​Don Urbano​ de Leopoldo Alas


Se hizo superior el año sesenta, en Julio, el día del eclipse. Por cierto que, dice él, muy orgulloso sin saber por qué, por cierto que hubo que suspender el ejercicio, porque no se veía, y el tribunal discutió si se traerían luces o no se traerían. El año sesenta y cinco, la Unión liberal, dice él también, me dio la escuela de párvulos; y lo dice de un modo que da a entender que no le pesará si alguien llega a creer que el mismo O'Donnell en persona vino al pueblo a darle la escuela de párvulos, a él, a don Urbano Villanueva.

Por lo demás, no crean ustedes que es fatuo, ni que tiene grandes aspiraciones políticas; su vanidad se reduce a eso, a encontrar una misteriosa relación entre el acto solemne de hacerse el maestro superior, y el famoso eclipse de sol del año sesenta... Con esto, u con suponer a la Unión liberal interesada en otorgarle la escuela de párvulos, se da por satisfecho su egoísmo. En todo lo demás es altruista; su existencia estuvo por mucho tiempo consagrada... no al prójimo sino a los árboles y a los edificios, principalmente a los árboles, sin que tampoco despreciase los arbustos, siempre y cuando que se tratara de los que son propiedad del concejo. En un principio, cuando la Unión liberal le dio la escuela, creyó que su vocación consistía en renovar el sistema de educación de los infantes, y hasta llegó en su audacia a imaginar una especie de reloj gráfico intuitivo, para que los niños de teta mamaran nada más a las horas debidas. Su idea era facilitar el desarrollo de las facultades físicas y anímicas de los niños llorones, dejándolo todo a la espontaneidad de la naturaleza... metódicamente enderezada. Los niños eran tiernas plantas. (De esta metáfora nació la afición de don Urbano al arbolado público). La savia natural, decía, se encarga de hacerlos física e intelectualmente; yo todo lo dejo a la intuición y al aire libre... pero... pero


árbol que crece torcido
tarde su tronco endereza,
pues hace naturaleza
del vicio con que ha nacido.


Y es necesario que el árbol crezca derecho mediante el método racional-intuitivo. Por lo cual, don Urbano, en un principio, trató s los niños, física y moralmente, como si fueran sistemas de poleas, enredándolos en una porción de correas... físicas y morales también. Para enseñarles a poner bien la pluma, les ataba los dedos con balduque, y después les decía: «Ea; ahora, allá vosotros; escribid con toda libertad». Era muy partidario de la libertad... con correas. Creía firmemente en el crecimiento espontáneo; pero la dirección del crecimiento era cosa de él, de don Urbano; lo cual demostraba con un análisis etimológico de las palabras pedagogo, método, ortografía, ortología, ortopedia, ortodoxo, y otras como estas últimas, en que entraba por mucho la idea de rectitud; rectitud que conseguía él por medio de rodrigones y ligaduras. «Señores», solía exclamar dirigiéndose a los párvulos que le había entregado la Unión liberal; «señores, tienen ustedes que desengañarse; así como


Dios el bravo mar enfrena
con muro de leve arena,


es necesario que el buen pedagogo, esto es, director de niños, enfrene las malas pasiones de ustedes y los extravíos psicofísicos propios de la edad por que ustedes atraviesan, no con muros de arena, sino con una de arena... y otra de cal, es decir, por las dulces y por las agrias, por aquello de que, entre col y col, lechuga. Mucho recreo, mucha expansión al aire libre... pero todo con método, con orden, con medida; ya lo dijo la Sabiduría: omnia in mensura, in numero, in pondere disposuisti. El aire libre, el libre ambiente es cosa muy recomendable... pero con medida. ¡Oh, si hubiera contadores de aire como los hay para el agua y para el gas! Señores, yo lo confieso, cada vez que veo una cuerda me enternezco y bendigo a la naturaleza que la ha criado, o por lo menos ha criado la primera materia que la industria aprovecha para hacer cuerda. ¡Una cuerda! ¿No ven ustedes en ella el símbolo de la sociedad?». Y callaba un momento D. Urbano, para hacer con toda intensidad una pausa, que él tenía como recurso retórico muy socorrido. En las comedias románticas de la época leía él muchas veces la palabra pausa, entre paréntesis, y le causaba siempre excelente efecto. Pues bueno, en sus discursos de la escuela hacía pausas, particularmente cuando cometía la figura de interrogación; y también le gustaba mucho cometer figuras, y atreverse con las licencias que le permitían, en cierta medida, la gramática de la Academia y la retórica de Terradillos. Cada vez que decía: Lo he visto con mis propios ojos, se quedaba muy hueco y se tenía por un pillín, temerario como él sólo en materia de pleonasmos. Y el infeliz, que no había roto un plato en su vida, tenía remordimientos gramaticales, y a media noche despertaba diciéndose: «Se me figura que ayer, en aquella solicitud a la Junta provincial de Instrucción pública... he abusado de las sinalefas». Porque es de advertir que D. Urbano escribía estas solicitudes en verso, aunque disimulado por la forma de los renglones; era verso libre; siempre endecasílabos u octosílabos, muy bien medidos (¡la dicha de medir!) por los dedos, pero como no caían en copla, la Junta de Instrucción pública no caía en la cuenta, y tomaba por prosa la poesía.

Si D. Urbano escribía así, no era por faltar al respeto a los señores vocales, sino por el gusto de medirlo todo. «Mida usted sus palabras», quería decir para él: «hable usted en verso». ¡El verso, el metro! ¿ven ustedes? decía D. Urbano a sus párvulos; el metro es la poesía y el metro es la medida; luego la medida es la poesía, porque dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí.

Volviendo a lo de la cuerda, después de hacer aquella pausa para dar tiempo a los chicos a contestarle algo, si se les ocurría alguna objeción, cosa inverosímil, D. Urbano proseguía:

-Sí, señores; la cuerda es el símbolo de la sociedad, porque la sociedad es un vínculo de derecho, vinculum juris, un lazo, algo que ata; y ¿con qué se hacen los lazos, las lazadas y los nudos? Con cuerda. Además, la cuerda no sólo es materia del lazo social, del vínculo, sino sanción para impedir o castigar las transgresiones, y de aquí el trato de cuerda, los azotes, las disciplinas. Esto, elevado a institución religiosa, es el cilicio, la cuerda del mendicante. Si de estas regiones místicas descendemos a los intereses materiales, tenemos que sin cuerda no habría ciudades ni propiedad rústica bien deslindada; porque con la cuerda de la plomada construimos los sólidos edificios, para que obedezcan a las leyes arquitectónicas y den a la vertical lo que es suyo; con las cuerdas determinamos las rasantes de las calles, alineamos las arboledas municipales, lugares de recreo, trazamos los caminos a través de la tierra, y por último, medimos las heredades y las distinguimos y separamos con sus linderos correspondientes, en digno tributo a la divinidad del dios Terminus. Por eso, señores, lejos de quejarse, deben ustedes dar gracias a Dios, que crió el cáñamo, cuando yo les ato la mano a la pluma o les ato ambas manos a la espalda para corregir sus desafueros, y enseñarles, por el sistema preventivo, lo que es la pena del galeote y del presidiario que va a purgar su delito atado codo con codo; y como la educación debe ser integral, y ustedes deben ir creándose hábitos para toda clase de finalidad racional; como cabe en lo racional que algunos de ustedes acaben en un presidio, bueno es que sepan de todo y aprendan por experiencia propia cómo las gasta la vindicta pública para reprimir los excesos de la libertad en los ciudadanos.

Porque sí, señores míos; a propio intento, y como manda la retórica, he dejado lo de más efecto para lo último en esta apología de la cuerda; la forma sublime de la cuerda es la cuerda de presidiarios, porque esta es la que sirve para garantía del orden, para sujetar el mal y dejar libre el bien; y aun si quisiera remontarme más a la suprema expresión de la cuerda simbólica, representaría ante la pasmada fantasía de ustedes la imagen de una horca, en la que el papel principal lo representa una cuerda; una cuerda con un nudo, siquiera sea corredizo; para demostrar que al que huyó del lazo del vínculo social, este lazo, este nudo se le aprieta al cuello».

Y D. Urbano enjugaba el sudor de la frente con un pañuelo de hierbas.

Pero ¡ay! Fueron en vano sus discursos. Los párvulos no le comprendían. Cambió de escuela, trató de enderezar a mocosos más talladitos, y peor. -¡Peor, gritaba él: la cera está fría, ya no es cera, es hierro; y esto es machacar en hierro frío!-. No había remedio; la humanidad se torcía; no había rodrigones que bastaran; todo el esparto y todo el cáñamo del mundo no eran suficientes para guiar por el buen camino, ni la letra ni el espíritu de la infancia. El corazón del niño, como los perfiles de su pluma, iban de mal en peor.

Fue inútil que D. Urbano inventase varias máquinas de madera y cuerda, todas mecánico-intuitivas, como las llamaba él, para corregir los defectos de la humanidad pueril. Los chicos seguían siendo el diablo.

Por fin, cansado de luchar, dejó la enseñanza, y procuró conquistar una plaza de delineante al lado del arquitecto municipal.

Ya que los hombres no se dejaban alinear, alinearía casas. ¡Oh, la santa simetría! Su Biblia, en adelante, fueron las ordenanzas municipales, que tan sabias disposiciones contenían para impedir las demasías arquitectónicas de los vecinos.

D. Urbano se convirtió en un verdadero familiar de aquella inquisición de policía urbana. Era un espía del alcalde, y le denunciaba los abusos de la vecindad que abría una puerta a la calle, ensanchaba un hueco o cambiaba la disposición de una tapia.

Acudía a las sesiones del ayuntamiento, ávido siempre de denunciar abusos de este género a los concejales celosos.

Lo que más le preocupaba eran los áticos y las rasantes. «¡Que Fulano Gómez ha sacado un ático sobre el segundo piso! ¡Fuego en él! ¡Embargo! ¡Que Zutano Pérez no sigue la rasante de la calle Tal en su casa nueva! ¡Multa y embargo!

La gente empezó a murmurar. Todos decían:

-Pero ¡qué mala intención tiene el maestro de párvulos! ¿Qué le importará a él que una casa sea más alta que otra, o que avance más o menos hacia el arroyo?

¡Mala intención! No, señor; era amor de la medida, del orden, de la plomada y del nivel, de la simetría, de la línea recta. Y no cejaba en su empeño. Si en el Ayuntamiento no le hacían caso, se iba a los periódicos, y procuraba deslizar una gacetilla que se titulaba, por ejemplo, (con letras gordas):

¡Alinear por la derecha!

Era gran amigo de la expropiación forzosa, y con tal de evitar un martillo (su pesadilla) en la vía pública, hubiera derribado la casa paterna, aunque tuviese que pasar por el ombligo de cualquiera de sus mayores. Línea recta, y caiga el que caiga. Era un anarquista de la rasante. ¡La rrrasante! como él decía con énfasis nivelador.

Pero también tuvo que renunciar a la policía urbana, a la belleza del orden municipal de los edificios; calles, casas con ático, rasantes y demás ensueños, se convirtieron en desengaños; la intriga, el favor, el caciquismo, pudieron más que él; sólo consiguió perder el destino. Los amigos del alcalde, ya se veía, podían construir en mitad del arroyo, y levantar las siete colinas de Roma sobre la rasante de la calle. Las ordenanzas eran un papel mojado. No podía haber calles derechas. Le pasaba a la ciudad lo que al ciudadano, se torcía por naturaleza.

Ni los hombres, ni las casas, se sujetaban al orden, a la rectitud.

Sus ilusiones se refugiaron en el arbolado. Prefería los plantíos nuevos: de los árboles seculares que mandaban respetar los gacetilleros, se reía él. Los árboles viejos solían ser irregulares, retorcidos, llenos de nudos y verrugas; ¡claro! Habían crecido sin rodrigones, sin orden,


y árbol que crece torcido
tarde su tronco endereza...


¡abajo los árboles seculares! y nada de sensiblería... Alamedas nuevas, y vamos andando. Calles de chopos muy derechitos en filas muy derechas... eso es el progreso, esa es la hermosura... Pero los árboles nuevos se secaban, se morían, o no se plantaban siquiera, y sólo aparecían en las cuentas municipales. ¡La comisión de arbolado se comía en dinero los ejemplares más ricos de esperanzas!

Don Urbano abandonó la ciudad a su destino de corrupción, de libertinaje y desorden. Madrugaba mucho y salía al campo y no volvía hasta la noche. ¿Qué hacía? En la estación correspondiente se extasiaba viendo a las yuntas abrir la tierra con el brillante colmillo del arado. Aquellas líneas rectas que los pacienzudos bueyes iban trazando en la madre tierra, como quien borda, le encantaban. El instinto los guiaba, porque el arador era más buey que ellos, en concepto de don Urbano, que aborrecía ya a la humanidad. Si a veces el surco se desviaba un poco de la marcha conveniente, don Urbano gritaba en tono de jovial reprensión:


¡Ay, ay, que surco tan torcido ha hecho!


y no se sabe si este verso del fabulista lo aplicaba al labrador, o a la yunta.

Con esta costumbre de salir tan temprano a la aldea, y no volver hasta la noche, fue adquiriendo aspecto montaraz; no se afeitaba ni cortaba el pelo. Un día se lo advirtió un rapabarbas de las afueras.

-¡Pero don Urbano! ¿Usted no tiene espejo en casa?

-¿Por qué lo dices?

-Porque esa cabeza necesita una buena poda.

Don Urbano sintió vergüenza. ¡Nosce te ipsum! pensó, mientras se miraba en aquel espejo que le presentó el barbero.

¡Él, que tanto aborrecía el desorden, el crecimiento sin medida ni simetría, tenía la cara y la cabeza como una selva virgen!

Desde aquel día dio una importancia excepcional al arte de la peluquería, y empezó a reconciliarse con la humanidad barbuda.

Notó que había muchos hombres que acudían con sistemática frecuencia a que les hicieran la barba y les cortaran el pelo. Todas aquellas almas torcidas, que habían rechazado la cuerda y el rodrigón para el propio crecimiento, se sometían humildes a las tijeras y a la navaja niveladora del peluquero.

Desde entonces, don Urbano, menos adusto y siempre muy afeitado, frecuentó las peluquerías más acreditadas.

Y se pasa hoy las horas muertas viendo a los maestros y a los oficiales servir a los parroquianos, y sigue con atención casi mística el subir y bajar de las tijeras por el cuero cabelludo del prójimo.

Y su mayor delicia es poder decirle a cualquiera que se ha servido, mientras este se sacude los pelos que le pican, decirle sonriendo...

-Está usted perfectamente... No le han dejado ninguna escalera.


Este cuento forma parte del libro Cuentos morales