Don Segundo Sombra/XXV
Nos levantamos medio tarde, a la salida del sol. Demetrio había dormido doce horas, nosotros ocho. Era suficiente para desentumirnos y, aunque nos enderezáramos con gran disgusto del cuerpo, nos hallábamos, después de matear, listos para otra patriada.
El inconveniente por mi previsto, se agrandaba. Mis tres caballos estaban más que cansados; el reservado trasijado después de nuestra lucha; el redomón no me parecía por demás garifo. ¿Qué hacer? Que el capataz me entregara mis pesos, dándome de baja, era una vergüenza. Mi padrino podía prestarme uno de sus caballos o dos, pero quedaría entonces tan desplumado como yo.
En tan malas cavilaciones me encontraba cuando, ya alta la mañana, pasamos por las quintas de Navarro.
Dejé mis tristezas para atender mis recuerdos. ¡Qué curioso!, los mismos lugares que me veían abatido y pobre, habían presenciado mi más gran optimismo y mi mayor riqueza. Por allí mismo pasé, orondo y ladino, sentado medio al sesgo sobre el bayo Comadreja que sabía «cortar chiquito», pulsando la suerte que, en las riñas de gallos, me había llenado el tirador de papeles de a diez.
¡Qué día aquel! ¡Qué gallo el bataraz picoquebrado! ¡Cómo había peleado sin flojeras durante una hora, esperando su momento y cómo había sabido aprovecharlo cuando vino! Me reía sólo, evocando mi audacia para ofrecer y tomar posturas, mi fe en que no perdería, mi desfachatez de mocoso engreído al recibir el pago de las apuestas. ¿No había creído entonces que ése era mi destino y que la suerte me pertenecía? Recordé también nuestro almuerzo en la fonda. Había unos gringos groserotes y charlatanes, ¿de qué nación?, y un gallego hablaba de romerías.
Que un recuerdo traiga otro, es natural. Pero que un recuerdo traiga a un hombre, es cosa extraordinaria. Alguien hablaba a mi padrino y, no sé por qué, supuse se trataba de mí. Era un conocido, muy conocido. ¿Cómo no?, si era Pedro Barrales. Sin embargo, no tenía yo la alegría que hubiera sido natural y, cuando, aunque cohibido me acerqué con cordialidad a estrechar la mano del compañero, éste se tocó con incomprensible respeto el ala del chambergo, agraciándome con un «¿cómo le va?» que no entendí.
-¿Qué te pasa hermano? -dije algo encrespado en mi incertidumbre-. Si tenés algo contra de mí decilo, que no es güeno andarse mezquinando la cara como las mujeres.
Pedro lo miró a don Segundo indeciso e interrogante. Mi padrino intervino:
-Empezá por no enojarte ni andar atropellando, que más bien necesitás de tu tranquilidá. Pedro te trai una noticia. Ahí tenés un papel que te va a endilgar en lo cierto mejor que muchas palabras. Graciah'a Dios no sos mujer ni te has criao a lo niño pa andar espantándote por demás. Toma, ya estáh'alvertido.
El sobre decía:
«Señor Fabio Cáceres».
-¿Y qué tengo que ver? -grité casi.
-Abrí -me respondió mi padrino.
La carta estaba firmada por don Leandro Galván y decía:
«Estimado y joven amigo:
»No dudo de la sorpresa que le causarán estas lineas. Tal vez le resulten un tanto bruscas pero, a la verdad, no tenía a mano ningún modo de comunicarme con usted.
»Su padre, Fabio Cáceres, ha muerto y deja...»
Vi muchas cosas de golpe: mis paseos, mis petizos, mis tías... ¡eran en verdad mis tías! Miré alrededor, Pedro y mi padrino se habían alejado. La tropa también. Un extraño sentimiento de soledad me apretaba el alma, como si hubiera querido limitarla a algo chico, demasiado chico. Me bajé del caballo y, contra el alambrado del callejón, seguí leyendo:
«Su padre, Fabio Cáceres, ha muerto y deja en mis manos la difícil e ingrata tarea de llevar a cabo lo que él siempre pensó...»
Saltié unas líneas: «...soy pues su tutor hasta mayoría de edad...»
Volví a montar a caballo. El campo, todo me parecía distinto, Miraba desde adentro de otro individuo. Un extraño tropel de sentimientos, en mi intactos, se me arremolineaban en la cabeza: ternura, tristeza. Y de pronto, una ira ciega de hombre insultado de un modo rebajante, sin razón. ¡Qué diablos! Tenía ganas de disparar o de embestir contra cualquier cosa, para inferir sangre de carne por la sangre de alma que sentía chorrear dentro mío.
Alcancé a don Segundo y a Pedro. Mi padrino me dijo que, siendo ya imposible para mí seguir con la tropa, había arreglado con el capataz, proponiéndole reemplazarme por otro peón.
-¿Y, usté? -interrumpí con brusquedad.
-Yo te acompaño -fue su contestación tranquila.
Sintiendo aquel cariño a mi lado, la rabia se me transformó en congoja. Realicé que era un chico, un guacho desamparado, y que de golpe perdía algo a lo cual había vivido aferrado. Me encaré con mi padrino:
-Don Segundo, hágame el favor de decirme que ese papelito miente. Yo no soy hijo de nadie y de nadie tengo que recibir consejos, ni plata, ni un nombre tan siquiera...
La imagen de don Fabio ocupó un momento toda mi atención interrogante:
-¿Y, cómo era ese finao mi padre mentao, que andaba de güen mozo por los puestos, sin mucha vergüenza...?
-Despacio muchacho -interrumpió mi padrino-, despacio. Tu padre ni andaba de florcita con las mozas, ni faltaba de vergüenza. Tu padre era un hombre rico como todos los ricos y no había más mal en él. Y no tengo otra cosa que decirte, sino que te queda mucho por aprender y, sin ayuda de naides, sabrás como verdá lo que aura te digo.
-¿Y mi mamá?
-Como la finada mi madre, ánima bendita.
No pregunté más nada, pues me pareció, que con lo dicho, mi madre no podía ser sino una mujer digna de admiración. En cuanto a mí padre, no había más mal en él que el de haber sido rico. ¿Qué mal era ese? ¿Quería decir mi padrino que yo por mí mismo, con la nueva situación que me esperaba, conocería ese mal? ¿Había un desprecio en su augurio?
De pronto, como si me recuperara, me dio vergüenza haber cedido a mis dudas infantiles y resolví callarme. Más vergüenza me dio pensar que Pedro me miraba ya como a un extraño y recordar su tratamiento de «usté», volvió a hacerme perder los estribos.
-¿Y vos -le dije, arrimando mi caballo al suyo- no tenés más que hacer que tratarme de usté y tocarte el sombrero porque soy un niño con unos cuantos pesos y tal vez pueda, con mi plata hacerte un favor o un daño?
Palideciendo al insulto, Pedro tomó el rebenque por la lonja para asestarme por la cabeza el cabo. ¿Morir de una puñalada, allí, en el callejón? Todo me parecía bien salvo el falso respeto y distanciamiento de mis amigos.
-Mejor, bajate -le dije, echando pie a tierra y mano a mi cuchillo. Pero me encontré frente a mi padrino, que me tomó de un brazo diciéndome:
-Si es que te has caído, yo te puedo ayudar a subir.
Comprendí que una resistencia de mi parte se encontraría con una paliza y me alegré de un modo que tal vez otros no hubieran comprendido. Para don Segundo yo seguía siendo el mismo guachito y quise significarle mi gratitud, dándole un título que nunca, hasta entonces, se me había ocurrido:
-Sta bien, Tata.
-Si soy tu Tata, le vah'a pedir disculpas a ese hombre que has agraviao.
-¿Me perdonah'ermano? -dije, estirando la mano a Pedro que rió de buena gana, como declarándose vencido:
-No al ñudo te has criao como la biznaga.
Resueltos así mis primeros pleitos, correspondientes a la situación que una vida nueva me creaba, me propuse callar con empeño a fin de pensar. Pero, ¡qué pensar! ¿Acaso era dueño de la tropelía que me arrebataba el juicio con variados disparates, tan pronto aparecidos como reemplazados por otros? No encontraba, en mí, razón ni palabra. Imágenes eran las que saltaban ante mi esfuerzo, con increíble rapidez. Me veía frente a don Leandro, rehusando con altanería mi herencia.
«Si en vida del finao -decía yo- no ha sabido reconocerme como hijo, yo aura lo desconozco como padre.» Me encontraba en mis posesiones con un hombre de ley, dictándole mis propósitos de hacer picadillo de aquellas tierras, para repartirlas entre el pobrerío. Me imaginaba disparando de mi nueva situación, como Martín Fierro ante la partida... ¿Qué diablos iba a sacar en limpio de todo ese bochinche?
Gracias a Dios, me cansé de tales ejercicios. Entonces mis ojos cayeron sobre el tuce de mi caballo. Del tuce pasé al cogote tranquilo del animal, distraído en su tranco. Del cogote a las orejas, atentas a no sé qué ruido; detrás de las orejas miré el fiador del bozal, las cabezadas; después el recado, mis ropas. La rastra, apoyada entre mis ingles, era mi única prenda de riqueza. ¡Qué raídas por el trabajo, las lluvias y el sol estaban mi blusita y mis bombachas! ¿Tiraría todo eso?
Parece mentira, en lugar de alegrarme por las riquezas que me caían de manos del destino, me entristecía por las pobrezas que iba a dejar. ¿Por qué? Porque detrás de ellas estaban todos mis recuerdos de resero vagabundo y, más arriba, esa indefinida voluntad de andar, que es como una sed de camino y un ansia de posesión, cada día aumentada, de mundo.
A pedido mío, fuimos hasta donde estaba la tropa, a despedirnos de los compañeros. En los sucesivos apretones de mano, era como si me dijera adiós a mí mismo. Llegando al último, sentí que me acababa. Por fin nos retiramos dándoles la espalda. Todas las penas que me había dado para ser un resero de ley, quedaban en mi imaginación como una montonera de huesitos de difunto.
El mismo rancho, el mismo hombre que nos albergaron aquel día de la riña, nos vieron llegar con el propósito de hacer noche.
Todo fue cordial, menos mi silencio. Por momentos, mientras adelantaba la oscuridad, me iba perdiendo de lo demás, como si se me fuesen quebrando una serie de dolorosas coyunturas que me unían al mundo. En la misma charla de los tres hombres, me sentía ajeno.
Algo incomprensible pesaba sobre mi entendimiento.
Mi noche fue una sucesión de pesadillas y pensamientos, que siempre orilleaban las mismas imágenes de llegada a lo de don Leandro, de rechazo de mis mal heredados bienes, de huida. Cansado en mis ideas, daba vuelta a la misma matraca, rompiéndome los oídos con su bullanga, sin ver salida útil a tales desvaríos.
La madrugada me encontró flojo como una lonja mojada. Me levanté, por dejar de sufrir sobre el recado, y empecé a ensillar para irme, con la sensación de que dejaba el alma por detrás, perdida campo afuera.
Don Segundo y Pedro también ensillaban. Hacíamos los mismos ademanes y sin embargo éramos distintos. ¿Distintos? ¿Por qué? De pronto había encontrado, en esa comparación, el fondo de mi tristeza: Yo había dejado de ser un gaucho. Esa idea dejó mi pensamiento inmóvil. Concretaba en palabras mi angustia y por esas palabras me sentía sujeto al centro de mi dolor.
Concluí de ensillar. El sol salía. Fuimos a la cocina a tomar unos verdes. Todo eso nada importaba.
Cuando silenciosos, desde hacía un rato, chupábamos por turno la bombilla, dije como para mí:
-Así que aura galopiamos hasta lo de don Leandro Galván. Allí me saluda la gente como a un recién nacido. Después me entregan mis bienes y mi plata..., ¿no eh'así?
Sin comprender bien a donde iba a parar con mi discurso, Pedro asintió:
-Así es.
-Más tarde me hago cargo del establecimiento; me cambeo de ropa pa vestirme como un señor; dentro a mandar a la gente y me hago servir como un manate..., ¿no eh'así?
-Ahá
-Y eso quiere decir que ya no soy un gaucho, ¿verdá?
Mi padrino me miró fijo. Por primera vez me parecía verlo sorprendido de verdad o tal vez curioso.
-¿Qué más te da? -interrogó.
-Cierto es..., ¿qué más me da?... Pero yo hubiera desiao más bien que los caranchos me hicieran picadillo las carnes..., o entregar la osamenta a Dios en la orilla de una aguada, como cualquier animal arisco..., o perderme en la pampa a lo matrero. Más que las lindezas con que hoy me agracia el destino, me valdría haber muerto en la ley en que he vivido y me he criao, porque no tengo condición de víbora p'andar mudando pelechos, ni mejorando el traje.
Don Segundo se levantó, en señal departida. Sujetándolo de un brazo lo interrogué ansioso:
-¿Es verdá que no soy el de siempre y que esos malditos pesos van a desmentir mi vida de paisano?
-Mirá -dijo mi padrino, apoyando sonriente su mano en mi hombro-. Si sos gaucho en de veras, no has de mudar, porque andequiera que vayas, irás con tu alma por delante como madrina'e tropilla.