No cabe en libros lo que padeció don Gonzalo el día de la boda de Magdalena; y como si todo el pueblo se hubiera conjurado para martirizarle a él, no se le acercaba una persona sin clavarle la espina correspondiente.

¿Ha visto usted a la Organista? ¡Gloria de Dios daba mirarla cuando iba a la iglesia! ¡Los mesmos soles del cielo tenía en la cara! ¡Pues dígote con los avíos que llevaba encima!... Medio mundo valía aquella riqueza... Y el novio es majo de veras... ¡Y cómo deben estimarse los venturados de ellos! ¡Qué mirar de ojos tan embustero entre los dos! Me gustó el cántico que les echaron las mozas. No, y lo que es ella, bien merece eso y mucho más; que buena es como la mesma dulzura de las mieles. Pues a su padre no le cabía en el vestido, de lo ancho que iba recibiendo las sombreradas de la gente... Justo era el obsequio, que el hombre, caballero es de por suyo y bueno para el pobre, aunque otra cosa se pinte y se declare aquí y allá... También es respetoso y principal el señor de Sotorriva. ¡Vieja debe ser, por las trazas, la levita en su casa!... ¡Vamos, que le digo a usted que la boda campaba, como no se vio otra cosa ni se verá!

¡Y así toda la mañana; y el alcalde obligado a decir «amén» a cada ponderación, porque no se le descubriera el despecho que le roía el alma! Cegado por esa pasión, no hay barbaridad que él no hubiera cometido aquel día, para impedir que Magdalena llegase a ser la esposa de Álvaro; pero ¿de quién valerse para que le ayudara en la empresa? ¿Cómo dar el golpe sin exponerse a las iras del pueblo, que tan cambiado estaba, o a morir bajo los puños de don Lope, o a ser conducido preso y despojado de todos sus cargos y preeminencias? ¿No se había declarado, por unos y por otros, inviolable aquella, para él, funesta familia? El infierno debió de darle la autoridad y el mando que tenía, cuando en sus manos se trocaban en esposas y grilletes que le dejaban expuesto a las burlas y mamolas de la contraria suerte.

Para alivio de su tormento, cerca del mediodía se vio Coteruco inundado por una lluvia de ejemplares del manifiesto de Patricio. La lectura del chusco documento fue la gota que hizo desbordar las iras de su pecho. Llamó a todos sus agentes y auxiliares; y aunque estaban ya bien instruidos para la empresa, les dijo:

Este infame papel de ese intrigante revoltoso, nos obliga a trabajar con mayor empeño. ¡Guerra sin cuartel, aunque haya necesidad de pegar fuego al pueblo! Al fin y al cabo hemos de ganar la batalla, y ganándola, todo lo nuestro se dará por bien hecho, por gordo y bárbaro que sea. Tú, Polinar, tienes la lista de la gente: para los que vayan, habrá vino a discreción y cigarros... Y diles que también tajadas abundantes. Para los que se nieguen y me están obligados... ¡basta la camisa! y si hace falta, garrotazo limpio, que yo respondo. ¿Entienden, camarás?

-Entendido -dijo Polinar; pero sepa usted que Patricio tiene pensado hacer de las suyas en el momento de votar la gente.

-Y ¿cómo se remedia eso?

-Pasando por mi mano todas las papeletas.

-¿Es decir, haciéndote presidente de la mesa?

-Justo y cabal.

-Pues lo serás.

-De ese modo, no tema usted nada.

-¡Hay que ganar la elección en este pueblo, a todo trance! ¿Lo entendéis bien?... ¡A todo trance! ¡Yo respondo! En idéntico lenguaje hablaba Patricio, casi al mismo tiempo, a sus auxiliares. Si don Gonzalo tenía renteros, él también los tenía; si el uno era alcalde y Comandante general, de pantalla y relumbrón, el otro era la verdadera autoridad en el Ayuntamiento y entre los voluntarios; si las usuras del ambicioso hijo de Bragas le proporcionaban un contingente de votantes enmarañados en las redes de ciertos contratos firmados a obscuras, él tenía echados muchos lazos corredizos a otros tantos pescuezos, y estaba dispuesto a tirar de los cordeles que tenía en su mano, a la menor señal de indisciplina; si el indianete se valía de malas artes a última hora, él tenía las faltriqueras atestadas de fullerías para marear al más listo; y, por último, si el poderoso alcalde daba carne, pan, vino y cigarros a sus electores, el «honrado albitrante» daría eso mismo y algo más a los que le votaran.

¡Qué cosas se vieron en Coteruco desde aquel día, para satisfacer la soberbia de los dos jaques! Los que eran vasallos de uno o de otro, menos mal; pero los infelices que se hallaban con un pie en cada señorío, y de éstos eran los más, ¿cómo servir al uno sin ofender al otro? ¡Cuántas veces maldijeron la hora infausta en que les otorgaron ese derecho irrisorio! Porque allí se cumplían las amenazas, y los apremios no se hacían dos veces, y los embargos no cesaban; y el que tenía tierras y ganados a renta y aparcería, sin ello se quedaba, de la noche a la mañana, y otro lo cogía a cambio de su voto. Los despojados ponían el grito en el cielo, y echaban la culpa del despojo a supuestas intrigas del ganancioso, y éste endosaba el cargo a los agentes, y los agentes, a su vez, a sus mandantes. Y a todo esto, el pueblo en ebullición, matando sus pesadumbres, alentando sus esperanzas o desahogando sus furores, en la taberna; y sobre si esto es inicuo, o el otro es un bribón, y el de más allá tiene la culpa, por lo que le vale; o «los nuestros saldrán avante porque somos más fuertes»; y que no y que sí, y que mandrias y que tunos y ladrones, armábase la disputa, y el vino fermentaba en los estómagos, y subían sus vapores a las cabezas, y venían, como consecuencia natural, los bofetones, las agarradas y las palizas.Y como cada mujer tiraba por lo suyo, y las riñas de los maridos eran por defender la hacienda que los ambiciosos les arrancaban de las manos para dársela a otros, cada vecina reñía con su vecina, ylos hijos amparaban a sus madres, y rifaban con los hijos de las madres de enfrente, que las injuriaban; y hasta los gatos y los perros bufaban y latían en aquel desconcierto estrepitoso y tremebundo.

Gildo había sido abofeteado tres veces por Toñazos, porque Toñazos echaba pestes contra Patricio, y el hijo quería levantar la pisoteada honra de su padre. El cual tuvo varias agarradas con Polinar; agarradas serias y peligrosas, porque Polinar no desistía de hacerle la guerra, y hasta se jactaba de ello, y Patricio no cesaba en su imprudente empeño de amenazarle con resucitar antecedentes que el otro no quería oir.

Bajo tales auspicios dio comienzo la batalla electoral. El primer choque fue una derrota para Patricio: sólo un secretario pudo arrimar a la mesa, la cual quedó constituída con gente de don Gonzalo, bajo la presidencia de Polinar. Este descalabro afectó hondamente al pardillo, y hasta le hizo perder su habitual serenidad. Desconcertado y furioso, y siempre en su empeño de obtener mayoría de votos en aquel colegio (que, para gobierno del lector, se había establecido en el piso bajo del Ayuntamiento, vasto almacén desmantelado, con dos solos huecos a la calle: la puerta de ingreso y una ventana), agitábase como un poseído, y no adelantaba gran cosa. Llevaba a sus electores asidos del brazo hasta la urna, y no los soltaba hasta que la papeleta desaparecía en el fondo.

Cambiósela con arte a muchos de sus contrarios; pero cuando el primero de éstos vio que la trampa no pasaba por la aduana de Polinar, los restantes descambiaron, y fuéronse por donde su legítimo pastor los conducía. Con estos y parecidos artificios, las protestas, los reniegos y las amenazas no cesaban en uno y otro campo; el local estaba lleno de gente, y medio Coteruco en los alrededores. La guardia se había retirado de allí durante aquellos días, por un alarde de legalidad del alcalde, aunque para establecerse en el portal de la iglesia y estar allí pronta a cualquier llamamiento suyo.

El último día, Patricio llevaba una desventaja de treinta votos, y no le quedaba más reserva que una docena escasa de electores, entre tullidos y moribundos, y otros tres o cuatro que de intento se habían ausentado. Gildo y los demás agentes habían salido a buscar a los unos y a los otros, «por buenas o por malas», pues faltaba una hora escasa para que se diera por terminada la elección. En cuanto a él, que vinieran o no los ausentes, al dar su voto, a última hora, metería en la urna un puñado de papeletas que a prevención llevaba en el bolsillo. Si el engaño pasaba inadvertido, bueno; y si no, armaría escándalo, iría la urna por la ventana, se daría por no hecha la elección del día... Y el que pasa un punto, pasa un mundo.

Corrió el tiempo, y sólo vinieron, casi arrastrados por Barriluco y Facio, un tísico in extremis, bárbaramente arrancado del lecho, y un anciano octogenario, trémulo y encorvado, que hacía seis años no salía de la cama sino para tomar el sol en el portal de su casa. Ambos, entre quejidos de dolor y ansias de la debilidad, protestaban contra la inhumana violencia que se ejercía en ellos; pero Patricio, sin parar mientes en tales delicadezas, y apremiado por el tiempo que volaba, brutal y descomedido ayudó a sus sayones a arrastrar a los dos infelices hasta la mesa, donde, después que votaron, los abandonó como cosas que para nada le servían ya; y allí se hubieran muerto si Carpio y Gorión, que se hallaban entre los espectadores, no los hubieran conducido a sus respectivos domicilios.

Y seguía el tiempo pasando, y Gildo no parecía con los reclutados. Quedaban apenas diez minutos disponibles. Patricio se comía los puños de rabia, y en vano se asomaba a la puerta y miraba en todas direcciones. Las reservas no llegaban.

-Pues señor -se dijo: serenidad, y a dar el golpe cuanto antes.

Acercóse a la mesa, y con los trámites de rigor, entregó al presidente una papeleta; ocurriósele hacer, sobre la ortografía con que estaba escrito su propio nombre en ella, no sé qué observación, y mientras adelantaba el tronco sobre la mesa para oír la respuesta del interpelado, deslizó en la urna media resma de papeletas. Pero Polinar, aunque saturado de vino y harto de tajadas, como sus adjuntos, no se dormía con tales enemigos enfrente.

-¡Arre allá, so tuno! -gritó mientras echaba la zarpa al contrabando y le cogía en el aire, a la vez que arrojaba con la otra a Patricio dos varas atrás.

El pardillo acabó de cegar con aquel fracaso y aquella sacudida. Verde y tartamudeando de ira, volvió a acercarse a la mesa, y allí gritó convulso:

-¡Protesto la palabra que se me ha dirigido!... ¡Protesto el atropello que se ha cometido conmigo en el acto de votar!... ¡Protesto la persona que de tal modo acaba de ultrajarme!

-¡Y la mesa protesta la bribonada que usté ha hecho, llenando el cántaro de papeletas! -respondió Polinar, comenzando a palidecer, síntoma en él de mal augurio.

-¡Una bribonada yo! -rugió Patricio. -¡Y eso me lo dices tú!... ¡Tú... delante de la cara del pueblo que te escucha!

Polinar se estremeció como si una tempestad le envolviera en sus fluidos.

-Yo te lo dije, sí... yo te he llamado tuno... ¿Y qué? gritó, clavando en Patricio su mirada fosforescente.

-¿Y no temes -replicó Patricio cada vez más descompuesto-, que aquí mismo te haga yo volver las palabras al cuerpo con una sola que yo diga!

-No... ¡tunante!... -respondió Polinar, lívido ya como un cadáver y temblando de pies a cabeza.

-¡Dios de Dios! -aulló Patricio, ebrio de coraje. -¡Y te atreves a tanto!... ¡ladrón!... ¡asesino!...

Y al estallar así, se inclinó hacia Polinar, le escupió en la cara y, a mayor abundamiento, le arrojó la urna a la cabeza.

Yo no sé cuál fue primero, si los insultos y el golpe o el oírse bajo la mesa un chirrido horripilante, el plantarse de un brinco sobre ella Polinar, con los labios contraídos, los dientes apretados, los ojos sanguinolentos y blandiendo en su diestra una navaja descomunal, y el desaparecer del local cuanta gente en él había, unos por la ventana y otros por la puerta.

Un segundo bastó a Patricio para ver, al fulgor siniestro de aquella arma innoble, el peligro que le amenazaba; pero en aquel átomo de tiempo, si la expresión vale, se había quedado solo con su terrible enemigo.

Huyó de él aterrado y delirante y con el frío del espanto en su corazón; jurara que el álito infernal de aquella furia que, entre blasfemias horrendas, le pedía la sangre y la vida, abrasaba sus espaldas; y en tan espantosa pesadilla, la puerta, que estaba a diez pasos de él, veíala allá lejos, muy lejos... como si nunca pudiera llegar a alcanzarla. Cuando creyó haber corrido muchas leguas, y las piernas se le entumecían y la respiración le faltaba ya, sus manos, trémulas y descoloridas, agarraron con ansia las codiciadas hojas, que habían quedado plegadas sobre el marco al salir la gente; pero ¡qué agonía! estaban cerradas con llave por fuera. ¡Los cobardes habían cometido aquella iniquidad, obedeciendo más al pánico que los espoleaba, que a la voz de la caridad que apenas llegaba a sus oídos! Una inspiración del momento quizás un acto maquinal, le hizo coger un viejo tablero que había al alcance de sus manos; la desesperación le dio fuerzas, y le arrojó hacia atrás, por encima de su cabeza; tan a tiempo, que;cayó sobre el brazo de Polinar en el momento en que éste le dirigía una puñalada. Hubo para el infeliz tres segundos de tregua, mientras su perseguidor recogía del suelo el arma que se le había caído con el golpe, y se preparaba, con doblada furia, a acometer de nuevo. ¡Ni voz hallaba, entre tanto, en su garganta el desventurado para pedir socorro! Volvió los ojos a su derecha, pensando escaparse por la escalera que arrancaba desde allí entre los tabiques y conducía al piso alto, que tenía balcón y ventanas por donde arrojarse, y vio con espanto que la puerta de aquella escalera estaba cerrada también; acordóse entonces de la ventana contigua a la mesa, y corrió a ella sorteando, como por milagro, la primera puñalada que le asestó Polinar en cuanto se rehizo; pero el asesino conoció la intención de la víctima, y le cortó la retirada. Patricio, ya sin fuerzas, quiso ampararse con la mesa, y logró con aquel recurso burlar por otros dos instantes la ferocidad salvaje de su perseguidor. En esto apareció una sombra en la ventana. Patricio, que estaba enfrente de ella en aquel momento, conoció a don Frutos, y le vio arrojarse desde el umbral adentro, y abalanzarse a Polinar en el instante en que la navaja de éste iba a alcanzarle, y hasta se oyó decir:

-¡Teme a Dios, Polinar!

-¡Fuera estorbos! -rugió entonces el asesino, más embravecido con aquel obstáculo inesperado. Y al mismo tiempo, asestó una puñalada al cura, que cayó contra la mesa, sin lanzar un grito, pero llevándose ambas manos al costado derecho.

Y como si aquel crimen hubiera dado nuevos bríos a la fiera, de un salto, verdadero salto de tigre cebado en sangre, alcanzó a Patricio y le hundió la navaja en el pecho.

-¡Muerto! -clamó el mísero, desplomándose en el suelo en medio del triste local.

Al mismo tiempo, don Frutos, sin lanzar un suspiro, caía también, inerte y cadavérico, a los pies de la mesa; y Polinar, después de arrojar el arma homicida entre sus dos víctimas, saltaba por la ventana muy tranquilamente.

Era horrible aquel cuadro unos instantes después. Bajo cada figura había un charco de sangre, y en el lodo que formaba al mezclarse con el polvo arcilloso del pavimento, se revolcaba Patricio luchando con la muerte. Roncos quejidos lanzaba de su pecho, y entre la espuma sanguinolenta que asomaba a sus labios balbucía algunas palabras entrecortadas y confusas.

-¡Misericordia!... ¡perdón! -dijo, con entera claridad, en un esfuerzo convulsivo de su agonía terrible.

En el mismo instante abrió los ojos don Frutos y fijó la vista en él.

-¡Válgame Dios! -murmuró con voz débil y apagada, -ese desventurado se muere sin que nadie le socorra... Pues yo no estoy mucho más valiente que él... ¡Si pudiera gritar!... Pero esos miserables no acudirían. ¡Ni aun para que entrara yo se atrevieron a abrir la puerta!...

-¡Confesión! -volvió a decir Patricio.

-¡Dios mío! -exclamó, al oirle, don Frutos.

-¡Un poco de fuerza para llegar hasta él!... ¡Es una oveja de mi rebaño... y, mientras yo respire, no puedo consentir que el lobo se la coma!

Logró, tras estas palabras, enderezar el busto, agarrándose con las manos a un pie de la mesa, y comenzó a arrastrar todo el cuerpo hacia Patricio, separado de él por una distancia de tres varas.

-Dudo mucho -pensaba, -que me dure la vida hasta el fin de este viaje. ¡Cuidado si es largo y penoso!... No importa: moriré cumpliendo con mi deber, y Dios me lo tomará en cuenta.

Llegó, al fin, con sus negras vestiduras empapadas en la sangre de los dos charcos, a coger con sus manos, frías y trémulas, una marmórea y amarillenta de Patricio, cuya agonía terminaba por instantes. Llamóle; pero no obtuvo más respuesta que un débil quejido.

-Hijo mío -le dijo, acercando su boca al oído del moribundo: un instante de arrepentimiento sincero, lava toda una vida de pecados... Si en tus labios no hay ya palabras, ni en tus ojos una mirada para responderme, ve si en tu mano queda fuerza bastante para que yo la sienta en la mía... ¡Gracias a Dios!... aún me comprendes y puedes contestarme... No olvides, hijo, en este supremo trance, que por enormes que hayan sido tus pecados es mucho mayor la divina misericordia... ¿Sientes verdadero pesar de haberla ofendido?... ¡Bien! ¿Perdonas de todo corazón a tus enemigos?... Pues en nombre de Dios Todopoderoso, cuyo indigno ministro soy en la tierra, te absuelvo de todos tus pecados.

Bendíjole al mismo tiempo; y un instante después, la vida de aquel hombre se acabó con un estremecimiento y un quejido.

Don Frutos no podía ya más. Exánime y dolorido, tendió su tronco inerte sobre el cadáver.

Entonces se abrió la puerta de la estancia. Una persona penetró en ella con paso resuelto, mientras otras cien retrocedían aterradas ante el espectáculo que se ofreció a su vista. Don Román era la persona que había entrado.

-¡Qué horror! -exclamó, juntando las, manos y con el semblante demudado. -¿Cómo se ha consentido esto?¿Qué han hecho esos cobardes que no amarraron la fiera antes de que causara tantos desastres?

Después se acercó a aquel horrible montón.

-¡Es un cadáver! -dijo cuando hubo reconocido el de Patricio; luego, pulsando a don Frutos, exclamó: -¡Vive aún!

Entonces reclamó el auxilio de la gente que desde muy lejos le observaba, y sólo consiguió que se alejara mucho más.

Sabido es de todos el miedo que tiene el vulgo a la Justicia, en casos como el que se refiere, lo mismo tratándose de muertos que de heridos. Don Román comprendió que tenía que habérselas él solo con don Frutos. Urgía poner remedio a su estado, si remedios humanos le alcanzaban ya. La naturaleza le había dotado de grandes fuerzas musculares: acudió a ellas, y cargó al cura sobre sus espaldas. Hubo en la gente un alarido de espanto cuando don Román, con el vestido, la cara y las manos manchados de sangre, apareció en la calle cargado con lo que se creía el cadáver, también ensangrentado, de don Frutos.

Al mismo tiempo llegaba el alcalde, al frente de un pelotón de voluntarios armados.

-¡En la taberna dicen que está! -gritaron algunos espectadores.

Entendió el aviso el valiente, y, pálido como la cera, retrocedió con sus hombres a prender a Zolinar, que, según se dijo, y era la verdad, después de cometer el doble crimen, había ido a la taberna, en donde se había sentado, taciturno, sombrío y como atolondrado. Preso el reo sin resistencia, condújosele al lugar de la catástrofe. Reconoció la navaja y confesó su delito.

Al mismo tiempo entró en el local Gildo, que volvía de Pontonucos... No seré yo quien relate lo que sintió y lo que hizo aquel hijo desventurado delante del cadáver de su padre. Antes bien quiero poner fin a este negro capítulo, y le pongo diciendo que don Román llevó a su propia casa al moribundo don Frutos para no abandonarle un instante en los cuidados que su estado reclamaba, y que al entrar en la corralada llamó a Blas y le dijo-¡Revienta mi mejor caballo, si es preciso; pero llega en el aire a Solapeña, y tráete al médico volando!