VII

Julia partió para P..., sintiendo redoblada cólera contra su marido; pero esta vez era por un motivo bastante ligero. Había cogido para ir al castillo del duque H*** la carretela nueva, dejando a su mujer otro coche que, según el cochero, estaba necesitado de reparaciones.

Durante el camino, Julia, se aprestaba para contar su aventura a la señora Lambert. A pesar de su disgusto, no era insensible a la satisfacción que da a todo narrador una historia bien contada, y se preparaba a su relato, buscando exordios y comenzando ya de una manera, ya de otra. Al cabo de estos ejercicios, vino a resultar que vió las enormidades de su marido en todos sus aspectos y que su resentimiento se acrecentó proporcionalmente.

Como todos saben, hay más de cuatro leguas de París a P..., y por larga que fuese la requisitoria de la señora de Chaverny, concíbese que es imposible, aun al odio más envenenado, dar vueltas a la misma idea durante cuatro leguas seguidas. A los sentimientos violentos que le inspiraban los agravios de su marido, venían a juntarse recuerdos dulces y melancólicos, por esa extraña facultad del pensamiento humano, que asocia a menudo una imagen sonriente a una sensación penosa.

El aire puro y vivo, el sol espléndido, los rostros tranquilos de los transeuntes, contribuían también a sacarle de sus reflexiones rencorosas.

Recordó las escenas de su infancia y los días en que iba a pasearse por el campo con amiguitas de su edad. Veía de nuevo a sus compañeras del convento; asistía a sus juegos, a sus comidas. Se explicaba las confidencias misteriosas que había sorprendido a las mayores, y no podía menos de sonreir, pensando en los cien pequeños detalles que revelan tan pronto el instinto de coquetería en las mujeres.

Después se representaba su entrada en sociedad. Bailaba de nuevo en los bailes más brillantes que había visto en el año que siguió a su salida del convento. Los otros bailes los había olvidado; pronto se siente hastío; pero estos bailes le trajeron a la memoria a su marido.

—Qué loca estaba!—se dijo—. ¿Cómo no me di cuenta, a primera vista, de que sería desdichada con él?

Todos los absurdos, todas las tonterías de novio que el pobre Chaverny le dirigía con tanto aplomo un mes antes de la boda, todo esto se hallaba anotado, registrado cuidadosamente en su memoria. Al mismo tiempo, no podía menos de pensar en los numerosos admiradores que su boda había reducido a la desesperación, y que no habían par eso dejado de casarse o consolarse de otro modo, pocos meses después.

—¿Habría sido feliz con otro?—se preguntó—.

A... es francamente un tonto; pero no es ofensivo, y Amelia lo gobierna a su antojo. Siempre se puede vivir con un marido que obedece. B... tiene queridas, y su mujer es tan bondadosa que se aflige.

Pero no tiene más que miramientos para ella, y..es lo único que yo pediría El joven conde C..., que siempre está leyendo libelos políticos y que se prepara con tanto afán para ser un día un buen diputado, ¿acaso resultar'a un buen marido? Sf; pero todos estos individ os son fastidiosos, feos, tontos...

Pasando así revista a todos los jóvenes que había conocido de soltera, presentóse por segunda vez a su memoria el nombre de Darcy.

Darcy era en otro tiempo, dentro de la sociedad de la señora de Lussan, un personaje sin trascendencia; es decir, se sabía..., las mamás sabían, que su fortuna no le permitía pensar en sus hijas.

Para ellas, nada había en él que pudiese trastornar las jóvenes cabecitas. Por lo demás, tenía reputación de hombre galante. Algo misántropo y cáustico, se complacía mucho, si se hallaba solo en medio de un círculo de muchachas, en burlarse de las ridiculeces y pretensiones de los demás jóvenes. Cuando hablaba bajo con alguna señorita, las madres no se alarmnaban, porque sus hijas reían a carcajadas, y las madres de las que tenían hermosa dentadura llegaban hasta decir que Darcy era muy amable.

La conformidad de gustos y el temor recíproco de su ingenio maldiciente habían aproximado a Julia y Darcy. Después de algunas escaramuzas, habían establecido un tratado de paz, una alianza ofensiva y defensiva; se respetaban mutuamente y estaban siempre unidos para compartir el pellejo de sus amistades.

Una noche, suplicaron a Julia que cantase no sé qué trozo. Ella tenía una hermosa voz y lo sabía.

Al acercarse al piano miró, antes de cantar, a las mujeres con aire un poco orgulloso, como si quisiera desafiarlas. Pero aconteció que precisamente aquella noche, por indisposición o por desdichada fatalidad, estaba privada de casi todos sus recursos. La primera nota que salió de aquella garganta, ordinariamente tan melodiosa, resultó decididamente falsa. Julia se azoró, no cantó nada a derechas y equivocó todos los matices. Toda confusa, pronta a romper a llorar, la pobre Julia abandonó e: piano, y al volver a su sitio, no pudo menos de mirar la alegría maligna que disimulaban mal sus compañeras, viendo humillado su orgullo. Los hombres mismos parecían contener con trabajo una sonrisa burlona. Bajó los ojos de vergüenza y cólera, y estuvo algún tiempo sin osar levantarlos. Cuando alzó la cabeza, el primer rostro amigo con que tropezó fué el de Darcy. Estaba pálido, y en sus ojos brillaban lágrimas. Parecía más conmovido de su fracaso que ella misma.

Me quiere!—pensó—. ¡Me quiere de verdad!

Por la noche no pudo pegar los cjos, y el rostro triste de Darcy, aparecía siempre a su vista. Durante dos días no pensó más que en él y en la pasión secreta que debía alimentar por ella. La novela iba avanzando, cuando la señora de Lussan encontró una tarjeta de Darcy con estas dos letras: S. D.

—¿Adónde se va el señor Darcy?—preguntó Julia a un joven que le conocía.

—Adónde? ¿No lo sabe usted? A Constantinopla; sale esta noche en la diligencia.

¡No me quiere!—pensó ella.

Ocho días después, Darcy había sido olvidado.

Por su parte, Darcy, que era entonces bastante sentimental, estuvo ocho meses sin olvidar a Julia. Para disculpar a ésta, es preciso considerar que Darcy vivía en medio de los bárbaros, mientras que Julia estaba en París, rodeada de homenajes y distracciones.

De cualquier modo, seis o siete años después de su separación, Julia en su coche, por el camino de P..., recordaba la expresión melancólica de Darcy el día en que cantó tan mal, y, si hay que confesarlo, pensó en el amor probable que él entonces sentía por ella, y acaso también en los sentimientos que podría conservar todavía. Todo esto le preocupó con bastante viveza durante media legua. Después, fué Darcy olvidado por tercera vez.