Don Segundo Sombra/I
I.
En las afueras del pueblo, a unas diez cuadras de la plaza céntrica, el puente viejo tiende su arco sobre el río, uniendo las quintas al campo tranquilo.
Aquel día, como de costumbre, había yo venido a esconderme bajo la sombra fresca de la piedra, a fin de pescar algunos bagresitos, que luego cambiaría al pulpero de "La Blanqueada" por golosinas, cigarrillos o unos centavos.
Mi humor no era el de siempre; sentíame hosco, huraño, y no había querido avisar a mis habituales compañeros de huelga y baño, porque prefería no sonreír a nadie ni repetir las chuscadas de uso.
La pesca misma pareciéndome un gesto superfluo, dejé que el corcho de mi aparejo, llevado por la corriente, viniera a recostarse contra la orilla.
Pensaba. Pensaba en mis catorce años de chico abandonado, de "guacho", como seguramente dirían por ahí.
Con los párpados caídos para no ver las cosas que me distraían, imaginé las cuarenta manzanas del pueblo, sus casas chatas, divididas monótonamente por calles trazadas a escuadra, siempre paralelas o perpendiculares entre sí.
En una de esas manzanas, no más lujosa ni pobre que otras, estaba la casa de mis presuntas tías, mi prisión.
¿Mi casa? ¿Mis tías? ¿Mi protector Don Fabio Cáceres? Por centésima vez aquellas preguntas se formulaban en mí, con grande interrogante ansioso, y por centésima vez reconstruí mi breve vida como única contestación posible, sabiendo que nada ganaría con ello; pero era una obsesión tenaz.
¿Seis, siete, ocho años? ¿Qué edad tenía a lo justo cuando me separaron de la que siempre llamé "mama", para traerme al encierro del pueblo, so pretexto de que debía ir al colegio? Sólo sé que lloré mucho la primer semana, aunque me rodearon de cariño dos mujeres desconocidas y un hombre de quien conservaba un vago recuerdo. Las mujeres me trataban de "m'hijito" y dijeron que debía yo llamarlas Tía Asunción y Tía Mercedes. El hombre no exigió de mí trato alguno, pero su bondad me parecía de mejor augurio.
Fuí al colegio. Había ya aprendido a tragar mis lágrimas y a no creer en palabras zalameras. Mis tías pronto se aburrieron del juguete y regañaban el día entero, poniéndose de acuerdo sólo para decirme que estaba sucio, que era un atorrante y echarme la culpa de cuanto desperfecto sucedía en la casa.
Don Fabio Cáceres vino a buscarme una vez, preguntándome si quería pasear con él por su estancia. Conocí la casa pomposa, como no había ninguna en el pueblo, que me impuso un respeto silencioso a semejanza de la Iglesia, a la cual solían llevarme mis tías, sentándome entre ellas para soplarme el rosario y vigilar mis actitudes, haciéndose de cada reto un mérito ante Dios.
Don Fabio me mostró el gallinero, me dió una torta, me regaló un durazno y me sacó por el campo en "sulky" para mirar las vacas y las yeguas.
De vuelta al pueblo conservé un luminoso recuerdo de aquel paseo y lloré, porque vi el puesto en que me había criado y la figura de "mama", siempre ocupada en algún trabajo, mientras yo rondaba la cocina o pataleaba en un charco.
Dos o tres veces más vino Don Fabio a buscarme y así concluyó el primer año.
Ya mis tías no hacían caso de mí, sino para llevarme a misa los domingos y hacerme rezar de noche el rosario.
En ambos casos me encontraba en la situación de un preso entre dos vigilantes, cuyas advertencias poco a poco fueron reduciéndose a un simple coscorrón.
Durante tres años fuí al colegio. No recuerdo qué causa motivó mi libertad. Un día pretendieron mis tías que no valía la pena seguir mi instrucción, y comenzaron a encargarme de mil comisiones que me hacían vivir continuamente en la calle.
En el Almacén, la Tienda, el Correo, me trataron con afecto. Conocí gente que toda me sonreía sin nada exigir de mí. Lo que llevaba yo escondido de alegría y de sentimientos cordiales, se libertó de su consuetudinario calabozo y mi verdadera naturaleza se expandió libre, borbotante, vívida.
La calle fué mi paraíso, la casa mi tortura; todo cuanto comencé a ganar en simpatías afuera, lo convertí en odio para mis tías. Me hice ladino. Ya no tenía vergüenza de entrar en el hotel a conversar con los copetudos, que se reunían a la mañana y a la tarde para una partida de tute o de truco. Me hice familiar de la peluquería donde se oyen las noticias de más actualidad, y llegué pronto a conocer a las personas como a las cosas. No había requiebro ni guasada que no hallara un lugar en mi cabeza, de modo que fuí una especie de archivo que los mayores se entretenían en revolver con algún puyazo, para oírme largar el brulote.
Supe las relaciones del comisario con la viuda Eulalia, los enredos comerciales de los Gambutti, la reputación ambigua del relojero Porro. Instigado por el fondero Gómez, dije una vez “retarjo" al cartero Moreira que me contestó "¡guacho !", con lo cual malicié que en torno mío también existía un misterio que nadie quiso revelarme.
Pero estaba yo demasiado contento con haber conquistado en la calle simpatía y popularidad, para sufrir inquietudes de ningún género.
Fueron los tiempos mejores de mi niñez.
La indiferencia de mis tías se topaba en mi sentir con una indiferencia mayor, y la audacia que había desarrollado en mi vida de vagabundo, sirvióme para mejor aguantar sus reprensiones.
Hasta llegué a escaparme de noche e ir un domingo a las carreras, donde hubo barullo y sonaron algunos tiros sin mayor consecuencia.
Con todo esto parecíame haber tomado rango de hombre maduro y a los de mi edad llegué a tratarlos, de buena fe, como a chiquilines desabridos.
Visto que me daban fama de vivaracho, hice oficio de ello satisfaciendo con cruel inconsciencia de chico, la maldad de los fuertes contra los débiles.
—Andá decile algo a Juan Sosa — proponíame alguno — que está mamao, allí, en el boliche.
Cuatro o cinco curiosos que sabían la broma, se acercaban a la puerta o se sentaban en las mesas cercanas para oír.
Con la audacia que me daba el amor propio, acercábame a Sosa y dábale la mano:
—¿Cómo te va, Juan?
—.....
—'ta que tranca tenés, si ya no sabés quién soy.
El borracho me miraba como a través de un siglo. Reconocíame perfectamente, pero callaba maliciando una broma.
Hinchando la voz y el cuerpo como un escuerzo, poníamele bien cerca, diciéndole:
—No ves que soy Filumena tu mujer y que si seguís chupando, esta noche, cuantito dentrés a casa bien mamao, te vi' a zampar de culo en el bañadero e los patos pa' que se te pase el pedo.
Juan Sosa levantaba la mano para pegarme un bife, pero sacando coraje en las risas que oía detrás mío no me movía un ápice, diciendo por lo contrario en son de amenaza:
—No amagués Juan..., no vaya a ser que se te escape la mano y rompás algún vaso. Mirá que al comisario no le gustan los envinaos y te va a hacer calentar el lomo como la vez pasada. ¿Se te ha enturbiao la memoria?
El pobre Sosa miraba al dueño del hotel, que a su vez dirigía sus ojos maliciosos hacia los que me habían mandado.
Juan le rogaba:
—Digalé, pues, que se vaya, patrón, a este mocoso pesao. Es capaz de hacerme perder la pacencia.
El patrón fingía enojo, apostrofándome con voz fuerte:
—A ver si te mandás mudar muchacho y dejás tranquilos a los mayores.
Afuera reclamaba yo de quien me había mandado:
—Aura dame un peso.
—¿Un peso? Te ha pasao la tranca Juan Sosa.
—No... formal, alcanzame un peso que vi' hacer una prueba.
Sonriendo, mi hombre accedía esperando una nueva payasada y a la verdad que no era mala, porque entonces tomaba yo un tono protector, diciendo a dos o tres:
—Dentremos muchachos a tomar cerveza. Yo pago.
Y sentado en el hotel de los copetudos me daba el lujo de pedir por mi propia cuenta la botella en cuestión, para convidar, mientras contaba algo recientemente aprendido sobre el alazán de Melo, la pelea del tape Burgos con Sinforiano Herrera, o la desvergüenza del gringo Culasso que había vendido por veinte pesos su hija de doce años al viejo Salomovich, dueño del prostíbulo.
Mi reputación de dicharachero y audaz iba mezclada de otros comentarios que yo ignoraba. Decía la gente que era un perdidito y que concluiría, cuando fuera hombre, viviendo de malos recursos. Esto, que a algunos los hacía mirarme con desconfianza, me puso en boga entre la muchachada de mala vida, que me llevó a los boliches convidándome con licores sangrías, a fin de hacerme perder la cabeza; pero una desconfianza natural me preservó de sus malas jugadas. Pencho me cargó una noche en ancas y me llevó a la casa pública. Recién cuando estuve dentro me di cuenta, pero hice de tripas corazón y nadie notó mi susto.
La costumbre de ser agasajado, me hizo perder el encanto que en ello experimentaba los primeros días. Me aburría nuevamente por más que fuera al hotel, a la peluquería, a los almacenes o a la pulpería de "La Blanqueada", cuyo patrón me mimaba y donde conocía gente de "pajuera": reseros, forasteros o simplemente peones de las estancias del partido.
Por suerte, en aquellos tiempos, y como tuviera ya doce años, Don Fabio se mostró más que nunca mi protector viniendo a verme a menudo, ya para llevarme a la estancia, ya para hacerme algún regalo. Me dió un ponchito, me avió de ropa y hasta ¡oh maravilla!, me regaló una yunta de petizos y un recadito, para que fuera con él a caballo en nuestros paseos.
Un año duró aquello. En mi destino estaría escrito que todo bien era pasajero. Don Fabio dejó de venir seguido. De mis petizos mis tías prestaron uno al hijo del tendero Festal, que yo aborrecía por orgulloso y maricón. Mi recadito fué al altillo, so pretexto de que no lo usaba.
Mi soledad se hizo mayor, porque ya la gente se había cansado algo de divertirse conmigo y yo no me afanaba tanto en entretenerla.
Mis pasos de pequeño vagabundo me llevaron hacia el río. Conocí al hijo del molinero Manzoni, al negrito Lechuza que, a pesar de sus quince años, había quedado sordo de andar bajo el agua.
Aprendí a nadar. Pesqué casi todos los días, porque de ello sacaba luego provecho.
Gradualmente mis recuerdos habíanme llevado a los momentos entonces presentes. Volví a pensar en lo hermoso que sería irse, pero esa misma idea se desvanecía en la tarde, en cuyo silencio el crepúsculo comenzaba a suspender sus primeras sombras.
El barro de las orillas y las barrancas habíanse vuelto de color violeta. Las toscas costeras exhalaban como un resplandor de metal. Las aguas del río hiciéronse frías a mis ojos y los reflejos de las cosas en la superficie serenada, tenían más color que las cosas mismas. El cielo se alejaba. Mudábanse los tintes áureos de las nubes en rojos, los rojos en pardos.
Junto a mí, tomé mi sarta de bagresitos "duros pa morir", que aun coleaban en la desesperación de su asfixia lenta, y envolviendo el hilo de mi aparejo en la caña, clavando el anzuelo en el corcho, dirigí mi andar hacia el pueblo en el que comenzaban a titilar las primeras luces.
Sobre el tendido caserío bajo, la noche iba dando importancia al viejo campanario de la Iglesia.