Doña Milagros: 18
Capítulo XVII
A la salida de uno de los sermones cuaresmales en San Efrén, Zoe Martínez Orante, cruzando sobre el púdico seno las puntas del manto de granadina, rojo ya por el uso, le susurró a Regaladita Sanz (que iba como siempre muy atildada y peripuesta, de gabán de terciopelo negro y velo-toquilla bien prendido con agujones de azabache), la siguiente estupenda noticia:
-Se va el Padre Incienso.
La sorpresa de Regaladita fue tal, que a poco se la cae de las manos el Áncora de Salvación y el paraguas de bonito puño cincelado.
-¡Ay! ¡Virgen María! ¡Qué me dice usted! ¡Pero si en Marineda nadie sabe nada!
Una sonrisa de Zoe -sonrisa orgullosa que inmediatamente veló la humildad- pareció decir con significativa ironía:
-Necia, ¿no había de ser yo la primera a saberlo?
-¡Ay, Virgen! -repetía entre tanto Regaladita-. ¡Si me deja usted con un palmo de boca! ¿Es cosa resulta... segura?
Nueva sonrisita ambigua y desdeñosa de la Orante, que gozaba un placer divino al asombrar a la pulcra devota de los salones, siempre atrasada de noticias y siempre pronta a pasmarse por todo, como una simplaina que era.
-Ya, ya; cuando usted lo dice... -murmuró Regaladita- sabido lo tendrá. ¿Y... eso... es... por...?
-Claro que es por esa pícara, Dios me perdone -refunfuñó la bien informada, arrugando el gesto como si la obligasen a beber una copa de vinagre de yema.
-¡Pobrecita! -suspiró tiernamente la Sanz, en quien solían encontrar dulce indulgencia las flaquezas amorosas.
-¡Sí, sí, compadézcala usted! -respondió con bilis la del manto rojizo.
-Como ha estado tan mala, y todavía ni sale de casa ni levanta cabeza...
-¡Ay hija, qué bondad la de usted! Mala habrá sido, para que la visitase el Padre después del sofión y las despachaderas que la dio la última tarde que vino a intentar confesarse con él. Demasiado lo oyó usted y lo oímos todas, cuando la dijo con aquella voz... aquella voz suya... ¡Ya sabe usted! ¡la voz de cuando se enfada de veras! ¡que había dejado de ser su confesor y, que ya no tenían nada que hablar, ni a qué cruzar palabra! A mí nadie me quita de la cabeza que al día siguiente fingió ella la enfermedad para que se ablandase el Padre.
-¡Ay, Corazón de Jesús! No diga usted eso, Zoe, que hasta es pecado... Mire usted que yo sé por la planchadora de la marquesa de Veniales -que la asiste precisamente Napelo, el mismo que vio a la chica por no encontrarse en el pueblo Moragas- que la dieron un horror de sangrías y la aplicaron una infinidad de sanguijuelas... Se puso a morir, con un susto gravísimo.
-Mire usted, ¡estoy por decir que más valdría!... siempre que la cogiese en buena disposición.
-Vamos, hija... eso es fuertecito. Hay que tener caridad. Todos somos pecadores... aunque no tanto, no tanto; digo, al menos yo.
-Ello es que el Padre se nos va -insistió la Orante con acento agorero y fúnebre- por causa de esa mocosa perversa...
-Sí, es lástima que nos quedemos sin el Padre; no nos vamos a acostumbrar, pero... ¿qué se ha de hacer, Zoe? Los Padres Jesuitas, ya sabe usted que siempre andan así, de un lado para otro... Es su instituto. Siento que nos le quiten, porque vale muchísimo el Padre. Qué cosas tan poéticas dijo hoy de la gracia, comparándola a... fuente límpida, ¿de qué?...
-De cristalinas linfas celestiales... Otro así no vuelve por acá, Regaladita. Le digo a usted que no. ¡Si no incurre en la... en la debilidad de confesar polluelas!
-¿Y qué va a suceder si se entera de la marcha del Padre la convaleciente? Hay que encargar que no se lo digan...
-¡Al contrario! -bufó la Orante con saña-. ¡Que comprenda la desgracia que ha causado por casquivana y loca! Cuando llegó a mis oídos que se ausentaba el jesuita, me impresionó más aún que a la indignada Zoe. ¡Noticia humillante! La retirada del buen religioso se debía exclusivamente a mi falta de energía para reprimir las insensateces de Argos. El Padre no podía hacer otra cosa sino apelar a la fuga. Su política tenía necesariamente que ser la del poeta monje:
- «Si prendiere la capa
- huye; que sólo aquel que huye escapa».
Huir, no ya de la tentación, de antemano vencida, sino del escándalo, de la calumnia y de la mofa, es lo único que le restaba a aquel varón prudente y sabio -en vista de mi autoridad paterna era vano hombre-. ¡Qué mengua! ¡Qué idea tan triste llevaría el sacerdote de mí! ¿Y qué iba a ser de mi pobre hija? Dios sabe a qué extremos la arrastraría su funesta obcecación. Dios sabe si la amenazaba una recaída mortal.
Convaleciente, muy débil aún, Argos empezaba a levantarse y a andar un poco por la casa, apoyada en el brazo de alguna de sus hermanas o en el mío. A su edad la naturaleza repone pronto lo gastado; pero Argos había perdido tanta sangre, que su mate palidez se transformaba en amarillez transparente de cera. En cambio sus ojos magníficos lucían como nunca y el sufrimiento y la demacración aumentaban el carácter expresivo de su fisonomía. Lo que empecé a notar con asombro, al poco tiempo, fue su cambio moral. Con la sangre sustraída, parecía haberla sacado también la lanceta del médico parte del alma, el punto donde radicaban sus antiguas manías y delirios. La lanceta y los viboreznos chipones, habían sorbido las calenturas místicas y románticas de Argos. Ni hablaba de ir a la iglesia, ni intentaba practicar devociones, ni velar, ni ayunar, ni enfrascarse en lecturas espirituales, ni dar una puntada en el manto de San José; ni siquiera notó que pasaban domingos y días de fiesta y que no asistía a la misa de precepto. No cabía duda: una crisis profunda modificaba su ser. Hasta llegué a persuadirme de que había perdido la memoria de sus sentimientos anteriores.
Una tarde, a la hora reglamentaria de las visitas en Marineda, se nos presentó en casa Regaladita Sanz, de veinticinco alfileres, alegando como pretexto que deseaba ver a Argos y felicitarla por el restablecimiento de su salud. Sin embargo, no tardé en comprender que a lo que venía la devota era a dar la noticia de la marcha del Padre; y lo hizo con remilgos de gata casera y mimosa, y con suavidades de enfermera de amor y casamentera asidua, acostumbrada tocar sin irritarlas las llagas de los corazones. Pero, ¡oh chasco! ¡oh curiosidad defraudada! Al oír el nombre del Padre Incienso, mi hija ni pestañeó; y al escuchar que partía de Marineda tal vez para siempre, y que acaso le destinasen a las misiones del Asia, la única señal de pena que dio, fueron estas palabras cuerdas, naturales y sencillas:
-¡Ay! ¡Qué contrariedad tan grande! ¡Lo que lo va a sentir Zoe! ¡Y Paciencita Borreguero, que dice que sólo el Padre la entendía! ¡Yo lo siento también mucho, mucho! Dígaselo usted papá, si le ve antes que se vaya.
Ni una sílaba más, ni sombra de alteración en el hermoso y descolorido semblante. Entonces fue cuando me convencí de que mi hija había perdido el hilo de lo pasado. Es imposible fingir así, y ya sabíamos que Argos no descollaba en el disimulo ni en el arte de reprimir sus fogosas sensaciones. No era, no, fingimiento; era que las sanguijuelas, con sus bocas de ventosa viva, la habían extraído de las venas el maldito, el reprobado, el insensato amor. La negra sangre que los dedos de Feíta hicieron escurrir de los abotargados cuerpos de aquellos bichos asquerosos, era ni más ni menos que la nefanda pasión de su infeliz hermana. No en balde suele decirse, cuando un afecto nos subyuga, que lo llevamos en la masa de la sangre. ¡Benditas sanguijuelas! Sentí habérselas restituido al pintorcejo, a quien desde entonces solía encontrarme muy a menudo en la antesala o en la escalera, y a quien siempre saludaba con simpatía y gratitud.
Entre tanto el Padre Incienso dejaba a Marineda y se iba lejos, muy lejos, tal vez con la perspectiva de convertir salvajes en remotas comarcas, de clima insalubre, países donde en los pantanos derraman en el aire la fiebre y el sol abrasa las carnes del misionero; huía expiando faltas que no había cometido, evitando peligros que no existían ya, males que la sabia naturaleza había conjurado y desvanecido con su hálito puro. No de otra suerte, ganada ya la batalla, el soldado que no oyó el toque de alto el fuego sigue batiéndose hasta morir.
Por momentos, Argos se restablecía físicamente también, y, ¡oh vista deliciosa para mis paternales ojos!, renacía en ella la natural afición de las muchachas a acicalarse y componerse. Empezó por demostrar vivo deseo de sustituir con ropa más propia de su edad y estado el informe y feo sayo del hábito del Carmen; y como las demás niñas creían llegada la ocasión de cambiar el luto riguroso por el medio alivio, la casa se convirtió en taller de modista, y todas prepararon galas para salir los días de Semana Santa a los Oficios y a la visita de Estaciones. Doña Milagros nos transmitió el convite de la Generala, comisionada por la Hermana mayor de la Cofradía a fin organizar la procesión de la Soledad, para que mis hijas fuesen alumbrando; y con tal motivo, la generosa andaluza sacó a relucir una completa colección de mantillas de blonda y casco y regaló una a Tula, otra a María Rosa, y la mejor, que era larguísima, a la convaleciente. En vano quise oponerme a tal rasgo de munificencia; me desarmó la alegría de las muchachas, que no cesaban de probar y volver a probar el suntuoso regalo ante el espejo. Clara fue la única que, con su buen sentido práctico acostumbrado, exigió que no la hiciésemos traje, puesto que en mayo, a más tardar, empezaría su noviciado en las Benedictinas.
Cuando el enjambre juvenil se echó a la calle a visitar iglesias, luciendo los trajes majos, de seda negra arrasada, profusamente adornados con cintas, y las mantillas sujetas con unos alfileres de piedras antiguas que habían pertenecido a mi Ilduara, produjo sensación. Halagüeños murmullos de los hombres apostados a la puerta de San Efrén, donde se celebraban los Oficios, saludaron el paso de la gentil cohorte. Un grupo donde se destacaban Baltasar Sobrado, el Abad, Primo Cova, el Jefe de Estado mayor, el Gobernador civil y el hijo de la marquesa de Veniales, exageró las demostraciones de entusiasmo al paso de las muchachas. A la luz del sol, no cabía duda, el triunfo era para Rosa. La frescura deslumbradora de su tez, la gallardía de su talle, la plenitud esbelta de sus formas, la alegría de su cara, el carmín de su boca, la graciosa disposición de su pelo castaño y rizo, el donaire de su andar, hacían de ella una hermosura indiscutible. Parecía efectivamente una rosa sembrada de rocío, o, por mejor decir, era la primavera misma que pasaba dejando un rastro de aromas, armonía y luz. Pero aquella noche, en la procesión de la Soledad, tornó su desquite Argos divina.
Ya he dicho que tal vez el síntoma más claro del restablecimiento moral de mi hija, era la reaparición del instinto de agradar, que casi todos los seres animados sienten en el período de los amores y que en la mujer ha sido desarrollado y reforzado por la educación desde la cuna. Argos había vuelto a mirarse al espejo; Argos ya consagraba largas horas a la magna tarea de desenredar, limpiar y atusar su cabellera; pesada y abundosa y al escoger el atavío con que debía presentarse en público, demostró un interés que me parecería increíble dos meses antes. Asociada con Rosa, consultó figurines, examinó patrones, revolvió muestrarios de flecos y adornos, y al fin se decidió, eligiendo, con el gusto delicado y artístico que solía probar citando se fijaba en cuestiones de modas, una forma sencilla lisa, rasa -hechura princesa-, según dijeron.
La noche del Viernes Santo, poco antes de la hora en que debían reunirse en la sacristía de San Efrén para formar luego el séquito de la Virgen, mis hijas mayores, ayudadas por la solícita comandanta y por las menores, que no cesaban de admirar los estrenos, daban la última mano a su tocado y se contemplaban por turno en espejo que coronaba la consola, sobre la cual habían encendido las bujías de dos candelabros. Dijérase que se preparaban para un baile, cuando realmente iban a acompañar en mi soledad a la Madre del dolor. Lucían los vestidos de seda, y en su cabeza y sobre sus hombros, la clásica mantilla derramaba negras espumas. A todos nos pareció que Rosa estaba, si cabe, más linda que por la mañana; a Argos, en cambio, la encontramos demasiado pálida, y con los ojos tan excesivamente grandes, que se le comían la cara al alumbrarla como diamantes obscuros. Así que se abrocharon los guantes, se enroscaron el rosario en la muñeca, y deslizaron entre la blonda, al lado izquierdo, un ramito chico de violetas tardías, se puso en marcha el escuadrón, capitaneado por doña Milagros, también vestida lujosamente, de un brocado «que se tenía de pie».
Los que quedábamos en casa apagamos todas las luces, echamos la llave, nos bajamos al piso de doña Milagros, y ocupamos inmediatamente las ventanas, a fin de que pasase la procesión sin que la viésemos. Porque a diferencia de las demás procesiones, que se anuncian con estruendo sonoro de músicas militares, redobles de tambor y choque de herrados cascos de caballos sobre las anchas losas del pavimento, esta de la Soledad va tan muda, en silencio tan profundo, que el pueblo la ha bautizado con el expresivo nombre de procesión de los calladitos. Diríase que un tierno respeto a la desolación y al abandono de la Virgen, un recelo de turbar mi triste ensimismamiento, han presidido a la idea de esta procesión bella y singular, que es -a su manera- obra de arte.
Abrimos las vidrieras. Tibio céfiro de abril abanicaba dulcemente las cortinas: la noche había cerrado por completo; en el cielo despejado y alto, las estrellas titilaban, la gente se agolpaba ya en la plaza, y en la bocacalle más próxima, la del Canal, se arremolinaba un grupo de hombres, figuras conocidas -el elemento joven y galán de la población-. Era la presencia de este grupo señal infalible de que la procesión se aproximaba, pues los caballeretes que lo componían se las ingeniaban siempre para situarse en las bocacalles, esperando el desfile de las devotas que alumbran a la Virgen, con objeto de decirlas al oído, o como se pudiese, todo lo que sugiere a un español, en una noche de primavera, la vista de mujeres jóvenes, bien parecidas, graves, serias, de negro, con mantilla y un cirio en la mano.
La procesión, formada en la iglesia de San Efrén y habiendo dado la vuelta a la Capitanía general, bajaba ya la cuesta del marisco, y un susurro de la gente mirona anunciaba que se la sentía venir, que llegaba. En efecto, no tardamos en divisar las movedizas líneas paralelas de las luces de los cirios. La doble hilera de mujeres -porque en la procesión de la Soledad no alumbra ningún hombre- avanzaba despacio, solemnemente, con acompasado y rítmico andar. Venían las primeras las hermanas de las cofradías de los Dolores, la Soledad y la Orden Tercera: gente humilde y artesana, llena de fe, vestida de hábito o de lana gruesa, con el escapulario muy a la vista, descollando sobre la espalda y el pecho. A estas devotas -entre las cuales se contaban muchas encorvadas vejezuelas, muchas mozas de rostro feo y vulgar- los grupos de las bocacalles nada las decían, o las despachaban con burletas irónicas y mordaces, con ronquidos de fingida codicia voluptuosa. El tiroteo empezaba al primer traje de seda, a la primer mantilla garbosamente prendida y llevada. Estas se habían replegado a retaguardia, muy cerca de la Virgen y alrededor de la Generala, que presidía la procesión; y eran todas o casi todas las señoras de algún viso de Marineda, las que no tenían el marido republicano intransigente y poseían un pinto de gro y un rebozo de encaje. Fantástica impresión producía el verlas avanzar sosteniendo el cirio con la mano enguantada, y divisar los rostros iluminados por aquella luz intermitente, que arrancaba a veces mi destello al broche de diamantes con que se sujetaba la mantilla o descubría de improviso la blancura de una garganta, el rosicler de una boca, el coquetón y estrecho calzado que aprisionaba un pie diminuto.
Ya, a lo lejos, erguida en el aire, oscilando ligeramente -no más de lo preciso para dar a su misteriosa figura apariencia de vida real-, se divisaba la venerada efigie, la Virgen del Dolor. Luengos lutos negros, arrastrando y rebosando de las andas, envolvían a la Madre de Cristo. Una sola espada, aguda y reluciente, se hincaba en su afligido corazón. Sobre el pecho se cruzaban sus manos delicadas y amarillas, como reprimiendo la ola de lágrimas que quería desbordarse. Era conmovedora aquella imagen pobremente vestida, sin adornos, sin bordados, sin joyas, sin más que dos gotas de llanto que al desprenderse de los ojos brillaban sobre la surcada mejilla. El silencio absoluto hacía más extraña la aparición, más temerosa la doble fila de enlutadas mujeres por cima las cuales se cernía otra mujer, llorando, con el corazón partido. Sin duda el efecto de la procesión consistía en que mientras las mujeres vivas, por su mutismo y su compostura, parecían imágenes, la imagen, vestida como las que la escoltaban, parecía mujer de carne y hueso.
Baboso a fuer de papá, lo que yo miraba de la procesión eran mis hijas. Al fin las divisé: me las anunció un rumor de muchedumbre, un anhelante y tempestuoso arrechucho de los hombres apostados en las bocacalles. Creí al pronto que la marejada la causaba Rosa, que en verdad venía hermosísima, con su traje de seda de volantitos, su corpiño de terciopelo negro, y su mantilla de casco, de terciopelo picado también. Poco tardé en notar que a quien aclamaban, digámoslo así, no era a Rosa, sino a Argos que la seguía. Yo mismo no pude reprimir una exclamación de sorpresa. Argos era la viva reproducción, la copia fiel, pero animada, pestañeando, de la efigie de la Soledad.
Con su traje liso; cubierta la cabeza por la mantilla larguísima, casi sin prender y que descendía hasta el borde de la falda de cola; blanca como el cirio que empuñaba, y con los incomparables ojos, no bajos, sino alzados hacia la Virgen, Argos tenía en su belleza ese tinte sobrehumano que da la expresión, y que es resplandor de alma, triunfadora del color, de las líneas, del elemento plástico en suma. Siempre habíamos advertido en Argos notable semejanza con las esculturas religiosas; pero en aquel momento, envuelta en la blonda pesada y castiza que sobre sus hombros y alrededor de su talle formaba estatuarios pliegues, con la diadema de sobra del cabello que encuadraba su rostro afinado por la anemia, dificultó que pudiese artista alguno encontrar modelo más admirable para una de esas caras en que el transporte místico sublima la humana aflicción. En el teatro, representando un drama, con aquella actitud y aquel rostro. Argos hubiese arrebatado a los espectadores, en la procesión arrebataba a la gente, no sólo a los grupos de señoritos, sino a la muchedumbre, al pueblo apiñado para verla, y que la saludaba con frases de entusiasmo, con requiebros en alta voz, francos, brutales.
-¡Ahí va lo bueno!
-Nunca Dios me diera, ¡qué señorita!
-¡Qué cara de cera!
-¡Parece propiamente la Virgen!
-¡Vaya unos ojos! Alumbran más ellos que las velas de esas beatonas mandilonas.
-¡Esta sí que es moza, esta sí!
-Hay que rezarle -exclamó un marinero.
-Podía ir en las andas figurando a Nuestra Señora -recalcaba una cigarrera.
Bajo este diluvio de piropos, Argos caminaba indiferente al parecer. Se podría jurar que no escuchaba. Y sin embargo, no perdía mi acento, ni una sílaba. Bebía calladamente la admiración, y su alma se impregnaba de ella como se impregna la piel de un perfume insidioso y grato. Al llegar a casa, antes de quitarse la mantilla, volvió a mirarse al espejo; se contempló mucho tiempo, un cuarto de hora, reprimiendo la sonrisa que intentaba asomar...
Al otro día, Sábado de Gloria, aún no bien se echaron a vuelo las campanas, la que yo temía sepultada otra vez en delirios místicos corrió al piano, levantó impetuosamente la tapa, hizo vibrar el teclado con acordes lánguidos y melodiosos, y soltando su voz de contralto, timbrada por la pasión, entonó la profanísima serenata de Gounod, Víctor Hugo. ¡Cómo cantaba! ¡Qué manera de acentuar ciertos pasajes; qué fuego, qué arrullos! ¡Aleluya! ¡La mujer ha resucitado!... ¿Será para bien? ¡Argos, Argos divina! Volcán en ignición, veleta siempre sacudida por desencadenados vientos... ¡Dios te tenga de su mano!