Don Gonzalo González de la Gonzalera/XXXII
Hallábase don Frutos entre don Román y sus hijos, tomando chocolate después de haber dicho misa por primera vez desde el suceso triste que en aquel pueblo no se olvidaba un punto.
-Ya usted lo ve, señor don Román: me encuentro más fuerte que un roble, y como si nada me hubiera pasado.
-Gracias a Dios, es la pura verdad, -respondió don Román.
-Por consiguiente -continuó don Frutos-, no se negará usted hoy a darme su licencia para volver a mi casita...
-No hay que pensar en eso, señor cura.
-¿Pero usted no ve, alma de Dios, que me está echando a perder? ¿Qué va a ser luego de mí, acostumbrado, como ustedes me tienen en esta casa, a tantos mimos y regalos? ¿Les parece poco lo que han hecho conmigo hasta hoy para que todavía?... ¿Quién soy yo, pobre gusano, para que ángeles como Magdalena hayan velado mi sueño, y usted y don Álvaro no se hayan separado un punto de mi cabecera durante tantos días y tantas noches?... ¡Déjemme, señores míos; que me avergüenzo de ser objeto de tantas bondades, y ya se me figura que tardo en volver a mi celdilla, para no ocuparme en otra cosa que en pedir a Dios por usted, única moneda en que un pobrepárroco puede pagar los beneficios recibidos!
-Y ¿a qué viene esa jaculatoria, señor don Frutos? -observó don Román entre grave y chancero. -Pues qué, ¿nos conocemos de ayer usted y yo? ¿Es un acto del otro jueves, ni que merezca andar en papeles, el que yo te alce a usted del suelo, donde se halla moribundo y abandonado, y le recoja en mi casa, y le preste con mis hijos los cuidados que la gravedad del mal reclama, y no podría tener en otra parte por falta de recursos y de asistentes?
-Cierto, certísimo... Y ustedes me perdonen, en gracia del sentimiento que me mueve a hablar así; pero... en fin, señor don Román: seis días hace que me hallo en disposición de trasladarme a mi casa, y usted no ha querido...
-Yo no podía darle a usted el alta en este hospital, mientras no le viera consagrado, como antes, a sus piadosas tareas.
-Pues ya lo estoy, señor don Román: hoy he dicho misa; por consiguiente, venga mi papeleta.
-No puede ser, señor cura.
-Ya usted lo oye, don Frutos; no hay licencia, -dijo Magdalena, alegre como unas pascuas.
-¿Que no puede ser? -exclamó el cura. -Pero, señor, ¿por qué?
-Por lo que va usted a oír -dijo don Román en tono decidido, pero con la faz súbitamente transformada, como si abordara el asunto con repugnancia. No os ocultaré que los horrendos crímenes de aquel día infausto, me contristaron hondamente.
-Harto se le ha conocido, padre -díjole Magdalena-, y aún lleva usted a la vista las marcas de la pesadumbre.
-No era el caso para menos, hijos míos... Pues bien: desde que le alcé a usted del suelo, señor don Frutos, hice el propósito de abandonar este pueblo tan pronto como mis cuidados no le fueran a usted necesarios.
-¡Abandonar este pueblo! -repitieron casi a un mismo tiempo los tres oyentes asombrados.
-Ni más ni menos. La ridícula vanidad de un mentecato, infernalmente explotada por dos o tres bribones, bastó para trocar, en ocho días, a los hombres más honrados y virtuosos, en un tropel de inmundas bestias. Yo presencié esa caída; y aunque la lloré con el alma, como se llora un bien perdido, nunca me abandonó la esperanza de ver a los extraviados tornar a la buena senda: al fin y al cabo, aquella mancha era de las que se lavan. La necesidad me hizo ver más tarde el borrón que un asesino arrojó sobre este suelo, ya manchado. ¡No quiera Dios que mis ojos presencien la mayor afrenta que puede hacerse a un pueblo cristiano: alzarse el patíbulo entre sus hogares!
-Pero, señor don Román, eso es ir muy lejos con los temores. No creo yo, ni Dios lo permita, que tal cosa aquí suceda.
-Si no sucede, don Frutos... puede suceder, porque motivos hay; y a eso me atengo. Además, llegué a figurarme, no há mucho, ciertamente, que la resurrección de este pueblo estaba a dos dedos de verificarse. Un suceso a que usted no quiso dar importancia cuando yo se le presentaba como muy temible, volvió luego a embrutecer a estas gentes. Esto, aparte del espantoso crimen a que dio lugar, me ha producido un grandísimo desaliento. Las recaídas, después de una grave enfermedad, siempre son muy peligrosas para el enfermo. El caso es que todo esto junto me oprime el alma, y me punza y me espolea, y me obliga a realizar cuanto antes mi propósito: solo, si vosotros, hijos míos, queréis permanecer aquí; con vosotros, si no os cuesta gran trabajo acompañarme... Iremos a la ciudad, donde, con otra vida y otras costumbres, y viendo otras caras y otros objetos, tan diversos de los que me han rodeado durante tantos y tan felices años, quizá se vayan curando mis heridas poco a poco. Y si Dios es servido de encauzar un día este torrente de groseras y corruptoras pasiones, tornaré a mis lares queridos... si es que la ausencia de ellos me deja vida con qué volver... De todas maneras, hijos míos, yo necesito salir de aquí, porque estos aires me ahogan, y este suelo me abrasa los pies.
Digámoslo con franqueza: ni a Magdalena ni a su marido causó la menor pesadumbre este discurso de don Román. Dejar las soledades del campo, casi en el corazón del invierno, por los atractivos del mundo, nunca desagrada a los jóvenes; y mucho menos si son recién casados, y ricos y venturosos, y, por contera, prestan con el sacrificio un gran favor a un padre sin segundo, como acontecía en el caso de mi cuento. Dolíase Magdalena, es verdad, de los dolores que a tal extremo conducían a aquel dechado de nobleza; pero ¿no era él quién veía en ese extremo la medicina de sus males? ¿No era suya la exigencia de salir de aquel pueblo a todo trance? Luego no había razón para que ella recibiera con pesadumbre la noticia de un proyecto que, a la par que era muy de su agrado, se encaminaba a curar las tristezas de su padre.
Respondióle en este sentido, o en otro idéntico, y Álvaro estuvo muy lejos de pensar de distinta manera que su mujer. Cuando el punto se hubo esclarecido lo necesario, y hasta quedó resuelto que Álvaro marcharía al día siguiente a la ciudad, a fin de disponer el alojamiento para acomodarse la familia, mientras con más espacio se arreglaba el albergue definitivo, dijo don Frutos, en todo este concierto mudo y prudente espectador:
-Muy bien, señor don Román; pero en todo ese plan de vida no veo yo nada que se oponga a mi salida de esta casa; por el contrario, la hace indispensable...
-Es que yo cuento, señor don Frutos -replicó don Román-con que va usted a hacerme el favor de trasladar su petate a ella... de vivir aquí...
-¡Esta es más gorda! Pero considere usted, hombre de Dios...
-Todo está considerado, señor cura... Estoy resuelto a no cerrar la casa. Si la cerrara, creería no volver jamás a ella. Nada más triste que un hogar sin lumbre y sin ruido, y con las puertas siempre cerradas... ¡las puertas, que son los ojos de su fisonomía! Mis criados, mis labranzas, mis ganados... todo seguirá aquí como hasta hoy, sin otra diferencia que ser usted quien vigile y mande, en lugar de ser yo... Me escribirá de vez en cuando; yo le contestaré; y de este modo, me parecerá más corta la distancia que me separe de este desdichado rincón...
-Pero ¿cómo he de atender yo a estos laberintos, sin exponerme a desatender mis deberes? a los primeros el tiempo que le dejen de sobra los segundos, que será muy bastante: no podía yo pretender otra cosa, señor don Frutos... Por lo demás, tiene usted sobrada afición a la labranza, para que me quede el menor recelo de que, ocupándose de las mías, ha de aburrirse... Y no se hable más del asunto.
Muy pocos días después de este diálogo, y tan pronto como Álvaro escribió desde la ciudad que el albergue estaba dispuesto, acomodaron Narda y Magdalena lo más indispensable en unos cuantos cofres; púsolos Blas bien acaldados en un carro, y enviáronse desde luego a la ciudad. Al otro día, muy temprano, oyeron misa todos los de la casa. Cuando a ella volvieron de la iglesia, había en el corral dos caballos aparejados y un carro con toldo: éste, con los bueyes uncidos, al cuidado de Blas, ahijada en mano, y los otros, cogidos de las riendas por un rnozuelo, sirviente también de la casa.
Omito de buen grado todo lo concerniente a los lloriqueos de Narda, a la emoción de Magdalena y a la palidez de don Román, porque se iban, y a los sollozos y gimoteos de Sebia y de las demás que se quedaban. Lo que importa saber es que Magdalena y Narda se acomodaron sobre los mullidos colchones del carro; que don Román y el cura montaron en los caballos, y que en esta guisa salieron de Coteruco y tomaron el camino de Carrascosa, con ánimo de llegar a la primera estación del ferrocarril a hora conveniente. Allí pensaba separarse de ellos don Frutos.
Y andando, andando, después de haber sido despedidos por la curiosidad de medio pueblo y por las lágrimas de todas las mujeres, y hasta (si hemos de atenernos a muy graves informes) por las de Carpio y Gorión, llegaron a lo alto del cerro, cuando el sol, sin una sola nube que manchara el azul purísimo del cielo, inundaba todo el valle en sus cascadas de luz trémula y brillante. Don Román no pudo pasar de allí sin volver los ojos a aquella tierra querida. Allá abajo, casi a sus pies, estaba Coteruco tendido sobre los regazos del cerro y de la montaña, como un borracho que ha dormido la mona a la intemperie. Parecíale que aquellas casitas, aún blancas, resto de perdidas virtudes, con sus ventanas entreabiertas y sus aleros tirados sobre la frente, se avergonzaban del sol que las hería de lleno, porque alumbraba los vicios que encubrían. ¡Coteruco!... ¡el cenagal del etéreo, de que era preciso huir para no envenenarse en su atmósfera! ¡Coteruco!... ¡antes plantel de virtudes, a la sazón foco de la pestilencia que iba llevando la muerte, de pueblo en pueblo, a todo el valle!
En éstas y otras cavilaciones, dejando vagar la imaginación en un golfo de conjeturas y supuestos, sus ideas llegaron a adquirir realidad y formas delante de sus ojos; y hubo un momento en que vio arder los caseríos, perdido el amor al trabajo, corrompida la fe y desenfrenada la discordia; y destrozarse, al último, los pueblos entre sí, sobre aquellas verdes praderas convertidas en sangriento campo de batalla- «Ya vais,» pensó entonces, «ya vais, ilusos, en el concierto de los pueblos libres; pero váis como la piedra arrastrada por el torrente, entre el légamo del fondo, obstruyendo el cauce y embraveciendo sin cesar las aguas que corren sobre vosotros al mar de todas las ambiciones. Ayer teníais los hogares llenos de paz y de abundancia; hoy vivís hambrientos, desnudos, desesperados y con la envidia y el odio en el corazón. ¡Esto os han dado los apóstoles que os redimieron de la esclavitud de la fe y del trabajo honrado!»
Para sacudirse don Román de aquella abrumadora pesadilla, apartó sus ojos del valle, y se volvió hacia don Frutos, que le aguardaba a algunos pasos de distancia. Unióse a él, y juntos caminaron corto trecho hasta alcanzar el carro que iba a empezar a descender por la otra vertiente, después de haber seguido la parte llana del camino sobre la loma del cerro. En aquel instante se fijó don Román en un bulto negro que descollaba sobre el Potro de don Lope. Eran las espaldas del Hidalgo. Enderezó éste todo el busto al oír el ruido de los que llegaban; volvió la varonil cabeza, y se descubrió con noble marcialidad al conocer a don Román. Contestaron éste y don Frutos al saludo en igual forma, y Magdalena con su pañuelo; y después de contemplarse breves instantes ambos caballeros, cubrióse don Lope y tornó a su primera postura, apoyando los codos en sus muslos y hundiendo la cabeza entre las manos... Visto de perfil en aquella actitud, con su barba blanca, y descansando sobre las espaldas las anchas alas de su chambergo, tenía algo del viejo profeta llorando sobre los escombros de la ciudad impía. Don Frutos dijo a don Román, cubriéndole ambos la cabeza:
-¡Qué lástima que tan hermoso corazón se halle bajo tan ruda corteza!
-Peor fuera la sensibilidad en la envoltura y la corteza en el corazón, -respondió don Román.
-Verdad es, -dijo el cura.
Anduvieron algunos pasos en silencio, y de pronto se dio don Román una palmada en la frente.
-¿Qué le ocurre a usted? -le preguntó don Frutos.
-Ocúrreseme -contestó, señalando con la diestra hacia don Lope-, que con ese corazón de oro y ese carácter de hierro, por apoyos, acaso no se hubiera derrumbado nuestra obra de Coteruco.
-Ya; pero ¿quién era el guapo que los arrimaba a ella?
-Otro corazón tan grande como el suyo... si yo no hubiera tenido una venda sobre los ojos.
Momentos después, los dos jinetes y el entoldado vehículo desaparecían al otro lado del cerro.
Y es fama que en aquel instante, Osmunda, que apostada en su balcón no los había perdido de vista desde que empezaron a subir la cuesta, exclamó, dirigiéndoles un burlesco saludo con la mano:
-¡La del humo!
Y se añade que, habiéndola reprendido el alarde el perínclito «de la Gonzalera», que a su lado estaba, dióle ella un soplamocos, y le dijo por consuelo:
-¡Estúpido! ¿todavía no has comprendido que aquello tenía que barrer a esto, más tarde o más temprano?
-¿Por qué razón? -diz que preguntó el alcalde, entre curioso y dolorido.
-Porque una sola de sus virtudes pesa más que todos nuestros miserables artificios... Cállalo; pero no lo olvides.