Pasaron días, y todo era calma y tranquilidad en Coteruco. El Estudiante parecía un modelo de juicio y de cordura: a cada veinticuatro horas se presentaba al alcalde, como le estaba ordenado, y se le veía muy de continuo con don Gonzalo en el jardincillo de éste, matando lumiacos y caracoles, o ayudándole a preparar terreno al abrigo de nortes y vendavales, para hacer semilleros. Alguna que otra vez paseaba con Gildo por la mies; pero lenta y sosegadamente, sin los aspavientos y manoteos que eran en él señales infalibles de que andaba a vueltas con sus filosofías enrevesadas y sus políticas tumultuosas. Patricio, consagrado con rara asiduidad a sus industrias, era una malva; Gildo acompañaba a su padre cuando no paseaba pacíficamente con Lucas; y en cuanto a don Gonzalo, notorio era en el pueblo que sólo se preocupaba con adquirir tierras y ganados para darlos en renta y en aparcería, con ventajas inusitadas en el valle para llevadores y aparceros. Ni siquiera visitaba a Osmunda, o lo hacía muy de tarde en tarde, motivo por el cual hasta la infanzona había puesto freno a su lengua y hecho un alto en su fiebre difamadora.

La entrada de la Cuaresma no contribuyó poco a esta calma extraordinaria del ya, de suyo, calmoso y apacible vecindario de Coteruco. Era allí costumbre tradicional celebrar durante ese tiempo y en las primeras horas de la noche, cristianos ejercicios en la iglesia, con los cuales, compuestos de pláticas, rosario y examen de catecismo, preparaba el párroco a sus feligreses para el cumplimiento pascual. Por eso la entrada de la Cuaresma era la señal de cerrarse (como diría un revistero elegante de los salones de Madrid) la distinguida cocina de don Román.

Como de costumbre, don Frutos tocaba la campana poco después de anochecido; y tampoco en esta ocasión necesitó repetir la llamada, porque la gente acudía placentera y obediente... hasta hay quien asegura haber visto, en las primeras noches, a Lucas y a don Gonzalo, sentados debajo del coro con la mayor compostura, oyendo las pláticas de don Frutos. Ni lo confirmo ni lo niego; pero lo consigno para que se vea hasta qué punto reinaba la tranquilidad en Coteruco en los comienzos del mes de marzo de aquel año memorable.

Mediando estaba, cuando dio en hablarse por el pueblo de un empeñado partido a la flor de cuarenta, que se jugaba desde dos noches antes en la taberna, entre Patricio y Barriluco, contra un tal Facio Lindones y otro, su compañero, Polinar Trichorias; es decir, entre los cuatro bebedores de más saque, y floristas más diestros de Coteruco y sus contornos. Pero no era esto lo grave. Éralo, y mucho, el que, según noticias, se jugaba nada menos que una becerra, que había de comerse guisada en las Pascuas de abril, con el aditamento de tres arrobas de patatas, pan y vino a discreción, al cual banquete habían de asistir hasta treinta convidados entre los más asiduos concurrentes a la batalla. Ésta había de durar quince noches consecutivas, al fin de las cuales se haría una liquidación general, y los compañeros que salieran alcanzados en ella, pagarían la salsa; porque es de saberse que las tajadas, o sea la becerra, la regalaba Patricio, de las varias que tenía para el abasto de carnes, del cual era rematante. Las mujeres empezaron a lamentarse del mal ejemplo que con esto se daba a sus maridos y a todos los hombres de bien. Díjose juego que varios de unos y de otros, llevados quién de la curiosidad, quién del olor del convite prometido, concurrían en excesivo número a presenciar la batalla, y que durante ella se bebía no poco a buena cuenta, y se oía lo que no eran bendiciones; porque es de saberse también que los cuatro combatientes eran tan famosos en el pueblo por su decir sin trabas ni pelos en la lengua, como por su beber sin calo ni medida.

De Barriluco, en el mero hecho de jugar asociado con Rigüelta, suponíase que éste cargaría con su escote, en el caso de perder ambos la partida; pero a Facio y Polinar, sin oficio ni beneficio, vagos perdurables, desacreditados hasta el punto de que nadie quería darles una heredad a renta ni una res en aparcería, ¿quién los garantizaba en un caso desgraciado? ¿Cómo el tabernero, cuya desconfianza era proverbial en Coteruco, les servía jarro tras de jarro, a cuenta de los perdidosos, y, con cargo a la misma, convidaba a los espectadores? ¿Habría perdido el juicio el tabernero? ¿Habrían descubierto los jugadores alguna mina de onzas acuñadas? ¿Andaba en todo ello alguna mano pródiga y sutil, que pagara el gasto y dirigiera el partido?

Nada de esto era creíble, y, sin embargo, el hecho era notorio: el partido existía en plena Cuaresma; el vaso circulaba a discreción entre los jugadores y entre los curiosos, que cada noche aumentaban en número; y mientras se bebía y se jugaba, se hacían irreverentes y mordaces alusiones a determinadas cosas y personas, dignas del mayor respeto. Testigos de intachable formalidad, enviados a la taberna exprofeso, lo declararon así.

Don Frutos observó que al mismo tiempo que estos rumores crecían, menguaba la concurrencia de hombres a la iglesia, por la noche. Alarmóse el buen párroco, y se acercó un día al tabernero para recordarle la obligación en que estaba de hacer un esfuerzo para poner coto a aquel desmán que podía concluir en un escándalo, sin ejemplo en tan morigerado vecindario. Negó el tabernero la gravedad supuesta al caso. En su concepto, los cuatro jugadores estaban mejor en su establecimiento a aquellas horas que profanando la iglesia con irreverencias y desenvolturas, como lo tenían por costumbre, y era la verdad, las pocas veces que en ella entraban. Lo de la becerra eran dichos de la gente, y podía comerse o no comerse en la Pascua; y en cuanto a los curiosos, se reducían a unos pocos que, al pasar por delante de la taberna, entraban, se detenían un instante a comprar lo que necesitaban, después de dar un vistazo a la mesa de juego, y se marchaban sin despegar los labios.

Don Frutos halló poco tranquilizadoras estas explicaciones, y expuso sus inquietudes al alcalde; pero el celoso representante de la autoridad, que no era ciertamente el menos asiduo de los concurrentes al espectáculo, respondió al cura que mientras la taberna siguiera cerrándose antes de las diez, y no hubiera en ella ruidos ni camorras, no juzgaba prudente ni equitativo prohibir aquella reunión de inofensivos ciudadanos.

Tampoco podía tranquilizar al buen párroco esta evasiva respuesta; juzgóla, por el contrario, alarmante en grado sumo, y se acercó a don Román para pedirle su opinión sobre el caso. Conocíale el caballero en todos sus pormenores, y menos gracia le hacía cuanto más le examinaba. Pero si el tabernero negaba la gravedad de los sucesos, y el alcalde se ponía de parte de los jugadores, y los pocos de sus tertulianos, que por casualidad habían presenciado alguna noche la partida, no cesaban de lamentarse del mal ejemplo que en la taberna se estaba dando, ¿qué había de hacer el buen Pérez de la Llosía? Lamentarse también de lo que pasaba y no decir a nadie la mitad de lo que su ojo sutil veía en la trama de aquella casualidad, en lo presente, y columbraba en lo porvenir, si el mal adquiría desarrollo, o no se ahogaba en su misma pestilencia.

Don Frutos renunció a todo propósito de atacarle en su guarida, y le acometió denodadamente en sus pláticas nocturnas; pero los claros de su auditorio no se llenaban; antes bien se extendían, al paso que aumentaba cada noche el público de la taberna con los desertores de la iglesia».