Doña Luz/Capítulo III

Capítulo III



De otras menudencias que la escrupulosidad del narrador no permite que pasen en silencio


Constaba esta vivienda, como la de muchos otros ricos hacendados de Andalucía, de dos casas contiguas, en comunicación: la de los amos y la que se llama siempre casa de campo, aunque esté en el centro de la población.

La casa de los amos no tenía más habitantes que D. Acisclo en un extremo, y doña Luz en otro, con su vieja criada Juana, que dormía en un cuarto al lado del de su señora.

Había un gran comedor, otro comedor pequeño para diario y varios salones de respeto, que no se abrían sino en las ocasiones solemnes, y donde, entre otras preciosidades, D. Acisclo, sus hijos, hijas, yernos y nueras, todos resplandecían retratados al óleo, de tamaño más que natural, y casi de cuerpo entero, por un pintor ambulante que acertó a pasar por Villafría, y que llevó una onza de oro por cada retrato. Verdad es que D. Acisclo le agasajó y trató a cuerpo de rey, sentándole a su mesa todo el tiempo que tardó en pintarlos, lo cual fue obra de cinco meses, y luego, al partir, le hizo presente de mil chucherías, como, por ejemplo, de un pipotillo con aguardiente de doble anís, de orejones secos y de alfajores y piñonate. Los retratos lo merecían por lo parecidos. No les faltaba más que hablar. Las blondas que figuraban en los de las damas, estaban algo confusas al principio; pero, cediendo a las quejas de las damas susodichas, el pintor lo arregló con ingenioso artificio. Untó en albayalde un pedazo de tul, le aplicó al sitio del cuadro, ya seco, donde la blonda estaba representada, y resultó un efecto maravilloso, porque hasta los agujeritos de la blonda se veían y aun podían contarse.

Todo esto era en el piso principal, donde había dos chimeneas, que allí llaman francesas, y que no se encendieron sino cuando vino el obispo, en pleno invierno, y por poco se ahoga S. S. I. con el humo que se armó. Pero en cambio había una magnífica cocina de señores, con chimenea de campana, de muchísimo tiro, donde ardía siempre, durante la estación fría, abundante leña de olivo y de encina y rica pasta de orujo; donde rara vez se guisaba; y donde los señores se calentaban muy a su sabor. En esta cocina adornaban las paredes varias jaulas de perdices, puestas sobre repisas, escopetas y otras armas, y algunas cabezas de ciervos, lobos, zorros, tejones y garduñas, muertos por D. Acisclo.

En el piso bajo había casi tanta habitación como en el principal; y, si se contaba con el patio con toldo, había más. Allí se vivía durante el verano. En toda estación estaba allí el despacho de D. Acisclo, donde este activo labrador y ganadero trataba con chalanes, corredores, rabadanes, aperadores, capataces y caseros: entendiéndose por caseros, no el terror de los inquilinos morosos, como en Madrid, sino los que cuidan y guardan las caserías o viviendas de cada finca rústica.

En el piso bajo, en la sala de más aparato y autoridad, que se llamaba la cuadra, porque era cuadrada, había también algo que daba lustre a aquella casa. Es de saber que en no pocos pueblos de Andalucía hay multitud de imágenes benditas, que se sacan en procesión en las grandes festividades, y singularmente en Semana Santa. El número de estas imágenes suele hacer que no quepan bien en los templos, por lo cual muchas están depositadas en casas particulares hasta el único día del año en que han de salir en procesión. D. Acisclo tenía en la cuadra baja una de estas imágenes, de cuya cofradía era hermano mayor; pero no era una imagen de tres al cuarto, sino la más complicada que se conocía y la de mayor empeño y coste, ya que en realidad no rezaba con ella aquel decir proverbial de:


Santirulitos bonitos, baratos,
Ni comen, ni beben, ni gastan zapatos.


Aquella imagen o representación comía y bebía, o mejor dicho, cenaba: era nada menos que la Cena.

Cristo y los doce apóstoles de bulto estaban sentados a la mesa; Cristo echaba la bendición, San Juan se dormía sobre el hombro de su Divino Maestro, y el feísimo y traicionero Judas, con enmarañado pelo rojo, metía la mano en el plato del centro, porque es sabido que no tenía pizca de educación.

El Jueves Santo salía en procesión la Cena, y el Miércoles Santo por la noche estaba expuesta en la cuadra a la veneración de los fieles, quienes con tal motivo tenían entrada franca en la casa, lo cual se llamaba y se llama aún visitar las insignias, y apenas quedaba en el lugar quien no las visitase en la víspera de la respectiva procesión. Y esto si contar con los forasteros.

La mesa en que Cristo y los apóstoles estaban sentados, era bastante capaz, y, en tan solemnes días, se cubría con preciosos manteles alemaniscos y se adornaba con mil lindezas, flores, viandas, dulces y frutas. Aunque no había en la mesa de cuanto Dios crió, como afirmaba la gente del pueblo con encarecimiento desmedido, era innegable que había objetos raros y costosos: uvas de corazón de cabrito como acabadas de coger y que por milagro se habían conservado, claveles y tempranas rosas de olor en grandes piñas, ramos de violetas y camelias, etc., etc. Las paredes de la sala donde estaba la Cena se tapizaban de damasco carmesí; sobre el damasco se colgaban lindas y antiguas cornucopias con muchas velas de cera ardiendo, y también en la sala había verdes plantas, y canarios en jaulas, y una enorme cruz negra de madera, con adornos y remates de plata fina, asida a la pared por fuertes alcayatas. Era la cruz que D. Acisclo, cuando mozo, había llevado al hombro en las procesiones durante muchos años, porque había sido y era aún hermano de cruz, aunque jubilado, y aún se vestía de nazareno, para ir en la procesión como hermano mayor delante de la Cena, con una túnica de rica seda morada que había costado un dineral; pero entonces no llevaba la cruz, sino una pértiga reluciente, signo de autoridad y mando. Su hijo primogénito iba delante con el estandarte de la cofradía.

El gasto de la fiesta era grande, porque D. Acisclo costeaba toda la cera que llevaban ardiendo los que con sendas velas seguían su insignia, y en la noche del Jueves Santo, terminada ya la procesión, daba de cenar a todos los cofrades, que eran muchos, agasajándolos y hartándolos con potaje de habas, cornetillas picantes, cazón en ajo de pollo, bacalao con tomates o en albóndigas, a veces hasta serafines fritos, pues, aunque parezca extraño, serafines se llaman en aquel país los boquerones, y de postres deliciosos pestiños y vino añejo. Pagaba además con rumbo generoso a los cuarenta o cincuenta ganapanes que habían llevado en hombros las andas, y en las andas la mesa, con Cristo, Apóstoles y cuanto Dios crió; empresa titánica, de la cual no pocos quedaban derrengados y con feroces ampollas, a pesar de las almohadillas.

Aquella noche echaba D. Acisclo el bodegón por la ventana.

La gente menuda fumaba a su costa los mejores coraceros que había en el estanco, y el señorío tomaba chocolate con hojaldres, empanadas, hornazos, tortas de varias clases, como por ejemplo, de polvorón y de aceite, y roscos de vino y de huevo.

En cualquier día y a cualquier hora se mostraba en todo que D. Acisclo era espléndido y acaudalado.

El patio de la casa era anchuroso y enlosado de mármol. En su centro lucía una taza de mármol también, donde caía el agua clara de un copioso y alto surtidor. En torno de la fuente se veían muchas macetas con flores y hierbas olorosas, y alrededor arriates con bojes, que formaban bolas y pirámides, y rosales de enredadera, jazmines y naranjos, que revestían el muro y trepaban por cima de los balcones del piso principal, tejiendo una capa o manto de flores, frutos y verdura, y embalsamando el ambiente, ya con el olor del azahar, ya con el más leve aroma de jazmines y de mosquetas.

De este patio, así como de un jardín más extenso, con honores de huerta, que había a espaldas de la casa, cuidaba doña Luz con esmero. Hasta hacía venir flores y plantas, que jamás se habían conocido en Villafría, y solía aclimatarlas.

De nada más cuidaba doña Luz, no por desidia, sino porque, según decía D. Acisclo, se obstinaba en sostener que estaba como de huésped, y no quería meterse en camisón de once varas.

Quien lo gobernaba todo, la verdadera directora y ama de llaves, era la Sra. Petra, de edad de cincuenta años muy cumplidos. Ella entendía en el gasto diario, vigilaba la cocina y tenía las llaves de la despensa, de la repostería, de la candiotera, de las cuatro bodegas de vino, aceite, aguardiente y vinagre, y de los desvanes o graneros, donde siempre había trigo, cebada, arvejones, yeros, matalahúga y otras semillas.

A las inmediatas órdenes de la Sra. Petra había cuatro criadas: dos, zagalonas aún, duras en el trabajo, de apretadas carnes y músculos de acero, las cuales eran de las que llaman por allá de cuerpo de casa, esto es, que servían para fregar, aljofifar, enjalbegar y tenerlo todo saltandito de limpio; otra, ya más granada, aunque moza también, que cosía, zurcía y planchaba la ropa, y otra que guisaba los más castizos y sabrosos guisotes de la tierra, y que sabía hacer almíbares, cuajados, pastelillos, arrope y gachas de mosto.

Toda esta tropa femenina habitaba y dormía en el piso principal de la casa de campo, donde también tenían habitación el aperador, su mujer y sus cuatro chiquillos; pero éstos, tan apartados, que no se veían ni se entendían sino cuando el amo llamaba.

Había, por último un mozo, que dormía junto a la caballeriza y cuidaba de ella, de los patios y corrales.

Tal era la servidumbre doméstica, por decirlo así. Pero ya se entiende que los jornaleros, el mulero, los caseros, los viñadores, los pisadores, los del molino y la demás gente que se empleaba en las faenas agrícolas, iban y venían y hacía estancia en la casa de campo, donde había anchura sobrada, y alambique, lagar, alfarje y prensas para la aceituna y la uva.

Resultaba, pues, como ya queda apuntado, que en la casa de los amos sólo vivían D. Acisclo, doña Luz y su criada Juana.

Tomás, el antiguo criado del marqués, vivía en la casa solariega con un mozuelo que le ayudaba a cuidarla y a cuidar también el hermoso caballo negro de la señorita.

En la casa había dos mesas: una a la que se sentaban D. Acisclo y doña Luz y algún convidado si le había; otra para la familia (en los pueblos andaluces se sigue llamando familia a los criados), y en dicha mesa se sentaban la señora Petra presidiendo, las dos mozas de cuerpo de casa, la costurera y planchadora, la cocinera, el mozo de la caballeriza, Tomás y su ayudante, y la Juana, doncella de la señorita doña Luz.

El aperador y los suyos hacían rancho aparte y tenían una cocinilla moruna donde guisaba la aperadora.

Esto no impedía que ella, o alguno de sus hijos, o todos, incluso el aperador, aunque no hijo, sino padre, estuviesen convidados con frecuencia a la mesa de la familia, a la cual se sentaban asimismo el mulero y otros cuando estaban en el lugar, y a la cual la señora Petra y la Juana se atribuían el derecho, y no se descuidaban en ejercerle, de hacer las invitaciones que se les antojaban.

Tal era la casa en que durante doce años había vivido doña Luz, y tal la gente de que estaba rodeada en mayo de 1860.