Donde las dan las toman
PERSONAJES
EL DUENDE.
DON RAMÓN ARRIALA.
Quiero echarla de la boca.
(Quevedo, Letr. Sát.)
Ya tocando la boca o ya la frente,
Silencio avises o amenaces miedo.
¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
(Íd. Epíst. Cens.)
Amphora
(Horat. Epíst. ad Pis.)
¿Por qué dando a la rueda movimiento
(Trad. de Iriarte.)
DON RAMÓN.- Señor Duende, ¿qué es eso? ¿Qué turbión de finezas ha reunido sobre la cabeza de usted para confundirle, el Correo Literario? ¿Qué hace usted que no corta su pluma, la moja en hiel?...
EL DUENDE.- Amigo, ¿qué quiere usted? Así me han dicho; estoy aterrado... Es verdad que no hay motivo para estarlo..., pero...
DON RAMÓN.- Es decir, que de esta hecha Asmodeo se volverá a sepultar en el fondo de su botella; el Duende feneció; es decir, que nos podemos hacer los lutos sus deudos y apasionados.
EL DUENDE.- Sin duda. Es preciso decirlo de una vez: el Duende está conjurado y no volverá a sacar la cabeza.
DON RAMÓN.- ¿Es posible que se deje dominar de un rato de mal humor?... ¿Qué razón dará usted cuando los que confiaban en sus fuerzas?...
EL DUENDE.- Amigo mío, me pondré colorado, diré que no puedo escribir más, que me encomienden a Dios..., porque, en fin, ¿qué bienes me resultan a mí de seguir alabando al Correo, como lo he hecho en mi cuarto cuaderno? He probado su mérito, su habilidad. Parece que el público no cree estas dos calidades, que los redactores no me agradecen. ¿No vale más hacer una retirada honrosa que querer tener más razón que un hombre que ha estado en la calle de Richelieu, que sabe dónde está el teatro Francés?... Ya ve usted que esto no es obra de ningún español ni se consigue a dos tirones.
DON RAMÓN.- Por Dios, señor Duende, que usted también ha estado en la calle de Richelieu. Si yo dijera eso, que estoy condenado a no tener razón en ninguna disputa habida ni por haber, porque no sé si esa calle de París será hecha de casas como las que usamos por acá en España...
EL DUENDE.- Es verdad...
DON RAMÓN.- Eso, señor Duende, no es falta de ánimo, sino de razones; y esto quiere decir que tendrá que confesar que el Correo es bueno. En una palabra, ¿usted responde, o no? Convénzame usted de las razones que tiene para proceder con esa sangre fría, y manifiésteme sus armas; de lo contrario, yo haré correr la voz del vencimiento más vergonzoso...
EL DUENDE.- Paso, señor de Arriala; no le entiendo a usted una palabra de eso que dice de vencimientos... Explíquese usted.
DON RAMÓN.- Usted se chancea. Será que cuando todo el mundo no habla de otra cosa en Madrid sino del Duende, él solo esté ignorante...
EL DUENDE.- A la verdad que no he leído...
DON RAMÓN.- ¿No ha leído usted la respuesta que le dan? ¡Hay cachaza singular!
EL DUENDE.- Como no la tenía no la esperaba; además he creído que valiese tan poco la pena...
DON RAMÓN.- Es usted singular, pues felizmente, aunque por imitar a todo el mundo, no he comprado los números, la indignación me ha hecho copiar lo que más me ha chocado, y yo le diré a usted.
EL DUENDE.- Hombre, si he de decir verdad, no tengo mucha curiosidad de saber lo que dice el Correo, y tengo cosas de más importancia a que destinar el tiempo..., pero ya que usted se empeña, veamos. Al fin, de un periódico tan respetable sólo se pueden esperar muchas sales, objeciones bonitas, fundadas, ironía bien manejada, razones... y todo esto no podrá menos de gustarme, como habrá gustado ya, sin duda, al público.
DON RAMÓN.- Vaya, el Duende delira. Todo lo contrario: insultos, sandeces, pocas razones, pero malas; desvergüenzas, y lo que es peor, personalidades calumniosas, inmorales, frescas y chorreando sangre.
EL DUENDE.- Paso segunda vez, señor don Ramón. No le permito a usted ir adelante; una cosa es que tenga ojeriza al Correo, y otra cosa es que me quiera pintar... ¡Vaya! ¿Cómo es posible... un papel de esa clase y responsabilidad había de propasarse hasta el punto de perder el respeto al público...? Señor don Ramón, ¿no se hace usted cargo que aunque los señores redactores, aunque el principal de ellos, que no conozco sino para reírme de él, pero que ya conoce el público, aunque el caballero José María Carnerero, que es incapaz de esas indecencias, se hubiese vuelto loco, el editor, interesado en el honor, es decir, en el lucro del periódico, no se lo hubiera permitido? No ve vuesa merced que eso sería escupir al cielo, poco menos que vender rábanos, darme a mí armas..., hacer personas que peinan canas lo que no haría un niño.
DON RAMÓN.- Señor Duende, diga usted lo que quiera: ello no estará bien hecho, pero es demasiado cierto. Es verdad que es cosa de niños, que patean, rabian, lloran, pegan a su madre, se desgarran los vestidos y se arañan y maltratan a sí mismos cuando les quitan un gusto; pero, amigo, pintiparado eso mismo hace el Correo. El Duende ha sido un sinapismo que ha levantado ampollas que todavía escuecen, y no sólo no han podido disimularlo despreciándole, sino que después de emplear diez o doce columnas acerca del Duende, todavía intentan estar empezando y...
EL DUENDE.- Repito, señor don Ramón, que si usted no se modera concluiremos nuestra conversación; no quiero oír hablar mal del tal periódico; he probado sus ventajas, ha hecho un favor notable a mi salud, volviéndome el sueño, y, sobre todo, no creo cuanto usted dice. ¿Cómo creer que un periódico que en el prospecto prometía notar con urbanidad y decoro los defectos, haya olvidado tan pronto las leyes que él mismo se ha impuesto y las cualidades que deben tener las buenas críticas, y que, en su concepto, son las de imparciales, instructivas y urbanas? (número 1). ¿Cómo ha de portarse de ese modo un periódico que asegura que es muy raro que el vituperio y el elogio sean justos cuando son exclusivos (ídem), y que añade: «La crítica debe ser urbana; no nos parece que esto necesita demostración. Todo lo que sale de la esfera de las discusiones literarias no es del caso, y aun por eso el crítico juicioso nunca hablará más que de los escritos, y no infamará su pluma en bajas personalidades ni con alusiones pérfidas y ajenas de su asunto. Los escritores que sólo saben divertir con el auxilio de tan mezquinos recursos ignoran, sin duda, que se necesita muy poco arte y muy poca habilidad cuando sólo se trata de entretener la malignidad pública; y nosotros, desde luego, declaramos que no es nuestro intento aspirar a triunfos de esta especie».
DON RAMÓN.- Ésta es la mía, señor Duende, y por más que usted defienda al Correo, vamos a ver si cumple con todas esas buenas palabras; téngalas usted presentes, y déjeme hablar siempre hasta que haya concluido. En primer lugar, no me parece inútil advertir que en el examen crítico del Duende se sigue otro rumbo muy distinto; no se le puede aplicar aquello de es muy raro que el elogio y el vituperio sean justos cuando son exclusivos, puesto que manifiesta ser imparcial en el hecho de alabar lo que le parece bueno (véase págs. 16 y 17, sobre óperas; ídem 9, sobre las noticias de turcos y rusos, y 39, sobre el número 20); y el deseo que a continuación expresa prueba que su intento no es el de echar abajo al Correo, sino el de corregirle; es imparcial, puesto que a los mismos sujetos que en un paraje deprime, en otro alaba, según cree merecerlo; por ejemplo, el señor Anfriso, de quien dice: «Si sus poesías son buenas, como tengo motivos para creerlo»; a quien defiende después contra el Aprendiz, que desmedidamente le ataca; lo mismo sucede con el señor Vega, etc.
Es verdad que el Duende dice a veces gracias demasiado picantes; pero éstas recaen sobre los yerros puramente literarios, y aunque se llame necio al que repara en el modo de leer un periódico, y al que dicta una característica insolente, es por la oportunidad de esta falta y por el resentimiento que resulta de verse llamado necio por no ser suscriptor; insulto en que ya empieza el Correo a hacer de las suyas, tanto más cuanto es un motivo suficiente la rabia de tener pocos suscriptores para insolentarse con los que no lo son. Aun esto de llamar necio al autor incógnito de un artículo, nunca pudiera ser personalidad, puesto que no recae sobre la persona, que no hay conocida, sino sobre su artículo.
Véase, por lo demás, si en el Duende se halla una alusión personal de las que sacan la cabeza por todos los renglones del Correo. Cuando alaba, nombra; cuando deprime, no descubre el apellido del autor; esto indica una buena fe a prueba de Correo.
EL DUENDE.- Basta, señor de Arriala; eso fastidia, porque el caso es que el Duende no tenga razón...
DON RAMÓN.- Vamos ahora a ver si le gusta a usted el Correo... Lo primero que hace es poner el nombre al chiquillo y bautizarle de papelejo...
EL DUENDE.- No es malo el nombre; papelejo quiere decir papel pequeño, de pocas hojas; verdad es que no tiene una vara de largo desde los seis cuartos hasta la imprenta; y en atención a esto bauticemos al Correo de papelón, y no se enfade usted, que es cuestión de nombre, o llámelo h.
DON RAMÓN.- Sea así, ya que es usted tan acomodado. Dice que la ocurrencia de darle sueño al Correo no es nueva.
EL DUENDE.- Tiene razón; verdad es que no es nuevo el que esas obras medicinales den sueño; pero ese defecto no está sino en la virtud del periódico.
DON RAMÓN.- Que procura decirlo de un modo nuevo.
EL DUENDE.- Eso es un mérito en este tiempo en que, como decía Boileau, ya en el suyo nacemos tarde; todo está dicho, sólo nos toca decir: «Non nova, sed nove».
DON RAMÓN.- Y dilatándose tanto, que cuando escribía se conoce que lo hacía entre sueños.
EL DUENDE.- Eso es volver la pelota; se conoce que no le ha gustado la gracia, cuando le ha parado tan poco en el cuerpo, y nos la devuelve casi entera.
DON RAMÓN.- Dice que con razón tiene prólogo el Correo, porque otros periódicos le tienen; a eso digo yo: el que la Revista Enciclopédica se vuelva toda prólogos no quiere decir que el Correo debe tenerle, pues es un periódico de otra especie que dice algo; todo prólogo, no siendo más que una preparación que hace el autor para hablar, como la etimología de su título lo indica ( de la preposición antes, delante y de palabra, discurso; según otros, del verbo predigo, digo antes, de digo), le viene encajada a cualquiera obra como al Correo una crítica, cuando en el discurso de la obra se cumple con el objeto de hablar; pero cuando después de un prólogo tan completo salen unos harapos de periódico y unos artículos tan huecos, da gana de decirle el
y aquello de
Fortunam Priami cantabo, et nobile bellum,
Quid dignum tanto feret hic promissor hiatu?
Y, sobre todo, da ganas de explicarles todo esto por medio de una fabulilla, que bien sé yo que les había de gustar.
El escarabajo y la araña
Miren que muy seria
la fábula va;
y atiéndanme todos,
que es cosa formal.
Un escarabajo,
profundo animal,
la araña ingeniosa
hubo de encontrar.
¿Qué hace pensativo,
señor, el de allá?
¿Qué cosa esos sesos
revolviendo están?
Pienso, amiga araña,
diz con seriedad,
poner una fábrica
que habrá de admirar.
Brazos sólo faltan
a hacerme el telar;
y así me prestaseis
vuestra habilidad.
La araña industriosa
¡hola!, dice, ¿hay tal?,
y hubo en un camino
gran casa de alzar.
Mas la socarrona,
su capacidad
dudando, certera
se quiso esperar.
Aquello era verle
con activo afán,
qué de materiales,
alegre, hacinar.
Y después de tanto
sudoso activar,
señores, ¿qué haría?
¿A que no acertáis?
Una pelotilla;
no pudo hacer más:
¡os miro, burlones,
la risa soltar!
Bien, dijo la araña,
hice en desconfiar;
que a fe nunca el olmo
dar peras sabrá.
¡Oh! Cuántos suelen en grande fachada
así alucinar,
y es pelotilla, si al fin esperamos,
DON RAMÓN.- Quiere defender el artículo del año pasado. Dice que no es pesado, y lo vuelve a explicar; conque es bueno que se le critica el explicar demasiado, y todavía vuelve a explicarlo. Que pedía repeticiones, yo mismo lo decía; pero que no merece rompernos la cabeza, yo mismo lo digo. O tiene muy mala idea formada de su explicación, o del entendimiento del público.
EL DUENDE.- Eso me gusta en el señor J. P., que no nos deje a media miel; antes bien, «de la hiel del Correo apure el vaso»; y yo creería muy oportuno el que repitiese, si no fuera por tres casualidades que ocurren: una, que a la primera lo entendimos todos muy de sobra, y aún más de lo que él hubiera querido, pues además de entender lo que quería decir, entendimos que lo decía muy mal, que lo escribía peor, etcétera; dos...
DON RAMÓN.- Basta, pues, señor Duende; ¿para qué las otras dos? Pues aún barrunto yo que no ha quedado muy satisfecho el señor J. P.; por fortuna se ha cortado, que él llevaba camino de hacernos pasar por un rosario de quince dieces. Bien le podrán ganar a conciso, ¡pero a llenar papel, etc.! Bien haya su pluma, o, por mejor decir, su martillo y el brazo que le descarga.
¡Ay, señor Duende, prepárese; aquí hay un varapalo con tres versos como tres conjuros, y son de Argensola, aunque no lo dice el Correo! Pero... vaya, figúrese usted si será varapalo que se pueda bizmar con la flema de usted, cuando no sólo está en letra de molde, sino en letra bastardilla.
«El señor Larra, comisionado por el Duende en los versos que hizo a la Exposición pública, en los cuales, por no entender las materias de que hablaba, ha dicho cosas muy raras».
Vea usted por dónde retoña el arbolito. ¿Ha visto usted cómo toma el atajo y le mete un aguijón?...
Parece que el señor J. P.; a todo lo que es poesía lo llama versos, como los ignorantes; y no lo será, sino que tendrá gusto en parecerlo.
EL DUENDE.- Si esto es así, es usted el demonio; y tiene usted razón, porque no siendo los versos sino una de las partes de la poesía, es lo mismo llamar versos a una oda, que decir que el señor redactor tiene un paño, en vez de decir que tiene unos pantalones.
DON RAMÓN.- ¡Hola! Pues debe usted estarle muy agradecido, que es mucho que no la llamó décimas, así como llamará también santos a todas las estampas, aunque sean las del Quijote. Bien podía haber dicho oda, que así se llama esta clase de composiciones, en opinión de los Duendes y de los que no son periodistas del Correo, y este nombre viene de por crasis en vez de canto, del verbo y de aquí llamaban los atenienses odeon una especie de academia de música; de donde tomaron los latinos odeum, i, como a cada paso se encuentra en Vitruvio, pequeño teatro donde se celebraban certámenes de música.
DON RAMÓN.- Y de ahí han tomado los parisienses su Odeón, segundo teatro de París para la música, el cual está en el Faubourg Saint-Germain, junto al Jardín de Luxemburgo, ya que es preciso haber estado en París para tener razón con esta especie de redactores.
Pues amigo, eso no es nada; ¿y allá cuando dice el hijo de Apolo, el señor de Carnerero, que ha tenido usted el gusto de hacerse conocer por una malísima oda a la Exposición? ¿Y qué dice usted ahora?
EL DUENDE.- Si eso es cierto, ya empiezo a creer que es buena; ya no debe dudarlo, cuando al señor de Carnerero le parece mala, y baste por este voto; pero con respecto al señor J. P., no puedo creer que hable mal de ella. ¿Usted cree que antes de aventurar el señor J. P. si dije cosas raras en los versos por no entender las materias, no hubiera llegado a pescar, como es su frase favorita, al señor director de la Junta de la Exposición, que es persona a quien se debe venerar, porque es un sabio de los que andan más escasos que Correos, y no se hubiera informado de él? ¿No hubiera visto a los señores vocales de la Junta, quienes le hubieran dicho no sólo la opinión que tenían formada de la oda con respecto a los objetos de la industria, sino también al mérito o demérito literario y poético de la composición? ¿No hubiera consultado el señor J. P. a don Juan Peñalver, su secretario, a quien no cambio por el redactor J. P., porque no es ninguna chinita, no es ningún redactor de un Correo, sino un buen matemático, físico, químico, economopolítico, etc.? Bien seguro es que el tal señor secretario don Juan Peñalver, a quien respeto y respetaré toda mi vida mientras sepa más que yo, en caso de haber hallado defectos en la oda, como sin duda los tendrá, no hubiera aconsejado al señor J. P. que los bautizase de cosas raras, que en lengua de sabios es lo mismo que no decir nada, o no tener nada que decir.
DON RAMÓN.- Pero, señor Duende, esa diferencia que hay entre don Juan Peñalver y don J. P. no quiere decir que la oda sea buena; ello es preciso defenderla de este malandrín que la pone de malísima. La Junta pensará lo que quiera, pero al público no le consta: es preciso razones.
EL DUENDE.- Yo sospecho que el señor Carnerero no había leído de la oda sino mi apellido cuando aseguró ser mala; es decir esto, que está bien determinado a encontrarla mala cuando la lea; y efectivamente no se hace usted cargo; «una oda hecha por un señor que ha criticado al Correo», ¿cómo ha de ser buena? ¿No ve usted la incongruencia que habría en alabar un redactor al señor Larra? Eso se palpa. Mala, malísima, a los ojos del señor Carnerero; y Dios nos libre de que algún día les llegue a gustar a los Carnereros la oda, líbreme de verla alabada por ellos, por aquella regla de Iriarte:
Si el necio aplaude, peor.
DON RAMÓN.- Pero, ¿usted la defiende?
EL DUENDE.- ¿De qué? ¿Cómo?
DON RAMÓN.- Dando razones.
EL DUENDE.- Ninguna dan en contrario. Los inteligentes que han leído la oda ya han juzgado. A aquellos mulos de reata que a falta de criterio propio o sin haberla leído la juzguen malísima por el dicho de otro, a ésos les aconsejo que no la lean, y ese tiempo se encontrarán para cosas que ellos llamarán más útiles; si el día de mañana apareciesen razones contrarias de algún peso, me contentaría con leerles un oficito de la Junta, cuyo voto, prescindiendo de lo mucho que vale, por poco que valiera, había de ser una autoridad infinitamente más respetable que la del señor Carnerero, y la de un enemigo del autor del Duende, tanto por ser una corporación (en que no tengo el honor de conocer a ningún individuo), la cual no se doblega por interés alguno a la alabanza injusta, como por componerla sujetos de un mérito conocido en diversos ramos, y algunos en la literatura; el cual ahí le tiene usted.
DON RAMÓN.- «La Junta de Exposición pública ha visto con particular aprecio la oda sobre la Exposición pública de la industria española que usted le presentó, y que tanto honra al mérito literario como a los sentimientos patrióticos de su autor. El señor Larra, en opinión de la Junta, debe ocupar un lugar distinguido en el Parnaso español y continuar dando nuevas pruebas de su precoz talento en el dificilísimo ramo de la literatura, que cultiva con tan buen éxito; todo lo cual, por acuerdo de la Junta, hago saber a usted para su noticia y satisfacción. Dios guarde a usted muchos años. Madrid, a 1 de septiembre de 1828. Juan López Peñalver de la Torre, secretario. Sr. D. Mariano José de Larra».
Esto vale algo más que los chasquidos y látigos de un Correo, aunque mete menos bulla.
EL DUENDE.- Efectivamente, yo creía que era algo; pero ya veo, amigo, que la oda maldita en tan poco tiempo se nos ha echado a perder; no podré decir que no pasan días por ella; si se repuntaran las odas como el vino y si se pasaran como el pescado... Ya se ve, estos calores, el tiempo tan desigual..., los periodistas tan periodistas...
DON RAMÓN.- Sigamos, pues, que la oda está tan segura, que así me las den todas a mí, como nadie la ha de tocar al pelo de la ropa, y vamos a otra. Dice:
«No es poca satisfacción la de tratar de tontos y necios a unos periodistas, lo cual no está prohibido por las leyes; y en cuanto si repugna algo a la urbanidad, toca esto a la conciencia política de cada uno. En rigor no debe faltarse a ella en ningún caso; y si alguna vez, por descuido o por efecto de la debilidad humana, lo hiciésemos, etc.».
Pero, ¡ah, señores redactores! Vamos a ver si saco una consecuencia en buena lógica, ya que quieren lógica.
Según los redactores, la opinión de un periodista nunca pasa de ser la opinión de un hombre, y esto es tan verdad, que no necesita más prueba, y por eso me refiero a lo que dice, es decir, que el mismo respeto merece en cuanto a opinión literaria un periodista como uno que no lo es: de suerte que del mismo modo se deberá tratar a uno que a otro.
Es así que llamar necio, tonto, etc., a uno que no es periodista, v. g. el Duende, no es falta de urbanidad; porque ustedes lo han hecho, y no querrán faltar a sus leyes.
Luego no es falta de urbanidad llamar necio y tonto a un periodista, puesto que es lo mismo que uno que no lo es. Hasta aquí va bien.
Todo esto se infiere en el caso de que sea un buen periodista; pero si un buen periodista, cuando lo merece, puede ser llamado necio y tonto, cuando este periodista no sea bueno, ¿qué merecerá? En ese caso, bien se deja conocer que no sólo no será el aplicarle aquellos nombres falta de urbanidad, sino que será justo y necesario.
Es así que los redactores del Correo, como se prueba en todo este cuaderno y el anterior, no son buenos...
Luego a los redactores del Correo no sólo no será falta de urbanidad llamarlos necios, tontos, etc., sino que será justo y necesario. Señor Carnerero, venga usted por más lógica.
DON RAMÓN.- ¡Señor Duende! Duende sin urbanidad, ¿será posible que usted haya cometido la grosería, la falta de crianza de ver las faltas del Correo? ¿Y las leyes no lo prohíben? Vea usted: un crimen de leso periodista que se les ha quedado por allá. ¿Dónde están los Alonso, los Núñez, los Latín-Rasuras? ¿Qué hacen sus manes que no reviven a castigar a tanto hombre mal criado como hay en España, que comete la impolítica de no gustar del Correo? Y esta debilidad humana de que adolece todo un público... ¡Qué falta nos está haciendo en la Novísima Recopilación una ley que mande a todos los españoles de entrambos mundos gustar del Correo! Esta maldita fragilidad humana; pero a bien que la conocen los redactores; lo peor es que el pecado de hallar malo el Correo va a ser como el pecado original, que tiene que pasar a nuestros hijos; y permítaseme decirlo, aunque sea descortesía.
Y sigue poco más allá. «Cuando nos ocurrió dar un salto a la pág. 23 y no tuvimos reparo en hacerlo, fundados en que los Correos y los poetas tienen facultad para dar saltos, que así se traduce el quidlibet audendi».
Señor de Larra, mi amigo: ¿En qué tierra de cristianos, donde se coma pan de trigo, donde haya un mal dómine, se traduce así el quidlibet audendi? Y vaya un chinarro.
EL DUENDE.- Alto, y veamos. ¿Quién sabe si eso no será traducción así como quiera, sino traducción libre, o si estará imitado y arreglado al público español, que ahora imitaciones y arreglos llamamos a las que antes eran traducciones literales? (Véanse los anuncios de Gustavo y Poleska, Oros son triunfos, etc.).
Aquí tengo comentadores y traductores de Horacio franceses, ingleses, italianos, españoles...; iremos por el orden que ellos quieran salir.
Torrencio, Cruquio, Lambino..., Acron..., Porfirio..., Turnebo..., Mureto..., Erasmo..., Bond..., Minelio..., Rodelio..., Desprez..., Dacier..., el jesuita Sanadon..., Escalígero..., Ricardo Bentley..., Cuningham..., Heynsio..., Batteux..., nuestro jesuita Morell, el doctor Villén de Biedma..., Espinel..., Iriarte..., Burgos, etc. ¡Por vida mía que no hallo interpretado ni traducido ese pasaje de ese modo!; sólo por boca de todos viene a decir Horacio que a los pintores y a los poetas les son permitidas ciertas licencias; pero que no traspasen por eso los límites de su arte respectivo:
Quidlibet audendi semper fuit aequa potestas.
Scimus, et hanc veniam petimusque damusque vicissim:
Sed non ut placidis coeant immitia, non ut
Y vaya por todas la traducción del señor Burgos:
Fue permitido usar de cierta audacia,
Y alternativamente esta indulgencia
Para mí pido y debo autorizarla;
Pero no de manera que se junten
mansos bichos y fieras alimañas,
DON RAMÓN.- Pues de todo esto se deduce: en primer lugar, que no hablando Horacio con los Correos, sino con los pintores, es mala la aplicación del texto, a no ser que creamos que las profesiones de Correo y pintor se dan la mano; en segundo lugar, que hablando con los poetas y hallándose tan distante de serlo el señor J. P. como yo de ser redactor, está doblemente mal aplicado, y en tercer lugar, que otra vez que tenga el señor J. P. gana de saltar, salte el buen redactor en hora buena cuanto le viniere en voluntad, y hasta sudar la tarantela que le ha picado, y pues que nadie le ha de impedir este inocente desahogo, no le quiera suponer a Horacio ideas que no tuvo el buen latino; que aunque es antiguo y no le han de dejar volver a desmentirle como él quisiera, no es éste un motivo suficiente para levantarle falsos testimonios.
EL DUENDE.- ¡Qué reparón es usted, señor don Ramón! Vaya que eso es no dar cuartel; por María Santísima que somos cristianos, y una cosa es dar razones y otra no dejar respirar. Hágase usted cargo que pues a aquella especie de pasaporte que da Horacio a pintores y poetas para caminar por el país de la imaginación y salirse a veces de camino trillado, la han hecho extensiva para que los Correos puedan explayarse en brincos lícitos, bien pudiera servir también a todos los que se toman licencias, y aplicarse a los traductores que quieren truncar el sentido del texto.
DON RAMÓN.- ¡Bravo, señor Duende: haga, pues, todo el mundo lo que se le antojare, que así se traduce el quidlibet audendi!
Pero vamos adelante; agáchese usted, que vamos entrando en la espesura; deme usted la mano, y usted, que no sabe lógica, venga a aprenderla del Correo.
Parece que el señor Dominguito Cautela..., pero ¡cómo se lo había usted de figurar!... el tal Dominguito, pues, es el mismo J. P. redactor, y lo callaría, aunque, a fuer de Duende, lo sé muy bien, si él mismo no se descubriera saliendo a su defensa tan marcadamente.
EL DUENDE.- ¿Cómo es eso? ¿Quién diablos le había de reconocer con la cara tan embadurnada, el pobrecillo tan asustado de todo lo que ve, metido en la correspondencia?... Si no me engaño, dice el Correo, núm. 2, en una nota: «En el artículo que lleve este título (Correspondencia) se insertarán todos aquellos que, no siendo de los redactores, nos sean comunicados y parezcan dignos de publicarse». Y lo digo porque creo que el artículo de Dominguito venía en correspondencia.
DON RAMÓN.- Sí, señor; y éste es un golpe de Correo
EL DUENDE.- Pero eso es engañar, es no cumplir.
DON RAMÓN.- Señor Duende, no andemos a caza de inconsecuencias, que eso sería nunca acabar: de esta clase hay algunas, y estos golpes siempre los negarán..., pero, amigo, ello ha de haber Correo y correspondencia; cartas no vienen, de algún modo ha de hacer... A mí lo que me divierte es ver cómo el señor J. P. juega al escondite por entre el follaje del papelico, cómo corretea por la valija y se zambulle en la primera columna del pliego, y saca luego la cabeza dos varas más allá por entre la correspondencia, etc., y ahora, ¿quién es más Duende?
Pero partiendo de este principio, vamos buscando nuestra lógica, que buena falta nos hace...
Dice el señor J. P. o Cautela, núm. 12:
«Ha habido gentes que han querido suponer que este mal (la escasez de agua) existía, y aunque todo ello no ha sido más que una patraña...». Y en el número 34, el mismo J. P....: «Había agua..., había y hay agua, etc.». Y en el mismo: «El hecho es que en el verano se gasta más agua que en invierno..., sin que por eso se pueda decir que en diciembre trajesen los viajes más agua que traían en julio». ¡Qué tal, y qué torrente de lógica! En verano se gasta más agua que en invierno; en invierno no viene más agua que en verano; pero no hay escasez. No hay escasez; pero dice más abajo que sería bueno, útil y necesario traer a Madrid las aguas del Jarama, aunque costasen trescientos millones; ni que fueran artículos del Correo... ¡Trescientos millones! ¿Sabe usted que hay con trescientos millones para traer a Madrid, no digo yo el Jarama, sino a todo el Ganges y al mismo río Leteo? ¿Y para qué? Si hay agua no es preciso, ni bueno, ni útil, ni necesario; y si es bueno, útil y necesario, es señal de que no hay agua. Cargue usted, señor Duende, de raciocinio, llénese bien los bolsillos de lógica, que aquí está llovida con profusión, como el maná lo estuvo en otro tiempo sobre el pueblo de Dios; ¡bendigamos la mano benéfica que nos la envía y no indaguemos de dónde la saca!
EL DUENDE.- Sí..., pero también es verdad, como dice que es muy útil, disipar el temor de escasez de agua, aunque no lo sea tanto para la opinión del señor redactor el raciocinar así y faltar a la verdad. ¡Dios me perdone tanta falta de urbanidad!
DON RAMÓN.- Eso sería en dos casos: cuando la gente a quien conviene engañar leyese el Correo o le creyese; pero ¡si se palpa la falta de agua, a no ser que las cachetinas, los motines y, sobre todo, el no satisfacerse el pedido que hacen los usos de la vida fuesen humoradas que los aguadores, por el quidlibet audendi, se tomasen la libertad de gastar todos los veranos con el vecindario! Empeñarse en hacerme creer que tengo la tinaja llena de agua el día que me muero de sed, es pensar que he de ver negro lo blanco y tratarme de loco o borracho.
EL DUENDE.- A la verdad, que no le sucedió a un visionario, y le contaré a usted el lance.
Un filósofo creía que cuanto en la vida acaece no pasa realmente, sino que es una ilusión de nuestros sentidos, que nos lo hacen creer así, y llevaba su opinión tan al extremo, que quería hacer creer que en realidad no existimos, sino que se nos figura existir. Consolaba un día a un afligido que acababa de perder su fortuna al volver de un dado, con sus alambicadas reflexiones, y decíale:
-Convénzase usted de que no ha perdido su dinero, sino que es una ilusión de sus sentidos; convénzase usted de que nada se siente en esta vida sino que se cree sentir...
A esto no pudo sufrir más el malhumorado, que le pareció burla quererle probar que estaba viendo visiones; y enderezando un bastón que traía en la mano, conforme le había de dar una razón, a estilo de Correo, diole un palo, y tras éste otro, y tras éste cuantos pudo; y como se quejase el filósofo con gritos descompasados rogándole no le pegara más, le repetía a cada golpe:
-Se equivoca usted, señor filósofo, que yo no le pego; es una ilusión de sus sentidos -y dábale otro y le añadía-: Es mentira; a usted no le duele, sino que se le figura.
Con lo cual le probó hasta la evidencia que es difícil ser filósofo a costa de la razón, y se cree que no volvió nuestro loco a asegurar a nadie que no existía.
DON RAMÓN.- Bien dice el redactor que se dejan sentir los duendes, y por este artículo concluyamos remitiéndonos a la página 11, en respuesta a lo que dice el redactor de que el Duende trata de desacreditar al Correo para bien suyo y del público.
EL DUENDE.- Por cierto, el Duende no quiere desacreditar al Correo ni trata de disputar este privilegio, que tan bien se han abrogado sus redactores; al fin es su propiedad. Sit jus, liceatque perire poetis. (Horacio, Epíst. ad Pison).
DON RAMÓN.- Número 35. Interlocutores en él: a ratos, el señor Carnerero; por lo regular, su cólera.
¡Ah, señor Duende; esto ya es otra canción; aquí hay menos razones, pero más desvergüenzas!
EL DUENDE.- Vengan, pues, que, como dice Iriarte, para los insultos infundados tengo yo los bolsillos llenos de qué-se-me-da-a-mí.
DON RAMÓN.- Epígrafe: Le ton fait la chanson. Traducción libre: «Al son que me tocan, bailo».
EL DUENDE.- ¡Vítor!, y vanse. Inde thoro pater Eneas sic orsus ab alto. (Virgilio, Aeneida, II parte, verso II). Traducía un examinando que en lo de libre se iba allá con el señor Carnerero:
-De donde el toro padre Eneas...
-¿Qué dice usted de toro padre? -le interrumpió el examinador.
-Señor, en esto de traducir hay opiniones, y yo sigo ésta.
-Pues, hijo, en estotro de aprobar examinando -le repuso el padre- no deja de haberlas, y yo sigo la de darle a usted calabazas.
DON RAMÓN.- Y dice muy bien el Duende, que le vienen al señor Carnerero que no parece sino que es su comidilla; a mi entender, se debe traducir, si es literalmente:
Le ton fait la chanson.
El tono hace la canción.
Y la verdadera traducción libre sería un proverbio español equivalente a aquel francés.
EL DUENDE.- Por ejemplo: «No siento que me llames Martín, sino el retintín».
DON RAMÓN.- ¡Ah, ah, señor Duende! Eso es herir la dificultad; éste sí que es un golpe de ignorancia; acuérdese usted de los interlocutores; aquí habla todo el señor Carnerero. Vea usted cómo no hubiera tenido que ir a Francia por epígrafe, que a fe está lejos para andarse yendo y viniendo a cada triquitraque, si no es por las cosas más precisas; lo que sí parece es que están los redactores combalachados, se han dado de ojo para traducir; a la verdad, no se llevan el canto de un real de a ocho; y vaya esta chinita por aquel quidlibet audendi, de que todavía se está quejando Horacio; apostaría cualquier cosa a que le duele más que el triste papel que le están haciendo hacer en la otra vida, porque es de advertir que era un paganazo como una loma, según suelen decir; es verdad que estas muestrecillas del traductor (por antonomasia) son resabios que, por ser de París, no hay más que pedirles, sino echarles humo de incienso y mirra, que lo piden a toda prisa. ¡Ay cómo trasciende su autor a la calle de Richelieu, aquella maldita donde viene a estar el Teatro francés, y al Palacio Real, y al Ambigú (y habrá quien piense que esto es cosa de comer); todo lo cual bien se deja conocer a primera vista, que es lo que hace más al caso para confundir a un Duende; por fortuna, también usted ha visto estas y otras frioleras; pero si no, con qué cara se había de poner a andarse en dimes y diretes con un periodista que ha estado en todos aquellos parajes, y de resultas se da tal maña a traducir textos franceses.
EL DUENDE.- Basta, señor don Ramón; eso no es del asunto. Adelante, que es tarde; falta mucho que andar; no nos entretengamos por las ramas y nos escasee el tiempo para las razones, que estoy reventando por dar otras cuentas.
DON RAMÓN.- Sea, pues, y veamos quién se cansa antes, el Correo de decir insultos o usted de dar pruebas.
«El señor Carnerero, habiéndole caído en las manos la ridícula producción del pobre autor criticuelo, se permite contra el tonto papelucho que quiere escalar su edificio toda clase de picias para constatar las observacioncillas de estudiantillo que los enemiguillos del Correo alaban en el Duendecillo pigmeo».
EL DUENDE.- ¡Oh, y qué cosa tan desdeñosa! ¡Qué estilo tan diminuto; eso se pierde de vista, ahí ya no habla el señor Carnerero, ahí habla su cólera!
DON RAMÓN.- Amigo, no dice esto al pie de la letra; pero es un extracto del estilo de su artículo, que no nos costaría mucho trabajo llamar articulillo, haciéndole nadar entre media docena de galicismos y dándole un viso de ternura con añadir aquello de necio, tonto, bárbaro, bruto, bestia, y... y... y... cuantos adornos usa la oratoria del Correo; esto nos cuesta trabajo.
EL DUENDE.- Señor de Arriala, nos olvidamos de que no soy redactor del Correo... ¡Decencia, razones!
DON RAMÓN.- El señor Carnerero defiende al Correo, y la primera razón que da en su apoyo es el mudar de imprentas del Duende.
EL DUENDE.- ¡Por Dios, señor don Ramón! No se hable siquiera de eso, que a mi parecer soy dueño de mudar de imprentas, como usted de mudar de vestidos y de zapaterías; a fe que no tuviera más que decir si hubiera mudado de carácter o de opiniones.
DON RAMÓN.- A la verdad, que eso no quiere decir nada: a buen seguro que a la de ésta no ha andado El Duende haciendo pinitos de cárcel en cárcel, que eso es lo que denigra a un hombre; y aun en este caso no le competía al señor Carnerero dar a luz lo que cada uno hace en su vida particular, así como el señor Larra nunca se meterá en indagar la suya, y mucho menos en darla al público. Ataca, para defender al Correo, el segundo cuaderno del Duende: esto es echar por el atajo, cual su colaborador, y como ve su casa abrasada y reducida a cenizas, ya que no llega a tiempo el agua, se consuela con pegar fuego a la del vecino.
EL DUENDE.- Amigo, esto se va haciendo cuestión de tú eres más, y a este paso no le va a faltar al Correo sino venderse en la plaza de San Miguel.
Si yo recordase al señor Carnerero que en su vida ha hecho ninguna obra literaria completa y original, sino es cuatro loas y cancioncillas de circunstancias; si yo le dijese que tiene el prurito de llamar arreglos e imitaciones a sus traducciones literales; que con mudar el nombre a los productos literarios de otros toma posesión de ellos, de modo que para él es la literatura como para otros la inclusa: en viendo un hijo que no tiene padre conocido, le adopta (y dirán que no es caritativo); que hasta para escoger estos hijos escoge los peores, como Gustavo y Poleska, que no ha caído por la gran misericordia del Señor; si yo le recordase las oleadas del segundo acto; si yo le trajese a la memoria su Luis IX, tan generalmente silbado hace unos años; si yo le hiciese ver que un hombre que desde pequeñito tuvo siempre que hacer con el señor García Suelto no puede ser un literato; si yo dijese todo esto en la presente cuestión, ¿no tendría razón el señor Carnerero para gritar: «Todo eso es muy cierto, señor Duende, pero no viene al caso»? La tendría, y Dios me libre a mí de semejante tentación, que sería parecernos al Correo.
A pesar de esto, yo quisiera satisfacer a usted en dos palabras a cuanto dice. El segundo cuaderno se hizo para criticar el monstruo dramático El jugador; la burla que se hizo de él a las cosas de París no se refirió a que el teatro francés fuese malo, sino al lenguaje exigente que tenían entonces y tienen aún los señores que anuncian esas piezas que vienen como un torrente a inundar nuestra escena; el público estaba engañado, porque a cada paso se veía en los anuncios: «El jugador, Los dos sargentos franceses, Los ladrones de Marsella, La huérfana de Bruselas, El testigo en el bosque, etc., pieza que se representó últimamente en los primeros teatros de París y que tanto mereció la aceptación del ilustrado público de aquella capital». Esto contribuye a pervertir el gusto, porque hay muchas gentes en Madrid que, como no pueden distinguir de teatros franceses, en habiendo leído esas mentiras y en viendo impreso París no encuentran palabras con que ponderar aquellas composiciones; y como el objeto principal de un buen español debe ser, aun con medios algo fuertes, desarraigar estas preocupaciones humillantes y falsas y encender cada vez más el orgullo nacional, que el señor Larra y todos los que se jactan de pertenecer a una patria tienen y quieren comunicar a sus compatriotas, y que jamás pudieron poseer los que prefieren el vil precio de una traducción cualquiera al honor de la literatura española, ni los que, despedazando a su madre patria, no se contentan con traernos las costumbres, los vicios de afuera, sino que aún pretenden introducir a docenas las palabras inútiles extranjeras en su habla, para no dejar a su patria, según una bonita expresión de un autor de nuestros días, ni lengua con que se queje de ellos.
De aquí resulta que convenía probar que en París hacen también los franceses cosas malas; y así como el señor Boileau, porque algunos españoles hicieron comedias malas nacionalizó la cuestión y dijo que los españoles eran africanos, así pude yo decir que había mal gusto en París, puesto que el público es el que ve y sufre y aun gusta de esas piezas, y el público francés es el que llena los teatros secundarios franceses donde se representan; y si el público todo tuviera el gusto tan delicado como aquella parte suya que llena el teatro francés de la calle de Richelieu, no se echarían esas piezas, porque no iría a verlas o las silbaría; luego he dicho bien.
De aquí resulta que aunque no se pueda decir que el teatro español (que así se llama la reunión de piezas que pertenecen a una nación) esté perdido y que no hay un español de buen gusto, porque se eche El mágico de Astracán, sí se puede decir, por lo menos, sin miedo de errar, que el público que va al Mágico con gusto no es el mismo que el que aplaude al Pelayo; y por consiguiente, que si todo el público en general tuviera el gusto tan delicado como aquella parte que conoce y aprecia las bellezas del Pelayo, no se echaría el Mágico, porque nadie iría, o iría para silbar; de donde se infiere que el público en general, el mayor número, todo no está de acuerdo en tener el gusto delicado.
El Duende no dice que se represente El jugador en el teatro francés de la calle de Richelieu, sino en los teatros franceses de París, de Lyon, de Marsella; que éste es el verdadero teatro francés, y no el que se llama peculiarmente así, y que pudiera muy bien llamarse de otro cualquier modo; por cierto que si dijéramos que el Pelayo se representa en el teatro español, todo el mundo entendería en todos los teatros españoles, no en el de Madrid, que así como le llamamos del Príncipe, pudiéramos llamarle Español por antonomasia.
Y si dijésemos que el teatro inglés gusta de horrores, de cosas indecorosas, de maravillas, porque Shakespeare y otros las han usado en sus piezas, todo el mundo entendería la reunión de composiciones dramáticas que se representan en los teatros de Inglaterra, y no las tablas donde representó Shakespeare.
En fin, concluyamos de una vez: ¿no saben los señores redactores que ahí está puesto teatro francés por teatros franceses, como cuando decimos: «el español es grave», en vez de decir «los españoles son graves»? Lo mismo es entender aquí de este modo teatro francés que si viniese a quejarse amargamente a mí uno que se llamase de apellido Ladrón de Guevara, porque yo hubiese dicho que todo ladrón debe ser castigado.
Bien sabe el señor Carnerero lo que decía el Duende; pero le tenía más cuenta entenderlo así, y del mismo modo convenía decir que pegó una embestida a nuestra ópera; porque aunque mi cuaderno habla bien claro y se refiere a la ópera francesa, de la cual repito que no tiene punto de comparación con la italiana, sin embargo, ¿por qué se había de desperdiciar esta ocasioncilla de calumniar al Duende? No era justo; al cabo, hay pocas de éstas; el caso es lograr el fin, que los medios poco importan. ¿Y qué razón tendrá el que pelea con estas armas?
DON RAMÓN.- Gracias al Correo, ya le veo a usted enfadado; ya conoce usted que el señor Carnerero dice tanta verdad como lógica tiene; yo le asociaría con el papel útil Zurrador Guindilla, que, si mal no me acuerdo, en esto de leer a derechas no le da una raya, y diríjanse unidos al profesor Miralles, que en veinte leccioncitas, según expresión de los redactores (número 23), enseña a leer a cualquier zote.
Y pues quieres titirambos, toma titirambos; es decir, que pues el señor Carnerero exige los mismos grados de lógica y en los mismos términos de una pieza dramática, de una sátira, de un periódico, de una obra de Teología, de un folleto ligero, démosle lógica, y conozcamos que de su artículo número 35 se infiere que discurre de este modo para defender al Correo y acriminar al Duende.
El segundo cuaderno del Duende tiene defectos; luego el Correo es bueno.
El señor Carnerero ha visto el teatro francés; luego el señor Larra no ha estado en París.
El señor Larra critica al Correo; luego es malísima su oda a la Exposición.
El Duende (pigmeo) es bajo de estatura; luego es ignorante y estudiantillo.
El Duende muda de imprenta; luego no tiene razón en criticar al Correo.
¿Qué tal, señor Carnerero? ¿Qué le parece a usted de tanta lógica como le vamos encontrando? Ya sabemos cómo debemos raciocinar, verbigracia:
El señor Carnerero es un desvergonzado; luego yo no he visto la calle de Richelieu.
El señor Carnerero, como tiene mal pleito, lo vocea; luego convence.
Ya se ve, si ésta es la lógica que busca el señor Carnerero en toda clase de obras, ¿qué mucho que no la encuentre, si él solo la tiene toda?
En este artículo se nota que el Correo ha tomado al Duende una idea: al enemigo, robarle. La gracia de las palmetas se hallará en el cuarto cuaderno, página 21. Amigo Duende, en la guerra éste es el botín. Lo mismo sucede con algunas citas que El Duende aplicaba a otros asuntos, y ahora se las aplica al Duende, verbigracia: On sera ridicule: Guerra declaro. Núm. 36. (Sobre la voz genio.)
EL DUENDE.- ¿También el número 36?
DON RAMÓN.- Amigo, ¡qué poca paciencia tiene usted! Y el 37, y el 38, y el 39, y el 40, y hasta el fin de los números, de los Correos y de los siglos... ¡Ay, ay, ay! Ya veo yo que usted no sabe las ampollas horrorosas que ha levantado el señor Correo; más le valiera haber ido a París y venido en setenta horas; no se curan tan pronto, y mientras estén chorreando sangre tendrán para mojar los redactores su pluma dentada. Conozca usted que sus banderillas iban mojadas con la sangre del centauro Quirón, o en la de la Hidra, y producen, por lo menos, como las de Hércules, a Filoctetes, largos padecimientos, terribles llagas, que sólo se borran con los restos y polvo del arma que hirió, semejantes a las que hacía la lanza de Aquiles.
EL DUENDE.- Veamos, pues, qué dice el Correo.
DON RAMÓN.- Aquí hay mucho que decir, a mi ver: en primer lugar fijemos la cuestión. Ésta de la voz genio no es la primordial; después iremos a ella.
En el artículo sobre la lengua de las artes, número 9, según se copió exactamente en el cuarto cuaderno, decía, que «la obra más admirable de poesía, de escultura y de pintura, o los sistemas más bien acabados de Física, de Metafísica y de Moral, no suponen ni tanta inteligencia, ni tanta sagacidad, ni tanto genio como los telares de hacer medias, de tejer paños, o las máquinas de hilar estambre. La demostración de matemáticas más complicada, como, por ejemplo, la de uno de los porismos de Euclides, no lo es tanto como el mecanismo de algunos relojes y de las diferentes operaciones interesantes y variadas de diversas artes». El Duende combatió esto, y una de sus razones fue ¿cómo podrá ser cosa más fácil ser un relojero que un matemático? ¿Cómo se necesitará menos genio (expresión del Correo), inteligencia y sagacidad para ser un maquinista que para ser un físico? ¿No es verdad que ningún relojero hubiera hecho nunca un reloj si no se hubiese valido de un matemático que le hubiese dado los datos que le eran indispensables? Sin las matemáticas, sin la Física, que se apoya toda en ellas, ¿hubiera podido dar un paso solo un maquinista? Claro es que no. Luego ¿quién es más? ¿Quién necesita más genio, inteligencia y sagacidad? ¿El físico y matemático que inventan las bases, sin cuyo apoyo nadie podría dar un paso, o el maquinista y relojero, que caminan sobre estos datos, sin los cuales no pueden hacer nada? Esto quedó probado; los señores redactores no han creído conveniente confesarse vencidos; esto es muy natural, y se han contentado con decir «bárbaro Duende, estudiantillo, ignaro; no prueba nada», como quien dice, ¿quién será él cuando tiene razón?
EL DUENDE.- ¿Y se le olvida a usted decir algo sobre esto de comparar al poeta, metafísico, moralista, etc., con el relojero?
DON RAMÓN.- No deja de haber un punto de contacto para compararlos: el mismo que hay entre el Correo y un buen periódico. ¿Cómo se puede comparar al poeta más despreciable con el maquinista de más ingenio, y viceversa? Esto sería preguntar: ¿Quién es más, Rossini o Newton, Molière o Napoleón, Lope de Vega o Luis XIV, etc.? ¿O el Correo o un zapatero? (Esta comparación de lo literario con lo zapateril es enteramente tomada del Correo, número 38. No podrán decir que no los tomamos por modelos).
Tampoco estas razones valen; los redactores han callado, y en vez de sostener esta disputa primitiva se han echado sobre el modo de defender la cuestión, se han agarrado a las voces, como los gatos a las paredes, y a la distinción que con este motivo hace el Duende de las palabras genio, ya admitida en español en el sentido en cuestión, e ingenio.
Entremos, pues, ahora en esta cuestión.
En primer lugar, el Duende ha creído hacer esta distinción, porque creía ya adoptada la voz genio (como que la disputa recae sobre si se debe usar esta voz en el sentido de don de inventar, siempre se entenderá bajo esta acepción) y creía que estando adoptada, debía ocupar un rango un poco más elevado que la de ingenio, lo que deducía del modo de usarla que han tenido (como los llama el mismo Capmany) los literatos que la han sancionado.
Creía que su adversario el Correo también la había adoptado, pues en él la había leído; pero esto fue un error, porque el Correo, sin duda, tanto en el caso que acabamos de citar como en los siguientes, querría decir el genio de las caballerías.
Número 9. «Este genio sublime, que señaló el rumbo que debían seguir las ciencias y las artes, y que profetizó los progresos futuros de la inteligencia humana, fue el inmortal Bacon».
Número 36. Arte militar. -«Napoleón en la obrita que se anuncia, aparece como militar, y digámoslo así, como genio guerrero, etc. La obra que se anuncia... muestra el carácter, el genio y aun la causa de los errores de un hombre, etc.». No querrá decir aquí el humor, pues acaba de decir carácter.
Número 38. Música. -«Nueva ópera de Rossini... Todas sus piezas son modelos de genio y de gracia...». ¿Si tendrá Rossini genio de caballería, señor Correo? ¿Para qué más ejemplos, aunque más hay? ¿Y ahora salimos con que el Correo también llama genio a la facultad de inventar, y aplica este nombre a los señores Bacon, Napoleón, Rossini, como el Duende al señor Newton? Así son todas las cosas del Correo. Señor Correo, ¿ubinam gentium sumus? ¿Nos burlamos del público, o qué es esto? ¿Quiere usted suponer que cierra los ojos a estas contradicciones, y sufre este descaro? ¿Y consiente que un periódico insulte a su sentido común con esta insolencia? ¿Ha pensado el Correo que sólo él tiene el privilegio de usar de la voz genio en el sentido en cuestión, sin merecer lo que dice el señor Capmany? ¿Y en el mismo pliego de papel, donde lo usa a cada paso, se atreve a llamar bárbaro, animal, bestia al Duende?... Esto no será burlarse del público, ni del lector; será despreciarle, llamarle tonto.
Y ahora, señores redactores, ¿son éstas razones? ¿Son pruebas o son muchachadas? Aquí, amigos, no hay más respuesta que un sofisma, desfigurar el texto, un golpe de mala fe, un insulto; a bien que tienen los redactores estas armas aún más a mano que las mujeres sus lágrimas.
Supuesto, pues, que el señor Correo es de mi opinión en usar la voz genio como don de invención, ya la disputa no va con él, sino que es preciso solventarla en general con don X. B., esa incógnita que el Duende tiene despejada; y con respecto a lo que dice el señor Capmany, voto más respetable que el de don X. B. o de la incógnita.
Si la voz genio es española en este sentido de don de invención; es decir, si los que vivimos a la presente la podemos usar sin exponernos a una justa censura.
Las palabras sirven, representando las ideas, para entenderse los que las usan; estas palabras, reunidas en cada país, en que los hombres usan unas mismas, forman lo que se llama la lengua de aquel país; de aquí se deduce que los hombres no reconocen en sus lenguas respectivas más legislador que su convención tácita de entenderse, y que cuando usan de una voz y se entienden por medio de ella, esta voz queda reconocida una de las de su lengua. De donde se infiere que el uso es el único legislador de las lenguas. Pero como en todos los países los hombres forman varias clases, y que la multitud generalmente sólo está ocupada en sus labores para su manutención, porque todo el tiempo es corto para los trabajos que se la proporcionan, no tiene espacio para ocuparse en recoger aquellas voces mejor sonantes, más agradables, y en fijar su elección; además, esta multitud, de resultas de no tener tiempo, no forma su gusto, no es uniforme en su habla, porque sus situaciones, constantemente bajas o desagradables, la ponen muchas veces en el caso de estropear los términos mismos que los demás emplean; por consiguiente, esta multitud cede al resto la ocupación de trabajar y elegir el mejor modo de explicarse; de donde resulta que el uso legislador de la lengua es aquél que hacen las clases de la sociedad distinguidas, o las personas que se llaman sensatas, las que se rigen entre sí por el dictamen supremo de aquéllos en menos número todavía, a quienes espontáneamente delegan sus facultades, y que llamamos sabios, en relación a nosotros, que sabemos menos que ellos.
Ya sabemos, pues, que el uso es el legislador de las lenguas, y que este uso es de los sabios.
Esto confirma Horacio cuando dice:
Quae nunc sunt in honore vocabula, si volet usus
Vamos a ver ahora de dónde toma el uso las palabras que adopta. Al corto parecer del Duende, las palabras que componen la lengua castellana (como sucede en todas las modernas) son de tres clases. Palabras que traen su origen de las lenguas muertas: el griego, el latín; las que se llaman fuentes, y que conservan en sí señales de su etimología, como arquitecto, monarca, canción, verso, etc. Palabras absolutamente inventadas por el pueblo que las usa, o por lo menos en las cuales se ha perdido enteramente el rastro que podía conducir a su origen, porque el uso las ha desfigurado, como trasto, palo, riqueza, etc. Y palabras que se toman por el roce y trato continuo de un vecino, de un conquistador, y que el uso llega a reconocer, como petimetre, que hemos tomado a nuestros vecinos; alcabala, mezquino, tambor, alajú, etc., que nos han dejado nuestros conquistadores un tiempo, los árabes.
De modo que cuando la reunión de los sabios o el uso juzga útil o necesario tomar de su legítima fuente, inventar o admitir un término nuevo que sirva, o a representar una idea que no tenía antes imagen, o a distinguir una imagen o palabra que antes confundía en sí sola dos ideas distintas, esta palabra es adoptada y llega a ser moneda corriente.
Esto sucede, pues, con la voz genio (facultad de inventar). ¿Es nueva para los españoles? Aunque esto no es del todo cierto, si el uso manda, como lo probaremos, ¿qué importa? Pensar que se puede fijar la lengua, hacerla invariable, es pensar una cosa que la práctica, por desgracia, nos ha probado imposible, y transcurriendo cierto número de siglos, si se levantan en todos los países nuestros padres, se verán precisados a renunciar al placer de entenderse con sus descendientes. Y esto, ¿por qué? Porque las palabras son como las monedas: se desgastan y es preciso renovarlas con otras; es verdad que son iguales, hacen su mismo oficio, pero son otras; esto apoya Horacio cuando dice:
Et juvenum ritu florent modo nata vigentque.
Que las voces tienen su juventud y su vejez.
Y que siempre fue lícito y lo será usar de voces selladas con el cuño del día, como si dijéramos de la moda:
Signatum praesente nota producere nomen.
En un tiempo decíamos sólo ingenio. En un tiempo también decíamos maguer, abastanza, etc. ¿Por qué ya no lo decimos? Porque el uso lo excluye.
Antiguamente, coqueta no significaba más que palmeta, pieza no era más que una porción de una cosa, retazo, etc., y hoy aquella voz significa una mujer variable; ésta, una composición dramática; a fe que tampoco están autorizadas por el Diccionario de la Academia, pero ¿quién duda que llegarán a estarlo, así como petimetre, que en otro tiempo no lo estuvo? Y en el ínterin, el rigorista periódico, ¿por qué las emplea? ¿Las ha hallado en Mariana, Solís, Cervantes, como dice? Dirá que el uso... Pues el uso es quien protege la voz genio, con la diferencia que, como voy a probar, al paso que aquéllas apenas hay ocasión de hallarlas en los escritos de los literatos, ésta ya está sancionada por los sabios.
«Es galicismo; se ha tomado de los franceses». Poco a poco; la voz genio, o don de inventar, no es galicismo, es helenismo, es decir, tomada del griego; y si el Correo viene diciendo que los latinos no la usaban en esta acepción, se le puede responder que trae su origen de los griegos, de la madre de las lenguas; y esta fuente es más pura que la latina, pues es el manantial de donde la tomaron los mismos latinos en el sentido que la usaban.
Genio viene del verbo activo crío, engendro, produzco, paro, cuyo pasivo es nazco, soy hecho, de donde viene natividad, creación, nacimiento, por lo que se llamó Génesis el primero de los Cinco libros o Pentateuco de Moisés, porque trata de la creación. Es, pues, helenismo y no galicismo, y en este supuesto oigamos a Horacio:
Graeco fonte cadant, parce detorta.
Presto adquirirán crédito las palabras nuevas si vienen de fuente griega, sin apartarse mucho.
La etimología, pues, verdadera de la voz genio prueba que o no debe admitirse en ninguna acepción, o debe ser en ésta; prueba que la que hasta ahora la hemos dado de carácter bueno o malo personal, es vicioso y degenerado, y, por consiguiente, es un abuso todavía más vicioso el haberle aplicado a la inclinación de las bestias; degeneración que parece venir de no haber tomado la voz genio del manantial, sino de los latinos, que en el sentido de genio bueno o malo que presidía entre ellos a las acciones de cada uno, ya la habían adulterado, traduciendo con ella el daemon griego.
No nos resta más que probar que el uso la ha introducido; para esto, óigase a todo el mundo, léase cuanto se escribe; siempre es genio donde invención, y prueba de ello, que el mismo Correo, como hemos manifestado, no ha podido resistir al torrente.
Probemos ahora que está sancionada por los sabios; esto se prueba con ejemplos.
Meléndez Valdés:
¿No es, Jovino, verdad? ¿No se engrandece Tu genio, a cima tan gloriosa alzado?
(Discurso sobre el orden del Universo.)
Sigue el genio español; si el lauro honroso,
En su afán generoso,
(A la gloria de las artes.)
Tu ejemplo los formó.
(Epístola a D. Eugenio de Llaguno.)
Cienfuegos:
......................................................
Al punto, al punto suene
Vuestra lira felice,
(A Bonaparte.)
«¡Quién fuera uno de aquellos hijos predilectos del genio que dictan la inmortalidad en los caracteres indelebles de su dichosa pluma!». Dedic. del Ídem.
Quintana:
Faltó su fuerza a la sagrada lira,
Su privilegio al canto
(A Juan P.)
(A Luisa Todi.)
Inventar y animar el genio pudo.
(A la misma.)
Te nombrará el artista, y confundido.
Por más osado que su genio sea,
(Ídem.)
De la estudiosa antigüedad medita,
Y a sus genios se hermana, ecos grandiosos
Por do la serie de la ciencia humana
(A D. Gaspar Jovellanos.)
Veloz el genio de Newton tras ellos,
Los sigue, los alcanza,
Y a regular se atreve
(A la invención de la imprenta.)
Lista:
Encerrar las cenizas
Del inmortal Batilo; mas el fuego
Que su divino espíritu animaba,
Sobre los siglos vuela
(A la muerte de Meléndez.)
Que su gracia sublime
Restituya a la Musa castellana:
Nazca ya el padre de la lira hispana
(En loor del mismo.)
(Ídem.)
Al destino aplaudió del Genio ibero.
(Ídem.)
EL DUENDE.- Y aunque ya está suficientemente probado, sin acumular muchos más textos que hay, sólo diré de uno de nuestros mejores prosistas.
Dice don Gaspar de Jovellanos, en elogio del arquitecto don Ventura Rodríguez:
«¿Qué imaginación no desmayaría a vista de tan insuperables obstáculos?
Mas la de Rodríguez no desmaya, antes su genio, empeñado de una parte por los estorbos, y de otra más y más aguijado por el deseo de gloria, se muestra superior a sí mismo, etc.».
«La envidia... contrariaba a todas horas y en todas partes los designios que este gran genio formaba para inmortalizarse, etc.».
En la oración pronunciada en la Academia de San Fernando en la junta de distribución de premios de 14 de julio de 1781, a cada paso se encuentra genio.
Sí hay gradación entre genio e ingenio.
Y para que veamos cómo parece que el uso mismo demarca la diferencia de genio y de ingenio, leamos del mismo en el informe sobre los espectáculos y diversiones públicas:
«Tener un halcón y doctrinarle a lanzarse sobre las tímidas aves y traerlas a la mano, no requería más que ingenio y paciencia, y era dado al más infeliz solariego».
¿Y es justo que en una lengua tan rica como la española se emplee la misma voz para decir el ingenio de Newton y el ingenio que puede tener el más infeliz solariego? ¿Dos ideas tan apartadas y distintas? Esto está indicando la gradación natural de las voces genio e ingenio; la que confirman los derivados de esta última, ingenioso, ingeniarse, ingeniero, en las que seguramente no se entiende el espíritu de creación, sino una cosa muy secundaria.
DON RAMÓN.- A eso dirán que existe la palabra numen, equivalente al genius latino y al de los griegos, cuando decían: «El demonio de Sócrates»; y por consiguiente, que no necesitábamos de genio.
EL DUENDE.- Y a eso responderé que es verdad; pero ¿tengo yo la culpa de que el uso de los sabios no se haya parado en eso y quiera tener dos palabras (numen, genio) para una sola idea, en vez de tener una sola palabra (ingenio) para dos ideas? ¿La tengo yo de que todos no piensen como el señor Capmany? ¿Puedo yo arreglarlo de otro modo? ¿No me debo contentar con seguir las huellas de los sabios? Y en este caso, ¿a quién deberé adherirme, a Capmany o a la reunión de los que he citado, que apoya el torrente del uso?
De todo esto, pues, resulta que la voz genio es española, que significa más que ingenio, y que El Duende y cuantos la usan tienen razón.
El señor Capmany respeta a los que ya en su tiempo la usan, pues los llama literatos, y no bárbaros, caballerías, faltos de lógica, etc. Bien es verdad que el señor Capmany no era ningún redactor del Correo, ni sus principios le hubieran permitido serlo, que es como si dijéramos desvergonzado, ni ningún corresponsal suyo X. B., que es como si dijéramos poco más.
DON RAMÓN.- Número 38. Aquí hay una nota en que quieren sostener que se debe decir engina y no angina; «S. A. el infante quedó complacida».
EL DUENDE.- Déselo usted de barato, señor de Arriala; que eso vale poco y sería ridículo repetir cómo se debe decir, cuando todos lo saben, menos el Correo.
DON RAMÓN.- Número 40. Esto sí que es escribir y poner la pluma. ¡Ay, y cómo sabe el señor Carnerero a la hora que se ha de comer la merienda!
La política va en aumento y está derramada con una prodigalidad admirable, y es tal el almíbar que van destilando las palabritas resbaladizas del señor Carnerero por donde pasan, que siempre va tropezando y cayendo; y yo le daría las gracias.
EL DUENDE.- Gracias, pues, sean dadas al señor Carnerero, que es hombre que lo entiende.
DON RAMÓN.- Dice que en esta disputa el público es testigo de que él siempre ha probado con raciocinios, que siempre tiene razón y que no ha dicho desvergüenzas.
EL DUENDE.- Diga usted que sí, para que se acabe la disputa; además que..., en verdad, ¿se halla alguna desvergüenza en todo lo que dice el señor Carnerero? ¿Se puede tratar a nadie con más blandura y ceremonia que trata al Duende? ¿Acaso le ha dicho nunca más que ignorante, necio, bestia, borrico, cloaca, etc.? Y esto, ¿qué es para lo que sabe decir el señor Carnerero?
Démosle la razón, siquiera para que la tenga alguna vez, que nosotros nos cansamos de tenerla.
DON RAMÓN.- Desafía al Duende a sostener la voz genio, y dice que si lo hace se le admitirá en discusión verdaderamente literaria. ¿Lo ve usted? ¿Y este honor se paga con dinero? A trabajar, pues, y a merecer la honra de disputar con el señor Carnerero.
EL DUENDE.- A esa fineza debo corresponderle con otra igual, y así, doy desde ahora licencia al señor Carnerero para que pueda siempre que quiera disputar conmigo, y no se la doy para rebuznar, porque ésa ya la tiene de Dios.
DON RAMÓN.- ¡Bravo, señor Duende; ya no se deben ustedes nada!
Se empeña en sostener que el Correo es literario y mercantil.
El Correo ni es literario ni mercantil como debe serlo. Yo les probaría aquí esta proposición:
No me negará el señor Carnerero que literario se llama un periódico que habla con tino, gusto y discreción de literatura.
Hasta ahora ¿qué ha hablado digno de leerse perteneciente a la literatura? Muy poco, y malo. ¿Han examinado cómo prometían todas las obras que se van publicando? ¿Han reprobado las malas traducciones que a cada paso ven la luz pública? ¿Han tirado a exterminarlas? ¿Qué discursos se han hecho, como prometían en el prospecto, relativos a la perfección del buen gusto? ¿No ha habido ocasión de hablar en tantos números de nuestra jurisprudencia, de la historia de la legislación patria? (Prospecto.) ¿A cuándo aguardamos? ¿Qué discusiones hemos visto sobre la elocuencia del foro? (Ídem.)
Si han hablado algo de la colección de piezas escogidas de nuestro teatro que se está publicando, ¿ha sido por los señores redactores? Gracias a un corresponsal caritativo, que lo ha puesto como ellos no eran capaces de ponerlo. Este benéfico periódico por todas partes respira caridad: para limosnas y de limosnas se hace. En vez de tanto artículo insignificante de los juicios de las comedias de los mismos redactores, alabadas con el mayor descaro, ¿no debería ocupar un espacio el hacer renacer nuestra literatura, que sucumbe bajo la segur de los traductores? ¿Qué nos han dicho de pintura con motivo de la exposición de cuadros anual de la Academia, de estas ferias? Poco o nada.
Pero en cambio nos han dado artículos de luengas tierras, que no puede nadie desmentir, en que a nadie puede ofender la verdad o la mentira: las barbas de Abbas Mirza, que nunca veremos probablemente por acá; el humo y las cigüeñas de la corte; la conversación de un marido con su mujer; la disección de la cabeza de un petimetre y el corazón de una coqueta; el perrito Cupido; los paraguas; artículos del doctor Berenjena, etc., etc., etc. ¡Qué cúmulo de literatura! Un artículo para resolver un punto de medicina tan importante como el de la purga, de uno que no es médico, como el señor Terán, sea quien fuere, y para rebatir las razones de un médico. A la verdad, ¿para qué se quiere saber medicina para hablar de ella? Cualquiera que haya avanzado en la literatura hasta el catón cristiano conoce que no es preciso, sino que basta haberle sentado bien una medicina, y porque el señor corresponsal se haya puesto gordo y bueno, o nos lo quiera hacer creer, con su purgante, cosa de que nos alegramos y le damos mil enhorabuenas, ya queda probada la cuestión de que es generalmente bueno el purgante. ¿Se puede deducir de que un remedio siente bien a un hombre o a diez hombres, que este remedio conviene a todas las enfermedades, como nos quiere hacer creer el articulista con su purga? Entonces es decir que en sentando bien a media docena de sujetos el sacarse una muela cuando les duele, debemos deducir que para todas las dolencias humanas no hay cosa como sacarse las muelas, y cuando tengamos sabañones, cuando nos aqueje un cólico, cuando nos acometa una hidropesía, saquémonos las muelas; y el que sepa más, que lo diga. Porque esto debemos inferir si dice el señor Terán que el purgante es el remedio que pone bueno a todo el mundo de sus dolencias, porque a él le sentó bien el purgante y a cuatro conocidos suyos; esto sólo quiere decir que así como al que le duelen las muelas le sienta bien el sacárselas, porque éste es el remedio de esta incomodidad, así al señor Terán le convino el purgante, porque éste era el remedio que requería su enfermedad. A fe que si su dolencia no hubiera necesitado purga, tal vez le hubiera hecho daño; y por esto no debe decir que el purgante es el remedio universal, porque a él le sentó bien. En verdad que es un buen modo literario y lógico de determinar, como si en estando bueno el señor Terán todos debiésemos perder el miedo a la muerte; a la verdad que es preciso tener ideas muy atravesadas para querer hablar de medicina uno que confiesa que nunca las ha visto más gordas; pero es preciso ser muy poco literario un periódico para consentirlo.
¿No pudiera haber hablado el Correo, en lugar de sus fruslerías insípidas, de la educación literaria española, tan descuidada, en que no se observa generalmente ningún método, sino muchos errores, como son enseñar las lenguas muertas y extranjeras antes que la propia, no enseñar ésta nunca, lo que vemos muy a menudo; aprenderlo todo en latín, cosa muy útil para no aprender nada, perder doble tiempo y estropear el latín, descuidando el castellano, etc.; de los libros que debieran escogerse, para la enseñanza de la juventud, con preferencia a los demás; de cien mil cosas que pertenecen a este ramo, como son establecimientos públicos, seminarios, colegios, etc.?
Con respecto a la literatura dramática se pudiera haber hablado del abandono de la declamación en España, que siempre han ejercido cuatro histriones (hasta el día, que esto se va corrigiendo con la introducción de algunos actores que han seguido una escuela) sin más estudio que el que les ha sugerido su buen o mal gusto, creyendo que este arte no necesita reglas ni escuelas. ¿Se ha hablado de la aplicación de esta declamación a la oratoria y de la diferencia de esta declamación cuando es dramática, cuando forense y cuando sagrada?
¿Se ha hecho un análisis de la obra, buena o mala, del señor Parra sobre teatro?
¿Se ha empezado a hacer ninguna de estas cosas, propias de un periódico literario, y que como tales en el prospecto y reflexiones preliminares prometía?
¿Puede ser literario un papel que habla un lenguaje mixto de romance y francés, salpicado de galicismos, como en varias partes he probado, lleno de defectos gramaticales; en una palabra, un papel compuesto por... quien no sabe su lengua?
No puede ser literario, y, efectivamente, si algunas pruebas va dando ya de literario, ¡son tan malas y tan pocas!... Si siquiera fuera mercantil; pero cómo ha de ser; tampoco lo es hasta el punto que debiera.
En lugar de hablar de las fruslerías que se han citado las varias veces que se ha hablado de la Exposición, ¿por qué el Correo no ha aprovechado la ocasión de hablar de los productos que se han reunido en ella? Lo que se quiere en la parte mercantil es comercio: cuáles son las causas que influyen en su decadencia y prosperidad, cuál es el estado de nuestra industria en todos los ramos, cuáles son los obstáculos para su prosperidad y los medios para removerlos, en qué estriba este comercio actual, exánime y moribundo; cómo podía dársele nueva vida, etc.; esto es por lo que hace al comercio en general.
Tocante al particular, el estado de cada artículo, el de cada manufactura, cuáles son las más célebres entre nosotros, por qué causas han prosperado, a qué se debe la industria acabada en algunos artículos del extranjero, para poder seguir sus huellas y elevarnos a la misma altura; etc.
¿Por qué no se ha hablado del estado de deterioro en que se ven nuestras lanas, en cuyo ramo estamos casi lo mismo que hace muchos años, al paso que los extranjeros adelantan y afinan cada vez más las suyas, mejorando sus castas y poniéndose en el caso de no necesitar las nuestras, de donde resulta menor exportación y precisamente su degeneración; de la mejora que han obtenido nuestros paños y cómo lograrían competir y aventajar a los que no son indígenos; de la cochinilla aclimatada y prosperante en algunos puntos de la Península; de las cañas de azúcar, de lino, de cáñamo, de algodones, de los medios de fomentar el insecto fabricador de la seda; de los tintes, de su permanencia y de los mejores materiales químicos que en ellos deben emplearse; de si conviene a una nación el uso inmoderado de máquinas que ahorren brazos, y si un Gobierno paternal puede, como el de Inglaterra, sacrificar el bien general a la riqueza de un corto número de individuos; si ésta es la causa de la pobreza individual de la nación inglesa; de si el comercio depende de la circulación de la moneda, y si debe activarse este paso rápido de una mano a otra del representante de los cambios; del crédito en el comercio; del ramo de minas, que el Gobierno comienza a fomentar de nuevo; de los medios de su explotación, de los frutos que pueden dar y en qué tiempo, etc.; de la utilidad de acarrear a Madrid las aguas del Jarama, y un cálculo más prudente que el del señor J. P., que nos dijo podría costar trescientos millones; etc., etc., etc.? El haber empezado algunas de estas cuestiones sería ser mercantil.
Dice el Correo lo importante que es hablar de los precios de los granos, y cita lo mucho que se ha escrito de estos precios. ¿Acaso se ha escrito ni una sola palabra de los precios diarios de los granos? Por comercio de granos sabe El Duende, que también ha estudiado en el particular, que se entiende la importación y exportación; si conviene a una nación agrícola o puramente fabril (como Ginebra) surtirse de granos extranjeros; si la ley de la baratura debe ser el barómetro de las disposiciones del Gobierno; cuál debe ser en los países rurales el precio del grano para que se permita o la exportación del excedente o la importación del que se necesite.
Si alguna vez en este concepto se ha hablado del precio de los granos económicamente, ha sido para buscar una medida, la menos variable posible, del valor de las cosas, siendo el grano el producto que en épocas lejanas entre sí está sujeto a menos oscilaciones, caminando la población a la par de sus medios de subsistencia o de sus géneros alimenticios; lo demás es ignorar absolutamente los rudimentos de la ciencia económica y desconocer los grados de influencia que tiene la economía sobre el comercio.
Los temporales y cuanto destruye o anima las producciones del suelo interesarán al labrador; pero al comerciante... ni lo que el Correo al público, a no considerarle como consumidor: si hay granos de sobra, los exporta, y gana; si hay miseria, los importa, y gana; porque el comercio tiene su beneficio introduciendo y sacando, siendo su esencia comprar y vender, a no ser que los redactores la quieran echar de astrónomos con el tiempo; aunque allá cuando hablaron del cometa, pudiendo haber desengañado al público del error de los alemanes con una noticia de estos astros, no dieron muestras sino de ser buenos copistas.
Si el temporal es comercio, señor Correo, todo astrónomo es comerciante y nada hay más mercantil que el Calendario.
Si decimos que interesa el temporal al comercio porque del temporal depende todo producto agrícola, y todo producto agrícola da que hacer al comercio, entonces diremos que el hombre es el principal asunto de comercio, porque del hombre dependen en gran parte los productos agrícolas, y porque sin el hombre no habría comercio; y en este caso, cuando hablen ustedes de una peste que mata al hombre y disminuye los brazos que hacen falta a los productos agrícolas, que dan entonces menos que hacer al comercio, digan ustedes que hablan de comercio.
Discurriendo así, como que todas las ciencias y artes tienen puntos de contacto e influyen unas en otras, nunca podremos fijar los límites precisos y verdaderos de cada una.
Si porque el temporal, a la larga, influye en el comercio, lo hemos de poner, a pesar de ser astronomía, en el artículo comercio, pongamos al arte del curtidor en el artículo zapatería; porque si los curtidores no curtieran, los zapatos no calzaran.
Y por esta lógica de que toda cosa que influye en otra es del ramo de aquélla que recibe su influjo, diremos aquí, lógico señor Carnerero, usted, que lo entiende y que ha estudiado tanta lógica como economía y comercio, y, y, etc., que es literaria y pertenece a la literatura la tinta, porque con ella se escribe; sin lo cual, apurada había de andar la literatura, y cuidado no vengamos a parar en decir que el trigo es literatura, porque el trigo da harina; de la harina se hace engrudo; con el engrudo se encuadernan los libros, y los libros contribuyen a la literatura como los temporales al comercio, y llamaremos literato al fabricante de papel, al encuadernador, al impresor, porque contribuyen tanto a la literatura como el tiempo al comercio.
DON RAMÓN.- Vea usted: y por esa regla ya podemos probar que es literario y mercantil el Correo, porque en cuanto se imprime va a envolver especias (por aquí ya es mercantil), en cuanto acaba de envolver especias va a los basureros, de éstos a los traperos; de éstos, a la fábrica, donde hace el mismo papel que en su principio, es decir, de estraza; de la fábrica, al encuadernador, que hace cartón y pasta y envuelve con ello los libros; y ya se ve que de este modo contribuye a la literatura, aunque un poco a la larga y haciendo eses.
Queda, pues, probado que le falta mucho para ser literario y mercantil, y que se le puede aplicar el cur urceus exit. Señor Carnerero, ¿por qué salió un pucherillo?
EL DUENDE.- Pero, ¿qué, usted no cuenta por nada las funciones de toros? ¿Pues qué, eso no se está cayendo a pedazos? ¿Pues usted sabe lo que influye en la literatura y comercio el que el toro sea blando, el que reciba uno o mil puyazos, el que le maten a vola-pie recibiéndole, o dejándose recibir?
Pues y las óperas, ¿dónde nos las dejamos? ¿Usted sabe el trastorno que ocasionaría en la balanza de comercio, y cómo andaríamos todos aturdidos para buscar por esos mundos de Dios nuestras manufacturas y ciencias, si por una inesperada casualidad, a que todo está sujeto en la vida, le viniese en voluntad al señor Galli, por el quidlibet audendi, de dar un punto más alto que otro en el aria de la Semíramis la noche que menos estuviésemos preparados para este golpe horroroso? ¡Huf! Da miedo pensarlo. Eso se siente, pero no se puede explicar.
Y, ¿qué le parece a usted que el Consulado no se vería precisado a tomar las más antifilarmónicas medidas si las fioriture, la bravura, la esbeltez, le truppe, los crescendos y los pasticios, y todo lo que usted quiera ir diciendo por este estilo, no ocupase por lo regular las tres cuartas partes del Correo? ¿Vmd. sabe el batacazo que vendrían a dar las ciencias y las artes?
Pues, y ¿qué diré de las misceláneas críticas, aquellas ollas podridas, y aquel jumillo que está soltando siempre Madrid, que se pierde de vista, y del atronar los oídos el canto de las cigüeñas, que es cosa de no entenderse, y parece el tal Madrid una liorna, que no hay quien pare en él cuando el Correo nos envía estos animalitos desde cierto punto del Retiro, que viene a ser el observatorio del periódico, desde donde se ven gratis una porción de cosas que no hay?
Y así como se pone un plato de miel para libertar a una habitación de las moscas, que todas se van a él, se puede poner el Correo en Madrid, para que las tales cigüeñas se distraigan un poco; mucho es que no se han echado ya sobre la redacción a la hermosa presa que les presenta el Correo con sus sapos y culebras. Y vaya esto por lo de la cloaca, que es más limpio.
Pues venga usted conmigo, y vamos entrando por aquellos tres numeritos deslumbrantes que no saben hablar más que de iluminaciones, y de candilejas, y de colgadura, ¿y todavía sostendrán que el Correo no es literario y mercantil desde la cruz a la fecha? ¿No está esto pidiendo venganza al cielo?
¿Y no es literario emplear diez o doce números en decir dulzuras al Duende, que no parece sino que le quieren pedir algo, según le bailan el agua, y le camelan, y le ponen de humo de incienso que le ahogan?... ¿Y esto no es ser mercantil?
DON RAMÓN.- Sí, señor, y mercantil es el truncar los textos, desfigurar las frases, personalizarse, y a cada paso echar en cara al Duende su poca edad, como si no dijera Iriarte, fab. XLVI:
Verbigracia de asunto literario,
A los años no atienda,
Del mismo:
No encuentra defectos,
Contra la persona cargos
DON RAMÓN.- Acerca de la poca edad ya le contaría yo una fábula al señor Carnerero que le había de encajar mejor que su sombrero, y le sentaría más bien que el ser periodista:
El ruiseñor y el burro
Un burro, por los años trabajado,
Con grave desentono rebuznaba,
Y al vulgo de animales, admirado,
Con antiguos rebuznos sojuzgaba.
Un tierno ruiseñor que desde el nido
Al aire se ensayaba a dar las alas,
Oía a nuestro viejo presumido,
Y comenzó a reír de sus escalas.
Oyó el burro la risa burloncilla,
Y al ruiseñor volviéndose orgulloso,
¡Qué! ¿Se ríe la irónica avecilla
Con aire sabidillo y jactancioso?
Del cascarón hace horas que el tontuelo
Al mundo se nos vino, y con desprecio:
¿Pensará saber más que un burro abuelo?
¿Qué puede ser un joven sino un necio?
Cierto es que joven soy; mas ¿qué vale eso,
Responde el ruiseñor con ligereza,
Si el juicio, los talentos y el buen seso
Más los da que la edad Naturaleza?
Nací ayer, es verdad, señor jumento;
Mas ya hoy, con acentos armoniosos,
Cuando ensayo mi músico talento,
Los ecos me responden amorosos.
Y usted, que rebuznaba el primer año,
¿Qué más que rebuznar se le oye ahora?
Y al fin entonces no era tan extraño,
Que el niño, a veces, con razón ignora.
Y pues en mí se excusa la jactancia,
Debe el viejo, si es sabio, respetarse;
Y cuanto más añeja la ignorancia
Y literario es aquel descaro con que se alaban uno a otro, en lo cual hacen bien, pues si no se exponían a no ser alabados nunca.
Tanto se alaban? Porque son paisanos.
En efecto, ambos eran berberiscos;
Y no fue juicio, no, tan temerario
El de la zorra, que no pueda hacerse
(Iriarte.)
Y otras, muchas cosas.
EL DUENDE.- Ya basta, don Ramón.
DON RAMÓN.- Sí, señor; pero es preciso que usted responda a todo cuanto le dicen, ya que tiene razones para sostener su causa; ya le perdonan a usted como si...
EL DUENDE.- A eso del perdón, contaría yo el cuento del portugués que en un combate naval en que había perdido su partido contra los españoles, habiendo caído en el agua vencido, estaba a punto de ahogarse, cuando llegó a pasar cerca de él un bote lleno de españoles, y alzando la voz:
-Castellanos -gritó como pudo-, si me salváis de la muerte os perdono la vida.
De contestar me guardaré yo, tanto más cuanto que para responderme a mí han dado siempre en la herradura, y nunca en el clavo, de modo que el Duende está en pie, y a este propósito dejémosle ya, y conténtese usted con oír una fabulilla, que en caso de decir algo sería mi única respuesta:
A cierta cabalgadura
Entre sus piernas segura,
Llevaba mortificada.
Toda es coces la cuitada;
Pero ella, cuando se enfosca,
Más pica si más se amosca.
¡Oh, cuántas bestias atroces
al aire sacuden coces