Doña Milagros: 14
Capítulo XIII
¡Oh Dios, autor nuestro; Dios que sacaste de la nada esta hermosa bola verde-mar y color de chocolate, que gira por el espacio azul llevando en su seno tantas maravillas de la naturaleza, de la civilización, del arte y de la industria! ¡Oh Dios, que cuentas entre tus atributos la universal presciencia y la suprema sabiduría; Dios, que todo lo haces con número, medida y peso; Dios, que enlazas a la causa el efecto y derivas el fenómeno del noúmeno; Dios, que sólo puedes tener por divisa la armonía y la lógica inflexible; Dios, que te propusiste un plan, y en ese plan simbolizaste la razón suma...! ¿Por qué dividiste a la humanidad en dos sexos?
¡Te hubiese sido tan fácil, Señor, al formar al ser humano, constituirle de suerte que no se encontrase descabalado y solo, y no le apremiase sin cesar el impulso de reunirse con la otra mitad de la naranja, a riesgo de tropezar en vez de medio fruto dorado y deleitable, media venenosa poma! Este estímulo: esta sed, menos material que psicológica; este desasosiego, esta inquietud, estas rabias y dolores que nos atarazan el espíritu, ¿por qué, Señor, por que nos las impusiste a nosotros, efímeras criaturas de una hora, destinadas ya a tantos sufrimientos? ¿Por qué condenaste al amor a los que ya estaban condenados al trabajo y a morir?
Todavía, Señor, comprende mi flaca inteligencia que esa ley amorosa nos obligue durante el período indispensable para que no se extinga la especie humana: todavía me avengo, de buen grado, a que por instantes se alborote y escalabrine el barro vil de nuestro cuerpo; pero el alma, Señor; la porción inmaterial y purísima, que guarda en sí la centella divina de su origen, ¿no valdría más que se mantuviese libre y tranquila, en plácido sosiego, dedicada sólo a contemplarte, a admirar tu grandeza y a esperar el momento en que Tú la recojas?
¡Porque en efecto, Señor, para los fines de la conservación de nuestra especie, corto tiempo bastaría; y los que han llenado -tal vez con exceso- el deber de impedir la extinción de la raza humana -verbigracia yo- deberían -así como al jornalero se le otorga descanso cuando ha cumplido su tarea- encontrar el reposo y la calma del corazón y de las potencias, y dominar con serena sonrisa la lucha de las pasiones!
¡Lo has querido así, Señor... y sin comprender tu voluntad, la respeto! Has dispuesto que, atraídos sin cesar por el sexo contrario, sin cesar también, si hemos de acatar tus leyes, lo evitemos, lo huyamos, elevemos barreras entre él y nosotros. Y procuramos hacerlo para servirte. Pero tómalo en cuenta, Señor... porque si es fácil, sobre todo cuando se han calmado los hervores de la mocedad, huir de un cuerpo que la ilusión nos representa divino... ¡es casi imposible apartarse de un alma en quien teníamos cifrada nuestra espiritual delicia!
Si hubiesen podido tomar forma mis atropellados pensamientos -al volver de la Sociedad de Amigos llevado del brazo por Mauro Pareja-, creo que sería muy análoga a la de los párrafos anteriores. Bajo la impresión de la bochornosa nueva; en medio del dolor que me aplanaba y casi me embrutecía, mi imaginación, excitada por acontecimientos recientes, alzaba líricamente su vuelo para preguntar a la Providencia la razón de ser del perpetuo conflicto entre las pícaras mujeres y los bellacos de los hombres. En aquella triste hora de desengaño y vergüenza, creía verlo todo claro: el fundamento de las desconfianzas de mi esposa; su perspicacia al rastrear la condición de la comandanta de Otumba; la razón suficiente de mis defensas y de mis caballarescos arrechuchos; el móvil conducta al confiar mis hijas a doña Milagros; el verdadero carácter de semejante mujer, buena y sencilla en apariencia, en realidad impúdica y torpe como las romanas emperatrices...
Porque, señores, sólo con una emperatriz romana, de las que entronizaban momentáneamente a sus esclavos, se me ocurría comparar a la inicua, a la falsa, a la perversa...
Pensando estoy, lector y juez mío, que al llegar aquí dirás: pues hombre ligero de cascos, mal pensado y tornadizo, ¿cómo das tan fácilmente crédito a la más ofensiva de las imputaciones que contra esa señora se formulan, mientras desdeñabas, con olímpico desdén, otras hipótesis por cierto estilo menos infamantes y aun algo creíbles?
Es muy cierto, y yo también reflexioné sobre esta anomalía, y vine a deducir que, como sucede con todas las cosas del mundo, lo creí... no porque me lo dijesen, sino porque instintivamente ya lo creía antes, desde el mismo día en que doña Milagros me expuso aquella célebre teoría acerca de nuestros primeros padres, y después me llevó a la cocina para enseñarme cómo había encontrado la perla de los servidores...
Mi movimiento de repulsión al notar la arrogante presencia de Vicente; el impulso profanísimo, inesperado, que sentí en la antesala, no habían sido más que avisos, intuiciones de unos celos que aún no se conocían a sí propios. A primera vista yo no había podido definir ni precisar lo que temía, porque me engañaba la desigualdad de condición social entre la señora y el mozo valenciano... Pero, bien mirado, ¿dónde estaba semejante desigualdad? Doña Milagros (bien lo decía Ilduara) pertenecía al pueblo por los cuatro costados. La sobrina de la tomatera de Chipiona no tenía por qué hacer ascos, como no fuese por virtud, al soldado raso, hijo tal vez de algún honrado labriego de la ribera, y no inferior a su ama ni en origen, ni en principios. El mismo encanto de doña Milagros; la simpática espontaneidad, la frescura de sentimientos, la sinceridad, la abnegación, la completa ausencia de esas pretensiones ridículas y mezquinas que afligen a la mesocracia, bien podía poseerlo Vicente, como poseía una belleza noble y varonil que los caballeros ¡ay de mí! le envidiábamos.
Pensando en esto, casi se me saltaban las lágrimas de rabia y despecho. No ha de llamarse celos lo que yo sentía, entonces. Era más bien un remordimiento doble y agudo; el de haber ofendido y abreviado la vida a la buena esposa, el de haber confiado mis hijas a semejante mujer. ¡Ah, todo se acabaría, todo! La ruptura de la amistad sería completa, irremediable y pública; prefería dar, como suele decirse, mi brazo a torcer, reconocer tácitamente que había sido un bolo y vivido en el más risible engaño, a fin de extirpar de una vez aquella mala hierba enraizada ya en mi hogar!
«La extirparé, quien lo duda» -afirmaba entre mí-. Pero al mismo tiempo, cierta vocecilla desalentada y mofadora decía también allá en los últimos pliegues de mi conciencia: «No la extirparás, porque te faltará valor. Tú eres hombre que ha soportado el destino, pero no lo ha dirigido y dominado nunca. Tú tienes de varón sólo la forma: tu espíritu es pasivo, dócil; por el cauce que le abren, se desliza; no sabe rebelarse y arrostrar los obstáculos. Tu política es la política de los aplazamientos y de las contemporizaciones; tu ética, la resignación; en tu niñez sólo aprendiste a sufrir, sólo viste ejemplos de mansedumbre y paciencia; el resorte de tu carácter está roto; no te erguirás; seguirás consintiendo que una mujer liviana haga de madre de tus hijas, y ocupe el lugar de la intachable señora a quien mató...». ¡Porque hasta de asesinar a Ilduara acusaba yo entonces a doña Milagros!
Con tan negras vacilaciones entraba, del brazo del Abad, bajo los soportales de la plaza de Marihernández, paseo muy concurrido en los días de lluvia -aunque por lo general estuviesen más húmedos que la misma plaza-. Mauro Pareja, que me sostenía, preguntome cortésmente:
-¿Se encuentra usted mejor?
-Gracias, mucho mejor fue encuentro... No acostumbro padecer estos vahídos- respondí.
-No es nada: ya lleva usted otro cariz: allá se desencajó usted enteramente; parecía usted un cadáver. Pero, antes que lleguemos a su domicilio de usted, quiero atar el cabo que nos dejamos suelto cuando usted se indispuso. Todo lo que yo le dijese a usted de lo que se glosa en el pueblo respecto a doña Milagros y al asistente buen mozo, sería flor de cantueso al lado de la realidad. Hace años que no había disfrutado Marineda escándalo por el estilo. Sé que corren por ahí unos versos de Primo Cova, que arden en un candil: pimienta fina... Se han sacado de ellos una docena de copias... pero no he podido conseguir ninguna todavía, y eso que me los prometió el condenado... Así que los tenga se los leeré a usted... Y nos reiremos.
Hice el gesto que haría un sentenciado a garrote si al ajustarle el collar le dijese el verdugo una chanza, y el Abad continuó:
-Los detalles son de este género: que Vicente le abrocha las botas y le ajusta el corsé a su ama... En fin, le aseguro a usted que la historia no tiene desperdicio. Yo no sé si a usted le agrada o le contraría que le entere: pero se me figura -y noté en el acento del Abad cierta conmiseración- que estaba en el deber de enterarle. Era cargo de conciencia el permitir que por ser usted la única persona que a estas fechas no veía claro, consintiese que sus lindísimas hijas... Lo demás... ¿qué diantre importa?
-¡Ay amigo mío -murmuré con aflicción-. ¡Eso es más fácil de decir que de hacer! Crea usted que me pone en un conflicto...
-¿Quiere usted un consejo bueno? Se muda usted de casa... ¡y andando!
Excelente encontré el parecer. A los miedosos les es grata y fácil la retirada. Mudarse, sí, mudarse: romper ese nudo sutil y apretado de la vecindad, que estrecha toda relación como irrita toda antipatía suprimir los encuentros en la escalera, las paraditas en el portal, las bajadas y subidas de los niños, el inevitable roce, basta el ruido de muebles que recuerda la proximidad de la persona en quien no quisiéramos pensar... Mudarse, sí: ni había otro arbitrio.
-Tiene usted razón -dije al Abad-: lo único factible es irse bien lejos, a la calle de la Unión de Cantabria... o a la plaza de Compostela... ¿Gusta usted subir a descansar?
Negose cortésmente el Abad, fiel a su sistemática resistencia de solterón empedernido, que no entiende de poner los pies en casa donde hay señoritas casaderas. En este punto, Mauro Pareja era incorruptible, y yo, que lo sabía, no insistí.
En el mismo portal encontré a mi casero Baltasar Sobrado, que se disponía a emprender la ascensión. Nos saludamos cordialmente. Hacía tiempo -desde que él asediaba a doña Milagros en nuestra tertulia- que no nos dirigíamos la palabra el rico viudo y yo. No sé por qué razón, ahora me aproximé a él con un apresuramiento que puede llamarse amistoso. Él me tendió la mano bien enguatada y me dedicó una sonrisa semiprotectora, semiconfidencial, colocándose en la actitud de un hombre que quiere demostrar que no ha dado importancia a los candorosos desplantes de otro; y yo, aprovechando la ocasión favorable, con la precipitación de los que no están seguros de mandar en su voluntad al día siguiente, díjele que había resuelto mudarme: que la casa era muy cara para mí, y que le agradecería me advirtiese si en alguna de las suyas había un piso desalquilado -pues Baltasar poseía en Marineda seis u ocho hermosos inmuebles-. Con gran sorpresa mía, el casero se encogió de hombros, forzó la sonrisa y la amabilidad, y murmuró cogiendo y remirando las solapas de mi gabán, lo mismo que si le interesase mucho su forma y color:
-¡Bah! ya entiendo... La subidita del duro, que no la ha digerido usted, vecino... No, y tiene usted razón: eso fue una tontería del apoderado, que se empeñó en apretar, y apretó donde no debía... Pero le he leído la cartilla, y cuente usted que desde hoy tendrá usted su piso al precio de antes. Y se empapelará también el dormitorio de las niñas. ¡Sólo faltaba! No había de estar con papel sucio y viejo. Las pondremos algo bonito... un fondo perla con ramitos de rosas Pompadour: Hasta he dispuesto que se componga el fogón: si hace humo, lo renovaremos completamente. Estas mejoras y otras de pintura, revoques... etc., ya supondrá usted que las concedo con mucho gusto: todo antes que usted se me vaya. No: lo que es con eso... no se transige, don Benicio: no se transige.
Aturdido y sin saber cómo interpretar tanta atención y afecto, respondí:
-Pero si es que lo... Si es que me convenía...
-No, no le conviene a usted... ¿Qué le va a convenir? Como que le rebajaré no sólo los veinte reales de la subida, sino otros veinte de alquiler... ¿eh? vamos, aunque digamos treinta... Se me figura que así... ¿Pero iba usted a retirarse? ¿Tenía usted mucha prisa? -añadió aquel modelo de casero, cogiéndose campechanamente de mi brazo y llevándome hacia los soportales, por donde comenzamos a pasear deteniéndonos a cada minuto.
-Conmigo -decía Sobrado recargando el tono confianzudo- puede usted hablar francamente. ¡Yo sé bien..., pero muy bien! lo que son ciertas cosas. Un padre tan cargado de familia como usted, pasa a lo mejor la pena negra... y no es que falte con qué vivir, no; ni es tampoco que sea un despilfarrado, ni mucho menos un vicioso. Es que vienen los imprevistos; es que no se puede, teniendo chicas, meterlas debajo de una cazuela; es que hoy el traje, mañana el sombrerillo... el dinero se va, ¡qué sé yo cómo!, sin sentir. Para establecerlas es preciso lucirlas; para lucirlas, adornarlas; para adornarlas, gastar bastante... No salimos bastante de este círculo vicioso. Hoy sus hijas de usted llevan luto; pero no lo han de llevar eternamente; vendrá el paseo, el teatro, el baile; no tendría nada de extraño que usted..., que usted necesitase... por poco tiempo, naturalmente... recurrir... a un... a un amigo... De esto se ve... a cada triquitraque. ¿Porque usted será opuesto a vender?
-¡Opuestísimo! -exclamé con toda la energía de mi alma-. Para mí son sagrados los pedazos de tierra que me transmitieron mis mayores.
-¡Bien, bien! Muy sanas ideas. La propiedad fundada en la tradición, es una base social... de las más sólidas. No venda don Benicio; no venda usted, aunque le ofrezcan el oro y el moro.
-Antes creo que me dejaría morir.
-Y además, pregunto yo: ¿qué necesidad tiene usted de vender? El que vende por necesidad, vende casi siempre a desprecio, malbaratando. Pero eso es para quien no dispone de un amigo, que en buenas condiciones le adelante tres... o seis... o diez que puedan urgirle en aquel momento. Y usted no está en ese caso. A usted le basta abrir la boca.. y encontrará inmediatamente lo que se le ocurra. Supongo que, si llega la ocasión, se acordará usted de los que estamos cerca. No vaya usted a ponerse en manos de logreros que le asfixien... Bien sabe usted dónde hay amigos viejos.
Confieso que la gratitud y la sorpresa me embargaron el habla. Yo, dígase la verdad, me había conducido con Sobrado medianamente. Hasta creía haber estado impolítico con él. Todo por culpa de mi quijotesco empeño en defender contra malandrines y follones la honra de doña Milagros. ¡Necio de mí! Sobrado era el hombre de mundo, el experto, el que conocía a las mujeres, mientras yo... ¡Cuánto me despreciaba a mí mismo! ¡Cuán ridículo me encontraba!
Como si Sobrado adivinase mis pensamientos, diome al codo obligándome a mirar, de soportal afuera, hacia las iluminadas ventanas de la comandanta de Otumba.
-Ese piso sí que me gustaría a mí que se desalquilase -murmuró mordiendo ligeramente su bigote, que aún era dorado y fino-. No me hacen feliz historias de cierto género... Pero ¡ahora que me acuerdo! ¡Si usted es uña y carne de la prójima... y va a sacar la espada por ella, de seguro!
-Yo no saco la espada por nadie... Pero me agrada que de las señoras se hable con miramiento -advertí, sintiendo renacer, al latigazo de aquellas brutales palabras, mi tradicional criterio y mis añejas indagaciones.
El camastrón de Sobrado no insistió: era demasiado sagaz. Se limitó a hacer un movimiento picaresco de cejas, y antes de soltarme, en el descanso de la escalera, a la puerta de su piso, insistió, tomándome de nuevo las manos:
-Cuidadito... Si alguna vez se ve usted en apuro... con franqueza... Nada de vender... Los amigos para esos casos somos.
Subí a mi casa. Mis piernas flaqueaban, rendidas por doloroso cansancio; mis sienes latían; en mi cabeza retumbaba un murmurio, como de resaca del mar... «Voy a caer enfermo», pensé, mientas Feíta, según costumbre, me abría la puerta.
Hay días -muy contados, es cierto- que parecen tejidos con hilos de luz; en otros diríase que la trama de la vida se enreda y se afea y adquiere negruras de fúnebre crespón. Aquel era de estos últimos. ¡Qué día, viven los cielos! ¡Qué día! Primero el doctor Moragas y sus noticias sobre Argos; después, el Abad y sus noticias sobre la comandanta de Otumba; luego, Sobrado y sus ofrecimientos, que olían a miseria y a ruina; y ahora... Ahora, Feíta me siguió misteriosamente a mi cuarto, y mirando alrededor, y acercándose luego a mi oído, murmuró esta lacónica y terrible frase:
-Papá... debemos mucho.
-¿Qué? ¿Que debemos? Chiquilla, ¿estás en tu sano juicio?
-Ya se ve que estoy. Debemos mucho, y vamos a deber más, porque urge comprar mil cosas. Me han amenazado Rosa y Tula con ponerme las posaderas como un tomate si se lo digo a usted... pero se lo digo, y a Roma por todo. Si se atreven a tocarme, las dejo el pescuezo como un hilo. ¡Vaya!
-¡Pero hija... no te entiendo! ¿Qué deudas son esas, di?
-Son... son trampas de Tula... porque dice que lo que usted daba para gobernar la casa no alcanzaba... y que ella no se ha de volver duros. Se le debe a la panadera; se le debe al de la tienda de ultramarinos; a la aguadora dos meses; a la lechera; a la lavandera, al que trajo la leña... y a la tocinera de la plaza el jamón y el tocino de más de un trimestre... Esa parece que ya se insolentó, y le dijo a Tula mil barbaridades.
-Pero... -tartamudeé -¡si es imposible!... He dado más de lo que se daba en vida de tu pobre madre... ¡Más de lo justo!... No puedo creer lo que me cuentas.
-¡Papá del alma! -murmuró la chiquilla echándome al cuello los brazos-. ¡Qué buenísimo, qué infeliz le hizo Dios! Por eso hay que quererle más -añadió estampándome un fresco beso en los bigotes-. Usted dio, ya se ve que dio, y más de lo que destinaba mamá para el gasto... Solo que no se invirtió ese dinerito en la casa, sino en los caprichos de cada una... Tula, que no tiene bonito sino el pie, ha derrochado un dineral en calzado y medias... Rosa, se pierde la cuenta de lo que se le va en perfumería, en guantes, en alfileres de azabache en macacadas por el estilo... La chiflada de Argos compra piezas de música, se suscribe para las novenas, y además le compró regalitos al Padre Incienso... Yo lo sé... Por cierto que el Padre la dio un chafo: los devolvió... Hasta la pavisosa de Constanza tuvo el antojito de retratarse y de comprar un álbum... ¡Está para álbumes el tiempo!... Mire usted -añadió bajando la voz-, también milor Froilán fuma... ¡Son muchas gotas de cera, y hacen el cirio Pascual!
¡Día de oro! Antes de acabar de enterarme de nuestro precario estado y calcular la gravedad del conflicto económico, nos avisaron de que estaba servida la cena... Senteme a la mesa con más ganas de llorar que de comer, y las chicas, que andaban tan alegres y alborotadas como alicaído yo, sacaron la necia conversación de la belleza física de los hombres.
-¿Te gusta a ti Baltasar Sobrado? -Preguntó Purita a Constanza.
-¡Ay! no... ¡Parece un calabacín... los carrillos tan gordos!
-¿Y Visanté?
-¡Visanté! -exclamaron dos o tres de las chicas-. ¡Ese sí! ¡Es guapísimo! ¡Una preciosidad! ¡Qué ojos! ¡Qué pelo! ¡Qué cara!
-A ver si os calláis -dijo severamente Tula, con un acento y un gesto que recordaban enteramente a su madre-. Da asco oíros hablar así de un criado. Para las señoritas, los criados no son hombres.
-Pues Vicente es hombre, y reguapo -declaró Feíta con energía de niña emancipada-. Y mira: más vale decirlo así, francamente, que mirarle con el rabillo del ojo, como le miraba... alguna que... que se la echa de dómina.
De un brinco se alzó Tula de la mesa: y agarrando por un brazo a Feíta, la sacudió dos bárbaras puñadas en el rostro. Pero Feíta, desprendiéndose de a las manos de la mayor, descargole a su vez sonora bofetada en la mejilla, mientras balbucía sollozando:
-¿Quién eres tú para pegarme, malvada? ¿Quién eres tú?
Me lancé a separarlas, porque Tula, descompuesta, quería «hacer un escarmiento». No sé cómo logré que, gruñendo y lloriqueando, se apartasen. Ya sosegado el motín, se me ocurrió ver qué hacía Argos. En su cuarto había luz: miré por la cerradura, y vi algo semejante a una aparición. Mi hija, de pie, inmóvil, no tenía otra ropa sino la larga camisa de dormir, que descendía hasta el suelo. Con la cabellera tendida, las manos abiertas y cruzadas sobre el seno, como pintan a las Concepciones, los ojos al cielo y las mejillas arreboladas por el transporte de su espíritu, era Argos una hermosísima extática, una verdadera efigie de altar. Y al recogerme en mi cama, donde me aguardaba el insomnio, no pude menos de pensar que mi casa parecía la de Orases, y que acaso yo no estaba mucho más cuerdo que mis hijas.