Doña Milagros: 10
Capítulo IX
Lo que me aguaba la fiesta de la tertulia era la resistencia de Argos a presentarse en ella. Verdad que no asistía casi a ninguno de los actos de la vida familiar. Nada: mi hija se había «dado a la mística». Ya dije cómo empezó a indicarse esta evolución de su apasionado espíritu, a vista del cadáver de su madre, cuando doña milagros la empujó, la lanzó al frío beso de la muerte. Sólo que la crisis se graduaba, ahora tenía su devoción un carácter de vehemencia que rayaba en insano frenesí. Si puede la devoción calificarse de manía, maniática estaba Argos.
Levantábase tempranito, antes de que amaneciese, y en ayunas salía a no perder las primeras misas. Dijérase que cuanto más tempranas, a hora más intempestiva e incómoda, mejor le sabían, cual si el valor de esta práctica piadosa consistiese en realizarla antes que los barrenderos terminasen su modesta faena. Era el templo predilecto de mi hija una antigua iglesia conventual, hoy entregada a los Jesuitas, tan madrugadores en celebrar como solícitos en atender al culto. Despachadas las misas, confesiones y comuniones, siempre había alguna función que entretuviese a Argos hasta las diez; más tarde no, porque, en el fervor de su vida austera, mi hija repugnaba ver y ser vista de gente. La mañana la dedicaba a bordar pues estaba haciendo un manto muy repicado para un San José. Por la tarde, manifiesto: a velar al Santísimo. De noche se recogía a su cuarto, donde suponemos que leía o meditaba.
Lo seguro es que no podíamos reducirla a compartir nuestros inocentes y honestos solaces. Diríase que en ellos olfateaba insidias del demonio. También era arduo conseguir que acompañase a sus hermanas a los paseos, con ser estos tan retirados y solitarios; y rara vez podíamos lograr que, con velo tupidísimo y saco de estameña, se uniese a la familia para tomar un poco el aire y hacer el ejercicio que reclama la salud. Yo insistía en que saliese, porque Moragas, al observar a Argos, solía decirme:
-Esa señorita le está buscando tres pies al gato... Mucho cuidado, señor de Neira. Su hija de usted está provocando una congestión en el alma.
No era para notado sin inquietud en que la extremosa Argos, lejos de hallar en su nueva existencia mansedumbre y paz, humildad, sumisión y agrado, frutos naturales del amor divino, diríase que contraía una excitación malsana y alarmante. No podía yo echar la culpa a la devoción, porque Clara, otra hija mía, a quien siempre se le había notado afición a la iglesia, solía volver de ella como volvemos de los sitios adonde vamos por nuestro gusto, con cara satisfecha, plácida sonrisa, humor inmejorable, y una voluntad, por decirlo así, baqueteada, suavizada, amoldada a las contrariedades, que tomaba luego con más paciencia y resignación. Argos, en cambio, traía de sus madrugonas, o una acometividad impaciente, un prurito de censurar cuanto hacíamos y decíamos, por encontrarlo profanísimo y pecaminoso, o una tétrica reserva que la aislaba de nuestro afecto. Si la señal del provecho que hacen al alma las devociones es el estado moral de esa alma misma, Argos con sus rezos empeoraba.
Hubo semana en que casi no la vimos, de tal modo la embelesaba una novena muy solemne, en la cual debía cantar, en unión de otras varias señoritas de Marineda que ensayaban los Gozos. No recuerdo si dije que Argos poseía voz de contralto: siempre la tuvimos por hermosa y extensa, pero a las pocas lecciones del organista y de una profesora que por devoción dirigía el coro, resultó admirable. Soy poco inteligente; pero la voz de mi hija, apenas educada, me pareció, en efecto, un prodigio; al entonar los primeros compases del Ave María de Gounod, vibraban en su acento toda la pasión y toda la arrebatada sensibilidad de mi carácter: era una voz profunda, timbrada, sonora, pastosa, que llegaba al corazón. Hablose mucho de esta voz en Marineda, y la iglesia se llenó de curiosos. Recuerdo que un día me dijo Feíta misteriosamente:
-Papá... ¿Sabe lo que hice hoy? Estuve haciendo rabiar a Argos divina más de una hora. ¡Se puso conmigo hecha un escorpión! ¡Si viese! La dije que desde que anda vestida de mamarracho, con un hábito tan feo, y confesándose hasta de que respira, ha echado un genio peor que el de antes. Y que no hace nada en todo el santo día, más que gorgoritos y leer libros que no entiende. Y que a mí me parece que las mujeres... vaya... y también los hombres... deben rezar una horita... bueno, aunque recen horita y media... y el resto de tiempo trabajar o divertirse; porque ni somos frailes ni monjas. ¿No crees tú que tengo razón? ¿Es bueno eso de rezar como un molino, tacarataca, tacarataca?
-Claro que no... las cosas necesitan un término medio.
-Pues es lo que yo quería decir; que no hay cosa que no tenga su término medio. Y cuando se exagera... pataplum.
-¿Qué significa eso de pataplum? -preguntaba yo, embobado con la labia de la chiquilla.
-Quiere decir que... vamos... ¡la mar! Porque hasta para Dios debe ser muy cargantito que continuamente le esté mareando Argos. A ella todo se le vuelve: -«voy a ver a Dios»; «abur, que me espera el Santísimo Sacramento». ¡Vaya! machacona. Y ¡caramba! con la compañía del Santísimo, parece que una chica se ha de volver más amable y más servicial y más cariñosa, ¿no?
-Claro, enemiguillo.
-Pues mi hermana, cuanto más va a la iglesia, más se avinagra y más se chifla. Hoy creí que me arañaba, porque la dije: «Arguitos, tómale a Froilán la lección de latín, que yo no puedo ahora; anda, mujer, que yo rezaré por ti el Rosario». ¡Ay! ¡El fin del mundo! Saltó chillando que no se llamaba Argos, sino María Ramona; que eso de Argos era un mote y una profanación, y que ya me enseñaría a llamarle Argos. Luego me dijo que la lección de latín que la tomase el diablo; y como yo respondí que nombrar al diablo era pecado, agarró los zorros de sacudir las sillas y se vino detrás de mí corriendo. Si no ando lista, me zorrega. A bien que ya pagaría yo la tunda en moneda de oro.
-¡Bah! -contesté en tono conciliador-. Son bromas entre hermanos. Y al fin, ¿quién le tomó la lección al chico?
-¿Quién había de ser? Doña Fea... mangue, como de costumbre. Y también como de costumbre no sabía palotada el señorito. Me veo y me deseo para meterle en la cabeza los pretéritos. Pero mira, papá. Esta Argos, el día menos pensado te dará el disgusto del siglo. Pudiera suceder que volviese loca. ¿Tú crees que eso de rezar y cantar por turno no será una enfermedad lo mismo que otra cualquiera?
-No, hija mía. Es fervor que le ha entrado. Debemos respetar eso, porque no se trata de ninguna mala acción.
-¿Fervor, papá? Pues a mí se me figura que en lo del canto tiene su vanidad correspondiente Arguitos. Sabe que van a San Agustín muchos tontos, y cuando hay tontos es cuando florea y se despepita. No es oro todo lo que reluce, papaíño...
Sorprendente era la paciencia con que doña Milagros, tan asidua en escoltar a mis hijas por paseos y tiendas, se prestaba también a la devoción de Argos, acompañándola a la iglesia siempre que era preciso y aun asociándose con ella para rezuquear. El Rosario lo despabilaban juntas: y era interminable, la corona entera con sus misterios dolorosos o gloriosos, seguido de una retahíla de padre nuestros, credos, salves, actos de fe, trisagios y letanías. Reuníanse asimismo para las novenas caseras, poniendo en común su tesoro de devociones especiales. Y si se ha de creer a Feíta, las de doña Milagros eran de un género sumamente original.
-¡Papá... si viese qué santos tiene doña Milagros en su alcoba! Una Dolorosa que parece un acerico... Dos San Sebastianes que parecen dos pollos desplumados... Una Virgen del Carmen con miriñaque... Cuando rezan ella y Argos, se duerme y contesta medio dormida... ¿Sabe usted cómo rezaban ayer? Doña Milagros echó un puñado enorme de garbanzos sobre la mesa del comedor, y empezó a decir a voces: «¡Satanás! ¡En mí no entrarás! Porque diré mil veses: Jesú, Jesú, Jesú...».
Y a cada Jesú: ¡pin! un garbanzo al cesto que tenía debajo de la mesa...
-Chiquilla, no inventes patrañas.
-Papá, es verdad; es verdad, papá -afirmaba Feíta con especie de angustia de los niños, que se consternan cuando no se les cree.
Otro día me trajo unos papeles encontrados en el cuarto de su hermana. Titulábanse, el uno Ferrocarril celeste; el otro, Receta para confitar almas. Eran de esas hojitas donde por medio de un simbolismo del orden más pedestre, se quiere hacer accesibles a la inteligencia y al corazón verdades altas y sublimes de nuestra religión sacrosanta. Debo anticiparme a advertir que mi hija leía cosas mejores, libros piadosos que, sin saber de dónde procedían, vi varias veces sobre su mesa; entre ellos reconocí la Imitación, las sagradas páginas que santificaron a mi madre... y que sin duda Argos no entendía o no aplicaba tan bien.
Aquellos días en que ensayó Argos el Ave María de Gounod, empezó a divulgarse por Marineda la noticia de que deseaba entrar en un convento. La primera vez que me lo preguntaron personas extrañas, sentí un golpe en el alma. ¿Pensaría en efecto mi hija sepultarse entre cuatro muros? ¡Monja mi Argos! ¡Monja! Enterrada en vida, separada de mí por vallas de hierro, sin esperanza de ninguna ventura terrenal, virgen, estéril, sola, ¡muerta!
En Marineda se comentaban estos supuestos planes de monjío, que llamaban la atención, como la llamaba ya todo lo referente a Argos, su hábito, sus madrugonas, su voz, su canto, y, ¿por qué no decirlo? su pálida cara de imagen alumbrada por los dos ardientes cirios de sus ojazos negros. En las ciudades poco populosas la vida no puede ser original; hay para ella un patrón común, y quien pretenda apartarse de ese patrón, o ha de llevar una existencia tan obscura que nadie le vea, o ha de resignarse a que le roan los zancajos y le zarandeen como a escobajo de uva pisada. Esto le sucedió a mi hija la devota. Dio la gente en fijarse más en ella, con su saco de anascote y su velo de merino, que en sus hermanas, las cuales, emperejilándose lo que consentía el luto, no hacían más de lo acostumbrado en muchachas de su clase y edad. Argos -envuelta en el sayal, con la mata del obscurísimo cabello apenas sujeta, pronta a desatarse y caer trágicamente por sus espaldas- en vez de sustraerse a la curiosidad del mundo y encontrar aquel espiritual retiro que tanto agrada al alma contemplativa, lo que conseguía era ser blanco de todas las miradas y tema de todas las conversaciones.
¡Monja! Buen católico soy, a Dios gracias, y venero el claustro; pero nunca se me había ocurrido separarme de una hija para no verla más, tropezar con unas rejas que se interponen, negras y frías, entre su querido cuerpo y mis brazos; perderla, en suma. Sólo de pensarlo se me encogía el corazón. Si calculaba desprenderme de una hija, era para dar su mano a un hombre que la amase, y me hiciese abuelo de unos serafines que pudiese tener sobre mis rodillas; y mil veces fantaseaba yo cómo sería la casita de mis hijas casadas, qué muebles tendrían, y qué butaca grande me reservarían a mí, al abuelito helado por la vejez, en un rincón muy confortable, cerca de la ventana por donde entrase a torrentes el sol.
En la Sociedad de Amigos, en la calle Mayor, en las Filas, no me dejaban vivir, «¿Es cierto que la más bonita de sus niñas se mete a monja? ¿Es verdad que ya tiene elegido el convento?». Mauro Pareja, sobre todo, revelaba en su asombro su carácter, porque nada le admira como las resoluciones extremas. Un ingenuo pasmo se pintaba en sus facciones. Parecía exclamar: «¡Quiere ser monja! ¡Es posible que haya quien intente cosas tan románticas!».
Por entonces Argos incurrió en nuevas extravagancias.
Estábamos en Carnaval. En Marineda hay años de gran animación carnavalesca, mientras otros transcurren lánguidos: esto pende de circunstancias imprevistas, del estado de los bolsillos, de la duración de la temporada teatral, del humor de los Presidentes de las sociedades. El año de la muerte de mi pobre Ilda, tocaron Carnestolendas bulliciosas; sobre todo hubo muchas máscaras por la calle, a lo cual ayudó el caer la «temporada de locura» a fines de marzo, y estar el tiempo sereno, despejado y magnífico. La primer comparsa la organizó la Nautilia, sociedad nueva y emprendedora, empeñada en eclipsar a otra más antigua y acreditada, el Casino de Industriales. La comparsa de la Nautilia, que salió el Jueves de Comadres por la tarde, representaba la entrada de Dios Momo, cuyo bando o proclama iban repartiendo profusamente unos demonios vestidos de colorado; anunciaba Momo que traía en sus baúles alegría y felicidad para los pollos, noviazgos para las niñas, melancólicas reminiscencias para las viejas, y que se marcharía dejando en pos chascos y desengaños a montones. Los que iban a esperarle cantaban versos alusivos, y regresaban luego escoltando la dorada carroza donde se repantigaba el dios, lucio, risueño, enviando a diestro y siniestro saludos con la mano enguatada de blanco, que metía a veces en un saquito de raso rosa para arrojar confites a las señoritas que descollaban entre el gentío. Como la tarde era primaveral, la temperatura deliciosa y el espectáculo alegre, entretenido y gratis, despobláronse las casas de Marineda: todo el mundo se dirigió hacia los arrabales para admirar la lucida comparsa.
Mis hijas resolvieron no salir aquella tarde, porque precisamente el barullo carnavalesco invadía los lugares por donde ellas solían pasear; y la incomparable doña Milagros también decidió quedarse haciéndoles compañía. Se convino en entretener la tarde con arreglos de trajes de las pequeñas y con sacar, de una manteleta vieja de la señora, un abrigo de luto para la muñeca Nené, que, en opinión de Purita, lo necesitaba muchísimo. Reuniose en nuestra sala la tertulia, mientras yo, desde la galería abierta, recreaba la vista con el airoso balanceo de las embarcaciones y el azul espléndido del mar en calma, que parecía una placa de empavonado acero. Reinaba tal soledad aquel día en la población, que se oía claramente sobre las losas del muelle el ruido de los zuecos de algún marinero que pasaba, o la risa de un niño, resonando límpida y argentina en la pureza de la atmósfera; por momentos llegaba una bocanada de música, la de la comparsa, que iba acercándose a la ciudad.
Al principiar la sesión, Argos tomó dedal y aguja como las demás; pero parecía azorada. Dos o tres veces la vi acercarse a la vidriera, y mirar hacia el sitio donde la comparsa debía de encontrarse entonces, como si los efluvios primaverales que llenaban el aire y los ecos lejanos de la algazara la excitasen e irritasen profundamente. Esta vaga desazón duró hasta que la música de la comparsa, aproximándose, se dejó oír interrumpida aún, pero más clara y distinta. Entonces, Argos, saliendo precipitadamente de la sala, regresó al cabo de dos minutos con el manto puesto. Como no tenía que hacer ningún preparativo de tocador, sus salidas eran así, súbitas, instantáneas; algo de fuga, la correría del que se siente perseguido.
-¿A dónde vas, chica? -preguntaron las costureras.
-Irá a la iglesia, de seguro -respondió por ella doña Milagros.
-No... ¡lo que es ahora no voy a la iglesia!... -contestó sombría y enfáticamente la devota.
-¿Pues a dónde, hija, a dónde? -interrogó sorprendida la andaluza.
-A ver a mamá -declaró Argos, tomando el rumbo de la puerta. Pero ya doña Milagros y Clara se habían levantado interponiéndose, impidiéndole salir.
-¿Estás loca? ¿Ar Campo Santo soliya? Esa gracia no te la permito yo y papá tampoco. Escuche, señó Neira: sola se quiere ir por ese camino del sementerio, que es un presipisio, y donde hase poco le diron a una mujer de puñalás ¡Dios nos asista! Tú tiene el bicho en la cabesa.
-Dice bien doña Milagros. De ningún modo consiento que vayas, y mucho menos sola. Dentro de hora y media es noche cerrada; te expones y además te... criticarían. Deja eso, hija... por Dios.
-Pues venga conmigo, papá, si quiere. Venga. Porque yo, sola o acompañada, hoy he de visitar a mamá, que está en el nicho, mientras todo el mundo ríe y se divierte.
El ruego me cayó encima como un lienzo de muralla que me dejase aplastado. ¡Qué idea tan lúgubre, tan antipática, tan fea! ¿A qué, vamos a ver, a qué tenía yo de ir -cuando precisamente me encontraba tranquilo, dulcemente conmovido por la vista del mar y la hermosura de la tarde- a abrir heridas y cultivar dolores? Ilduara mía: tú, que a última hora calumniasete tu existencia; desde el cielo, que espero que en él estés, bien ves los móviles que entonces inspiraron mi conducta. Mientras viviste, traté de hacerte dichosa: cumplí siempre tus deseos; te guardé fidelidad, y hoy que todo lo sabes, sabrás que no falté a mi deber. Si de algo te sirviesen las visitas a tu nicho, las prodigaría; pero ¿qué alivio puede prestarte el que me abisme en la aflicción, y además coja un reuma con la humedad del cementerio?
Algo así objeté a Argos para que renunciase a su antojo sentimental. Me contestó unas boberías: «Su mamá estaba muy solita. ¡La gente de fiesta, y ella allí, abandonada, sin más compañía que los gusanos del sepulcro! Ella oía que su madre la llamaba; sí, oía su voz». Repliqué que para ser cristiano y rezarles a los difuntos, a lo sumo bastaba con ir a la iglesia. Pero la muchacha se obstinaba en su deseo: despreciando mis ruegos y mis órdenes, otra vez se lanzó hacia la puerta. Entonces cogí el sombrero y la seguí; y doña Milagros, no menos diligente, se echó el manto y se reunió con nosotros en el portal. Después supe que Mizucha y Purita, alborotadas, con el instinto de imitación propio de su edad, querían también ir al cementerio, como si fuese cosa muy recreativa; y porque Feíta quiso convencerlas, rompieron a llorar y tomaron un cabrito que no se les quitó en toda la tarde.
¡Qué tétrico es el camino del cementerio de Marineda! Lo limitan terrenos baldíos, pardos peñascales, y el mar inmenso que se estrella con zumbido lúgubre y perenne contra la brava costa. A cada revuelta se ve surgir la alta mole del Faro, cuya luz, ya se entorna, ya rebrilla fulgente. Y cuando se cruza la verja, vense tres patios llenos de nichos, donde brotan hierbecillas amarillentas y pálidas; tres patios como de cárcel, sin un sauce, sin un ciprés, sin esa vegetación que poetiza la muerte... La uniformidad desolada de las lápidas blancas y negras y el viento del mar que azota el rostro y seca las lágrimas...
No me atreví a penetrar en el recinto. Parecíame como si no hubiese muerto Ilduara, y me la fuese a encontrar erguida, airada, maldiciéndonos a la comandanta y a mí. ¡Peregrina aprensión! Hasta creía oír sus palabras iracundas y despreciativas: «Muy bonito... vienes a visitarme con la verdulera... Para escándalos, este... Quítate de mi vista, ¡panarrá, mal marido!». Entró Argos, paresurada, derecha, sin volver atrás la vista, como las somnámbulas. Doña Milagros y yo nos quedamos a la puerta, mirando cómo declinaba el sol y sus últimos resplandores tendían sobre el Océano unos rizos de oro y fuego, deshechos al punto. Sin decírnoslo, comprendíamos la señora y yo que era muy bonito aquello, que el espectáculo tenía algo de misteriosamente conmovedor. La andaluza había suprimido su cháchara; yo me deleitaba en callar. Un vientecillo fresco, precursor de la noche, vino a acariciarnos. Argos prolongó la visita como un cuarto de hora. Cuando volvimos, empezaba a asomar la luna.