Doña Berta/XI
Capítulo XI
Y aquella noche soñó doña Berta que de un pueblo remoto, allá en los puertos de su tierra, donde había muerto el pintor amigo, llegaba como por encanto, con las alas del viento, un señor notario, pequeño, pequeñísimo, casi enano, que tenía voz de cigarra y gritaba agitando en la mano un papel amarillento: «¡Eh, señores!, deténganse; aquí está el último testamento, el verdadero, el otro no vale; el cuadro de doña Berta no lo deja el autor a los hospitales; se lo regala, como es natural, a la madre de su capitán, de su amigo... Con que recoja usted los cuartos, señor americano el de los millones, y venga el cuadro...; pase a su dueño legítimo doña Berta Rondaliego».
Despertó temprano, recordó el sueño y se puso de mal humor, porque aquella solución, que hubiera sido muy a propósito para realizar el milagro que esperaba la víspera, ya había que descartarla. ¡Ay! ¡Demasiado sabía ella, por toda la triste experiencia de su vida, que las cosas soñadas no se cumplen!
Salió al comedor a pedir el chocolate, y se encontró allí con un incidente molesto, que era importuno sobre todo, porque haciéndola irritarse, le quitaba aquella unción que necesitaba para ir a dar el último ataque al empedernido Creso y a ver si había milagro.
Ello era que la pupilera, doña Petronila, le ponía sobre el tapete (el tapete de la mesa del comedor) la cuestión eterna, única que dividía a aquellas dos pacíficas mujeres, la cuestión del gato. No se le podía sufrir, ya se lo tenía dicho; parecía montés; con sus mimos de gato único de dos viejas de edad, con sus costumbres de animal campesino, independiente, terco, revoltoso y huraño, salvaje, en suma, no se le podía aguantar. Como no había huerta adonde poder salir, ensuciaba toda la casa, el salón inclusive; rompía vasos y platos, rasgaba sillas, cortinas, alfombras, vestidos; se comía las golosinas y la carne. Había que tomar una medida. O salían de casa el gato y su ama, o esta accedía a una reclusión perpetua del animalucho en lugar seguro, donde no pudiera escaparse. Doña Berta discutió, defendió la libertad de su mejor amigo, pero al fin cedió, porque no quería complicaciones domésticas en día tan solemne para ella. El gato de Sabelona fue encerrado en la guardilla, en una trastera, prisión segura, porque los hierros del tragaluz tenían red de alambre. Como nadie habitaba por allí cerca, los gritos del prisionero no podían interrumpir el sueño de los vecinos; nadie lo oiría, aunque se volviera tigre para vociferar su derecho al aire libre.
Salió doña Berta de su posada, triste, alicaída, disgustada y contrariada con el incidente del gato y el recuerdo del sueño, que tan bueno hubiera sido para realidad. Era día de fiesta; la circulación a tales horas producía espanto en el ánimo de la Rondaliego. El piso estaba resbaladizo, seco y pulimentado por la helada... Era temprano; había que hacer tiempo. Entró en la iglesia, oyó dos misas; después fue a una tienda a comprar un collar para el gato, con ánimo de bordarle en él unas iniciales, por si se perdía, para que pudiera ser reconocido... Por fin, llegó la hora. Estaba en la Carrera de San Jerónimo; atravesó la calle; a fuerza de cortesías y codazos discretos, temerosos, se hizo paso entre la multitud que ocupaba la entrada del Imperial. Llegó el trance serio, el de cruzar la calle de Alcalá. Tardó un cuarto de hora en decidirse. Aprovechó una clara, como ella decía, y, levantado un poco el vestido, echó a correr... y sin novedad, entre la multitud que se la tragaba como una ola, arribó a la calle de la Montera, y la subió despacio, porque se fatigaba. Se sentía más cansada que nunca. Era la debilidad acaso; el chocolate se le había atragantado con la riña del gato. Atravesó la red de San Luis, pensando: «Debía haber cruzado por abajo, por donde la calle es más estrecha». Entró en la calle de Fuencarral, que era de las que más temía; allí los raíles3 del tranvía le parecían navajas de afeitar al ras de sus carnes: ¡iban tan pegados a la acera! Al pasar frente a un caserón antiguo que hay al comenzar la calle, se olvidó por un momento, contra su costumbre, del peligro y de sus cuidados para no ser atropellada; y pensó: «Ahí creo que vive el señor Cánovas... Ese podía hacerme el milagro. Darme... una Real orden... yo no sé... en fin, un vale para que el señor americano tuviera que venderme el cuadro a la fuerza... Dicen que este don Antonio manda tanto... ¡Dios mío!, el mandar mucho debía servir para esto, para mandar las cosas justas que no están en las leyes». Mientras meditaba así, había dado algunos pasos sin sentir por dónde iba. En aquel momento oyó un ruido confuso como de voces, vio manos tendidas hacia ella, sintió un golpe en la espalda... que la pisaban el vestido... «El tranvía», pensó. Ya era tarde. Sí, era el tranvía. Un caballo la derribó, la pisó; una rueda le pasó por medio del cuerpo. El vehículo se detuvo antes de dejar atrás a su víctima. Hubo que sacarla con gran cuidado de entre las ruedas. Ya parecía muerta. No tardó diez minutos en estarlo de veras. No habló, ni suspiró, ni nada. Estuvo algunos minutos depositada sobre la acera, hasta que llegara la autoridad. La multitud, en corro, contemplaba el cadáver. Algunos reconocieron a la abuelita que tanto iba y venía y que sonreía a todo el mundo. Un periodista, joven y risueño, vivaracho, se quedó triste de repente, recordando, y lo dijo al concurso, que aquella pobre anciana le había librado a él de una cogida por el estilo en la calle Mayor, junto a los Consejos. No repugnaba ni horrorizaba el cadáver. Doña Berta parecía dormida, porque cuando dormía parecía muerta. De color de marfil amarillento el rostro; el pelo, de ceniza, en ondas; lo demás, botinas inclusive, todo tabaco. No había más que una mancha roja, un reguerillo de sangre que salía por la comisura de los labios blanquecinos y estrechos. En el público había más simpatía que lástima. De una manera o de otra, aquella mujercilla endeble no podía durar mucho; tenía qué descomponerse pronto. En pocos minutos se borró la huella de aquel dolor; se restableció el tránsito, desapareció el cadáver, desapareció el tranvía, y el siniestro pasó de la calle al Juzgado y a los periódicos. Así acabó la última Rondaliego, doña Berta la de Posadorio.
En la calle de Tetuán, en un rincón de una trastera, en un desván, quedaba un gato, que no tenía otro nombre, que había sido feliz en Susacasa, cazador de ratones campesinos, gran botánico, amigo de las mariposas y de las siestas dormidas a la sombra de árboles seculares. Olvidado por el mundo entero, muerta su ama, el gato vivió muchos días tirándose a las paredes, y al cabo pereció como un Ugolino, pero sin un mal hueso que roer siquiera; sintiendo los ratones en las soledades de los desvanes próximos, pero sin poder aliviar el hambre con una sola presa. Primero, furioso, rabiando, bufaba, saltaba, arañaba y mordía puertas y paredes y el hierro de la reja. Después, con la resignación última de la debilidad suprema, se dejó caer en un rincón; y murió tal vez soñando con las mariposas que no podía cazar, pero que alegraban sus días, allá en el Aren, florido por Abril, de fresca hierba y deleitable sombra en sus lindes, a la margen del arroyo que llamaban el río los señores de Susacasa.