Don Carlos de Borbón, Duque de Madrid (Semblanza)
No ha cumplido los sesenta años y hace más de un tercio de siglo que llena el mundo con los ecos de su nombre. Los hombres que han vivido sus grandes hechos le creen en la decrepitud; y los jóvenes que gozaron con la lectura de sus arrestos y hazañas memorables tiénenle por héroe de la leyenda: pero en todos cristaliza la admiración por este guerrero ilustre, que levantó á todo un pueblo de héroes y mártires deseosos de sellar con su sangre el amor á una bandera sacrosanta, emblema de las tradiciones patrias, y al invicto caudillo que la tremolaba.
Pasó su juventud en los campos de batalla, organizando y dirigiendo ejércitos de voluntarios que le seguían con fe ciega; y cuando azares de la guerra le obligaron á dejar su idolatrada España, viajó mucho y viajó siempre, para aturdirse y mitigar la gran pena que sentía, y después de haber recorrido el mundo, que le pareció pequeño, fué á sepultarse con sus infortunios en la perla del Adriático, la hermosa y poética Venecia, la ciudad sin par en el mundo.
Y allí sigue, y allí ve pasar los días y los años; y desde su palacio del Gran Canal se enteró con dolor de las defecciones de unos pocos que parecían leales, y ha comprobado también la firmeza y la constancia de toda una legión de creyentes que resistieron valientemente los halagos y las tentaciones del vellocino de oro, prefiriendo una vida de privaciones y de sufrimientos á cambio de merecer que pudiera decirse de ellos y esculpirse luego en su tumba que fueron modelos de lealtad.
Y en el Palacio Loredán vive Don Carlos de Borbón, sin impaciencias ni desmayos, aguardando la hora de Dios. Y mientras este ilustre campeón del Catolicismo, tan personalmente querido de los Soberanos Pontífices, continúe siendo el Jefe incorruptible de un pueblo indomable y bueno, seguirá asegurado el porvenir de la España católica y tradicional, contra la que no han de prevalecer las tenebrosas locuras de los odios sectarios. El triunfo definitivo está en manos de Dios, pero mientras llega la victoria por caminos que nosotros ignoramos, la Comunión tradicionalista no dejará de seguir prestando este inmenso servicio á su patria.
De aventajadísima estatura y muy corpulento, lleva el señor Duque de Madrid en toda su persona un gran sello de majestad bondadosa. El cabello negro y lacio, que no conoce todavía la nieve de las canas, y la fina barba gris, abundosa, larga y rizada, encuadran una fisonomía sobremanera aristocrática, con expresión triste y resignada, que despierta verdadero cariño é infinita ternura.
Nunca ríe. Espíritu concentrado y reflexivo, habla poco, y sus palabras salen de sus labios con gran corrección, sin atropellarse, y con acentos de timbre delicioso. Se expresa correctamente en castellano, francés, italiano, inglés y alemán y conoce las obras maestras escritas en estos idiomas.
Sus juicios acerca de las personas y las cosas son breves y precisos, nunca vacilantes, como de persona de espíritu y voluntad rectilíneos, que sabe siempre á do vá y vá directamente á donde quiere. Pero en toda ocasión se expresa con gran dulzura y tranquilidad, siguiendo al pie de la letra el «suaviter in modo, fortiter in re», de los hijos del Lacio.
Y así se desprenden de su trato suavidades exquisitas de gran señor y de hombre bueno, que dan á todos sus actos un ambiente de tan superior atracción, que seguramente, de haber reinado, hubiese merecido de sus contemporáneos y de la Historia el calificativo de «Carlos el Bueno.»
Y este varón piadosísimo, todo dulzura, amado con delirio por un gran pueblo y odiado también por muchos, con pasiones africanas.—no en su persona, sino en sus principios—ha sido siempre sañudamente combatido en el libelo pornográfico y en la caricatura indecente, por gentes mercenarias ó sectarias que nunca le conocieron y que llegaron á presentarle como un mónstruo de infamias, merecedor de tormentos dantescos.
¡Cuánto y cuanto ha sufrido el pobre desterrado en la soledad del Gran Canal y lejos de sus fieles, y cuántas y cuán amargas fueron las pruebas de toda clase que le mandó Dios para aquilatar el temple de su alma superior!
Y allí, en el silencio del Palacio Loredan, en la poética monotonía de los canales y lagunas venecianos, vive una vida sin igual, dulce y tranquila, atento á la marcha de un gran partido, admiración del mundo; y encerrado en su impoderable Cuarto de Banderas, que es para El un santuario y una tumba, evoca los manes de aquellos héroes que dejaron tantos recuerdos sellados con su sangre; y al pasar revista á tanta reliquia veneranda que hace revivir a quienes se llamaron Zumalacárregui, Ortega, Ollo, Radica, Eguia, Dorregaray, Lizárraga, Valdespina, Tristany, Francesch, Castells, y tantos otros nombres queridos, parece como si conversara con ellos, y dulce y tranquilamente pero saliéndosele el corazón por la boca, vá recordando las proezas, los grandes triunfos y los sufrimientos de aquellos preclaros varones, inmortalizados con hechos legendarios en las páginas de la Historia, y con recuerdos vivientes en aquel Cuarto de Banderas, que inspira recogimientos de templo, curiosidades de museo y sentimientos de relicario.
Temperamento fogoso y acometedor, no ha visto pasar en vano los años; y sus múltiples y transcendentales documentos políticos son una muestra preciosa de las lecciones recibidas en el comercio con el mundo del cual se ha valido Dios para engrandecer á este politico excelso, pues como dice Bossuet, no sólo instruyen los discursos y las palabras si que tambien los hechos y los ejemplos.
La grandisima figura de Don Carlos de Borbón, en los siglos XIX y XX, y los hechos legendarios llenaron toda una época; su ostracismo en Venecia, y la resignación santa con que ha soportado tantos infortunios y desgracias, han de ir creciendo con los años en el concepto público hasta convertirse en una leyenda que será la admiración y el asombro de los pueblos venideros.
Y esos pueblos y esas naciones, cuando deseen un superior modelo de referencia para enaltecer y honrar á sus caudillos, á sus principes y á sus reyes, señalaban la gigantesca figura de Don Carlos de Borbón y Austria de Este como símbolo de todo lo bueno, noble y grande.
J. de Font y de Boter
Fuente
editar- Pérez de Rada, Íñigo: Banderas del Palacio de Loredán. El legendario Museo que Carlos VII de Borbón formó en Venecia; página 214.