Lucas se hallaba al lado de Osmunda cuando entró don Lope en la Casona. Le llamó el Hidalgo a su cuarto y le dijo:

-Mañana, en cuanto amanezca, saldrás del pueblo para no volver a él mientras yo viva.

Quedóse absorto el cojo, y no supo qué responder.

-¿Me has entendido? -añadió don Lope, mirándole con fiereza.

-Perfectamente -respondió Lucas. Pero ¿a dónde voy? ¿Cómo viviré?

El Hidalgo arrojó sobre la mesa un pliego cerrado.

-Con ese mendrugo, -dijo al mismo tiempo.

Lucas se abalanzó al papel y le abrió con ansiedad. Era una credencial de un destinillo subalterno, que se le daba en la ciudad. Poco valía; pero al fin era algo que, en su concepto, le ponía en camino de conseguir mucho más, acercándole al calor de la vida política. Quiso mostrar su agradecimiento a su tío, creyéndole causante del beneficio que recibía; pero don Lope se le anticipó diciéndole:

-Te prevengo que mi propósito fue, después de decir a la superior autoridad lo perniciosa que era tu presencia aquí para la paz pública, y hasta para el decoro de la bandera que has levantado y crees defender, suplicarle que te llevaran entre bayonetas y te pusieran a buen recaudo por mucho tiempo; pero un corazón demasiado generoso intercedió por ti...

-Tengo buenos amigos en todas partes -interrumpió Lucas con énfasis: son harto notorios mis sacrificios por...

-¡Mentecato! -dijo a esto don Lope, mirando a su sobrino con el mayor desprecio. Al hombre a quien ayer atropellaste inicuamente aquí, y a sus amigos de la ciudad, debes ese pedazo de pan. Medita unos instantes sobre ello; y si te queda un asomo de vergüenza, lava con tu vida infame la mancha que has arrojado sobre el nombre que llevas. Nada más tengo que decirte.

Con estas palabras y un ademán harto expresivo, despidió al energúmeno, que, por entonces, no tenía gran empeño en departir con su tío. Separóse de él, muy a gusto, y fue a enterar a Osmunda de lo ocurrido, si bien ocultándole la historia de la credencial, cuyo origen atribuyó a sus altos merecimientos. Sintió la infanzona gran pesadumbre al considerar que volvía a verse sola en la inmensidad de aquel triste calabozo; pero nada dijo a su hermano, cuya prosperidad no la pesaba, límite máximo de sus más entrañables sentimientos. Púsose en el acto a acomodar en el viejo maletín el inverosímil equipaje de Lucas; y, entre tanto, salió éste de la Casona a despedirse de sus amigos y averiguar lo que aún ignoraba sobre el recibimiento hecho en la ciudad al prisionero, asunto que había despertado en gran manera su curiosidad, desde que supo que don Román volvía regalándole credenciales después de haberle enviado él entre bayonetas.

Cuando el cojo llegó a casa de don Gonzalo, hallábase éste empeñado en gran porfía con Patricio. Le había llamado el alcalde para que le prestara todo su poderoso auxilio en favor de la candidatura recomendada por el Gobierno, y Patricio le había respondido que su auxilio le necesitaba él para sí propio. Ni ruegos ni amenazas lograron ablandar la dureza del pardillo.

-Mire usted -decía don Gonzalo, casi llorando-, lo que reza este oficio que usted mismo ha traído, camará. Estoy a pique de que me formen un consejo de guerra, y yo necesito hacer algo en bien de esas gentes poderosas. Tengo una carta particular y secreta en que se me manda echar el resto por la candidatura... ¡Mire, por Dios, que si no, me jundo, camará!

-Señor don Gonzalo -contestaba Patricio con mucha calma: por complacerle a usté se dió ese paso ayer. Si hubiera salido bien, para usté hubiera sido el fruto. Salió mal; pues sean para usté las consecuencias.

-Pero ¿qué va a sacar usted de esas batallas, hombre de Dios? ¿Qué méritos le llevan a tan altas ambiciones?

-Parecidos a los que a usté le encajaron de un golpe en los tres puestos más altos de Coteruco...

-¿Con que no hay modo de entenderse?...

-Ninguno, al menos que usté no se resuelva a ayudarme a mí.

-¡Tendría que ver, camará!

-No haría en ello más que pagar lo que debe a quien tanto te ha ayudado a usté hasta hoy.

-¡Son muy distintos los casos!

-No lo dirá quien esté en sus cabales.

-Dejemos por ahora esa cuenta, señor Patricio, que ya se ajustará algún día, y entienda, por de pronto, que la guerra que va usted a hacerme, de nada le servirá.

-Eso es lo que hemos de ver.

-Tengo ya de mi parte a todos los hombres que algo pueden aquí: me han dado su palabra.

-Mientras no tenga usté la mía...

-¿Piensa usted volverlos atrás, camará?

-Pienso hacer al respetive todo lo que pueda, señor alcalde; y ya sabe usté que no es poco.

En esto entró Lucas. Enteróle don Gonzalo de lo que ocurría, y el fanático aplaudió las «nobles aspiraciones» de Patricio, y hasta pronunció un discurso ponderando la necesidad de ver a «las clases trabajadoras» en los altos poderes del Estado. Al atribulado alcalde se le acabó de desmayar el alma con aquel desengaño que no esperaba; y mayor fue su angustia todavía cuando Lucas les hizo saber que al día siguiente se marchaba de Coteruco para no volver.

-Pero aunque me voy -añadió con cómica solemnidad-, mi espíritu quedará entre vosotros. Me llaman los hombres que disponen de los destinos de la provincia, y ya supondréis que a su lado trabajaré siempre por la prosperidad de este noble rincón, cuya cultura es obra nuestra.

No se tranquilizó don Gonzalo con estas promesas, porque iba conociendo que la palabrería de Lucas no acarreaba más que conflictos; pero Patricio vio la noticia por un lado más placentero. La marcha de aquel personaje le dejaba a él dueño absoluto del pueblo. Diole la enhorabuena con todo el corazón, y a su vez largó un discurso sobre la conveniencia de que los hombres de saber y de palabra estuvieran donde debían estar. Abrazó a Lucas, prometió éste ir a despedirse de Gildo luego que hablara con don Gonzalo, y salió el pardillo derecho a la taberna, donde esperaba hallar, y así sucedió, a Polinar Trichorias, para interesarle en su concebida empresa antes que don Gonzalo te comprometiera, o para arrancarle el compromiso si le había empeñado ya.

Estaba Polinar a aquellas horas bastante cargado de vino, y precisamente despellejando a los Rigüeltas en un círculo de maldicientes, con motivo de los sucesos del club. Llamóle Patricio aparte, habló con él pocas palabras, y salieron juntos a continuar la conversación en la calle.

Enterado Polinar del caso, respondió al solicitante que estaba comprometido con don Gonzalo, y que él no tenía más que una palabra. Patricio no retrocedió por eso en su empeño. Polinar era hombre de gran valer en tal empresa. Su carácter siniestro, sus aires de matón y su reciente encumbramiento en el municipio, le daban grandísima influencia sobre todos los perdularios del lugar; y como últimamente pertenecían a este gremio la mayoría de los hombres de Coteruco, en una lucha sin cuartel era un enemigo terrible para los caciques. Harto lo sabía Patricio, y por eso insistió con él, empleando todos los recursos de su táctica seductora, bien acreditada entre gentes de su pelo. Pero de nada le sirvió esta vez. Polinar tenía, según aseguraba, muchos agravios que vengar en Patricio, y hasta se alegraba de que se le hubiera presentado aquella ocasión de contrariarle.

Abandonó el capitán de voluntarios el recurso de las dulzuras, y adoptó el de las amenazas.

-Ya sabes, Polinar -dijo a éste-, que no hay hombre sin hombre.

-Por eso me buscas tú a mí ahora -respondió Polinar con mucha calma-, porque me necesitas.

-No lo niego, Polinar; pero caso puede llegar de más apuro que el presente, en que tú me busques a mí... Y no me alcuentres tampoco; que el que no siembra, no coge.

-Por siembras de algún beneficio le he dado al alcalde la cosecha de este favor que he de hacerle. Respóndote, Patricio, con tu mesma ley, para que no te quejes.

-Pues a ella me agarro, y te digo que, beneficio por beneficio, el que a mí me estás debiendo de años atrás, no tiene comparanza con ninguno.

Los ojos de Polinar brillaron como dos ascuas entre las tinieblas de la noche; y si tan densas no hubieran sido éstas, Patricio habría visto en la fisonomía de su interlocutor algo de siniestro y amenazante.

-No es de hombres de corazón -dijo Polinar conteniéndose-, echar a otro en cara favores que le hayan hecho... ¡pero echarlos cuando no los hay, Patricio!...

-Pues tampoco es de hombres de bien olvidar el beneficio: ¡pero negarle cuando está delante de los ojos, Polinar!...

-¡Yo no te debo nada!

-¡Me debes... la vida! ¿Te paece poco?

-¡Patricio!...

-No alborotes, Polinar, que no te tiene cuenta.

-¡No me provoques tú!

-¡No me niegues la luz del día!

-Tengo todas mis cuentas ajustadas al respetive.

-Bien sabes que eso no es verdá; que puedo perderte el día que me dé la gana...

-¡Patricio!

-Que se echó tierra al asunto, porque no se hallaron pruebas bastantes, y que se te puso en libertad dejando abierta la causa...,

-¡Mira que no respondo de mí!...

-Pues has de oírlo para que en la memoria lo tengas al trabajar contra mí. En el monte había un hombre cuando distes el golpe al transeúnte, y ese hombre, que te vio sin ser visto, recogió junto al muerto pruebas que te condenan.

-¡Patricio!...

-Y esas pruebas están en lugar seguro, y saldrán en su día con mi declaración... Y te llevarán al palo...

Todo esto lo decía Patricio en voz baja, nerviosa y punzante, y Polinar lo oía mordiéndose los labios cárdenos, acariciándose el negro ceñidor con las manos trémulas, y mirando al atrevido con ojos de hiena. Con sobrehumano esfuerzo consiguio dominar otra vez los impulsos que le atormentaban, y respondió con voz sorda, asiendo de un brazo a su temerario interlocutor:

-Ya te habrás hecho cargo, Patricio, de que tomo a chanza eso que dices, cuando aquí que naide nos oye ni nos ve, no te he metido un palmo de hierro en la asadura.

Estas palabras recordaron al ofuscado trapisondista que había ido demasiado lejos en sus provocaciones a aquel hombre, en sitio tan solitario y hora tan avanzada.

-No es decir esto, Polinar -respuso bajando mucho la temperatura de sus humos, -que yo quiera hacer uso de cosa alguna que te pierda... sino que como tú te niegas a todo... hasta a confesar que me debes ese favor...

-¡Y lo niego otra vez!

-Entonces ¿por qué en otras ocasiones no lo has negado?

-Para acabar de un golpe, Patricio, esta porfía, en bien tuyo... y de los dos: si tus ojos no te engañaron en lo que dices que viste en el monte en aquella ocasión, tenlo en cuenta y no me provoques; que quien hace un cesto, hará un ciento; y mal andaría la cosa cuando, si me vendieras, me faltara un rato como éste para mandarte a la eternidad antes que a mí me llevaran al palo.

Dijo Polinar, alejó de sí a Patricio con un empujón y se volvió a la taberna. El trapisondista permaneció unos instantes en la actitud en que le dejó la brusquedad del otro; rascóse la cabeza, como acostumbraba en los casos de apuro, y dijo, al cabo, para sí, mientras caminaba lentamente hacia su casa:

-El aviso es de estimar; pero pagar, me lo pagas, como en la presente no me sirvas; que a dar golpes sin que suenen, no me ganas tú ni la perra que ha volver a parirte.