Doña Luz/Capítulo XVI

Capítulo XVI



Meditaciones


El P. Enrique, según hemos apuntado anteriormente, no estaba ocioso: no limitaba la actividad de su vida a hablar en la tertulia de D. Acisclo.

En la soledad de su cuarto se pasaba horas y horas leyendo y escribiendo.

Como era modestísimo, no esperaba hacer algo que, dado al público, fuese de gran utilidad, y sin embargo escribía una obra extensa de la que no levantaba mano. Era una apología o nueva defensa del Cristianismo contra los ataques de los más flamantes filosóficos panteístas, positivistas y materialistas.

El singular y simpático candor del Padre se revelaba en cada frase de este notable escrito. Se diría que todo él era, más que un libro de polémica, un monólogo, o mejor dicho un diálogo, en que alternaban dos voces de la misma alma. Su entendimiento frío, calculador, apartado de la fe, proponía cuantos argumentos, ya metafísicos, ya históricos, ya tomados de las ciencias de observación, pueden presentarse contra la revelación sobrenatural, contra la vida inmortal del espíritu y aun contra Dios mismo. Y su entendimiento también, ilustrado de mayor luz y acompañado y fortalecido por la fe, respondía a los argumentos susodichos, aquietándose con la victoria.

Allí nada había de afectado ni de convencional. Era el ser del Padre, que se retrataba fielmente. Se diría que su fe, encerrada en interior y fuerte alcázar, peleaba contra el humano discurso, que no quería destruirla, pero que hacía cuantos esfuerzos son conducentes para ello, a fin de verla salir vencedora y triunfante de estos esfuerzos mismos.

Desde la venida del diputado D. Jaime, el Padre iba cada día deteniéndose menos en casa de su tío, y por consiguiente quedando más tiempo en su estancia solitaria.

La obra, con todo, no cundía ni adelantaba por eso. Antes bien, el padre escribía en ella menos que nunca. Se sentaba en su bufete; se colocaba delante el libro en blanco, donde iba vertiendo sus ideas conforme se le ocurrían, salvo el ponerlas más tarde en orden según un plan sabio y bien meditado; tomaba la pluma por último; pero todo era en balde. No se presentaba nada claro y concreto que decir. Un mar de pensamientos y de sentimientos se agitaba en su espíritu, como si viniese sobre ellos el más violento huracán, barajándolo y revolviéndolo todo, por donde, en vez de una creación armónica, brotaba el caos tenebroso.

De esta suerte, después de soltar la pluma, los codos sobre la mesa, la diestra en la mejilla, se pasaba el Padre largas horas sin escribir y sin hacer nada. Otras veces andaba por el cuarto a largos pasos. Otras se echaba en un sillón y se cubría el rostro con las manos. Jamás se había sentido tan inactivo, tan incapaz y tan infecundo.

Un día cerró con despecho el volumen en que iba escribiendo sus apuntes, y se puso a escribir en hojas sueltas. La inspiración entonces vino sin duda en su auxilio. La pluma corrió precipitada como si el torrente de ideas que tenía que verter le imprimiera un movimiento extraordinario.

¿Por qué raro hechizo hallaba el Padre esta facilidad para escribir en hojas sueltas, cuando tan premioso estaba para escribir en el libro? El hechizo no estaba en el libro ni en las hojas sueltas, sino en el asunto.

El Padre se acababa de decidir a escribir sobre otro, que singularmente le importaba, que le preocupaba hacía tiempo, que pesaba sobre él, y del que era menester desahogarse. Por esto la pluma corría.

El padre estaba fijando en el papel lo más recóndito de su alma.

«No basta -escribía-, ¡oh mi Dios!, que yo me confiese contigo. ¿Qué tinieblas no penetras Tú con tu claridad? ¿En qué abismo no se hunde tu mirada? Tú lo sabes todo. Nada tengo que decirte. Sólo debo pedirte perdón. Pero el peso de este misterio de mi alma me abruma, mientras sin tomar forma, sin revestirse de la palabra, vive en mi centro, conociéndole tú solo. Es indudable: aun prescindiendo de la virtud sagrada del sacramento, la confesión es un manantial de consuelos; es, cuando menos, un alivio. Confesar a alguien nuestra pena, nuestra humillación o nuestro pecado, es compartirlo todo con él. Pero ¿a qué semejante mío podría yo confesarme? Los amigos, los sabios directores de mi conciencia, aquellos en quienes yo me confiaba, están muy lejos, allá en los mares e islas del extremo Oriente. Es verdad que todo sacerdote sentado en el tribunal de la penitencia, investido por Dios mismo de la facultad de sentenciar y de absolver, recibe por gracia lo que a veces por naturaleza no ha recibido: bastante lucidez de espíritu para comprenderlo todo. Y sin embargo, yo no me decido a confesarme con este excelente y benigno D. Miguel. ¿Qué le voy a decir? ¿Tengo algo de terminante y de bien calificado? ¿Hay infracción clara de los mandamientos divinos que constituya mi culpa? Mi culpa es grave, gravísima, y no obstante, yo no puedo declarársela a D. Miguel sin referir pormenores, sin aludir a personas, sin comprometer a alguien a quien no tengo derecho a comprometer. Yo puedo echarme a los pies de este buen sacerdote, y decirle que soy soberbio, envidioso, impuro, y pedirle que me castigue y luego me perdone; pero lo íntimo de mi falta quedará por confesar: es por mil razones inenarrable para él.

»¿Es por esto mi confesión imposible? En cierto modo, yo puedo aliviarme del peso que me fatiga, sacándole fuera de mi alma, encadenándole en la palabra escrita, aunque nadie la lea. La palabra es don divino, y posee, entre mil otras virtudes, una admirable energía consoladora. Lo que se fija y encierra en letras, queda allí como preso y atado, y no lastima y destroza tanto el corazón como lo que persiste en él inefable e informe. Además, para conocerme mejor, para ver mi mal, conviene presentármele de una manera distinta. El aspecto exterior, nuestro semblante, ¿cómo verle sin que en un espejo se refleje? Así el alma, así las heridas que en ella hay, aunque duelan, aunque aflijan, no se comprenden, no se perciben por completo, cuando quedan confusas en el fondo del alma misma, y no se expresan y declaran en el lenguaje humano. Quiero, pues, estudiarme con valor, romper o desatar la venda o compresa que las cubre, y catar yo mismo mis heridas.

»Obra de Dios es la hermosura. Mas no acusemos a Dios del uso que puede darse a su obra. Fabrica el alfarero un vaso primoroso, y no es responsable del veneno que luego se deposita en él y que tal vez apura hasta las heces nuestro sediento labio.

»Ella es hermosa de alma y de cuerpo. Sus ojos, azules como el cielo, no revelan sino ideas y sentimientos llenos de limpia honestidad. No puedo acusarla de la menor provocación, ni siquiera instintiva y por ella ignorada. Ni reflección traidora, ni ciego instinto hubo jamás en ella de perderme. Y esto fue la causa de mi perdición. Contra los efectos de aquella reflección o de aquel instinto de sobra hubiera yo acertado a precaverme. Ni siquiera hubiera yo tenido que tomar precaución alguna. Conocido el intento, patente a mis ojos el engaño, me hubiera disgustado en lugar de atraerme. Su propia inocencia, su candidez purísima ha sido, pues, como agudo puñal con que ella ha traspasado mi corazón. Creyéndome ella todo de Dios, poseedor de sus favores, vidente de sus perfecciones, regalado y deleitado con sus dulzuras, ni pudo recelar extravío, ni quiso presumir con soberbia que por ella hubiera yo de olvidarme de Dios. Por eso me mostró la beldad interior de su alma en toda la desnudez inocente y casta de quien nada teme. Me abrió su corazón, y me dejó entrar en lo íntimo de su conciencia, y yo me embriagué con su aroma.

»Un plan astuto, hábilmente forjado por mi pasión, maduró en mi pensamiento, mostrándose como exento de pecado. Para forjar este plan, me apoyé en las condiciones de su carácter y en las circunstancias de que la rodeaba la ciega fortuna. ¿A quién había de amar ella en estos lugares? Si hasta los veintiocho años había vivido sin prendarse de hombre alguno ¿no era probable, casi evidente, que viviría ya de la misma manera el resto de su vida? Todo aquel brío de voluntad, todo aquel tesoro de amor que yo descubría en su pecho, todos aquellos pensamientos elevados y generosos que agitaban su mente, todas aquellas aspiraciones sin nombre, infinitas, divinas, que germinaban en su espíritu, en perenne primavera ideal, todas aquellas flores celestiales, nacidas en el huerto sellado de su fantasía y cultivadas con esmero por su recto juicio, propenso por naturaleza, educación y gracia, a lo santo y puro ¿a quién había ella de dedicarlos y consagrarlos? A Dios, y nada más que a Dios, pensé yo. Pero, con intención egoísta, confesándola apenas, concerté luego conmigo mismo en ser yo el medio por donde tanto bien volviese a Dios, de donde había provenido.

»¿Quién sino yo podía comprenderla en este lugar, entre gente zafia y villana? ¿Quién ordenar y aclarar sus vagos ensueños? ¿Quién interpretar los enigmas? ¿Quién señalarle el blanco adonde importaba dirigir oraciones y suspiros, para que no fuesen como mal disparadas saetas que se pierden en el aire y acaban por dar en tierra, sin llegar a herir dicho blanco? ¿Quién acabar de abrir a su razón, ansiosa de verdad, el recinto misterioso de las más sublimes doctrinas? ¿Quién declararla el por qué y el cómo de las cosas, hasta donde es posible saberlo? ¿Quién servir de guía a su espíritu en sus vuelos audaces, cuando subía por cima de todo lo natural y creado, anhelante de tocar a la inaccesible, eterna e inexhausta fuente de donde mana? En suma, yo me lisonjeé de ser su maestro, su amigo, el depositario de sus ideas, el que oyese, moderase y avivase o templase a su placer las palpitaciones profundas de su corazón entusiasta. Todo el raudal de amor que de él brotaba y que iba a ti, Dios mío, no, jamás pensé en robártele y guardarle para mí; pero pensé con egoísmo en abrir cauce en mi espíritu a aquel claro, impetuoso y cristalino torrente, a fin de que llegara por él a su centro. Nunca soñé con ser el término de la carrera del raudal, sino con ser el camino por donde sus limpias ondas se fueran derivando, hermoseando el camino al paso, y reflejando en él el cielo sereno y todas las galas de la tierra, con más primor en el reflejo y con mil veces mayor hechizo que en la realidad misma.

»¡Qué bien me has castigado, Dios mío! ¡Qué bien me has castigado! Pero si en el castigo venero y acato tu justicia, te doy gracias por tu misericordia. ¿Qué no merecía yo por mi delito? Mi indigno cálculo ha sido desbaratado; mi insano sofisma se ha vuelto contra mí: yo mismo he quedado envuelto en la red cautelosa que había tendido.

»Harto lo reconozco ahora. La concupiscencia del espíritu es la peor de las concupiscencias. Repugna por anti-natural. No la atenúa la consideración de que nuestra sangre está viciada. No es vicio, en quien el vigor y la salud del cuerpo, si no hermosean, mitigan la fealdad. Es pecado pasado por alambique: extracto, esencia, refinamiento espantoso de lascivia.

»¿Y cómo estaba yo tan ciego para no verlo y horrorizarme? Yo lo creía todo etéreo, santísimo, limpísimo. Hasta ha habido instantes de obcecación, en que la he culpado, en que la he tildado de inconsecuente, de falsa, de perjura, de infiel... ¡Cielos santos! ¡Qué frenesí fue el mío! Ella no me prometió nada; ella no se ligó conmigo por lazo alguno. Ella me amaba antes como ahora me ama. No, no ha habido mudanza en ella. Si ella hubiera visto antes lo que yo tenía en el pecho, no hubiera sido menester que llegase D. Jaime para que se apartase de mí con horror. Yo mismo no lo veía antes. Ahora lo veo y me horrorizo. Abominables sentencias, infames propósitos, conjuros del infierno, estaban grabados en mi pecho, como en lámina de bronce, pero con tinta invisible, que sólo el reactivo de los celos ha hecho patente para mi vergüenza.

»El cielo ha humillado mi soberbia. Yo me estimaba en más, en muchísimo más de lo que soy. Mis trabajos, mis penitencias, mis largas y peligrosas peregrinaciones y misiones se me figuraba que habían ganado para mí el favor del cielo; que habían revestido este pecho mortal de un escudo, de una coraza diamantina, que me había hecho invulnerable. Yo soñé que había ahogado en el inmenso piélago del amor divino todos los otros amores terrenales y caducos. Yo me figuré que ya no podría amar nada, ni a nadie, sino por el amor de Dios. Creí que toda beldad perecedera, que toda bondad de las criaturas, que toda gracia, que toda luz, no sería a mis ojos sino reflejo débil y frío de la beldad, de la bondad, de la gracia y de la luz eternas, cuyos fulgores imaginaba entrever, en cuyas llamas me complacía en sentir ardiendo mi corazón. ¡Cómo me adulaba el espíritu tentador a fin de hacerme caer! ¡Cuán astutamente me engañaba! ¡Cuán ciega confianza fue la mía al principio! Así como hábil jardinero, si descubre entre malezas una planta nobilísima, la lleva a su jardín y la cultiva con afán para que todo vicio contraído entre las malezas acabe, y para que, merced a su cuidado prospere la planta y dé al fin lindas y aromáticas flores y sabrosos frutos; así yo, al hallar la bella alma de esta mujer, henchido de fatuidad, me propuse mejorarla, hermosearla más, purificarla de todo defecto y hacerla florecer y fructificar abundosamente en virtudes, conocimientos y perfecciones. Esto es lo que a las claras me sugería el infierno; esto es lo que sólo me confesaba yo a mí propio; pero, allá en el fondo de mi contaminado espíritu bullían otras ideas, hervían otros propósitos, como nido de víboras cubierto de hierbas medicinales. Hoy sólo me incumbe alabar a Dios por el desengaño, y agradecer a don Jaime que, apartando esas hierbas, haya inquietado a las víboras en su nido y haya hecho que yo las vea y las sienta y procure arrojarlas de mi pecho, aunque para ello sea menester hacerle pedazos.

»Dios mío, Dios mío, si estás en mi alma, si no la has abandonado, acude a mi voz y consuélame y perdóname. ¿Qué vale ella, qué vale toda su hermosura, toda la lozanía de su mocedad, toda la noble altivez de su mirada, todo el ritmo de su forma, toda la gracia de sus movimientos, si acierto a volver de nuevo mi mente y mi voluntad hacia ti, en quien no hay excelencia, beldad y gracia que no se cifren y resuman?

»¿Por qué pusiste, Dios mío, esta sed inextinguible de amor en el centro del alma? Sin duda para que en lo divino se hartara. Pero, bien lo sabes tú: yo te he buscado en el centro del alma, y, si por dicha te hallé, fue sólo entre tinieblas, vago, indeterminado, confuso. Así te he amado sobre todas las cosas. Así me he abrazado estrechamente contigo. Yo he creído ver la gloria y esplendor de tus atributos, y te he amado y alabado... ¿Por qué, pues, no me mostraste con nitidez tu beldad, en la pura idea, allá en lo hondo del pensamiento mío? ¿Por qué esta beldad, reflejo tuyo, ha hecho su aparición deslumbradora, lejos de ti y fuera de mí, hiriendo lo profundo de mi ser, no de un modo inmediato y espiritual, sino por medio de los sentidos groseros?

»Perdóname, Señor. Mil blasfemias brotan de mi pluma. El pecador indigno, que debe dar estrecha cuenta de sus acciones, quiere mover pleito a tu bondad y apelar de tu justicia. Pero tú sabes cuánto padezco, y me compadeces y tal vez me perdonas. Tú llenabas antes mi alma. La vi, me aluciné, y ella llenó mi alma en el lugar tuyo. Hoy, cuando ella me abandona, el vacío, el abismo y la soledad que siento me aterran.

»Pensamientos impíos nacen en mí. Veo patente la inmensidad, la omnipotencia del amor, único fin de la vida. A ti mismo, sólo con amor y por amor se llega; pero la duda me desespera y atribula. Dudo de que pueda mi ser finito satisfacer su amor enlazándose a un ser infinito, que ni cabe en su entendimiento ni su razón comprende. El amor aspira a Dios; pero ¿cómo alcanzarle? La fe me da alas para llegar hasta ti; pero tengo perdida la esperanza, y las alas se rompen. Dejé de tender el vuelo hacia ti. Quise confundir mi alma con la de ella, para que unidas fuésemos ambas almas en busca tuya. Y ella me ha dejado. Mi alma está sola, en la tenebrosa región del éter, en el vacío insondable y frío, sin astro que le dé luz ni calor, lejos de todos los soles, más lejos aún de donde tú moras. Dios mío, Dios mío, ¿qué será de mi alma?

»Hubo en mi afecto por esta mujer una serenidad y una limpieza harto engañosas. Me la fingí etérea, fantástica; intangible, como deben ser los ángeles; inasequible, durante la vida mortal, como es el cielo. Hoy, cuando pienso que va a caer en brazos de un hombre, en balde lucho por apartar de mí las imágenes que mi fantasía me traza y presenta. Antes creía admirarla con un sentimiento a manera del sentimiento del arte, desinteresado, exento de fin y de utilidad y de deleite, que en él no estuviera. Y hoy veo que sus labios piden besos y los van a dar, y que todo su gallardo cuerpo no está sólo destinado a la especulativa contemplación, con la inmóvil e impasible tranquilidad de la estatua, sino a que el alma enamorada palpite y se estremezca en todo él haciéndole mil veces más bello y deseable.

»¡Dios mío! ¡Qué envidia! ¡Qué ira! ¡Qué tempestad de malas pasiones conmueve mi corazón! ¿Por qué no acabas con mi infame y miserable vida? ¡Ay!... la muerte... la muerte... antes de que llegue el día en que se casen».

El escritor tranquilo y crítico procura poner y cuando tiene habilidad pone en sus escritos lo mejor de su alma.

Allí se mira él luego, y se deleita mirando su interior belleza. Por el contrario, el escritor apasionado se alivia escribiendo, como si lanzase fuera de sí la ponzoña que le corroe y mata.

Escritor de esta última clase, en la presente ocasión, el P. Enrique depositó en el papel, con el desorden que hemos visto, sus más negros y envenenados pensamientos. Hizo luego un violento esfuerzo sobre sí, y se quedó relativa y aparentemente tranquilo.

Tenía colgado de la pared un Cristo de marfil, clavado en una cruz de ébano, y de rodillas ante él, rezó y pidió perdón de sus pecados y de las blasfemias y maldades que acababa de escribir a fin de libertarse de ellas y de no volver a pensar en ellas, si era posible. El Padre pedía a Dios un milagro: olvidarla, dejar de amarla, que Dios hiciese de suerte que él viniese a entender que no era a doña Luz a quien había amado, sino a un fantasma parecido a doña Luz, cuyo bulto nebuloso se sustraía a todo abrazo corporal, cuyo corazón no latía más vivo al sentirse estrechado por otro, cuyos labios no besaban ni cedían comprimidos por los besos de otros labios, y cuyos pies, en suma, no tocaban este bajo suelo.

Como quiera que fuese, o ya por dolor de que no cupiera en lo probable tan raro milagro, o ya por fervor religioso que suavizaba sus amargas penas, el P. Enrique vertió dos lágrimas que bajaron con lentitud por sus mejillas descarnadas.

Después, como hombre acostumbrado a vencerse, con gran dominio sobre sí, y en extremo vergonzoso de todo acto que ofendiese la dignidad de su persona, el Padre se calmó, compuso su semblante, procuró darle la expresión habitual, y empezó desde entonces a trabajar para aparecer impasible y sereno hasta el mismo instante en que doña Luz y D. Jaime se diesen el sí al pie del altar y recibiesen la bendición del sacramento que para siempre había de unirlos.

Lo escrito en las hojas sueltas lo guardó el Padre dentro del libro de la nueva apología, y lo encerró bajo llave en el cajón de su bufete.