Junto con la noche, terminó mi andar. A la madrugada, según mis previsiones, llegué a un puesto aseadito, en el que encontré a mi padrino, disponiéndose a salir con un hombre en quien, por las primeras palabras de conversación, reconocí al encargado de aquel potrero.

Don Segundo no se extrañó de mi presencia, pues habíamos quedado en que, una vez sano, iría yo a buscarlo para seguir viaje hacia el Norte. Mi brazo desvendado explicaba mi venida y evitaba las burlas posibles a propósito de mi ridícula historia. Me guardé muy bien de desembuchar mis sinsabores.

Un día quedamos en aquella población, para partir a la mañana siguiente.

Dos veces hicimos noche: una acampo raso, otra en el galpón de una chacra.

Cuanto más distancia dejábamos a nuestra espalda, entre nosotros y aquella costa bendita, más volvía en mí la confianza y la alegría, aunque en el fondo me quedara el resabio de un trago amargo.

Traspuesto que hubimos unas cuarenta leguas, pude sonreír mal que mal ante lo sucedido. Lindo me resultaba el rendimiento de cuentas: un brazo quebrado, un amorío a lo espina, un tajo a favor de un tercero por cuestión de polleras, fama de cuchillero, el lazo cortado y dos caballos vendidos a la fuerza. Lo que menos sentía era esto último, pues si bien es cierto que perdía con el Orejuela y el Comadreja un par de pingos seguros, ganaba una jineta de sargento para mi orgullo. ¿Hay mejor prueba de buen domador que el que le salgan a uno compradores para sus caballos, después de un rodeo? Contaba también el hecho de que los vendidos fueran mis dos primeras hazañas de jinete.

Además, se me presentaba la ocasión de cumplir con un deseo largo tiempo acariciado: aviarme de tropilla de un pelo. ¿No disponía, como base para ello, con el dinero ganado en la riña de gallos? Podía golpearme el tirador para sentir el bulto de los pesos, enrolladitos en sus bolsillos.

Si bien es cierto que nunca faltan encontrones cuando un gaucho se divierte, también sucede que en sus tristezas le salga al cruce alguna diversión.

A los seis días de marcha, caímos a un boliche, donde se debían de correr esa tarde unas carreras.

En medio del callejón, del que habían elegido un trecho bien parejo, clareaban dos andariveles, emparejados a pala-ancha.

Ya un gringo había instalado una carpa con comida, masas y beberaje.

Una china pastelera, paseaba sus golosinas en dos canastas, perseguidas por las moscas y alguno que otro chiquilín pedigüeño. Un viejo llevaba de tiro un tordillo enmantado, ofreciendo números de rifa. Y, tanto la carpa como la pulpería, tenían pa su «mamao» por adelantado.

Yo conocía esas cosas desde chico, y me movía en ellas como sapo en el barro.

Empezaba a caer gente. Dos parejeros eran centro de un grupo de paisanos. Grupo muy quieto y misterioso, que se secreteaba por lo bajo.

Almorzamos en la pulpería. Al «mamao», que enseguida se nos pegó, dándonos latosos informes sobre la carrera grande de la tarde, le di un peso a condición de que se fuera a «chuparlo» a la carpa.

Comimos primero unos chorizos, que empujamos con un vino duro, después un pedazo de churrasco, después unos pasteles.

El gentío aumentaba por momentos en el mostrador, así como afuera crecía en número la caballada. ¿Qué paisano no se trae el más ligerito de la tropilla, con la esperanza de ensartar uno más lerdo? Visto que mi Moro era de buena pinta y trotaba como amartillado para una partida, algunos me lo filiaban de paso. ¡No había cuidado que me hiciera pelar de vicio, con un caballo que traía una semana de camino!

Mi padrino encontró dos amigos ¿cómo había de ser? Ellos también tenían oficio de reseros y, como es natural, nos pegamos unos a otros, con esa súbita familiaridad de los ariscos, cuando se encuentran medio apampados por el ruido y la gente. Eran hombres de unos treinta años, curtidos y risueños; nos preguntaron qué sabíamos de las carreras. Mi padrino les repitió una parte de los datos del «mamao»:

-Son dos pingos que hay que velos amigo, que hay que velos. ¡El colorao tiene ganadas más carreras aquí!... Entuavía no ha perdido nenguna, más que una que le ganaron como por siete cuerpos... ¡Qué animal ese escuro que trajeron de los campos de un tal Dugues! De entrada no más lo sacó al colorao como cortando clavos con el upite..., y ya se acabó. ¿Creerá cuñao?... Ya se acabó... Sí, señor... Pero el colorao, hay que velo amigo...; si parece como que se va tragando la tierra... Pero ahí tiene, a mí más me gusta el ruano que train de pajuera. Ahí tiene..., la manito del lao de montar es media mora... No vaya a creer..., a mí me gusta el ruano; ahí tiene...

-Y yo -dijo don Segundo- le vi a jugar al ruano por hacerle el gusto a un hombre en pedo, porque el hombre que se mama ha de ser güen hombre.

-Aura sí que está lindo..., y ¿por qué? -preguntó uno de los paisanos que, conociéndolo a mi padrino, colegía algo sabroso, detrás de esa sentencia.

-Porque el hombre que se mama sabe que va a hablar por demás y al que tiene mala entraña no le conviene mostrar la hilacha.

-¿Sabés que es cierto, hermano? -dijo el paisano, volviéndose hacia su compañero.

-¡Claro!..., como que aurita no más le vah'a dentrar a pegar al frasco.

Y echamos afuera toda la risa, con esa nerviosidad del gaucho que, cuando anda entre gente, parece como si sintiera que le sobra la vida.

A toda eso iba a empezar la función y yo estaba con ganas de desquitarme de mis disgustos.

La paisanada, a caballo, se había desparramado a lo largo de los andariveles en forma de boleadoras de dos, es decir, un poco amontonada en el lugar del pique y el de la raya y raleando a lo largo de la cancha.

Esperamos con paciencia de quien no está acostumbrado a esperar. Casi diría que ese momento de inacción era lo que más me gustaba en las fiestas, porque ya había tiempo todos los días para que sucedieran cosas y era bueno, de vez en cuando, saber que por largo rato nada cambiaría.

¿Los corredores se andarían pesando? Y bueno. ¿Los dueños estarían discutiendo los últimos detalles de las partidas, del lado, del peso? Y bueno.

Ya veríamos los animales cuando entraran a la cancha, destapados, y podríamos alcanzar una o dos partidas, para luego colocarnos en el sitio menos cargado de gente, a media distancia, donde por lo general se define la carrera, a no ser que resulte muy parecida. Lo mejor era informarnos un poco, y así lo hizo don Segundo, interpelando a un paisano que pasaba cerca nuestro.

-No somos de acá, señor, y quisiéramos saber algo pa poder rumbiar en la jugada.

El hombre explicó:

-La carrera es por dos mil pesos. Cuatro cuadras a partir dellas, igualando peso. Si uno de los corredores se desniega a largar después de la quinta partida, han convenido los dueños poner abanderao.

-Ahá.

-Parece que los dos bandos train plata y que se va a jugar mucho de ajuera.

-Mejor pa'l pobre.

-Ocasión han de hallar.

-Y ¿son de aquí los dos caballos?

-No, señor. El ruano lo train de p'ajuera. Lindo animalito y bien cuidao. El colorao es destos pagos. Si quieren jugarle en contra, yo tomo una o dos paradas de diez pesos.

-Graciah'amigo.

-Güeno, entonces vi a seguir, con su licencia.

-Es suya y gracias, ¿no?

El hombre se fue. Don Segundo comentó:

-Medio desconfiao el paisano. Nos quería jugar, porque estaba maliciando que éramos de los que han venido con el ruano.

-Le tiene fe al colorao -insinué, tentado.

-Bah -dijo mi padrino- la ganancia está en las patas de los caballos.

Lo cierto era que me sobraban ganas de comprometer mis pesos y qué, estando en perfecta ignorancia en cuanto al mérito de los caballos, tenía que proceder arbitrariamente. La plata me andaba incomodando en el bolsillo. Calculé el monto de mi fortunita. De la riña de gallos, ciento noventa y cinco pesos. Del último arreo cincuenta, van doscientos cuarenta y cinco. Sesenta pesos, que tenía antes de la riña, van trescientos cinco. Y ochenta de Patrocinio por mis pingos; total, trescientos ochenta...

Don Segundo me sacó de mis cálculos, anunciando la venida de los parejeros. Los vimos sin mudar de sitio.

El colorado pasó, ya montado, braceando impaciente. Era alto y fuerte, de buenos garrones y con un ojo chispeador de bravo.

¡Qué pingo! Pensaba yo: ¿cuándo podría tener uno igual? Seguramente cuando fuera Coronel por lo menos, porque no de otro modo pegaría andar en semejante chuzo.

El ruano también era bonito. Lo traía el corredor de tiro y venía tranqueando largo, sobrando como de una cuarta el rastro de la mano con el de la pata. Parecía enaceitado de lustroso y era fino como galgo.

-Vaya uno a saber -dijo mi padrino-, pero yo voy a cumplir con el mamao no más.

El corredor del colorado era un tipo flaco de bigote entrecano. Se había puesto vincha y miraba para todos lados, como si le fueran a pegar un cascotazo. El que traía de tiro al ruano, no era más alto que un muchacho de doce años, hocico pelado y hosco como un pampa.

Los vimos partir dos veces. El borracho tenía razón, al decir que el colorado quería como tragarse la tierra. En cambio el ruano picaba de costado, medio salido del andarivel.

Ganamos nuestro sitio. Las apuestas menudeaban por ambos bandos. Iba a largarse la carrera y yo no había jugado. Un perudo panzón se dirigió a mí:

-¿Vamos veinte pesos? -yo juego al ruano.

-Pago -respondí.

Se quedó mirándome, insatisfecho.

-¿Vamos cuarenta?

-Pago -volví a responder.

-¿Vamos sesenta? -propuso.

Algunos nos miraban, curiosos. ¿Hasta cuándo seguiría subiendo?

-Pago -le acepté sonriente.

-¿Vamos ochenta? -su voz se hacía cada vez más suave.

Los curiosos espiaban mi decisión. Sin quitarle la vista, propuse a mi vez, imitando su cortesía:

-¿Por qué no vamos cien?

-Pago -accedió.

Ya la gente se hacía montón, como si nosotros fuéramos los caballos de la carrera. Pasado un rato, propuse con una voz imposible de superar en tono de dulzura:

-¿Vamos ciento cincuenta?

El hombre rió de muy buena gana y, ya con voz natural, cerró la broma:

-No gracias, estoy jugao.

-¡¡Ellos y se vinieron!! -gritó uno de los mirones.

Ras con ras, sin aventajarse de un hocico, llegaban, pasaban delante nuestro, se iban para el lado de la raya. Nos agachamos sobre el cogote de nuestros caballos. El paisanaje invadió la cancha. Alcanzamos a ver que los dos corredores castigaban. Esperábamos el grito que anuncia el resultado; ese grito que viene saltando de boca en boca, haciendo, de vuelta la cancha, en la décima parte de tiempo que los caballos.

-¡¡Puesta!! -oímos-. ¡Puesta! ¡No se pagan las jugadas! -pero ni bien quiso entablarse el obligatorio comentario, vino la contravoz, dando el fallo verdadero:

-¡¡El ruano, pa todo el mundo!! ¡¡El ruano, por un pescuezo!!

-Está entrampada -trajo otro como noticia-, está entrampada y parece que van a peliar.

Pero la voz, que enseguida se reconoce como la verdadera, insistía en todas las bocas.

-El ruano, por un pescuezo.

Di vuelta el tirador, conté hasta cien pesos, en billetes de diez y de cinco, y se los alcancé al perudo, que esperaba cortésmente sin mirar para mi lado.

-Tome, Don.

-Gracias.

En cambio mi padrino embolsaba cincuenta.

-Voy -me dijo, fingiendo salir al galope- a ver si hallo otro mamao.

Yo tenía rabia. ¿Hasta en el juego me pelarían?

Nos recostamos contra el alambrado del callejón, donde menudeaban los comentarios.

-Tiene pa ganarle a dos como el caballo de aquí -aseguraba un viejo, montado en un zaino aperado de plata-, ...pa ganarle fácil -puntualizó.

El paisano con quien iba la discusión, retobado y huraño, decía despacio pero claro:

-Fácil, es la palabra.

-No, señor. No son palabras. Y si tienen con qué correrle, ahí está el hombre pa que lo hablen.

-Yo no tengo con qué.

-Pero esos otros, pues, que parece que no ven, cuando la ocasión se presienta.

-¡Bah! No hay que ir muy lejos. Ahí está el tordillo de los Cárdenas.

-¡Qué va a hacer con eso! Poco lo conozco al mentao. Tres veces lo han quebrao de lo lindo, en mi presencia, y si no le disjusta, yo mesmo lo he tenido cuidando y le he tomao el tiempo.

-¡Ahá!

-Sí, señor, y le he tomao el tiempo con los dos reloses que tenía: uno rigular y el otro de sacarlos ligeros a los caballos, y con nenguno me dio más que cualquier matungo.

El paisano callado, no debía entender de relojes porque, sin entrar en más controversias, hizo caminar su malacara hacia gente menos doctora.

Oímos un tropel y una gritería. Nos arrimamos para la cancha. Acababan de correr una carrerita de dos cerradas, entre caballos camperos. El paisano ganador, montado en un picacito overo, pasó delante nuestro fatigado y sonriente. Ya estaban partiendo con un rabicano pampa y un zaino pico blanco. En cada pique, el zaino se despatarraba, desesperado por correr. Pero, cerca mío, un grupo de gente rica, bien montada, hablaba de una de las carreras depositadas. El que parecía más al corriente que los demás, explicaba:

-Yo no sé cómo Silvano se ha metido a correr con el mano blanca de los Acuña; su alazancito es un animal nuevo, muy bruto. Ustedes verán que es capaz de asustarse con la gente y cambiar de andarivel...

En eso pasó un muchacho, ofreciendo treinta a veinte, contra el rabicano que estaba partiendo. Tomé la parada porque sí.

-¡Se vinieron! -gritó el mismo muchacho.

La gente corría para el lado de la largada. Unos decían: «se ha muerto», otros aseguraban que el pico blanco, desbocado, se había llevado por delante como siete hombres, de a pie. Resultó finalmente que el caballo, embravecido por los repetidos piques, había hecho carretilla, atropellando el alambrado y haciéndose pedazos en él. El corredor salvó, por milagro, con unos chichones y peladuras en la cabeza.

Gané treinta pesos, casi sin haberlo pensado.

El mozo, que explicaba los defectos del alazancito del tal Silvano, señaló con el cabo del rebenque.

-Ahí vienen.

-¿Vamoh'a verlo? -propuse a mis compañeros.

¡Qué pintura el alazancito de Silvano! Mientras lo contemplábamos, repetí lo que había oído.

Pasó el mano blanca. Un veterano tranquilo, más bien feo, de pelo zaino oscuro. Empezaron a jugarle dando usura. Los seguimos para verlos partir.

El alazancito lo sobró en dos piques y la plata se puso a la par.

El perudo, que me había ganado los cien pesos, me hizo una entrada:

-¿Y mocito? ¿Cuánto va al mano blanca?

-...

-Le doy desquite de los cien.

-Pago.

Ya el corredor del alazán había convidado dos veces, sin resultado, y llevaban seis partidas. Se veía que el del mano blanca quería salir de atrás para rebalsarlo. El del alazán, muy confiado, reía. Ambos parecían decididos a hacer efectiva la carrera cuanto antes.

Se vinieron juntos. En un abalanzo, el alazán descontó distancia. «¡Vamos!», convidó su corredor, soliviándolo en la boca. De atrás, el mano blanca lo alcanzaba. La partida lo iba a favorecer. Imprudentemente, o tal vez por sobra de confianza, el del alazán volvió a convidar:

-¿Vamos?

-¡¡Vamos!!

El mano blanca tomó ventaja, como de medio cuerpo.

-¡Ahá! -rió el del alazán y, cediendo rienda, adelantando el cuerpo, se apareó al contrario, lo venció, le hizo tragar tierra, le sacó dos cuerpos, tres... ¡Qué sé yo! El del mano blanca levantó su caballo a media carrera.

-¡Buena porquería el mentao de los Cárdenas! -grité.

El perudo sonrió:

-Anda en la mala.

Le pagué los cien pesos.

-Vamos a ver -le dije, caliente- si nos topamos en otra.

-Aquí estaremos a su servicio -me contestó, embolsando mi dinero- siempre que no nos guste el mismo caballo.

Pero, ¿qué desquite iba a encontrar esa tarde?

Jugué en una cuadrera. De a posturas chicas, comprometí setenta pesos. Llevaba las paradas en el puño y, de entre mis dedos salían los papeles, como espinas de un abrojo. Una por una, tuve que entregar las paradas.

Me fui un rato a la carpa, con mis compañeros, donde tomamos unas cervezas y ensartamos pasteles en la punta del cuchillo. Don Segundo perdía cincuenta pesos. En cambio, entre los dos reseros amigos, juntaban ciento setenta y dos de ganancia. A uno de esos suertudos le entregué cien, para que me los jugara. Me los perdió en la primera ocasión, quedándome sólo cinco como todo capital. ¿Ah sí? Pues, perdido por perdido, fui a ver mi contrario perudo, que por su parte, de entrada, me ofreció desquite.

-No tengo con que pagar -le dije- pero si usté quiere, le doy en prenda cinco caballos que usté podrá ver aurita si gusta.

El hombre aceptó y, para mostrar liberalidad, me dejó elegir caballo en la carrera siguiente. Con una fidelidad de borrego guacho, me ensarté con el perdedor.

¡Muy bien! Me dedicaría a mirar.

La gente parecía cansada y caía la tarde. Algunos, por haber ganado o por desplumados, se volvían a sus pagos. Don Segundo no me sacaba el rebenque de sus bromas y, lo que era peor, yo me quedaba atufado, sin responder.

No sé cuanto duró la tarde, ni si fueron muchas o pocas las carreras que se vieron. Los grupos se despedían, dándose la mano. Para los dos lados del callejón, iban dos hileras de gente a caballo. Frente a los despachos de bebida, los borrachos eran como unos diez o doce.

Lejos, se veían algunas polvaredas de los que se habían retirado primero.

Poco a poco nos fuimos quedando solos. Al hombre que me había ganado casi toda la plata le mostré mi tropilla y, quedando conforme, se llevó los cinco animales, dejándome con dos y el Moro.

Nos despedimos de nuestros compañeros. Nosotros seguiríamos viaje, haciendo noche donde ésta nos tomara. Cambié de caballo. Me quedaban Garúa, el Vinchuca, el Moro y el Guasquita, en que iba montado.

-¿Vamos? -me dijo mi padrino, remedando a los corredores.

-¡Vamos! -le contesté.

Y salimos al galope corto, rumbo al campo, que poco a poco nos fue tragando en su indiferencia.