Don Gonzalo González de la Gonzalera/VI
Vivía en Coteruco, muchos años ha, un hombre a quien llamaban en el pueblo Antón Bragas, porque nunca tuvo las suyas nuevas ni a medida, y siempre pecaban de anchas. Lo de anchas, consistía en que Antón era pequeñito y flaco, y cuantos calzones recibía de limosna le venían grandes; y lo de no ser nuevas, dicho queda el por qué con haber dicho que se las daban de limosna.
Además de pobre, era Bragas un perdido en toda la extensión de la palabra, porque era un borracho contumaz, vicio que después de consumirle la escasa hacienda que poseyó, acabó por dejarle sin camisa y sin vergüenza.
Y aquí debo advertir que los calzones de limosna no se le daban por compasión que inspirara el desnudo a sus convecinos, sino porque Bragas los había amenazado (y cumplió la amenaza más de tres veces) con andar en cueros vivos a la intemperie, si ellos no se encargaban de vestirle.
Dejáronle también sus acreedores, por compasión a dos hijos que tenía -una muchacha y un muchacho-, la casuca que les servía de albergue y había traído al matrimonio, con algunas tierras más en la mies contigua, la que fue esposa de Bragas y madre de aquellas criaturas; infeliz mujer a quien mataron las pesadumbres... Y tal cual paliza del perdulario que se las causaba.
Ya Bragas había llegado con sus vicios al grado sumo en que se cogen las chispas solamente con acordarse del vino, y para maldita de Dios la cosa necesitaba la casuca de limosna, pues nada había en ella que vender ni que comer, y las monas las dormía allí donde el sueño le derribaba, unas veces en el goterial de la taberna, otras en el foso de un vallado, y a menudo sobre los morrillos de la calleja, cuando su hijo, el chicuelo Colás, dijo a su hermana -que tenía dos años más que él-: «De padre, sólo podemos esperar hambre, palizas y miseria; su mala fama ha de perseguirnos en el pueblo, y nadie en él ha de abrirnos las puertas con buena voluntad; estamos viviendo como de milagro, y esto no puede durar; hay que tomar un partido, y muy pronto. Creo que tú debes irte por los pueblos del valle en busca de un amo a quien servir, mientras yo me voy por el mundo, que es más grande. Alguna vez nos encontraremos... Y si no, hasta el día del Juicio por la tarde, que a esa hora, de fijo, hemos de hallarnos».
Parecióle cuerdo el consejo a la muchacha, y tomóle al otro día, muy de madrugada, al pie de la letra. En cuanto al consejero, traspuso el alto de Carrascosa; y anda, anda, llegó a la villa.
Al ver a un rapaz de aquel pelaje, que no pedía limosna, sino la manera de ganar un pedazo de pan, nadie se le negó; y así acalló el hambre los primeros días. Ofreciósele colocación en una taberna; pero se acordó de los desastres que había traído sobre su familia el vicio de su padre, y miró con espanto aquel empleo.
En una fragua se necesitaba un muchacho para tirar del fuelle, y Colás aceptó el cargo de muy buena gana. A los seis meses de estar desempeñándole, supo, por un vecino de Coteruco, que Antón Bragas había amanecido muerto en una calleja, y que su hermana había hallado en Solapeña una casa buena en que servir. Lloró Colás la muerte desastrosa de su padre, aunque considerándola como lógico y merecido término de su vida desastrada, y se alegró de la buena fortuna de su hermana; y cual si después de estos dos sucesos nada le quedara que hacer, a la vista, como quien dice, de su pueblo, trasladóse a la ciudad en busca de más anchos y luminosos horizontes.
Dos años permaneció en ella tanteando oficios que abandonaba al mes por poco lucrativos, y eso que le producían lo necesario para comer y vestirse, amén de albergue, aunque no muy lucido. Pero es de saberse que el joven Colás era muy dado a la ostentación de su persona, y que desde que la vio sin los pingajos que, a medias, la envolvían en su pueblo, todo le parecía poco para pavonearse con ello los domingos. Y aún iban mucho más allá sus aspiraciones. Desde que entró en la villa, y vio sus calles empedradas, y sus tiendas aparatosas, y tantos señores de levita, y por aquí uno en carruaje, y otro por allá rigiendo engalanado bruto, y damas de rosado cutis que arrastraban faldas de vaporoso telas, miró con asco los remiendos de su ropaje, y tuvo por afrenta el cisco que te tiznaba las manos y la cara. Entróle una comezón extraña en el espíritu, como si una voz interna le gritara «¡ánimo y a ello!» y así salió de la villa. Pero la comezón se le exacerbó furiosamente en la ciudad, cuando vio reproducidos en ella, y en mayores proporciones, los atractivos que en la villa le fascinaron. La voz interna le habló claro entonces, y Colás comprendió que aspiraba a ser un gran señor y que necesitaba hacerse rico para conseguirlo; pero a la vez se persuadió de que a tales alturas no se llega trabajando en un taller, por caro que el oficio se pague. De aquí su desaliento, sus impaciencias y sus veleidades en el trabajo. Aguijoneado, a la vez que por su inconsciente ambición, por las facilidades que en aquel puerto se le ofrecían para realizarlo, asaltóle la idea de irse a América, donde la plata, en su concepto, se rastrillaba en las calles. Hecho el propósito, ahorró lo necesario para el pasaje; y sin otro equipo que el que llevaba encima y dos viejas camisas de repuesto, se embarcó para el otro mundo.
Ni en qué parte de él se estableció, ni los pormenores de la lucha heroica que sostuvo para fijar la rueda de la fortuna, son aquí del caso. Sólo diré, en honra del hijo del difunto Bragas, que en veinte años no le dio el sol más que los domingos, ni trató más gente que la que llegaba a su zaquizamí para dejar el óbolo sobre el sucio mostrador, en cambio de la grosera mercancía que iba buscando; que ni por un momento le marchitó tan larga esclavitud las rosas de su imaginación montañesa, ni mella hizo en su espíritu, templado en Coteruco al fuego de las iras del borracho Antón y al frío de todas las desnudeces y amarguras de la miseria; antes al contrario, esponjóse en aquel tugurio sombrío que hubiera sido la tumba de otro mortal de más holgada procedencia que Colás, porque el tugurio era lo primero que éste poseía, y lo poseía en indisputable propiedad; y era propiedad de pingües rendimientos para quien, como él, nada apetecía sino dinero, ni sabía lo que eran necesidades del espíritu.
De aquella civilización entre la cual vivió tantos años, no vio más que la que pasaba a ratos por delante de su puerta, muy de prisa, y la que creyó adquirir en la lectura de media docena de novelas patibularias y otras tantas del género racionalista cursi, que siempre ha estado muy en boga entre la gente de mandil y de trastienda. Fuera de esto y del completo olvido hasta las sencillas prácticas cristianas que le enseñó su madre y repetía en la escuela de Coteruco cuando asistía a ella, era el mismo Colás de veinte años antes, no obstante los cuarenta cumplidos que sumaba al dar por terminadas sus tareas; en el cual momento, y para colmo de su dicha, al mirarse al espejo después de lavarse las costras del oficio, juzgóse hermoso y sobremanera distinguido. En suma: de Colás podía decirse que había encontrado, al despertarse en América, lo que soñó dormido al embarcarse en Europa con aquel rumbo. Ni más ni menos.
Así, pues, ni por un instante le tentó el deseo de acrecentar su caudal arriesgándole en nuevos y más complicados negocios. Nada quería por ese camino, ni en aquellas tierras ni entre aquellas gentes para él extrañas e incomprensibles. Colás, pues, no sentía la codicia de mayores caudales: sólo aspiraba a realizar sus ilusiones con el que poseía; no era ambicioso; era vano y presumido; no apetecía el potente, pero complicado, influjo de los grandes capitalistas en los ruidosos centros mercantiles, sino el relumbrón ostentoso y directo de su persona en la tranquila región de la sociedad y de la familia; quería la consideración galante de las gentes de levita y las sombreradas y el acatamiento y hasta la admiración de la masa subalterna; quería, en una palabra, ser el primero entre los primeros; pero lo quería allí donde le habían conocido el último de los últimos.
Sus ilusiones se habían forjado en otra región de la cual partió para adquirir los medios de realizarlas, y estos medios los tenía ya en la mano. Para penetrar mejor sus intenciones, leamos sus pensamientos en el supremo instante de hacer el último recuento de su caudal.
-Llegó mi hora, y hay que aprovecharla. Por de pronto, a Europa por los Estados Unidos, a cepillar un tanto la persona y a tomar los aires día y la substancia del saber de los tiempos. Con esto, y lo que aprendido tengo en mis lecturas y lo que a un hombre se le alcanza de por sí cuando es ilustrado y ha corrido el mundo, como yo, y, sobre todo, con una renta, bien saneada, de tres mil duretes, como la mía, a Coteruco. Coteruco estará como yo le dejé, mitad en barbecho y mitad de por labrar. Unos cuantos melenos que andan en dos pies por milagro; un cura que les llenará la cabeza de cuentos; un señor que se dará humos de personaje porque tiene cuatro terrones y una casa con portalada; un infanzón con más hambre que vanidad... Y pare usted de contar. Si yo me presento allí, bien portado, con media docena de baúles de cuero inglés, y comienzo por hacer una gran casa con arcos de sillería... Pero ¿dónde viviré, entre tanto, sí hoy no la tengo digna de mí en el pueblo?... Ya lo pensaré desde la villa, donde haré una parada triunfal, si, como es seguro, no se empeñan los notables en llevarme a vivir en su compañía... Compraré muchas tierras, y tendré colonos. Desde luego me harán alcalde, pero yo no querré serlo por ahora; la gente menuda me quitará el sombrero desde media legua; los pudientes me echarán memoriales para que me acerque a ellos; y en cuanto concluya la casa, elegiré para esposa a la señorita más fina del valle. Introduciré en todo él las costumbres modernas; reformaré la manera de pensar de aquellas atrasadas gentes; quizá llegue hasta el Gobierno la noticia de mi valer y de mi importancia... Y ¿quién sabe?... marqueses hay por el mundo de tan basta madera como la mía.
Tras estos pensamientos, traducidos por Colás en el estilo que le era propio y del que luego hablaremos, envió su caudal a Europa, mientras él se daba una vueltecita por Nueva York.
Quince días estuvo en esta famosa ciudad ilustrándose a la manera de tantos otros europeos trashumantes, más avisados que él, en un lenguaje, unas costumbres públicas y una legislación de que no comprendió una jota; y en cuanto se hizo el necesario equipaje para llenar dos maletas de cuero, diose ya por empapado en la cultura norte-americana, y pasó a Inglaterra...
Pero, a todo esto, el lector no le conoce de vista todavía. Voy a presentársele en el momento en que se coloca delante del objetivo de un fotógrafo para que éste le haga medio millar de retratos «de cuerpo entero».
Vedle: de mediana talla y vestido de finísimo paño negro; sus anchos pies contorneados de juanetes, calzados con refulgente charol; rapada la barba; doblado el cuello de la camisa bajo el del escotado chaleco, con un lacito de mariposa, hecho con las deshiladas puntas de la corbata; la pechera tersa y bordada, y culebreando sobre ella y el chaleco, en varias direcciones laberínticas, una cadena de oro; muy rizadito el pelo, y descansando sobre las dos laterales escarolas de rizos, más bien que ajustado a la cabeza, un sombrero de copa alta; en la diestra mano un bastón de manati con puño de oro; la izquierda caída sobre el muslo correspondiente, oprimiendo entre los dedos un par de guantes de respeto, y ambas cubiertas de vello por el dorso. Correspondiente a la apostura y al arreo era la faz. Su rasgada boca, en señal de eterna seductora sonrisa, alzaba las comisuras de sus labios camino de las orejas; éstas grandes y algo velludas en los bordes del oído; fruncidos y garzos los ojuelos, las cejas no muy pobladas, la frente plana y angosta, la nariz encorvada y gruesa, y el cutis áspero y trigueño.
Cuando esta figura se movía, contoneándose como niña dengosa, marcaba con el bastón los pasos sin descomponer la dignidad de la marcha; y muy erguida y oscilante la cabeza, miraban sus ojos a uno y otro lado, como si buscaran corazones que hechizar con aquel flujo de sonrisa que chorreaba de sus labios.
Cuando se sentaba «en sociedad», caía en la silla con la misma gracia que andaba; y todo el secreto de su elegancia estaba en la manera de golpearse la boca con el puño del bastón, cogido éste blandamente por su mitad con sus dos manos.
El lenguaje de este hombre se adivina: era meloso y fino, como el huevo hilado: decía frido, cercanidas y cacado.
Juzgándose en Liverpool, y ya con los retratos en la maleta, a las puertas de su casa, asaltóle las mientes una idea abrumadora: ¿con qué nombre se presentaba él en la sociedad española, siquiera fuese la de Coteruco? Su padre, vulgo Antón Bragas, se llamó Antonio González; su madre- Nisia Boñigones; él tenía por nombre Nicolás; y llamarse Nicolás González a secas, valía tanto como Perico el de los Palotes, y añadir los Boñigones maternos, era tumbar de espaldas al más valiente.
Torturándose el magín para salir de este apuro, recordó que tenía dos nombres de pila, y que el segundo era Gonzalo, por el santo del día en que nació; el cual nombre le sonó bien, y parecíale, no sólo fino, sino hasta de buen solar; pero uníale luego al apellido, y ya resultaba la monotonía y hasta la vulgaridad. Lo que él necesitaba era cierta música, algo como cascabel al remate del apellido, que le diera resonancia y aun remedos de añeja estirpe. Había en el pueblo Pérez de la Llosía, y Robledal de los Infantes de la Barca, Ceballucos y la Portillera, y, entre otros sembrados por el valle, Gutiérrez de los Coteros, Coterones de la Cuérniga, López de los Acebales, y Sánchez de la Pedreguera; y algo por el estilo de estos sonoros y campanudos apéndices quería él; como si, por ejemplo, en vez de González, se llamase... de la Gonzalera... -Y ¿por qué no? -se dijo, dándose de pronto una palmada en la frente, como quien halla inesperada resolución de arduo problema, -¿no soy González? ¿dejaré de serio por estirar un poco el apellido? ¿no le encogen otros, o le ponen en abreviatura? Pues el más o el menos no quita la calidad a las cosas... Pero habrá escrupulosos que se empeñen en que yo sea hijo de mi padre, y que a todo trance me firme González después del nombre de pila, que, de por sí, ha de series sospechoso».
Y dándose así de calabazadas con estas dificultades, ocurriósele al fin llamarse de la Gonzalera, sin dejar por eso de firmarse González; con lo cual, tras de tapar la boca a los reparones, combinaba una firma de rechupete, al modo y manera de las más sopladas de los contornos de Coteruco. En cuanto a los que pudieran tacharle el remoquete final... ¿estarían ellos muy seguros de que tenían más claro el origen y la explicación los de la Pedreguera, de los Acebales, o de los Camberones con que se engreían y pavoneaban?
Acto continuo voló a encargar a un litógrafo un millar de tarjetas de variadas cartulinas, con el nombre, estampado en ellas de anchos y repicoteados caracteres de múltiples colores, de GONZALO GONZÁLEZ DE LA GONZALERA.
Con estas tarjetas, aquellos retratos, un par de baúles más, la ropa correspondiente a ellos y la cultura de este conjunto representaba (sobre la que ya tenía norte-americana), adquirida en Inglaterra mientras le retrataban, le vestían y se hacía entender por señas, o hablando muy recio su propio idioma, en tiendas y paradores, vínose a España echando pestes contra los españoles, y contra la incuria, y la ignorancia, y la cocina, y los caminos, y los sastres, y los zapateros, y... ¡hasta la literatura de los españoles! Nada hallaba a su gusto en su patria el bueno del hijo de Bragas el de Coteruco; ni siquiera un palmo de tierra digno de asentar en él aquellas plantas que tantas veces hollaron descalzas y sin protesta las espinas de Carrascosa, mientras el desnudo y hambriento Colasillo guardaba las cabras de sus convecinos, por un arenque frío entre dos pedazos de borona».
Llegado a la villa donde comenzó su carrera tirando del fuelle de una fragua, establecióse en la mejor posada, y del propio recadista de Coteruco se informó de cuanto le interesaba saber acerca de su pueblo. Entre otras muchas cosas, supo que su hermana, de quien don Gonzalo no se había acordado en América, había muerto pobre, pero no abandonada de los amos a quienes sirvió diez años. No lloró esta pérdida de la antigua compañera de sus desventuras; pero la sintió en su corazón, que quizá imputó a su memoria el delito de haberla olvidado tan pronto. Supo también que había en el pueblo una casa recién concluida, de solana y corral, cuyo dueño se veía precisado a venderla para pagar a los que le habían dado a préstamo las tres cuartas partes de lo gastado en hacerla, y la compró.
Dos semanas más adelante envió los necesarios cachivaches para amueblarla, amén de un ama de gobierno que en la villa le proporcionaron, y trasladóse a Coteruco, precedido de sus séis baúles de cuero inglés con vistosas chapas de metal.
Precedídole había también su fama de hombre rico, y hasta su propósito de fabricar en breve una casa de arcos sobre los cimientos de la paterna choza, no sé si para borrar hasta las huellas de su estirpe, o para darla mayor prestigio; mas ni por esas ni por otras se voltearon las campanas al verle asomar sobre el cerro de Carrascosa, ni lo que más adentro le llegó, se le disputaron los notables para hospedarle en sus viviendas, ínterin él labraba el palacio proyectado; ilusión que, como se ha dicho, acarició en su mente soñadora el esplendoroso y reluciente don Gonzalo al enderezar su rumbo a Europa.
Y pasó un día, y pasaron dos; y ni por asomarse al balcón con gorro de terciopelo bordado, en la cabeza, y en mangas de camisa para que brillara más el áureo culebreo de su cadena despilfarrada sobre su chaleco; ni por tirar a la calleja, cuando alguien pasaba por ella, colillas de medio puro, acudían las doncellas del lugar a ofrecerle canastillos de flores y velludos piescos, ni los señores a brindarle su alianza y su respeto. Alguna vieja pedigüeña se le presentó con un par de pollos tísicos en son de memorial plañidero, para alivio de añejos ayunos o de histéricos pertinaces.
Patricio Rigüelta fue a verle, andando los días, y púsole sobre las mismas nubes, movido del afán de poner mucho más abajo, y aun despellejados, a los notables de Coteruco. Esto levantó un poco los abatidos humos de don Gonzalo; pero llegóse después a saludarle don Frutos, el señor cura, que era hombre muy cumplido; y lo echó a perder con la mejor intención. Díjole que se complacía en ver que la suerte había sido justa por aquella vez, colmando de dones a quien tanto y tan desnudo había rodado por el polvo de la miseria; con lo cual se ensoberbeció el indianete, cuyo prurito era olvidarse y pretender que los demás se olvidasen de que era hijo del perdulario Bragas.
Supo don Román de que pie cojeaba el recién venido, a quien, siendo él mozo, había conocido muchacho y dádole de comer muy a menudo, y se apresuró a visitarle porque no tomara a desdén su alejamiento; pero como hombre cuerdo, limitóse en la visita a darle la bienvenida y a ofrecerle todas las atenciones y la buena voluntad de un convecino. Echó de menos don Gonzalo en este tributo de cortesía un sahumerio a su importancia de acaudalado y a su saber de hombre del día, y amoscóse, tachando a don Román de lugareño incivil y de vanidoso destripaterrones.
Pero, en medio de todo, diéronle estas visitas ocasión, al devolverlas, de zarandear durante tres días su levita y su manatí por las callejas, no sin amargos contrapesos; pues bien sabe Dios lo que el hinchado personaje se requemaba cada vez que las viejucas del lugar, al cruzarse con él, se santiguaban, llenas, quizá, de complacencia, exclamando al verle alejarse: «¡Bendito sea el Señor que tanto puede! ¿Quién le diría al infeliz muchachuco de Antón Bragas que había de pasearse por estas callejas lleno de oro y paño fino, como un caballero de los más prencipales?». Y cuando tras esto, y algo parecido, salía a relucir el por qué de llamarse Gonzalo con el item más «de la Gonzalera», sin pizca de Colás González, como se llamó de niño, dábase a Barrabás el hombre; y gracias si, alguna que otra vez, oía por consuelo la afirmación de un transeunte de que, «según se corría por el pueblo, el llamarse así el hijo de Bragas, era motivao a que la reina, sabedora de sus caudales y de la mucha mano que tuvo en la otra banda, le dió esa nomenclatura».
La primera vez que don Gonzalo entró en casa de don Román, conoció a Magdalena. ¡Y cómo se puso, al verla, de dulce y remilgado el ya de suyo meloso y presumido visitante! Aquella joven elegante, fresca y risueña, hija de un señor pudiente, respetado y de noble solar, era la realidad, mejorada en tercio y quinto, de sus más hechiceras ilusiones; y como ni siquiera puso en duda el éxito de sus ya nacidos propósitos, al despedirse de ella hecho un caramelo, alargó a don Román, mientras lanzaba ternísima mirada a su hija, juzgando el regalo como fuerza del mejor gusto, un ejemplar de su retrato y una tarjeta verde con letras de oro.
Y aguijoneándole la impaciencia estas emociones súbitas, en aquella misma semana comenzóse por su orden a desgajar peñascos de la vecina montaña, para edificar la casa en proyecto. Necesitábala pronto para nido de sus amores, y también para conquistar, con esta nueva ostentación de su riqueza, el respeto y consideración de sus convecinos, que continuaban mirándole con la mayor indiferencia, y hasta con cierta sonrisilla maliciosa.
Como su vida de rico era una perpetua equivocación, la obra emprendida sólo sirvió para poner de manifiesto sus resabios de origen y su falta absoluta de cultura. Pensaba que al hombre de dinero le sentaba muy bien la dureza de sus jornaleros, y con ellas los confundía, a la vez que les escatimaba, con reflejos de avaricia, el mísero salario. Murmuraba de ello la gente y trabajaba renegando; y don Gonzalo, para trocar el descontento en admiración, ostentaba en cada lance de apuro, subiéndose a la pared más alta, una nueva cadena en su pecho, o un anillo nunca visto en su mano; o bien disparando tres docenas de cohetes, so pretexto de que se ponía clave en tal arco, o se sentaban en el otro los salmeres; con lo cual, si no lograba el objeto que se proponía, daba pábulo a las rechiflas de los maliciosos del lugar, que le ponían de roña fina, fachendoso y bragucas, que no había por donde cogerle.
Al propio tiempo, juzgando que el hombre de caudal, que ha rodado por el mundo, está obligado a ser irreligioso, jactábase de no ir a misa, y se burlaba de las pláticas del cura y de la credulidad de sus feligreses. Delante de don Román invocaba a los Estados Unidos y a Inglaterra, en testimonio de que los pueblos verdaderamente ilustrados no se confiesan, pensando que con estos atrevimientos, desconocidos en aquel rincón apacible y patriarcal, iba el padre de Magdalena a admirarle como a un asombro de cultura y de saber, y él a sembrar de flores el sendero que había de conducirle a los brazos de la garrida doncella.
Tres meses necesitó el ilustrado don Gonzalo para caer en la cuenta de que iba muy errado en la que se echaba; que la gente menuda se reía de sus alardes, y que don Román iba poco a poco cerrándole la puerta de su casa.
Entonces trató de enmendar el yerro, pero no reconociéndole de buena fe, sino cambiando de conducta y declarando que lo hacía por ir con la corriente, y porque lo contrario era «echar margaritas a puercos», con lo cual lo puso peor.
Pero es el caso que a medida que crecían las frialdades de don Román, subía en él como la espuma el deseo de conquistar a su hija, y bajaba la esperanza de llegar a ser el hombre necesario y más influyente de Coteruco; suma de contrariedades que le traían con una carga de desazones que jamás había previsto.
A todo esto frecuentaba ya la casa de don Lope; y si bien éste para nada se curaba de él, Osmunda le trastornaba el poco seso que tenía. Osmunda estaba entusiasmada con don Gonzalo, porque don Gonzalo en su primera visita le había dejado, con su retrato, una tarjeta azul celeste con letras de color de fuego, tintas en las cuales había leído la infanzona: «celos y amor vehemente». Desde aquel día, Osmunda entrevió la esperanza de quebrar la pesada cadena de su larga soltería, y por la mano de un marido que podía colocar en las suyas el arma que ella necesitaba para vengar su descolorida pobreza en la humillación de las más acaudaladas señoras del valle. Y aduló sin tregua ni sosiego a don Gonzalo, poniéndole en saber, en riqueza, en elegancia y en talento, sobre todos los personajes de la comarca, a los cuales difamaba al propio tiempo. Creíase el indianete merecedor de los encomios de Osmunda; y como no sospechaba qué intentos movían aquella lengua viperina, recibía también como justas y pertinentes sus difamaciones, que, por otra parte, se amoldaban perfectamente a sus deseos. Así, y con los sahumerios que también le echaban Patricio Rigüelta y la corta falanje de pardillos que éste capitaneaba, enemigos mortales, aunque cautelosos, de cuanto a él le hacía sombra en el pueblo, íbase convenciendo más y más de la injusticia con que se le posponía en Coteruco a don Román, y se le negaban los homenajes que se tributaban a éste. Era, pues, Osmunda el soplo que avivaba el fuego de los odios de don Gonzalo, cada vez que una chispa de razón aparecía en la mollera del hijo del Bragas y veía éste a su luz la conveniencia de amoldarse de buena fe a los hábitos sencillos y apacibles de don Román, y de renunciar a sus propósitos de vencerle en importancia y en respetabilidad, cualidades que no se conquistan, sino que nacen de carácter, como el aroma nace de la flor.
En estas luchas empeñado, no desconoció que sin vencer por completo a don Román, o sin atraerse por algún medio sus simpatías, era perder el tiempo pensar en acercarse a Magdalena para pedirla solemnemente en matrimonio. Aplazó la ejecución de este propósito para más adelante, como si sólo dependiera el éxito de su conducta pública, y limitóse a que se le dejara siquiera entreabierta la portalada de aquella casa, nunca por completo cerrada para él por don Román, que era tan cortés como prudente y avisado. En cuanto a Magdalena, no volvió a presentarse delante de don Gonzalo en las varias visitas que éste hizo a su padre. Tampoco pudo saber el meloso galán qué destino habían alcanzado en aquel recinto en que vivían presos sus más tiernos pensamientos, su retrato y su tarjeta, prendas pintorescas de su galantería, que en el caserón de Osmunda figuraban el uno colgado en el muro testero de la sala, bajo un dosel de siemprevivas, y la otra encajada entre el marco y el desazogado cristal de la apolillada cornucopia.
Así las cosas, llegó Lucas de vacaciones, y vio en don Gonzalo al hombre que él necesitaba; es decir, uno que fuera lo suficientemente vano y mentecato para aplaudir sin reserva sus lucubraciones político-filosóficas, y lo bastante rico para que no se sospechara que el despecho del hambre o el ansia de mejorar de fortuna, le movían a maldecir de cuanto los demás bendecían y ponderaban.
Por su parte, don Gonzalo vio en Lucas el órgano sonoro y retumbante de sus propias ideas; o mejor dicho, la palabra que necesitaba para expresar conceptos que no penetraba, pero que por la pompa y la novedad le seducían y cautivaban.
-¡Al fin hallé con quién hablar en los jarales de Coteruco! -decía Lucas refiriéndose a don Gonzalo; mientras don Gonzalo, recordando a Lucas, exclamaba:
-¡Qué lástima que este chico tan despierto no tenga cincuenta mil duros!
¡Como si Lucas con cincuenta mil duros hubiera pensado en meterse a demagogo!
Volvióse el estudiante a Madrid al fin del verano, dejando el germen de sus delirios en el alma de don Gonzalo, ya bien saturada de dudas y rencores, fruto natural de sus mezquinas vanidades; y dos meses después se dio por concluida la casa de arcos.
Propúsose su dueño establecerse en ella de un modo ruidoso y llamativo; y después de amueblarla rumbosamente y de colgar en la sala la historia, en láminas, de Mazzeppa, presidida por el retrato del general Espartero, invitó a medio Coteruco a un sarao inaugural. Trajo de la villa los bizcochos y los azucarillos por arrobas; a carretadas las peras en dulce, y por cántaras el agua de limón; y con esto y el blanco de la Nava que acaparó en el pueblo, y los guisotes que preparó su cocinera, se pusieron Rigüelta, Barriluco y otros comensales de tal jaez, que ya no distinguían los dedos de la mano. Entre brindis, bocados y libaciones, se disparaban cohetes por todas las ventanas del edificio; tremolaban al aire blando de la noche los colores nacionales sobre el palo mayor de la fragata del tejado; y los relinchos de los ociosos mocetones, que desde abajo respondían al estruendo del banquete, aturdían la barriada. Pero ¡ay! don Gonzalo jurara que la soledad del desierto y el frío de las estepas le envolvían en medio de aquella muchedumbre comilona, embriagada y soez. Ni don Román, ni don Lope, ni el señor cura, ni siquiera Toñazos el de la Callejona, ni Juan Antón el de la Portilla; no ya los señores de levita, pero ni aun los labradores de alguna formalidad, habían respondido a la invitación ni concurrido al sarao para darle el apetecido carácter con su presencia. ¡Y don Gonzalo que había soñado hasta con el concurso de Magdalena, a cuya beldad reservaba el obsequio de tres botellas de suspiros que habían de lanzarse al espacio en vistosas y variadas luces desde la copa de un rosal silvestre, de propio intento trasplantado al diminuto jardín contiguo a los arcos!
Decididamente el hijo de Antón Bragas caminaba en Coteruco de equivocación en equivocación.
Desde aquella noche funesta, cayó el ánimo de don Gonzalo en un abatimiento desconsolador. Temió perderlo todo en la lucha insensata que había intentado; y con el propósito de salvar del desastre siquiera a Magdalena, economizó sus visitas a Osmunda, que estimulaba sus rencores; y no solamente fue a misa todos los domingos, sino al altar mayor y con los mejores trapos de su equipaje. Mas no por eso le miró don Román con tiernos ojos, ni don Frutos te tomó por convertido, ni Magdalena, adivinándole las intenciones en sus miradas de azúcar, le propuso un rapto a media noche; ni, la verdad sea dicha, dejó don Gonzalo de tener montada sobre sus narices la respetabilidad inconquistable de don Román y el desdén implacable de todos sus convecinos. El pobre hombre era un verdadero mártir de su vanidad.
Sobre su débil razón estaba siempre esa venda que le cegaba; y al abismo se arrojara impávido, como hubiera un malvado que le empujara hacia él halagando su flaqueza.
Tal era, lector, el personaje por quien hemos oído preguntar a Lucas, en el capítulo anterior, a su amigo Gildo Rigüelta, el Letradillo currutaco; tales los propósitos y los desengaños de don Gonzalo González de la Gonzalera, fundador y habitante de la última casa de las tres que he señalado al lector al comienzo de este libro, desde lo más alto del cerro de Carrascosa.