Don Segundo Sombra/XXIII
Cierto que el bruto del reservado me dio trabajo y que, con mi pie hinchado, vi más de una vez el negocio en mal camino. Pero el contento no de salir airoso de la prueba a que me había sometido el patrón, tanto como el llevar mi doma con acierto, fueron cosas que me pusieron en estado de cargar con aquellos rigores.
Parece, según me dijeron algunos, que con doblarlo al cabos negros había conseguido yo algo, que muchos y muy buenos intentaron sin suerte. No digo que tuviera un amor propio desmedido, ni que fuera por demás accesible() al elogio, ¿quién no lo es más o menos? pero el hecho de vencer, grande y continua tarea gaucha, me llenaba de un vigor descarado a fuerza de confianza.
¡Qué voluntad de dominio no tendrá el hombre para que, por un rato de gozarla, emplee largas horas de perseverante empuje! Salir con la suya en una bellaqueada y embozalar las propias dudas y temores con el logro de un intento, lleva aparejado toda una ristra de horas de tensión. Al lado del lucido momento de la jineteada, está la tarea pacienzuda de guerrear los animales durante la amansadura, sin dejarles tomar vicios y corrigiendo los que traen por instinto.
Yo era casi un instrumento en manos de mi padrino, que me guiaba en cada gesto, lo cual no quita que era el instrumento quien aguantaba los pesados trotes de los baguales, sus sentadas brutas, la rigidez desobediente de sus cogotes sonsos y chapetones, sus intenciones de cocear, sus cabezazos al enriendarlos, sus sustos torpes al subir y desmontarse uno, sus repentinas rebeliones en una espantada que remataban corcovos o abalanzos.
Y en todo aquello me parecía ir como dormido. Ideas fijas me perseguían como un deber. Las oía en la voz de mi padrino. Frases imperativas representaban hechos menudos, en que yo debía seguir por mía aquella voz. Hasta en horas de descanso, las enseñanzas me zumbaban en la cabeza, como un avispero demasiado grande para el nido en que buscaban acomodarse. Sentía mi pasividad y me hubiese molestado, de no haberme dicho mi propio deseo de independencia: «Dejá no más, que al correr del tiempo todo eso será tuyo.»
Conforme los animales se fueron amansando, íbamos haciendo más largos los galopes, de suerte que llegábamos a una pulpería, distante una legua y media de la estancia, sobre un callejón, a la vera de un arroyo que allí daba paso.
Entretanto, en las casas, me había hecho de un amigo. Antenor Barragán era un pedazo de muchacho grandote y delgado, dueño de una agilidad y una fuerza extraordinaria. Lo conocían en todo el pago como un visteador invencible y hacía gala de tal en cuanta ocasión se le presentaba. Su ocupación era cualquiera, porque lo mismo le daba lucirse en un redomón macaco, en una faena de horquilla o trabajando de a pie en el corral. Saltaba cualquier animal limpito y alzaba al hombro cualquier peso. Su cara morena, fina y alegre, le valía simpatías inmediatas y su bondad amistades verdaderas. Eso sí, entre juguete y juguete, solía dejar a sus compañeros sentidos de un cachetón. Me hacía contar mis andanzas de vagabundo, en las que encontraba gusto para su fantasía, relatándome en cambio sus fechorías nunca mal intencionadas. Le gustaba meterse en apuros, para probarse. A los pocos días ya nos tuteábamos, tratándonos de hermanos. ¡Pobre Antenor! ¿Dónde andará ahora?
Cuando dejamos por mansos y ya enfrenados nuestros baguales y salimos del escritorio de la estancia, con el tirador dueño de unos cuantos pesos más, y nos despedimos del patrón así como de los mensuales, era día Domingo. Por costumbre, y también para cumplir con nuestros deberes de cortesía, nos fuimos al boliche del arroyo. Había bastante gente. La cancha tenía buena concurrencia y en el despacho no faltaba clientela.
Algunos conocidos nos saludaron. Mi padrino pidió permiso para ausentarse un momento, a fin de visitar a su amigo el pulpero. Debo decir que nunca el patrón nos había servido en el despacho, haciéndonos pasar por una pequeña puerta hasta adentro, con lo que significaba una especial atención.
Uno de los paisanos nos previno que no sería ese día prudente conducirse como siempre, pues el pulpero estaba «tomao» y era hombre de «mala bebida». Aunque otros opinaran de igual manera, don Segundo alegó compromisos de amistad y golpeó en la puerta pequeña. Yo pasé detrás. Un chico nos dijo, mirándonos asombrado por tanto atrevimiento:
-Voy a avisarle al Tata.
Se apareció el Tata, con una cara de Juicio Final, y ni contestó el saludo.
-¿Ustedes que quieren? -preguntó con voz de toro.
Don Segundo avanzó hacia aquella fiera y, sin quitarle la vista de los ojos, que el otro tenía brillantes y lacrimosos, le dijo con su burlona cortesía:
-Yo quisiera una caña.
Con una frente de topazo, el pulpero largó su ofensa:
-¿De cuál? ¿De ésa que toma la gente?
Don Segundo me miró divertido y acercándose, hasta ponerse casi pecho a pecho con el matón, lo corrigió sonriente, como si rectificará un simple error:
-No, no, deme de ésa que toma usté no más.
Fue suficiente. El pulpero de «mala bebida», guardó para mejor ocasión sus compadradas y nos sirvió dos copas. Don Segundo siempre cortés impuso:
-Usté va a tomar con nosotros.
Al tiro brindamos por nuestra futura felicidad, haciendo nuestras las cañas de un sorbo.
Saliendo hacia donde estaba la paisanada, mi padrino comentó:
-Pobrecita la señora; seguro que aura este hombre malo le va a encajar una paliza.
Una de las primeras personas que vi al salir, fue Antenor. Me convidó a tomar la copa y nos arrimamos al enrejado del despacho. Le estaba yo contando la reciente escaramuza de mi padrino con el pulpero, cuando un desconocido se nos acercó, nos dio la mano y comenzó a hablar en voz alta con todo el mundo. Sería como de cincuenta años de edad, vestía a la usanza gaucha y llevaba a la cintura un facón largo, con cabo y puntera de plata. Al hombro traía un ponchito bayo y, tanto por la tierra de sus botas de potro, sudadas en la parte baja, por el caballo, como por el aspecto y modo de caminar, aparentaba ser un hombre que venía de lejos.
Convidó a todos los presentes, entre bromas de buen humor, y logró al rato, como parecía quererlo, ser centro de la atención general.
De pronto, le habló a Antenor como si lo conociera; hizo alusión ponderativa a su destreza física y a su habilidad para el visteo. No se sabía bien lo que querría, entre tantas vueltas como las que daba en sus elogios, cuando con neta intención de pendenciero dijo:
-Yo me pregunto. ¿No se le helará la sangre al mocito si llega a encontrarse frente a un cuchillo?
Como si todos nos preguntáramos lo mismo, miramos a Antenor. Este estaba pálido y agachaba la cabeza. Sospechamos que tenía miedo.
-También me he tenido fe en mis mocedades -continuó el hombre de bigote canoso-. ¡Y vean! -concluyó-, todavía me tendría la mesma fe pa señalarlo al mocito por donde quiera.
Antenor levantó la cabeza y, dándonos siempre la penosa impresión de su blandura, respondió:
-Señor, yo soy un hombre tranquilo y si por juguete se vistear, no es porque quiera toparme con naides, ni para que naides me peleé.
-¡Oiganlé! -rió burlonamente el provocador-. Había sido como carne'e paloma. Y eso -dijo, dirigiéndose a todos- que no tengo intención de estropearlo, sino cuanti más de que nos sangremos un poco pa probar la vista. ¿O será que se le ha ñublao de golpe?
-¿Me permite? -terció inesperadamente mi padrino.
-Cómo no -accedió el forastero.
Don Segundo se dirigió a Antenor:
-Mirá muchacho -dijo mientras todos, y yo más que ninguno, lo mirábamos con asombro-. Mirá muchacho que el señor ya hace un rato que te está convidando con güenas maneras y voh'estás desperdiciando la ocasión de divertirte un poco.
¿Qué diría el paisano peleador?
Un minuto quedó en silencio y, ya más serio ante una posible bifurcación del pleito, dejó sospechar el fondo del asunto:
-Divertirse es presumir de gallo y meterse en travesuras, cuando uno cree llevársela de arriba.
Comprendimos que, bajo las bravuconerías del gaucho provocador, había habido un resentimiento.
¿Qué diría Antenor?
Antenor se levantó de una pieza, miró al forastero y comprendimos otra cosa más: que sabía de qué y de quién se trataba.
-Yo era una criatura -dijo ceñudo- y ella una perra que a cualquier palo le hacía punta. En el pago la conocíamos por «la de aprender».
Furioso, el forastero quiso atropellar. Algunos lo sujetaron al tiempo que Antenor, siempre pálido, pero tal vez de rabia, decía:
-Ajuera vamoh'a tener más lugar-. Y salió.
Los seguimos. El forastero se quitó, al lado de la puerta, las espuelas, se arrolló el poncho en la zurda y sacó con lentitud el facón. Como si hubiera olvidado su reciente extravío, compadreó risueño:
-Aura verán como a un mocoso deslenguao se le corta la geta.
En el patio de la pulpería había una carreta. Contra una de sus grandes ruedas, Antenor había hecho espaldas y esperaba. El forastero se acercó y, confiado, como quien juega con un chico, tiró a su contrario una cachetada con los flecos del poncho. Antenor hizo un imperceptible movimiento y el poncho pasó sin tocarlo. El quite fue de una precisión admirable; ni un dedo más ni un dedo menos de lo necesario. Creo que todos debimos pensar a un tiempo: pobre paisano viejo, su compadrada le iba a salir amarga. El hombre atropelló. Antenor firme, con una cuchilla de trabajo contra un facón de pelea, sin poncho para meter el brazo, salvaba toda arremetida sacando el cuerpo. De pronto estiró la mano armada y, con un salto, ganó distancia. El paisano del facón tenía un tajo desde el bigote hasta la oreja. Antenor reculaba, dando por concluida la reyerta. Unos apartadores quisieron intervenir.
-Ladeensén -dijo el forastero- uno de los dos ha de quedar.
Antenor dejó de buscar la carreta, donde se había dado el lujo de pelear a pie firme. Listo sobre las piernas, parecía dispuesto a concluir con furia la pelea que comenzó por fuerza.
No tardó mucho. Un encontrón y vimos al forastero levantado hasta la misma altura de Antenor, para ser tirado de espalda como un trapo.
Se acabó. Lo levantamos para sentarlo en el suelo, con las espaldas apoyadas contra la pared de la pulpería. Se desangraba por el pecho a borbollones.
Hicimos un arco de expectativa en torno suyo. Con inútil angustia presenciábamos el inevitable avance de la muerte, que en cada inspiración se le entraba en el cuerpo, para expulsar la vida en un chorro de sangre y de calor. Un momento se detuvo el baldeo trágico. El moribundo, terroso de haberse vaciado en aquel espasmo, alcanzó a decir muy bajo:
-Aura va ha venir la policía a buscarlo a ese hombre. Ustedes son testigos todos de que yo lo he provocao.
Antenor, a caballo, huía.
Bañado el vientre y las piernas en sangre, el forastero comenzaba a ponerse duro. Un paisano repetía furioso:
-Porquería..., nos alabamos de ser cristianos y a lo último somos como perros... Sí, como perros.
Otro, más tranquilo y más pensativo, alegaba:
-Nos mata el orgullo amigo. Cuando un hombre nos insulta, lo mejor que podríamos hacer es llamarnos Juan. Pero tenemos nuestro orgullo, que nos hace querer hablar mah'alto, y una palabra trai otra y al fin no queda más que el cuchillo
...Sí, señor, como perros somos y muy conformes estamos por llamarnos cristianos...
-Yo -dijo mi padrino- he tenido más de muchas de estas diferencias, con hombres que eran o se craiban malos y nunca me han cortao... ni tampoco he muerto a naide, porque no he hallao necesidá. Con todo, el mocito que se ha desgraciao no lleva culpa. La pelea en güena ley, asigún el mesmo desafío del finao, debió concluir donde lo cortaron.
-Y por hembras señor -decía otro- por una hembra, que yo he conocido y que era una perra como dijo el mocito..., y después de añazos tal vez. Pero, que quiere, es el destino y ese hombre traiba el empeño de que se cumpliera.
El muerto quedaba allí, de testigo, con los ojos abiertos y el cuerpo ya sin necesidades. Le echaron encima una cobija vieja, para que no lo aquerezaran las moscas.
A las cansadas, cayó la policía con un médico, que avanzó hacia el finado y lo descubrió ante nosotros y los dos «latones» que lo acompañaban.
Después de revisarlo, el de ciencia dijo palabras que guardé en mi memoria y cuyo significado cabal sólo supe años después:
-¡Qué puñalada! Cuando yo era practicante, y no fui débil, sudaba media hora para abrir así un tórax.
El pulpero malo no había salido.
Dejamos a los hombres de aquella escena preparar los primitivos medios de transportar el cadáver, y nos despedimos.