Trepando por la vertiente occidental de un empinado cerro, se retuerce y culebrea una senda, que a ratos se ensancha y a ratos se encoge, cual si estas contracciones de sus contornos fueran obra de unos pulmones fatigados por la subida; y buscando los puntos más salientes, como para asirse a ellos, tan pronto atraviesa, partiéndole en dos, un ancho matorral, como se desliza por detrás de una punta de blanquecina roca. Así va llegando hasta la cima; tiéndese a la larga sobre ella unos instantes para cobrar aliento, y desciende en seguida por la vertiente opuesta.

Por esta senda arriba me va a acompañar el lector breves momentos, si quiere orientarse con facilidad en el terreno en que van a desenvolverse los sucesos, cuya fiel y puntual historia ha de ser este libro... Y cuenta que no le llevo por el atajo, porque el cerro está cortado a la izquierda por el río, y por la derecha forma parte de la estribación de una montaña de muy difícil acceso.

Supongámonos, pues, colocados ya sobre la cumbre de Carrascosa (que así se llama el cerro, por razón, según fieles informes, de lo fecundo que es en acebos, o carrascas); y mirando hacia la parte opuesta a la vertiente por la cual hemos subido. Domina la vista un extenso valle encajonado entre montañas y dividido por el río, que, como he dicho, corta el cerro a nuestra izquierda, y continúa después deslizándose unas veces, despeñándose otras, rugiendo acá, tronando allá y murmurando siempre contra las estrecheces que a cada paso le ofrecen las montañas o los peñascos que contornean y forman su escabroso cauce. Retirándose a larga distancia del río, en señal de temor a su vecindad, arrímanse los pueblecillos del valle a las faldas de las montañas vecinas, entre cuyos robledales se agazapan, dejando de avanzada los blancos campanarios, que con sus vibrantes lenguas se envían mutuos saludos de paz y de alianza desde la una a la otra ribera, cada vez que el alba asoma o el sol se oculta, a cuyos ecos responden en los tranquilos rústicos hogares los de la oración que se eleva a Dios en acción de gracias por el nuevo día alcanzado, o en demanda de perdón para la culpa, si el sueño que se busca para reposo del cuerpo fatigado ha de ser el comienzo de la eternidad.

Uno de estos pueblecillos se desparrama en el ancho recodo que forma en sus bases unidas el cerro de Carrascosa y la montaña, ya mencionada, de nuestra derecha. De esta ventajosa posición procede gran parte de la fama de sus terrenos en el valle: gozan en todas las épocas del año del sol fecundante del mediodía, y están a cubierto de los fríos y de las iras del norte y del vendaval, temibles enemigos de las buenas cosechas.

Llámase el pueblo Coteruco de la Rinconada, por distinguirse de otro Coteruco de la Sierra, que hay a la otra parte del río. Y aconsejo al curioso lector que no se canse en buscarle en el mapa pues lo mismo él que Sotorriva, Jelechoso, Pedreguero, Solapeña, Verdellano, Pontonucos, y los restantes pueblos del valle, y el valle mismo, y Carrascosa, y cuanto ha visto desde la cumbre de este cerro, pertenece a la geografía moral de la Montaña, del uso privativo del novelista.

Coteruco no es grande: apenas tendrá ciento cincuenta vecinos, cuyas habitaciones podríamos contar desde el punto en que nos hallamos, si semejante minuciosidad nos fuese necesaria; pero de todas ellas, principalmente en tres hemos de penetrar en el curso de esta historia, y esas tres son las que voy a registrar en la memoria del lector. La primera, grande, de cuatro aguas, es la que más se interna en el valle: tiene anchos y firmes balcones de madera, y está circuida de un alto muro que guarda una extensa y bien provista huerta, por detrás, y forma por delante una vasta corralada; son blancas sus paredes, serio el color de sus puertas y ventanas, limpio y bien recorrido su tejado, sin picos ni otros mamarrachos harto comunes en las construcciones rurales de la Montaña, y la huerta es un primor de aseo y buen orden.

El segundo edificio, situado al centro, en lo más alto del anfiteatro que forma una gran parte del pueblo, es un caserón solariego, de ennegrecidos y mohosos paredones, con un escudo de armas entre cada dos huecos y sin una sola ventana que bien cierre ni tenga completos los cristales: ondulan los aleros de su tejado, y el férreo balconaje a partes se desmaya con los años, y a partes se deshace roído por el orín y las celliscas; sobre dos viguetas empotradas en la pared del mediodía, hay un cajón que sirve de tiesto a algunas mortecinas matas de claveles, y en el mezquino huerto contiguo a la casa, mal cerrado por un muro ruinoso que tumba sus achaques sobre un lecho de ortigas y se envuelve en un viejo manto de tupida hiedra, sólo se ven tres manzanos tísicos, dos rosales viciosos, una mata de ruda y algunos pies de berzas y posarnos.

La tercera casa, en alto también, aunque no tanto como la solariega, y mucho más que ella al mediodía, es nueva, flamante, y se alza sobre tres arcos, no rebajados, sino jibosos, de asperón tiznado de amarillo y chocolate; y a todo lo largo de su fachada principal, construida de la misma piedra, corre un balcón de hierro, formando sus balaustres grotescas canastillas y entrelazadas parábolas y volutas, con tres huecos pintados de verde esmeralda, festoneados de blanco. Sobre el tejado se levanta un mirador, o linterna, y sobre ésta una fragata de hierro, cuyo bauprés tiene el encargo, aunque rara vez le cumple por la pesadez del artefacto, de marcar la dirección del viento. Delante de la casa hay un jardincillo, tan pobre como presuntuoso, circuido de una serie de venablos, pues a lanzas no llegan, mal forjados por el herrero vecino, y enfilados entre dos llantas débiles y mal avenidas.

Réstame decir que estamos al comienzo del año memorable de 1868; que con tocas de nieve se engalanan las crestas de las montañas del horizonte, en tanto las más cercanas lucen en sus faldas, entre escuetos y ennegrecidos robledales, los verdes remiendos de sus brañas y el rojo mate de sus resecos helechales; que el suelo del valle remeda, con ventajas, un tapiz de terciopelo partido por ancha cinta de plata; que el sol moribundo, hiriendo las cimas de nuestra izquierda, parece que saca de sus blancos capillos haces de oro entre polvo de diamante, mientras los montes del otro lado se rebujan en las húmedas sombras de la tarde; y, en fin, que todo este conjunto de maravillas se le ofrezco al lector como un detalle de carácter, no porque a mí me asombre por nuevo, ni siquiera por raro, en el siempre y a todas horas y en todas las estaciones del año, maravilloso panorama montañés.

Orientado ya en el teatro de los sucesos que he de referirle, puede el lector retirarse de la escena, bien entendido que su presencia en ella ha de servirme de estorbo más que de otra cosa, desde este instante en que doy comienzo a mi tarea, hablándole de las personas que habitan la casa de cuatro aguas.

Heredero de un nombre de bien notorio abolengo en el país, e hijo único de un rico propietario en quien habían recaído, por falta de sucesor más cercano, los caudales de tres de sus consanguíneos, don Román Pérez de la Llosía recibió en su juventud una educación que, según los aparentes propósitos de su padre, había de llegar a abrirle las puertas de la Universidad; pero el educando, aunque despierto y de buena pasta para adquirir con facilidad la forma de un doctor, suspirando siempre por el aire de sus montañas y por la libertad del valle nativo, sólo por pundonor de alumno se echaba a pechos las abstracciones metafísicas, las arideces del latín y los problemas del álgebra; había nacido y se había formado en el campo; su alma estaba identificada con aquellos horizontes y aquella fragancia de la naturaleza, y se le entumecía en el cuerpo cuando se consideraba en lo porvenir ensartando sofismas en el foro, como jurisconsulto, o recetando a tientas contra las mil y mil plagas físicas, ajenas a la doliente humanidad. Algo por el estilo expuso respetuosamente a su padre tan pronto como recibió el grado de bachiller, a lo cual respondió el discreto anciano enviando al joven Román a viajar, durante dos años, por donde le pluguiese, más que por contrariar las inclinaciones de su hijo, por someterlas a buena prueba.

Cuando Román volvió a Coteruco dando a su padre discreta relación de lo que había visto en España y fuera de España, y no escaso testimonio de que sabía observar y distinguir, hallése más apegado que nunca a sus antiguas aficiones campestres. No le pesó a su padre el conocerlo, pues se veía muy avanzado en edad, no muy cabal de salud, y su hijo era, al fin, el único llamado a heredarle y a cuidar de aquellas labranzas que él también había heredado y mejorado no poco.

Dueño de ellas, al cabo, por muerte de su padre, el ya hecho y derecho mozo Román acabó de aficionarse a la vida de labrador, y se casó, a los treinta años de edad, con una dama del mismo valle, que murió cuatro después, dejándole una niña por fruto de su matrimonio. Hondísima mella produjo en su corazón esta desgracia; pero hombre de alma bien templada y de levantadas miras, logró sobreponerse a su infortunio, y hasta sacar partido de él para dar mayor alcance a los impulsos de su generosidad en bien de sus convecinos, en su gran mayoría ligados tradicionalmente a su casa, como colonos de ella unos, y todos como deudores de grandes beneficios.

Lo que en su razón le dictaba, lo que había visto y lo que había aprendido, infundiéronle el convencimiento de que el mayor bien que al cielo debían aquellos aldeanos que le rodeaban, era su sencilla y honrada ignorancia. Sostenerlos en ella era su principal cuidado... Y no se escandalicen de lo absoluto de la afirmación los zapateros ilustrados que lleguen a conocerla, pues, andando, andando, se justificará la aparente herejía.

Empecemos por advertir que don Román poseía como nadie el don de hacerse respetar de los labriegos, don rarísimo y extraño sobre toda ponderación. Verdad que era alegre, campechano, caritativo, modesto en el vestir, frugal en la comida, forzudo e inteligente en el trabajo, lo cual acometía a veces para predicar con el ejemplo a sus criados y colonos; que uncía un par de bueyes al aire; que sabía echar las tres cordadas con la sal del mundo sobre la balumba de un carro de yerba, y hasta conducirá éste por el camberón más pindio y entornadizo, sin que se derramara una gota de agua, aunque se pusiera lleno de ella hasta los bordes, un cántaro encima de la carga. Pero todo esto y mucho más lo saben otros, y no consiguen ese dominio absoluto. La magia de don Román estaba en la oportunidad con que daba, negaba o reñía; en la penetración de «aquel ojo» que era la admiración de sus convecinos.

-Si tuviera la bondad de emprestarme un par de pesetas... -le decía un Adán de mala ropa y triste cara.

-¿Para qué las quieres, borrachón?... Lo que te voy a dar es un soplamocos, si no te largas más pronto que la vista.

Y el pedigüeño se largaba sin chistar; y lejos de enfadarse por el recibimiento, murmuraba para sus andrajos:

-Yo no sé ónde mil demonches aprende este hombre las cosas. El diablo me lleve si no las huele.

Pues bien: ese mismo sujeto se acercaba otro día a don Román, y con las mismas palabras le pedía el mismo dinero, pretextando la misma necesidad; y don Román le daba un duro y unos calzones viejos y un pan de dos libras; y el dinero no iba a la taberna, ni los calzones ni el pan se vendían por aguardiente.

Con aquel ojo leía desde su casa la razón en las contiendas de sus convecinos, y anonadando al culpable con dos apóstrofes de acero, sin dar largas alas ni ensalzar muy arriba al inocente, restablecía la paz quebrantada.

Merced a esta vista penetrante, sabía demasiado que todo su prestigio y todo el peso de su fuerza moral, no alcanzaban a darle la victoria acometiendo de frente ciertas flaquezas rutinarias: en este terreno y con aquella táctica, la proverbial desconfianza montañesa es invencible; por eso las atacaba de soslayo, en su propósito inquebrantable de que lucieran en beneficio de aquellos labriegos, a quienes tanto amaba, los frutos de sus observaciones y de sus lecturas y las ventajas de su carácter y de sus riquezas; por eso, en lugar de decirles, por ejemplo: -«La remolacha es una hortaliza que suple ciertas épocas del año a la yerba, con la ventaja de producir en las vacas alimentadas con ella mayor cantidad de leche; sembrad remolacha,» les decía: -«Váis a ver cómo siembro remolacha, cómo mis vacas la toman, cómo dan más leche que si se alimentaran de yerba, y cómo puede hacerse esto casi de balde y sin perjuicio de la ordinaria cosecha de maíz».

Y cuando todo esto lo veían confirmado los aldeanos en las hermosas vacas que don Román criaba en sus establos, iban poco a poco aceptando la reforma; mas como para establecerla de lleno, así como para el cultivo de los forrajes que igualmente aceptaron, se necesitaba la inviolabilidad de las mieses, consiguió también don Román otro objeto que no hubiera logrado jamás buscándole de frente: que se desterrara de Coteruco la nociva costumbre de las derrotas. Entonces adquirió extrañas razas de ganado, y las propagó en el pueblo mejorando las indígenas.

Por medios análogos acreditó el uso de nuevos aperos de labranza, y hasta logró que en el pueblo mismo se construyeran iguales o parecidos; y venciendo aún mayores dificultades, llegó a conseguir que Coteruco se distinguiera de todas las aldeas del valle por sus hermosas calzadas, sólidos pontones y lujosos abrevaderos. Y digo que «venciendo mayores dificultades», porque el ayuntamiento era siempre su enemigo mortal, y jamás don Román quiso formar parte de él. Es fenómeno digno de estudio esa antipatía con que en los pueblos rurales miran los ayuntamientos a los vecinos del carácter benéfico, íntegro e independiente de don Román. Dicen los que creen entender algo en achaques de esta especie, que se explica el fenómeno por la calidad de la gente que aspira al cargo de administradores del municipio aldeano; por la lucha sorda que necesariamente ha de entablarse entre los omnipotentes pardillos de la Justicia, interesados en llevar la administración por los caminos de la rutina viciosa, aun jugando limpio, y las nobles y desinteresadas miras del independiente administrado; dicen... ¡qué sé yo lo que dicen, entendidos y maliciosos, sobre el caso! Pero yo lo pongo en cuarentena, y limítome a citar el hecho. Conste así, y haga el lector el uso que le plazca de la noticia.

Lo que a don Román costaban en dinero estas reformas y aquellas innovaciones, no hay que decirlo; pero todo, aunque era mucho, lo daba por bien empleado el buen señor, pues, merced a ello, era Coteruco la gala del valle; sus campos, los más productivos y los más productores; sus habitantes, los mejor vestidos y los más alegres; su taberna, la más desprovista y la menos concurrida; sus desvanes, los más repletos, y sus ganados, los más lucidos. Este era el único galardón que apetecía; el exclusivo fin a que aspiraba en sus dispendiosos desvelos el generoso Pérez de la Llosía.

Tenía una biblioteca adecuada a sus aficiones, y estaba suscrito a dos revistas de agricultura e industria, y a un diario de noticias, no por inclinación a la política, pues la detestaba con todo su corazón, sino por tener una idea, en las soledades de Coteruco, de cómo andaba por los grandes centros la cosa pública en todas sus fases. De cuanto en sus libros y en las tres publicaciones se contenía que pudiera entretener, enseñar o divertir a los labriegos, les enteraba minuciosamente en ocasiones como la que fuego estudiaremos. Únicamente les ocultaba cuanto se relacionase con el fango de la política al menudeo. Para don Román, llevar esta política a una aldea, equivalía a encerrar una víbora en un nido de palomas.

En el instante en que comienza nuestro relato, tenía don Román cincuenta y dos años, y conservaba el buen humor, las fuerzas y la robustez de los treinta; sólo algunas canas sembradas entre su espeso cabello y sus patillas, cuidadosamente recortadas, le denunciaban por hombre de edad. Era su aguileña faz morena, no por la naturaleza, sino tostada por la intemperie, como lo demostraba la blancura de su cuello; de talla mediana, pero bien aplomada, y suelto y vigoroso de miembros.

Para adquirir completa idea del carácter y de los hábitos de este personaje, y al propio tiempo conocer a otros, es indispensable que entremos en su casa, tres horas después que el lector se retiró, por mi consejo, de lo alto de Carrascosa.

De todas las callejas y desfiladeros de Coteruco iban desembocando en la plazoleta frontera a la portalada de don Román, negros bultos, de muy atrás denunciados por el monótono clan, clan de sus almadreñas al pisar sobre los morrillos del empedrado, o por el intermitente fulgor del cigarro, o por el sonoro relincho repetido por los cien ecos de los vecinos montes. Aquellos bultos, uno a uno, o en grupos, según lo disponía la casualidad, a medida que llegaban a la portalada, abríanla; atravesaban el corral, donde se oía el suave cencerreo del ganado que rumiaba en las cuadras inmediatas; entraban en el ancho soportal, descalzábanse las abarcas, arrimábanlas en apretada fila a la pared; y en escarpines, después de alzar la pesada aldabilla del portón del estragal, tomaban escalera arriba. Como sombras atravesaban, medio a oscuras y en silencio, el largo pasadizo que terminaba en la cocina; penetraban en ella, previo saludo de «Dios sea en esta casa», e iban sentándose sobre el poyo que se extendía por toda la línea de las paredes. Ardía, junto a la testera, copiosa fogata, y a todos alcanzaban su luz y su calor. Así fueron reuniéndose no menos de cincuenta labradores de Coteruco, como se reunían todas las noches de invierno en aquel sitio, y aun algunas de verano en la plazoleta de la portalada. Allí no se negaba la entrada a nadie, excepto a los borrachos contumaces, a los maridos crueles o a los hijos desnaturalizados, géneros que, en honor de la verdad, apenas eran conocidos en aquel lugar. Don Román presidía estas reuniones, ya iniciadas en vida de su padre; y tan identificado estaba con ellas y tan familiarizado el pueblo con la casa, que a la casa iba hasta el recaudador de contribuciones a cobrar las del vecindario allí reunido, previo anuncio, fijado en la puerta del Consistorio, de hacerlo así en tal o cual noche, sin que a don Román le causaran más extrañeza ni más extorsión ésta y otras parecidas algaradas, que la venida del sastre a tomarle medida de unos pantalones.

No faltaban, en la ocasión de que vamos hablando, los personajes que podían considerarse el alma de aquellas tertulias: Juan Antón el de la Portilla, autoridad de peso en plantíos y labranzas: Gorión el de la Junquera, la flor de los ganaderos; Toñazos el de la Callejona, carpintero ingenioso, sin dejar de ser buen labrador; Chisquín Bisanucos, afamado decidor, saco de marrullerías y camándulas, etc., etc. También se encontraba allí aquella noche el famoso Patricio Rigüelta, llamado por sus convecinos el Judas de la tertulia (a la cual asistía raras veces) y acaso se lo llamaran con razón. Era hombre de cincuenta años, moreno, enjuto, de ojos pequeños y mirada innoble, muy risueño y muy hablador. Tenía un poco de chalán, otro poco de arbitrista, muy poco de labrador y mucho de correntón y aventurero; era muy aficionado a ser concejal, pleitista perdurable y enemigo encarnizado de todos los ayuntamientos, cuando no lograba formar parte de ellos. Acaudillaba en Coteruco a todos los viciosos y haraganes que no tenían entrada en casa de don Román, y se despegaba de sus convecinos por costumbres, carácter y figura, como el agua del aceite. Que este sujeto no era santo de la devoción de don Román, no hay que decirlo; pero le admitía en su casa porque jamás le pidió permiso para entrar en ella: sospechaba, como sus tertulianos, que Rigüelta iba a su cocina para saber lo que allí se trataba, y venderlo en ocasión oportuna, si le convenía.

Y corriendo la velada sus primeros trámites de carácter, llegó a decir Gorión, rascándose la cabeza:

-Y ello, don Román, ¿se anima usté o no se anima? ¿mando u no mando? ¿voy u no voy a la feria de San José?

-¡Y dale con el tema! -respondió don Román volviéndose hacia Gorión. -Pero ¿qué demonio de coscojo se te ha metido en la mollera con esa feria dichosa, de un mes acá?

-Coscojo, coscojo, por decir coscojo, no es tanto como a usté se le figura el que a mí me ha entrao; pero mire usté, señor don Román, que tengo mucho ganao en la corte; que con el solano de antaño no hemos tenío pación ni toñá; que el agosto puede ser, u puede no ser; que si no es, el ganao no ha de roer los peales; que ahora se paga bien; que tengo hoy dos novillas que nos pueden dejar a usté y a mí un platal de ganancia, porque... mejorando lo presente, espejos de cristal paecen pa mirarse la cara en ellos... vamos, que regienden de gordas y se pueden lavar con dos cuartos de aceite.

-¡Y que no vale mentir! -manifestó Chisquín.

Miróle Gorión con dureza, y preguntóle muy serio:

-¿Va con segunda, Chisquín?

-¿Cómo ha de ir con segunda, hombre de Dios, si no había dicho endenantes la primera? -respondió Bisanucos, con su obligada sonrisilla maliciosa.

-Es que -replicó Gorión, -yo no quiero segundas; porque si tú entiendes mucho de sotilezas y requilorios, a engordar ganao... ni tú ni tu agüela.

-¡Cuidado con las segundas, Chisquín!... -dijo don Román a esto, fingiéndose enfadado. -Gorio tiene razón que le sobra, y tú eres tan buen malicioso como mal ganadero. Y si no, vamos a ver: ¿qué le das a la Galinda, que cada día está más encanijada?

-¡Ajá!... -interrumpió Gorión; -sacúdete ese tábano, y güelve por otro, Chisquín... ¿qué le das tú a la Galinda?

-¡Silencio todo el mundo! -exclamó don Román, mirando a Gorión con fingido enojo. -Quiero yo vérmelas mano a mano con este valiente. Con que sepamos, señor Chisquín, de qué vive ese pobre animal.

-Pues, hombre -respondió Chisquín, con su risita de siempre, -vive de lo que hay en el pajar... Y de lo que arranca de vez en cuando.

-Pues si esperas pagarme la renta de este año con las ganancias que te deje esa vaca, medrado estás.

-Eso, don Román, no me apura gran cosa que digamos...porque onde no hay... y, por último, usté no me ha de llevar a la cárcel, ni me ha de rematar la caldera.

-¡Fíate y no corras, Chisquín!

-¡Toña!... ¿Habéis oído?... ¡Pues no dice!... ¡Jajajá!

-¿De qué te ríes, chafandín?

-¡Toña, toña, toña! ¡Eso sí que tendría que ver!... ¡Don Román embargando a un rentero!

-Así me diera la gana.

-¿Cómo ha de darle, hombre? -exclamaron varias voces.

-¿Qué cómo ha de darme? -replicó don Román un poquillo picado de su derecho; -en cuanto la idea se me ponga entre los cascos.

-¿Cómo se le ha de poner a usté esa idea en jamás de los jamases?

-Poniéndoseme, ¡canastos!

-¡Que eso no puede ser, hombre!

-¿Apostamos a que me váis a negar hasta el derecho de pedir lo que es mío?

-Eso no; pero lo otro... lo otro, don Román, no es usté capaz de hacerlo.

-Y ¿cuál es lo otro?

-El embargo.

-Digo y sostengo que estaría en mi derecho obligando al lucero del alba a pagarme lo que me deba... ¿lo entendéis?... Y por cierto que si lo hiciera, no sería la primera vez.

-¡Toma! -exclamó Chisquín: -lo dice por Barriluco. Pues de ese modo, vaya usté embargándome a mí, ¡carafles! Un hombre que le debe tres duros por rentas de uno y otro; que no quiere pagarle, y gasta cada día dos pesetas en la taberna, y sale de ella hecho un cuero de vino; que va usté, y por el aquél de sostener la razón, le lleva a juicio; pide que te embarguen la caldera, se queda usté con ella por la deuda, y al otro día se la manda a casa a la mujer, con un item más de un ochentín de cinco duros.

-Eso, Chisquín, es hablar por hablar y meterte en lo que no te importa... Y hasta puede no ser verdad. El hecho es que Barriluco pagó lo que me debía, y a eso has de atenerte. Con que procura engordar un poco a la Galinda para no llevarte un chasco... Y se acabó la historia. ¿Cómo está tu madre, Blas?

-Va bien, muy bien, desde que el médico la asiste.

-¡De buena se ha librado!

-Verdá es.

-¡Bárbaros, más que bárbaros!...

-También es cierto; pero ello, don Román, pongámonos en los casos.

-No hay tales casos, sino falta de sentido común: por eso sois recelosos con la razón, y os váis como bestias detrás del primer charlatán que quiere robaros el dinero. ¡Mire usted que es ocurrencia! Bizmar de pies a cabeza, después de descoyuntarla los huesos, a una pobre anciana porque está inapetente y descolorida... Pues ¿cómo ha de estar a sus años, pedazo de bárbaro? Fortuna que lo supe a tiempo; que si no, a esta fecha está ya la infeliz con mi abuela.

-No diré que no.

-Lo que siento es no poder echar a presidio a la pícara forastera que explotó tu credulidad robándote cuatro duros después de martirizar a tu madre... Es preciso hacer ejemplares castigos para que vayáis abandonando esa y otras brutales preocupaciones.

-Y volviendo al caso, señor don Román -interrumpió Gorión, que no disimulaba su impaciencia, -¿llevo u no llevo a la feria las novillas?

-¡Llévalas con mil demonios, con tal que me dejes en paz! -respondióle don Román, formalmente sulfurado; y luego, volviéndose hacia Gorión, díjole clavando en él sus ojos penetrantes: -¿Quieres apostar a que después de tanto empeño en ir a la feria, no las vendes allá?

-¿Qué no las vendo?

-No, señor.

-¿Por qué?

-Porque no es ese el ajo que a ti te pica; porque no vas a venderlas; porque lo que tú quieres es fachendear con ellas y pintar la mona en la feria... ¿Acerté? Ahí le tenéis colorado como un tomatazo reventón... Pues te vas a llevar un solemne chasco, porque yo también voy a enviar mis dos novillas... Y con los collares de pelo.

-Hombre -replicó Gorión con un poquillo de resquemor-, tocante a eso... allá nos veremos, don Román. Buena es la Cordera de usté; pero la otra... la otra. ¿a qué hemos de decir lo que no es?... la otra, don Román, no llega a las mías..

Aquí se entabló una acalorada contienda sobre si llegaba o no llegaba, en la que tomaron parte casi todos los tertulianos; y al terminarse, quedando el punto dudoso, dijo Gorión, sobándose la barbilla con la zurda y mirando risueño a don Román:

-Y al auto de eso que usté dijo de los collares, ¿querría emprestarme dos de los que le sobran, pa las mis novillas?

-¡Hola! -exclamó el buen Pérez de la Llosía. -¿Con que también he de darte yo las armas para luchar contra mí?... Pues te presto los collares... ¡para que veas el miedo que me infundes!... Y, además, te hago una apuesta: vamos a poner en precio las novillas en la feria; y todo lo que ofrezcan por las tuyas más que por las mías, te lo regalo en dinero; y al contrario, me regalas tú a mí lo que ofrezcan por las mías más que por las tuyas.

-Con la Cordera de usté no entro yo a eso, don Román.

-¡Ah, fachendoso!... ¿Con que te encoges?

-Yo nunca he dicho que valga esa novilla menos que las mías.

-Pues, canario, con la otra va la apuesta.

-¡Con la otra!... Mire usté, don Román, que eso es robarle el dinero.

-Esa caridad es miedo, Gorio.

-Le aseguro a usté, don Román, como en la hora de mi muerte, que hablo con todo el sentir del corazón, y que si otra me queda, con ella reviente.

-Pues por lo mismo queda hecho el convenio... Y te prevengo que, del dinero que te gane, no te perdono un cuarto, y que si para cobrarme te embargo la caldera, no espere tu mujer que se la devuelva al otro día.

-Tocante a eso, señor don Román -dijo Gorión con jactanciosa solemnidad, -ya sabe usté que, para las ocasiones de apuro, siempre hay en casa de un hombre de bien media onza al pico del arca.

-Pues no la gastes por si tienes que dármela.

Entre tanto, en el rincón más oscuro de la cocina estaba Carpio Rispiones con las manos en los bolsillos, la cabeza caída sobre el pecho y los ojazos clavados en la lumbre.

-¿Qué demonios cavilas -díjole de pronto don Román, -que parece que se te escapa la enjundia por entre los dientes?

Sacudió Carpio el sopor, miró perezoso a don Román, y respondióle:

-Cavilo, don Román, que va usté a tener que echar otro paseo a la villa.

-Y con él serán cinco... A bien que para lo que a ti te cuestan... ¿Pues qué nueva tripa se te ha roto allá, alma de Dios?

-La de siempre... ¡Cuando le digo a usté que al fin me apandan el prao y no cobro lo que dí por él! ¡Por vida de los senfinitos!...

-Si tú no fueras un mastuerzo...

-Si no es por eso, hombre... sino que a uno, como le ven así tan aína le sorben como te chumpan. Cuando va usté y habla y pone los ites en la palma de la mano, la cosa marcha por su carril; pero llámanme a mí, pregunta de acá, pregunta de allá, tan pronto que arre, tan pronto que ticha, ni yo lo entiendo, ni sé lo que respondo, ellos ponen lo que les conviene; y el demonio me lleve si de esta vez no me dejan a la mesma santimperie de Dios padre.

-Eso te enseñará a andar por el camino derecho. Si hubieras hecho la compra con las formalidades legales, habrías sabido a tiempo que el prado estaba vendido ya, y no te vieras hoy envuelto en un lío que ha de costarte caro. Consuélate ahora con el papeluco que te firmaron en la taberna por creerle más barato que una escritura en regia. ¡Melenos!

-Don Román, carta del muchacho hemos cogido hoy, -gritó un tertuliano de los más arrimados a la lumbre.

-¿Llegó sin novedad?

-Bueno, gracias a Dios... y papeles cantan, -añadió el de la carta, sacándola de su chaqueta. Desdoblóla, metióse más por el fuego, y leyó a tropezones, entre otros párrafos, de todos bien conocidos, estos dos:

«Es una barbaridá... barbaridá, el agua que tienen los mares... los mares, que hemos navegado... navegado. Padre: le digo a usté que no acababa uno de ver aguas... aguas; tan aína azules, tan aína verdes... verdes; aguas a la derecha, aguas a la dizquierda; aguas por delante, aguas por detrás... por detrás... Y cielo por arriba... ¡mucho cielo! De modo y manera, que de tierra no vimos pizca hasta que lleguemos a ésta.

«Padre: sabrá usté que ésta es una ciudá manífica... manífica, con un caserío de lo mejor que puede verse... verse... Y un señorío de lo más majo y prencipal; birlochos por todas partes, tiendas a manta de Dios... de Dios... Vamos, que el verlo pasma y atontece al hombre... al hombre... Padre, dirá usté a don Román que en su día cumpliré con él como un caballero... caballero; pues el darlo él de por sí como un regalo por mi bien, no es decir que yo no lo deba delante de la cara de Dios... de Dios...»

-Etcétera, etcétera, etcétera -interrumpió don Román, que no gustaba de alabanzas, y mucho menos donde la gente las oyera: -lo esencial es que ha llegado bueno; y lo que has de pedir a Dios, es que el pobre chico no sufra un amargo desengaño de la suerte.

-Que todo podría ser, -objetó el de la carta.

-¡Se ven tantos de esa misma procedencia!

-Tampoco faltan afortunados, don Román.

-¡Que pocos son! Grandes, inmensos beneficios debe esta provincia al dinero de América; hijos cuenta entre los que allá labraron su fortuna, que son verdaderas glorias, no ya de sus familias, sino de su patria; pero ¡qué caro lo ha pagado ésta! Con el ejemplo de estos hombres, que yo admiro y pongo sobre mi cabeza, ¡cuánto iluso ha perecido en el mayor desamparo, y cuánto mentecato ha vuelto sin fe, sin conciencia, sin afectos, corrompido el corazón e inculto el entendimiento!... Y vaya ahora una noticia de las gordas que os gustan. ¿Sabéis vosotros qué cosa es el Canal de la Mancha?

-Pues el Canal de la Mancha -dijo Toñazos, -bien claro se declina ello de por sí... Un canal, a modo del de Castilla, que estará, si a mano viene, en tierra de manchegos.

-Nada de eso: el Canal de la Mancha es un mar.

-¿Un mar mayor?

-¿Qué más da que sea mayor o que sea menor? Es un mar en toda regla, colocado entre Inglaterra y Francia, y mar muy bravo, por añadidura.

-Bien ¿y qué?

-Actualmente llegan ferrocarriles a una y a otra orilla; y los viajeros, dejando los coches de los trenes, embárcanse en vapores combinados con ellos, y pasan el mar, y vuelven a meterse en el tren que les aguarda a la otra parte.

-Corriente: ¿y qué?

-Que esto no es cómodo, además de ser muy peligroso en ciertas épocas del año, cuando el mar se embravece...

-Claro está que sí.

-Por lo cual se trata ahora de que los trenes pasen el Canal de parte a parte.

-Quiere decirse que harán barcas grandes, de modo que puedan llevarse a la otra banda el tren entero y verdadero. Pues eso, don Román, aquí lo hacemos todos los días con los carros en la barca de la Pasera.

-Ya; pero como, en ese caso, sobrarían los trenes o sobrarían los barcos, porque el procedimiento, sobre complicado, sería más peligroso...

-Pues ¿de qué se trata?

-Se trata de que pase el tren por debajo del agua.

-¡A tu abuela con eso!

-Os digo que sí.

-¡Que a tu abuela con eso, hombre!

-¡Y dale, mastuerzos! Os repito que es posible... Y cierto.

-Pero, don Román, ¿cómo ha de pasar un tren por debajo del agua sin que se ahogue el insuncorda que vaya adentro?

-Abriendo un túnel, es decir, un agujero por debajo del suelo de la mar.

-¡Anda, hijo, anda!... sobre echarlas, gordas, que se vean bien... En primeramente, señor don Román, las mares mayores no tienen calo, ni ha habido cristiano que se le alcuentre.

-Pues, señor Chisquín, ha de saber usted que ignora muchas cosas, aunque no lo crea así, y entre otras, que la mar tiene suelo, y muy a la vista, y que esto lo saben cuantos andan sobre ella y todos los que no andan, con tal que tengan sentido común.

-Y aunque haya ese suelo, siquiera por no desmentirle a usté, ¿quien es el guapo que le juriaca, sin más ni más? ¿qué come? ¿qué bebe? ¿cómo alienda?

-¿Qué come, qué bebe y cómo respira un minero en Reocín o en Mercadal? Una vez debajo de tierra, ¿qué más da tener encima una montaña que la mar?

-Y el traqueteo del agua ¿no es nada? Y el peso de los barcos ¿es maquillero de poya? Le digo a usté... que a tu abuela con la choba.

-Eso decíais cuando aquello otro que os conté del Canal de Suez... Y ya os he leído cómo es obra que se da por terminada.

-Pero, hombre, al cabo, al cabo, aquello si mal no recuerdo, era muy diferente: mar acá, mar allá y tierra de por medio. Pues, señor, que queremos abrir una sangría pa que las aguas se junten: pues cava, cava, y ajonda, ajonda. Que no basta un hombre: se ponen ciento, u, pinto el caso, un millón; y la cosa se hace, porque se trabaja a la cara de Dios y a la luz del día... eso, si es que a la fecha se ha hecho, porque de lo que dicen papeles y yo no veo por mis ojos, no fío dos bisanes.

A todo esto, Patricio Rigüelta tecleaba mucho con los dedos delante de la nariz, y con gestos muy expresivos, hablaba bajito a unos cuantos que le escuchaban con avidez. Uno de ellos, más vehemente o más curioso, no pudo contenerse y preguntó en voz muy alta a don Román:

-Y ello ¿qué hay de cierto en lo que aquí se nos rifiere?

-¿Qué se refiere ahí? -preguntó a su vez don Román, frunciendo el ceño, porque se temía siempre alguna imprudencia del intrigante Rigüelta.

-Se rifiere que en Madrí anda la cosa mal, y que si va de la que va, no queda rata que lo cuente. Dicen que un general se ha soliviantao a las puertas del mesmo palacio, y ha pedío la cabeza de la reina... y, en fin, horror de cosas.

-Diré a usté, señor don Román: yo he referido...

-No hay nada que referir, señor Patricio.

-Perdone usté, señor don Román: cuando las cosas toman viso...

-Bolas de periodistas hambrientos, deseos mal disimulados... Y por último, ya sabe usted que he prohibido solemnemente que en mi cocina se hable de política, ni se mencione cosa que con ella se roce...

-Es que el caso es ahora muy diferente. La noticia la trajo ayer el Estudiante...

-¡Buen conducto!

-No debe ser malo, porque viene echao por el Gobierno.

-¡Gran cosa nos regala el Gobierno!

-Cogiéronle con otros compañeros... a lo que él refirió al mi hijo, que sabe usté que es también medio estudiante y muy amigo suyo; y por no echarlos a Ceuta, mandáronlos cada uno a su pueblo... ¡Tremenda dice que la tuvo ayer tarde con el señor cura al encontrarle en Carrascosa, al auto de eso!... Porque como él viene tan confiado en que van a triunfar los suyos...

-¿Vuelta otra vez, señor Patricio?

-Es la noticia, señor don Román.

-Pues por lo mismo.

-Será pobreza mía, pero no acabo de atinar por qué no hago bien en darla.

-Porque no nos hace falta en Coteruco... porque confite a confite se hacen los niños golosos; y esa y otras y otras noticias semejantes, unas veces falsas y otras ciertas a medias, son los confites de la política en estas apacibles soledades a donde no han de llegar los rayos, por mucho que truene en Madrid.

-Pero el saber un poco de todo no daña...

-No, cuando lo poco es bueno; sí, cuando lo poco es malo, y tal vez falso, y desde fuego incomprensible para estas sencillas gentes, como lo que usted ha referido.

-Pues yo creía que un labrador también es hijo de Dios, y podía, si a mano viene, entender de esas cosas... Y hasta llegar a manejarlas en su día.

-La dificultad no está en creer, señor Patricio, sino en tener razón. Yo os he explicado una vez el procedimiento que se usa en ciertas industrias bien dirigidas. Uno hace ruedas, otro tornillos, otro muelles, otro agujas, otro esferas, otro cajas y otro monta el reló, eligiendo lo mejor de cada pieza. De este modo se forma una máquina que marca las horas con una precisión asombrosa. Pero si el de los tornillos, en vez de hacerlos bien, se mete a fiscalizar al que hace ruedas, o el de las ruedas usurpa sus atribuciones al de las cajas, o todos aspiran a montar relojes sin construir buenas piezas, la máquina no se moverá, o andará como cabeza de loco. No es otra cosa una nación. Mientras el sabio estudie, y el zapatero haga zapatos, y el labrador cultive la tierra, un niño puede encargarse del gobierno de todos los pueblos; pero si el zapatero aspira a general, y el labriego tosco a pronunciar discursos y a desentrañar los misterios de la política, y el sacamuelas a presidir el Gobierno, y todos los ciudadanos a ser ministros, el Estado no tendrá pies ni cabeza... Y a las pruebas me atengo. Esta es mi convicción arraigada. Por las noticias al menudeo, se llega a los comentarios; por los comentarios, a la disputa; por la disputa, a la pasión, y por la pasión, al olvido de los deberes propios. La educación, el talento natural y otras mil causas providenciales, pueden, enhorabuena, hacer de la madera de un rústico labriego un gran legislador; pero esta preeminencia no se adquiere manejando la esteva, y algo la revela que yo no he visto todavía lucir en la frente de ninguno de mis convecinos de Coteruco, ni la espero a merced de cuatro noticias de otros tantos sucesos políticos o de media docena de discursos de un estadista vulgar, o de un novelero ambicioso y desautorizado. Por esto, señor Patricio, y mucho que se le parece, he desterrado de mi tertulia todo género de noticias que con la política militante se rocen, como se roza la que usted ha traído. Lo que fuere sonará, y entonces sabremos lo que ha sucedido, y estas sencillas gentes harán lo que hoy: obedecer al que mande, y trabajar en sus haciendas para llenar el desván de panojas y el pajar de buena yerba.

-¡Esa es la fija! -gritó Gorión.

-¡Cabales! -respondió a coro la tertulia.

-Pues, caballeros -dijo entonces Rigüelta con más despecho que convicción, -que no valga lo dicho, y si esto ha sido guerra, que nunca haya paz.

Mientras éstas y otras cosas de parecido jaez ocurrían en la cocina, en el salón situado enfrente de ella, es decir, al otro extremo del corredor, a la luz de un quinqué de porcelana, colocado sobre una mesita cubierta con pintoresco tapete, agrupábanse tres mujeres alrededor de un brasero de bruñido azófar.

Una de ellas, en la plenitud de su primavera, bordaba la cifra de un pañuelo blanco, recostada con indolencia entre el velador y el respaldo de la silla en que se sentaba. A su izquierda, y metiendo por las brasas los anchos pies embutidos en enormes zapatillas de cintos negros, acomodábase la segunda, mujer más que cincuentona, con todo el pelaje de un ama de gobierno, morena y vulgar de faz, pobre y seca de carnes, de cabello entrecano, y muy rebujado el busto en chaquetas y mantones. Aunque tenía espejuelos sobre la nariz, no daba puntada en su labor sin arquear las cejas y entreabrir la boca, señal de la torpeza de su vista, cuando no de la pesadez del sueño que la perseguía. Enfrente de estos dos personajes, y medio descoyuntada en otra silla, hacía media una mocetona robusta y colorada, entre cuyos dedos callosos y amoratados apenas se veían las gruesas agujas de acero; bregaba con ellas para enfilar el punto que la preocupaba; pero el sueño podía más que su voluntad, y por cada arremetida a la tarea, daba tres cabezadas al aire. De vez en cuando se estremecía la quintañona, clavaba la aguja en la tela, empuñaba la badila y echaba una firma en el brasero.

Volviendo a la joven que bordaba, sépase que, sin ser su rostro hermoso en la acepción clásica de la palabra, era por todo extremo interesante, gracioso y atractivo: ligeramente moreno el cutis; negros los ojos; negras, bastante espesas y primorosamente perfiladas las cejas; negro, lustroso y abundante el cabello; tersa y elevada la frente; aguileña la nariz; sana, menuda y apretada la dentadura, y un tanto gruesos los labios, pero húmedos y sonrosados, con los cuales parecían vivir los picarescos ojos en maliciosa inteligencia, expresada en una perpetua sonrisa, cuya pimienta eran dos hoyuelos que se marcaban cerca de las mejillas. Las manos eran pequeñas, blancas y rollizas; los pies, a juzgar por el que se entreveía, blandamente apoyado sobre la caja del brasero, dignos de las manos, y el busto no carecía de ninguna de las curvas y redondeces que exige la arquitectura femenil al uso.

Ya supondrá el lector, sin que yo se lo diga, que esta joven era la hija de don Román Pérez de la Llosía, y sirvientas suyas las otras dos mujeres. Añadiré que la joven se llamaba Magdalena; la quintañona, Narda, y Sebia la mocetona; que Narda había zagaleado a Magdalena después de haber amamantado a su madre, y era, a la sazón, su criada de confianza, su auxiliar indispensable en toda clase de faenas domésticas, y hasta su mejor y quizás única amiga, y que Sebia valía para poco más que arrimar los pucheros a la lumbre.

Era el salón muy grande, a la usanza casas de campo montañesas, de fines del siglo pasado y comienzos del actual. En el muro testero veíase una Purísima, que no era un primor de arte, ni mucho menos; a la derecha de este cuadro, el retrato de don Román, y a su izquierda, el de su difunta y nunca bastante llorada compañera: ambas pinturas obra, al parecer, del mismo pincel que la Virgen; en las demás paredes, la historia de Moisés, en grandes litografías iluminadas, con marcos dorados. Completaban el adorno del salón un sofá de caoba con rojos almohadones sobrepuestos, las sillas correspondientes, una consola de floreros, candelabros, un estuche de lujo con incrustaciones doradas, y una gran bandeja, en los sitios de rigor; un reló de música, con enorme caja de cedro, enfrente de la Purísima, y, por último, un piano, de los llamados verticales, enfrente de la consola.

Y no se asuste el lector por esto del piano, y por tratarse de una doncella, hija de un labrador rico, que borda y medita en una noche de invierno en un caserón de aldea. No voy a hablarle ¡líbreme Dios de ello! de esos lirios del valle, ridículamente sensibles, que lloran con las flores y hablan con las golondrinas, y se escapan con el primer duque disfrazado de cazador, que las sorprende triscando con los borregos o apagando la sed en el cristal de la fuente.

En cuanto Magdalena cumplió ocho años, fue puesta por su padre en un afamado colegio de la ciudad, con objeto y encargo de que aprendiera todo lo necesario y lo menos inútil de lo superfluo; y como don Román entendía que la música es el mejor compañero en la soledad, y no desconocía que una joven acostumbrada al ruido de la ciudad había de echarle de menos en el aislamiento de su aldea, sabiendo que Magdalena, por su consejo, había aprendido a tocar el piano, llevó uno a Coteruco cuando su hija, sin cumplir los quince años, volvió a su lado poseyendo cuantas prendas se necesitan para encargarse del gobierno de una casa.

Por cierto que la primera vez que sonó el instrumento en aquella patriarcal aldea bajo los ágiles dedos de Magdalena, produjo un alboroto en el vecindario. Acercáronse de puntillas a la sala los asombrados tertulianos de la cocina, en cuanto le oyeron, y al otro día no se habló de otra cosa en Coteruco.

-Pues ello -decían los que habían visto y oído el portento por la noche, respondiendo a los que les pedían informes sobre el caso-, es a manera de órgano: primeramente, un cajón muy grande y muy reluciente, onde paece ser que está metida la música; dispués una delantera, como la tabluca de un vasar; y allí, con los deos, tecleo arriba y tecleo abajo... Y lo demás ello suena de por sí.

Desde entonces se llamó en el pueblo a la hija de don Román, la Organista.

Por lo demás, nunca pasó Magdalena de ser una muchacha como todas las de su edad y de su educación: alegre a ratos, a ratos no tan alegre; bastante afecta a su pueblo, pero no tanto que no hubiera oído con mucho gusto de los labios de don Román la noticia de que pensaba trasladar sus penates a la ciudad; piadosa sin gazmoñería, caritativa sin tasa, creyente a puño cerrado; de alma sencilla y recta, sin dudas ni lobregueces racionalistas ni otras inverosimilitudes de culta marimacho; más dada a la amena literatura que a meterse en nebulosas metafísicas, cuando se trataba de recrear el ánimo; un poco desigual de letra, algo peor de ortografía, y amante de su padre hasta donde puede serio la mejor de las hijas; pero sin haber contraído compromiso formal de no separarse de él cuando un buen mozo, con las demás condiciones apetecibles, entrase por el corral a pedir su mano en toda regla.

Tomándolo por barruntos de semejante cosa, Narda se empeñaba aquella noche en que Magdalena andaba pensativa y cavilosa desde meses atrás; pero la doncella lo negaba, y para afirmar la una y para negar la otra, aprovechábanse los momentos en que la mocetona cabeceaba. Al cabo la abatió el sueño por entero, cruzáronse, desmayadas, sus manos sobre el regazo, desplomóse su cabeza sobre el pecho, comenzaron los ronquidos, y dijo Narda a la doncella, sin perder de vista a la durmiente:

-Desengáñate, Magdalena: los años son grandes maestros; yo tengo algunos sobre mi vida, y me han enseñado mucho. ¡Lo que a mí se me escape!...

-¡Y dale con el tema! -replicó Magdalena, no tan enfadada como quizás hubiera querido ponerse. -¿No te he dicho cien veces que nada nuevo me pasa?

-Pero como yo no lo creo...

-¿Y tengo yo la culpa de que seas necia, y porfiada, y aprensiva?

-Pero como no soy aprensiva, lo que resulta es que no soy necia ni porfiada, y que tú te recatas de mí... Y que eso no está bien hecho. Mira, hija mía, lo que más cuesta ocultar es el sentir del corazón; y el tuyo, créeme, te vende muy a menudo.

-¿En dónde?... ¿Cuándo?... -preguntó Magdalena visiblemente alarmada.

-¿En dónde?... En la iglesia. ¿Cuándo? Todos los domingos.

Al oír esto, pintáronse de subido carmín las mejillas de Magdalena, y en vano volvió la cara a la sombra, y hasta quiso hundirla en el pañuelo que bordaba.

-¿Lo ves?... -insistió Narda inexorable. -Pues lo mismo que esas rosas ahora, te salen a la cara los pensamientos a cada instante. Escúchame. De meses acá, reparo, cuando estoy en misa junto a ti, que hay en la iglesia un santo de carne y hueso a quien tienes más devoción que a los del altar.

-¡Narda!

-Sí, hija mía: es un galán, forastero por más señas, que ha dado en la flor de venir a Coteruco a oír misa, acaso por devoción también a alguna otra imagen en cuerpo y alma...

-¡Tienes unas ocurrencias!...

-Mejor ha sido la tuya... Y cuando ese galán te mira, parece que te roba los ojos que tienes puestos en el devocionario, y te los va levantando poco a poco hasta que se clavan en los suyos.

-¡Qué aprensiones!

-¿Aprensiones, eh? Y después, cuando sales, te espera enfrente de la puerta, y sigue mirándote... Y hasta te saluda, y tú también le miras... ¡y hasta te sonríes, mujer!

-Narda... ¡yo no hago esas cosas!

-¡Miren la escrupulosilla!... ¡Ni aunque el caso fuera mancha de pecado mortal... Lo haces, Magdalena, y bien hecho está, ¡qué diantre! que, después de todo, el mozo no es costal de alubias. ¡Vaya si es galán y bien portado! Pues en cuanto a bien nacido...

-¿Todo eso sabes, Narda? -exclamó Magdalena riéndose.

-¿No he de saberlo, hija mía?... Y mucho más.

-Pues ya sabes más que yo.

-Bien pudiera ser así, que a tiempo y con pulso tomé lenguas de lo que era menester.

-¿Y qué supiste, Narda?

-¡Hola! ¿pícate la curiosidad? Pues ¿por qué te roe ese gusano, si no hay nada de lo dicho?

-Por admirar el arte con que vas haciendo una montaña de lo que ni siquiera es grano de arena.

-¡Ay! si mío fuera ese grano, y de oro fino además, ¡qué buenas Indias tuviera yo!

Esto dicho, miró Narda a Sebia.

-Hace rato que duerme: no te cuides de ella, -dijo Magdalena adivinando la intención de Narda; a lo que añadió ésta con mucho retintín:

-¡Vaya, que en todo estás!... ¡Buen grano en ese para mi montaña!

-¡Maliciosa!

-¡Cicatera!... Merecías que no te lo contara.

-Si tanto lo encareces, cállalo, Narda; que al cabo, nada me va en ello.

-¿De veras?... Pues en castigo de tu disimulo, voy a aburrirte con la noticia. ¿Sabes a Sotorriva?

-Nunca allá estuve; pero sé que es el último pueblo del valle, de la parte acá del río.

-Así es. Pues en Sotorriva hay un caballero muy pudiente, cristiano viejo y más noblajón que el Cid. Ese caballero se llama don Lázaro de la Gerra, y tiene un hijo, fuerte como un roble, derecho como un huso, suelto como un corzo, fino como la seda, más galán que don Gaiferos, de hablar más dulce que un romance, y más listo que la pimienta; corrió muchas tierras y estudió en muchos libros; un año ha que tornó al valle... Y siete meses que oye misa en Coteruco. Llámase don Álvaro, y lo demás lo sabes tú mejor que yo... ¿Aburrióte la noticia, Magdalena? ¡Por Dios que cualquiera juraría lo contrario, al ver cómo se te fruncen los soles de la cara y se te ahondan los hoyuelos de las mejillas!

Y era verdad que Magdalena sonreía con más expresión que de costumbre, y, olvidada de su labor, no apartaba sus ojos de los de Narda, mientras ésta le daba los prometidos informes. Hubo unos instantes de silencio; y dijo luego Magdalena, trocando su sonrisa en expresión de alarma:

-¿Sabes qué pienso, Narda?

-Mejor es que me lo digas, para que yo no me equivoque también en el supuesto.

-Pues pienso si a mi padre le habrá entrado la misma aprensión que a ti.

-¿Todavía las aprensiones?... Tu padre, Magdalena, oye misa muy delante de nosotras, y tiene su devoción sobrado arraigo para que se la roben miradillas de enamorados. Pero ya que a tu padre traes a cuento, bueno es que no olvides lo que le debes... quiero decir, que no vayas muy allá en esos amoríos sin su consentimiento; no es hurón ni asombradizo, ni se apartará nunca de lo que sea regular... y, sobre todo, es tu padre, y a más, honrado y caballero, y te tiene en las niñas de sus ojos.

-Sano es el consejo, como tuyo, Narda; pero, créeme, no le necesito por ahora.

-¡Por vida de los fingimientos!... Pues mira, Magdalena -añadió la cariñosa Narda, hondamente resentida del tenaz disimulo de la doncella, -quien así niega la verdad a quien diera la vida por ahorrarle una pena, no va con la ley de Dios. Eso es mentir, y mentir sin necesidad, que es la única mentira que no tiene perdón.

-No te enfades, Narda, ni te resientas -repuso Magdalena, mirando con ternura a la buena mujer, -y ponte en lo justo. Aunque todo eso que tú has visto lo hubiera visto yo también, ¿qué es, en substancia, para darlo visos de formalidad? ¿Qué proyectos he de alzar sobre ello, que no sean temerarios y hasta reprensibles a tus mismos ojos? Que un joven forastero oiga misa en este pueblo; que alguna vez me mire en la iglesia o al salir de ella; que la curiosidad... o la simpatía, me arrastre a mirarle también de vez en cuando; que por cortesía se descubra delante de mí, y que por atención le devuelva yo el saludo...¿qué vale todo esto?

-Eso, de por sí, ya es algo, Magdalena, porque hay muchos modos de mirar y hasta de quitarse el sombrero; pero aunque nada fuera, para llegar a ello se ha pasado por otra cosa; y eso es lo que yo no sé.

-Pues vas a saberlo ahora mismo, Narda, para que no vuelvas a tomar por disimulo lo que es prueba de cordura.

En esto, Sebia, como buque en marejada, después de haber estado largo rato balanceándose de medio arriba, pegó una arremetida hacia adelante, faltóle apoyo y dio con las manos en la ceniza del brasero.

-¡Malos demónchicos! pa el sueño, que no me deja en paz esta noche! -murmuró, incorporándose y recogiendo del suelo la media y el ovillo de algodón azul. -Dígote que si no me agarro a la ceniza, meto los bocicos en la lumbre.

-Merecido lo tenías, ¡marmotona! -díjole Narda con ira, no sé si porque la moza había interrumpido el diálogo en lo más interesante, o por lo que aparentaba, mientras Magdalena se reía del lance como una chiquilla.

Lo que digo yo -replicó Sebia, -es que si esta noche se hubieran leído historias, o nos hubiera tecleao el peano la señora, o usté nos hubiera relatao romances, como otras veces, no me durmiera yo; pero están ahí sin decir jos ni muste las horas del Señor... Siquiera me hubieran tomao la lición de cartilla... -En verdad que para lo que adelantas... No sé cómo no se la acaba la paciencia a la señora. Tres meses hace que andas en el silabario, y todavía dices: s, i... so.

-De modo y manera que naide nace enseñao; y la que nunca las vio más gordas...

En esto dieron las nueve y media en el reló de música, y comenzó el desfile de los tertulianos de la cocina. Cuando salió el último y se trancó la portalada, entró en la sala don Román seguido de tres mocetones, sus criados de labranza.

-¿Estáis prontas? -preguntó.

-Cuando usted quiera, -respondió su hija levantándose, en lo que la imitaron las criadas.

Tomó cada cual su rosario, sacándole unos del bolsillo y quitándosele otros, como los criados, del pescuezo; hincóse de rodillas don Román junto al sofá, delante de la Purísima; arrodilláronse también los demás; y amos y criados confundidos en un solo grupo, en la pieza más respetada de la casa, diose comienzo a ese piadoso ejercicio, tan arraigado todavía, por fortuna, en las costumbres domésticas de la familia montañesa. En concepto de la aprensiva Narda, jamás clavó Magdalena los ojos en la Virgen con más fervor que aquella noche.

Concluido el rosario, como en casa de don Román se cenaba al anochecer, cada cual se retiró a su habitación; no sin haber apagado antes la cuidadosa Narda la lumbre de la cocina y las ascuas del brasero, y puesto en manos de su amo un farol, limpio y brillante como la plata.

Alumbrándose con su luz, recorrió don Román toda la casa; bajó a las cuadras, por si había en ellas alguna res suelta o enredada en sus peales; cercioróse de que estaba bien cerrada la portalada; soltó el mastín, que ya le esperaba amarrado a la cadena en su garita, y dejóle dueño del corral, como fiel centinela, no por miedo a sus vecinos, ni quizá a los pocos mal afamados del valle, sino por seguir una costumbre inveterada en él, hija probablemente de ese inexplicable temor que infunde, con sus sombras impenetrables y sus extraños rumores, un monte cercano.

Terminada su ronda, volvió a casa, encerróse en su cuarto, rezó sus oraciones y se acostó, durmiéndose al punto, pues nunca niega sus beneficios el sueño reparador a quien se tiende en el lecho sin dudas en la mente ni espinas en la conciencia.