Doña Berta/VII
Capítulo VII
Una mañana se levantó Sabelona de su casto lecho, se asomó a una ventana de la cocina, miró al cielo, con una mano puesta delante de los ojos a guisa de pantalla, y con gesto avinagrado y voz más agria todavía, exclamó, hablando a solas, contra su costumbre:
«¡Bonito día de viaje!». Y en seguida pensó, pero sin decirlo: «¡El último día!». Encendió el fuego, barrió un poco, fue a buscar agua fresca, se hizo su café, después el chocolate del ama; y como si allí no fuera a suceder nada extraordinario, dio los golpes de ordenanza a la puerta de la alcoba de doña Berta, modo usual de indicarle que el desayuno la esperaba; y ella, Sabel, como si no se acabara todo aquella misma mañana, como si lo que iba a pasar dentro de una hora no fuese para ella una especie de fin del mundo, se entregó a la rutinaria marcha de sus faenas domésticas, inútiles en gran parte esta vez, puesto que aquella noche ya no dormiría nadie en Posadorio.
Mientras ella fregaba un cangilón, por el postigo de la huerta, que estaba al nivel de la cocina, entró el gato, cubierto de rocío, con la cierza de aquella mañana plomiza y húmeda pegada al cuerpo blanco y reluciente. Sabel le miró con cariño, envidia y lástima.
Y se dijo: «¡Pobre animal!, no sabe lo que le espera». El gato positivamente no había hecho ningún preparativo de viaje; aquella vida que llevaba, para él desde tiempo inmemorial, seguramente le parecía eterna. La posibilidad de una mudanza no entraba en su metafísica. Se puso a lamer platos de la cena de la víspera, como hubiera hecho en su caso un buen epicurista.
Doña Berta entró silenciosa; vio el chocolate sobre la masera, y allí, como siempre, se puso a tomarlo. Los preparativos de la marcha estaban hechos, hasta el último pormenor, desde muchos días atrás. No había más que marchar, y, antes, despedirse. Ama y criada apenas hablaron en aquella última escena de su vida común. Pasó una hora, y llegó don Casto Pumariega, que se había encargado de todo con una amabilidad que nadie tenía valor para agradecerle. Él llevaría a doña Berta hasta la misma estación, la más próxima de Zaornín, facturaría el equipaje, la metería a ella en un coche de segunda (no había querido doña Berta primera, por ahorrar) y vamos andando. En Madrid la esperaba el dueño de una casa de pupilos barata. Le había escrito don Casto, para que le agradeciese el favor de enviarle un huésped. Allí paraba él cuando iba a Madrid, y eso que era tan rico. Con don Casto se presentó en la cocina el mozo a quien había alquilado Pumariega un borrico en que había de montar doña Berta para llegar a la estación, a dos leguas de Posadorio. Ama y criada, que habían callado tanto, que hasta parecían hostiles una a otra aquella mañana, como si mutuamente se acusaran en silencio de aquella separación, en presencia de los que venían a buscarla sintieron una infinita ternura y gran desfallecimiento; rompieron a llorar, y lloraron largo rato abrazadas. El gato dejó de lamer platos y las miraba pasmado. Aquello era nuevo en aquella casa donde el cariño no tenía expresión. Todos se querían, pero no se acariciaban. A él mismo se le daba muy buena vida, pero nada de besos ni halagos. Por si acaso se acercó a las faldas de sus viejas y puso mala cara al señor Pumariega. Doña Berta pidió un momento a don Casto, y salió por el postigo de la huerta. Subió el repecho, llegó a lo más alto, y desde allí contempló sus dominios. La espesura se movía blandamente, reluciendo con la humedad, y parecía quejarse en voz baja. Chillaban algunos gorriones. Doña Berta no tuvo ni el consuelo de poetizar la solemne escena de despedida. La Naturaleza ante su imaginación apagada y preocupada no tuvo esa piedad de personalizarse que tanto alivio suele dar a los soñadores melancólicos. Ni el Aren, ni la llosa, ni el bosque, ni el palacio le dijeron nada. Ellos se quedaban allí, indolentes, sin recuerdos de la ausencia; su egoísmo era el mismo de Sabel, aunque más franco: el que el gato hubiera mostrado si hubiesen consultado su voluntad respecto del viaje. No importaba. Doña Berta no se sentía amada por sus tierras, pero en cambio ella las amaba infinito. Sí, sí. En el mundo no se quiere sólo a los hombres, se quiere a las cosas. El Aren, la llosa, la huerta, Posadorio, eran algo de su alma, por sí mismos, sin necesidad de reunirlos a recuerdos de amores humanos. A la Naturaleza hay que saber amarla como los amantes verdaderos aman, a pesar del desdén. Adorar el ídolo, adorar la piedra, lo que no siente ni puede corresponder, es la adoración suprema. El mejor creyente es el que sigue postrado ante el ara sin dios. Chillaban los gorriones. Parecían decir: «A nosotros, ¿qué nos cuenta usted? Usted se va, nosotros nos quedamos; usted es loca, nosotros no; usted va a buscar el retrato de su hijo... que no está usted segura de que sea su hijo. Vaya con Dios». Pero doña Berta perdonaba a los pájaros, al fin chiquillos, y hasta al mismo Aren verde, que, más cruel aún, callaba. El bosque se quejaba, ese sí; pero poco, como un niño que, cansado de llorar, convierte en ritmo su queja y se divierte con su pena; y doña Berta llegó a notar, con la clarividencia de los instantes supremos ante la naturaleza, llegó a notar que el bosque no se quejaba porque ella se iba; siempre se quejaba así; aquel frío de la mañana plomiza y húmeda era una de las mil formas del hastío que tantas veces se puede leer en la naturaleza. El bosque se quejaba, como siempre, de ese aburrimiento de cuanto vive pegado a la tierra y de cuanto rueda por el espacio en el mundo, sujeto a la gravedad como a una cadena. Todas las cosas que veía se la aparecieron entonces a ella como presidiarios que se lamentan de sus prisiones y sin embargo aman su presidio. Ella, como era libre, podía —69→ romper la cadena, y la había roto...; pero agarrada a la cadena se le quedaba la mitad del alma.
«¡Adiós, adiós!» se decía doña Berta, queriendo bajar aprisa; y no se movía. En su corazón había el dolor de muchas generaciones de Rondaliegos que se despedían de su tierra: El padre, los hermanos, los abuelos..., todos allí, en su pecho y en su garganta, ahogándose de pena con ella...
-Pero, doña Berta, ¡que vamos a perder el tren! -gritó allá abajo Pumariega; y a ella le sonó como si dijese: «Que va usted a perder la horca».
En el patio estaban ya D. Casto y el espolique; el verdugo y su ayudante, y también el burro en que doña Berta había de montar para ir al palo.
El gato iba en una cesta.