Doña Luz/Capítulo XX

Capítulo XX



La carta misteriosa


La llegada de un forastero, con especialidad si el forastero gasta levita y colmena, esto es, sombrero de copa alta, es siempre un acontecimiento extraordinario en todo lugar de tierra adentro en Andalucía. La curiosidad se excita vivamente, y no hay nadie que no pregunte: «¿A qué habrá venido por aquí este señor?».

Esto preguntaban los villafrianos o villafriescos apenas vieron a D. Gregorio. Y la curiosidad se decupló, o poco menos, cuando se supo que el tal don Gregorio había ido a albergarse en casa de doña Luz.

A más de la curiosidad, siempre se despiertan en las poblaciones pequeñas otros sentimientos más nobles con la llegada de cualquier forastero: el de la sociabilidad y el de la cortesía.

Los señores del pueblo se apresuran a visitar al forastero y a ponerse a sus órdenes; y así lo hicieron con D. Gregorio los principales magnates o próceres de Villafría.

Claro está que la visita, aunque por cortesía se haga, no es menester que se encierre dentro de los límites de la mera cortesía. Lo cortés no quita lo valiente; y, por lo tanto, se dirigen al recién venido cuantas preguntas importan para indagar quién es, a qué viene y qué se propone.

En cambio, se suele informar al forastero, aunque nada pregunte, de cuanto ocurre en el lugar, exagerando por fachenda la riqueza y prosperidad de sus habitantes.

De esto último estaban muy curados y escarmentados en Villafría, porque hacía poco tiempo que habían recibido una durísima lección.

Vino al pueblo cierto forastero, que en el camino trabó conocimiento con el hijo de uno de los más pudientes hacendados, el cual también venía de viaje. Este señorito llevó al forastero de visita en casa de su padre, que era el que más escupía por el colmillo en Villafría en punto a hablar de onzas de oro, y a ponderar la abundancia y grandeza con que vivía. A las pocas preguntas del forastero, el hacendado le dijo todo lo rico que era, triplicando sus facultades. Tenía un alambique que andaba durante cuatro meses, y le dijo que tenía dos que andaban todo el año, y con frecuencia de día y de noche. Tenía un molino aceitero con una prensa hidráulica, y le aseguró que tenía tres con otras tantas prensas. Había cogido cinco mil arrobas de vino, y le dijo que había cogido doce mil. Había molido dos mil fanegas de aceituna, y le aseguró que eran seis mil y pico las que había molido. No queriendo quedarse muy atrás, los otros hacendados ponderaron también al forastero sus provechos, cosechas e industrias. El forastero se llegó a persuadir de que estaba en Jauja, y entonces descubrió que era un inspector del Gobierno, que venía a ver las ocultaciones de riqueza que había en los pueblos, sobre todo en lo tocante a subsidio industrial.

El pánico en Villafría fue espantoso. El comisionado dijo que se veía en la dura necesidad de poner en noticia de la superioridad los tesoros que allí se ocultaban; y aterrados los mayores contribuyentes, se reunieron al punto en las Casas Consistoriales, y, llamando al comisionado, le rogaron que no los perdiese; que eran pobrísimos, y mentira y vanidad las tres quintas partes de lo que habían confesado poseer. El comisionado contestó que tal vez habría alguna exageración jactanciosa, pero que, en verdad, eran más ricos e industriosos que lo que constaba de una manera oficial, y que él tenía que enterarse bien de todo para dar su informe, cumpliendo religiosamente con su deber. Los señores contribuyentes le suplicaron que no se metiese en tales barahúndas, que se iba a calentar demasiado la cabeza, y nadie se lo había de agradecer; y, al fin, para acabar de convencerle, echaron entre todos una manga y le dieron ocho mil realetes, como ayuda de costas y consuelo en los trabajos de su peregrinación, con lo cual se fue bendito de Dios con la música o dígase con la estadística a otra parte.

Desde que tuvo lugar esta ocurrencia, la gente de Villafría había depuesto la jactancia y se complacía en ser humilde. La franqueza y la sinceridad les parecían asimismo prendas muy necias y que nunca deben emplearse con los curiosos, comprendiendo toda la práctica sabiduría del proverbio que dice: A quien quiere saber, mentiras en él.

Procedía de aquí la prudente desconfianza y el hábil disimulo con que los villafriescos hablaban con todo forastero; mas esto no impedía que procurasen saber de él cuanto había que saber.

No fue necesario mucho ingenio para mover a don Gregorio a que dijese el objeto de su viaje. Ya no había en esto secreto alguno, y D. Gregorio lo dijo todo.

El pasmo y la estupefacción se extendieron al instante por todos los ámbitos de Villafría, con la nueva de que doña Luz era millonaria: heredera de una fortuna enorme.

Para D. Acisclo fue la sorpresa no inferior a la de todos su compatricios.

Nada distaba más de su mente que la herencia de doña Luz; pero D. Acisclo sabía y aguardaba la venida de D. Gregorio, aunque ignorando a qué venía.

Poco antes de morir el Marqués, teniendo aún a la cabecera de la cama al cura D. Miguel, con quien acababa de confesarse, había hecho venir a su presencia al bueno de don Acisclo; y a solas con él y con el cura, exigió de D. Acisclo, bajo juramento de guardar el más profundo secreto, que cumpliría a su tiempo una comisión que iba a darle.

Don Acisclo prometió y juró ser muy sigiloso, y el Marqués dijo al cura que abriese un cajón de su bufete, donde encontraría una carta cerrada y sellada, que decía en el sobrescrito: A mi hija Luz.

El cura encontró luego la carta, y entonces, exigiendo también del cura que no hablase de aquella carta con nadie, considerándola como secreto de confesión, el Marqués le recomendó que la custodiase y no la entregase sino a D. Acisclo, el cual no había de pedírsela hasta que viniese a Villafría un señor llamado D. Gregorio Salinas, o hasta que pasasen dos meses de la muerte de una señora que vivía en Madrid, llamada la Condesa de Fajalauza. Para esto, D. Acisclo debía tener con cautela y discreción a algún sujeto en Madrid encargado de avisarle cuando muriese la Condesa, y no bien cumplida cualquiera de las dos condiciones, D. Acisclo había de tomar la carta y llevársela a doña Luz. Caso del fallecimiento del cura, la carta debía pasar a poder de D. Acisclo, y caso de fallecer éste, él mismo debía designar a persona que le sustituyera en el encargo de entregar la carta misteriosa.

Don Acisclo tenía, aunque envuelta en el debido respeto, tan mala opinión del juicio de su pobre y arruinado amo, que, a pesar de toda la solemnidad de lo que le encargaba, no quiso darle importancia alguna, y lo que menos le pasó por la cabeza fue que aquella carta pudiese tener relación con algo que se pareciese a dinero. Don Acisclo dio por evidente que tal carta sería una nueva tontería del Marqués.

Sin embargo, según queda dicho ya varias veces, don Acisclo era un varón recto y temeroso de Dios; jamás faltaba a la probidad ni a la justicia, tratando de conciliarlas con su medro; y cumplía fielmente los encargos cuando el cumplirlos costaba poco o nada.

Así fue que guardó el secreto de la carta durante años y años, y tuvo siempre encomendado a un amigo de Madrid que le notificase la muerte de la Condesa.

Ya hacía más de dos semanas que D. Acisclo había recibido noticia de dicha muerte, y estaba aguardando el término de los dos meses o la venida de don Gregorio.

Esta, como hemos visto, ocurrió mucho antes de que dicho término se cumpliera.

Don Acisclo fue, pues, a pedir la carta al cura don Miguel, quien se la entregó sin dificultad, visto que las condiciones se habían cumplido.

Don Acisclo, sabedor ya de los muchos millones que heredaba doña Luz, y comprendiendo a las claras que la carta había de tener relación con los tales millones, lejos de despreciarla, la consideró como importantísima y trascendente, y se apresuró a llevarla a la persona a quien iba dirigida.

Mientras la carta permaneció cerrada en manos ya de D. Acisclo, y sin llegar a las de doña Luz, aunque transcurrió poquísimo tiempo, D. Acisclo le tuvo de sobra para cavilar y forjar una risueña hipótesis acerca de su contenido.

El Marqués, aunque al morir dejaba a su hija muy niña aún, no lo bastante para que no conociese su soberbia, y como también conocía que la dejaba pobrísima, había de haber presumido que su hija se quedaría soltera. ¿Cómo, pues, iba doña Luz a manejarse con tantos millones, sin tener a su lado a un hombre entendido y de toda confianza? ¿Y quién, en la mente del Marqués, podía ser este hombre sino el propio D. Acisclo, que con tanta habilidad y lealtad había administrado sus bienes? D. Acisclo tuvo, pues, por cierto que el contenido de la carta era recomendar a doña Luz con el mayor encarecimiento que hiciese de él su nuevo administrador.

Ya sabía D. Acisclo, por boca de D. Gregorio, que los millones de doña Luz estaban en fondos públicos extranjeros, y que ganaban a lo más un seis o un siete por ciento anual. Esto le tenía indignado. Como buen español y buen católico, se dolía de que explotasen aquel hermoso capital, pagando tan mezquinos réditos, gentes de extranjis, herejes o judíos de seguro. ¿Cuánto mejor empleado no estaría aquel dinero en España, y sobre todo en Villafría y los pueblos cercanos? Era indispensable traer a España aquel dinero. Don Acisclo, con arreglo a sus doctrinas de hacer ganar a su amo ganando él, trazaba ya el plan económico para el manejo de los millones. En vez del seis o del siete, haría ganar a doña Luz el nueve o el diez por ciento sobre el capital; tres por ciento de ventaja; pero, como él hallaría modo de colocar el dinero al doce y hasta al quince, sobre buenas hipotecas o con escritura de depósito o con otros medios conminatorios para la seguridad, por aquello de que el miedo guarda la viña, D. Acisclo se veía ya convertido en algo como director de un banco hipotecario, de un artilugio ingenioso, de una bomba absorbente, para quedarse con todas las tierras y ochavos de la provincia, haciendo ganar a doña Luz muchísimo más de lo que su capital antes ganaba.

Don Jaime era desprendido, se ocupaba en cosas de ambición y de política y no en negocios de dinero; el dinero le importaba poco, pues se había casado con doña Luz siendo ella pobre; y sin duda encontraría muy razonable que D. Acisclo administrase los millones e hiciese con ellos la felicidad de Villafría, fomentando su industria y su agricultura.

Revolviendo en su mente estos alegres pensamientos, llegó D. Acisclo a casa de doña Luz, entró en su cuarto y acertó a encontrarla sola como deseaba.

Después de felicitar a doña Luz porque Dios había mejorado sus horas de modo tan estupendo e imprevisto, refirió el encargo que tenía y las circunstancias y solemnidades que hubo cuando se le hicieron.

-Venga esa carta de mi padre -dijo doña Luz con visible emoción.

Don Acisclo entregó la carta.

Ella rompió el sello, la sacó del sobre, y sin decir una palabra más se puso a leer.

No iría mediada aún la lectura, cuando doña Luz, que comenzó a leer sentada, se puso de pie manifestando intranquilidad.

Don Acisclo, que lo observaba todo, receló algo malo al ver aquello, y dijo para sí:

«¡Diantre! Este marqués tenía el don de errar. ¿Si se habrá compuesto de suerte que todo lo de la herencia venga a deshacerse como la sal en el agua? ¿Si encargará a su hija que traspase los millones a otro sujeto?».

Mientras que D. Acisclo cavilaba, doña Luz, suspendida por un instante la lectura, cavilaba también.

Una sonrisa arqueó suavemente los labios de doña Luz. Era el resultado de sus cavilaciones. Don Acisclo lo tuvo por buen agüero.

Después doña Luz siguió leyendo la carta.

La sonrisa se fue acentuando cada vez más. Al cabo vino a convertirse en risa algo burlona.

«Es curioso -pensó don Acisclo-. ¿Con qué chistes se descolgará ahora su papá, a los doce o trece años de muerto, para que ella se ría tan fuera de sazón?».

En esto, doña Luz acabó de leer la carta. Volvió a cavilar en silencio, que D. Acisclo no se atrevió a interrumpir, y volvió a reírse un si es no es descompuestamente.

Como doña Luz era la compostura personificada, D. Acisclo se aturdió con tan insólita risa.

Hubo un instante en que cruzó por el pensamiento de D. Acisclo que doña Luz se reía sin duda de que su padre le recomendase que le tomara a él por administrador. Don Acisclo se enojó y se enfurruñó un poco.

Doña Luz, sin embargo, en vez de enmendarse, siguió riendo, y terminó por prorrumpir en sonoras carcajadas.

-¿Qué pasa? ¿Qué hay de tan gracioso para reír así? -dijo D. Acisclo.

Doña Luz no contestó, y rió con más violencia.

Su risa vino a tener muy alarmantes condiciones. Se conocía que era ya independiente de su voluntad: nerviosa, insana.

Ella se había guardado la carta en el seno.

Lo que pensaba, lo que infería de la carta era lo que la hacía reír.

Por último, D. Acisclo, viendo que la risa continuaba, empezó a asustarse.

El rostro de doña Luz se trastornó. Un paroxismo histérico bien marcado se apoderó de ella.

Los sollozos se mezclaron pronto con la risa, y por último, doña Luz cayó al suelo como desplomada, y allí se agitó en fuertes convulsiones.

Don Acisclo tocó entonces la campanilla, llamó a voces a la gente de casa, y acudieron D. Gregorio, Juana, Tomás y otros criados.

Todos se aterraron.

Las convulsiones seguían.

Juana mandó llamar al médico D. Anselmo.

Este, con los recursos de su arte, y obrando también la naturaleza, logró volver la calma a doña Luz, la cual quedó muy postrada.

Don Acisclo y todos los allí presentes se quedaron con el deseo de averiguar la causa moral, como sin duda la hubo, de aquel ataque repentino, tan ajeno a la robustez y condición sana de la marquesa de Villafría.

Doña Manolita vino a ver a la enferma, y doña Luz tampoco le confió nada.