido o al mote de Cachufeiro, hombre atrabiliario hasta dejarlo de sobra.

La ocupación de pulpero, en que con facilidad se hacía fortuna, constituía un privilegio; pues según real cédula promulgada en el Perú en tiempo del virrey conde de Chinchón, sólo a españoles de España era lícito establecer pulpería. Ítem, el número de ellas se limitó a una por manzana en Lima, a treinta en Arequipa y Cuzco, a quince en Trujillo, y a doce en ciudades como Guamanga. Un pulpero era, pues, casi un personaje.

Había el alcalde, como bando de buena policía, dispuesto que después del toque de cubrefuego no hubiese ventorrillo abierto, porque la reunión de aficionados al zumo de parra ocasionaba escándalos y tumultos, con zozobra del pacífico vecindario. Cachufeiro ni pizca de caso hacía del bando ni de las reiteradas notificaciones de los alguaciles, y mantenía abierto su establecimiento hasta la hora que le venia en gana cerrar. Calentose al fin la chicha a su señoría, que rondaba la población después de las diez de la noche, y se llevó a la cárcel al insolente pulpero.

Noticiado el señor obispo de la prisión del vecino, reclamó su libertad; pues la pulpería, según su leal saber y entender, gozaba de tanta inmunidad como la casa episcopal. El alcalde contestó al oficio del diocesano negándose, en términos respetuosos, a acceder, y manifestando que una pulpería con puerta a la calle pública estaba bajo la jurisdicción inmediata de la autoridad civil, sin que la circunstancia de la puertecita excusada o de comunicación con el patio y corrales del domicilio episcopal mereciese ser atendida. Y por más deferencia a la persona de su ilustrísima, dispuso el alcalde que el escribano del Cabildo en persona fuese a entregar la nota, y de palabra diera también al obispo otras satisfactorias explicaciones.

El señor López Roldán era, como hemos dicho, carácter fosfórico, y después de imponerse del oficio, dijo muy encolerizado al escribano:

-Vaya usted, pedazo de canalla, y dígale a ese alcalde de morisqueta que si antes de una hora no ha puesto en libertad a mi vecino, lo excomulgo con excomunión mayor. Vaya usted.

Al cartulario le ardió como cantárida eso de, sin comerlo ni beberlo, oírse llamar, no como quiera simplemente canalla, sino pedazo de canalla, que es el colmo del vejamen, y contestó:

-Permítame su señoría ilustrísima decirle que yo no he dado motivo para que me insulte...

-Cállese, pícaro hereje, y lárguese -lo interrumpió el obispo alzando los puños- antes que también lo excomulgue si me chista.

Y el escribano dio media vuelta y escapó.

¿Creerán ustedes que el alcalde de Guamanga, don Nicolás de Boza y Solís, tembló como una rata y puso en la calle al preso? Pues así como suena.

Lo peor es que tuvo la tontería de escribir a Lima, informando minuciosamente de todo a su excelencia el virrey marqués de Castellfuerte, que fue un virrey muy bragado y de malas pulgas.

-¡Cómo! ¡Inmunidad de pulpería! ¿Esas tenemos? Pues hay que atar corto a ese obispo y echar una repasata a ese alcalde mentecato -exclamó el marqués.

Y convocando a la Real Audiencia se dispuso el enjuiciamiento del señor López Roldán. El juicio duró dos años, y terminó dando el mitrado satisfacciones al poder civil.

Cuando Boza y Solís leyó la filípica que, en respuesta a su informe, le enviara el de Castellfuerte, murmuró:

-¡Me he lucido! Palo porque bogué, y palo porque no bogué.


Para atrenzos tampoco fueron anea de rana en los que se vio, allá por los años de 1670, don Juan de Aliaga y Sotomayor, nieto del conquistador Jerónimo de Aliaga.

Fue el caso que habiendo contraído matrimonio con dona Juana de Esquivel, ésta le llevó en dote cincuenta mil pesos sonantes, amén de valiosas propiedades, rústicas y urbanas, en perspectiva, como hija única de padres ya viejos y acaudalados. Después de doce años de coyunda, murió doña Juana sin haber tenido prole, y en su testamento legó toda su fortuna al marido, sin más gravamen que el de fundar una capellanía, en beneficio de una dignidad del coro metropolitano de Lima, con los cincuenta mil pesos de la dote.

Pero pasaron meses y meses sin que don Juan pensara en lo de la capellanía, hasta que los interesados en la fundación acudieron al papel sellado, convencidos de que a buenas nada alcanzarían. Y vino litigio, y don Juan buscó abogado que tuviese bien provisto el almacén de la chicana, y corrieron años, y la capellanía sin fundarse. Y no se habría fundado hasta hoy día de la fecha, a continuar el asunto en manos trapisondistas de leguleyos y escribanos.

Mas el arzobispo se amostazó un día, y dijo: «Basta de papelorios».

Y sin más fórmulas mandó al cura de la parroquia de San Sebastián que en la misa mayor del domingo venidero fulminase excomunión mayor contra el tramposo.

En esos tiempos una excomunión no pesaba adarmes, como las excomuniones de hogaño, sino muchas toneladas. Hoy las excomuniones se parecen a las zarzuelas en que son motivo de chacota callejera y de provechosa popularidad para el excomulgado. No quitan el sueño ni el apetito. Gente conozco que rabia por que le caiga encima una excomunión.

También es verdad que en esos siglos, Roma abusaba de su omnipotencia con actos que hoy ciertamente no se atrevería a realizar por miedo al ridículo. No sólo elevaba a la dignidad de santo a quien le placía, que en eso poco dañaba a la humanidad viviente, sino que los altos puestos de la Iglesia los distribuía a su antojo y por adulación a los reyes que le hacían caldo gordo. Por eso en 1619 Paulo V concedió el capelo cardenalicio y nombró arzobispo de Toledo al infante don Fernando, hijo de Felipe III, niño de diez años, atendiendo a los indicios que daba de virtud, indicios que cuando fue hombre resultaron hueros. Clemente XII, en el siglo siguiente, esto es, ayer por la mañana, mejoró la postura en un niño de ocho años, el infante don Luis Antonio, hijo de Felipe V, tan cardenal y arzobispo como el otro, y que también desmintió los indicios. ¿Y quién excomulgó a esos Papas simoníacos? ¿Quién? Doblemos la hoja.

Don Juan estaba a la sazón en vía de contraer segundas nupcias con doña María Brava y Maza, limeñita aristocrática de mucho reconcomio y hermosura y que gastaba el lujo de tener padre de espíritu, si bien acudía al confesonario sólo por cuaresma, y eso por el bien parecer. Para los pecados que ella embarcaba en la nave de su vida, bastaba con un desvalijo al año.

Aquel domingo, ignorante él de que en la mañana se le había puesto fuera de la comunión de la Iglesia, fue a las dos de la tarde a hacer la obligada visita dominguera a la novia. Una criada lo esperaba en la puerta de la calle, y sin permitirle traspasar el umbral le dijo:

-Dice mi amita que le haga su merced favor de no desgraciarle su casa poniendo los pies en ella.

Aquí de las apuraditas para don Juan. A él, según decía a sus amigos, se le daba un carámbano de la excomunión; pero no se avenía a renunciar a sus amores. Escribió, y le devolvieron la carta sin abrirla; mandó parlamentarios, y se rechazaron las embajadas. Siempre la niña erre que erre en no corresponder ni al saludo del excomulgado.

¿Qué partido le quedaba, pues, al pobre galán? Arriar bandera, rendirse a discreción; y eso fue precisamente lo que hizo.

Hasta Enrique IV, persona de más copete que los Aliaga de mi tierra, dijo: «Bien vale París una misa».

Y Mariquita para don Juan valía más que París.

Y la capellanía se fundó, y hubo casorio. Como no se estilaban en ese atrasado siglo medallitas conmemorativas, disculparán ustedes que no precise la fecha de la ceremonia nupcial.