Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira/Tercera parte/I

Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira
Tercera parte - Capítulo I​
 de Roberto Payró


Aunque ya estuviese bastante acostumbrado a la vida intensa de la gran metrópoli, Buenos Aires me mareó en un principio, y este fenómeno se explica: hasta entonces sólo había ido allí por paseo, sin nada bien determinado que hacer, el tiempo completamente mío, contando siempre con el refugio hospitalario de mi ciudad, como un baluarte que me defendería en caso necesario, pudiendo elegir mis relaciones, retraerme o prodigarme, según me conviniera; simple visitante, en fin, a quien hasta los enemigos reciben corteses, como en un alto del combate; mientras que esta vez, iba a radicarme allí, con un plan de conducta establecido en sus grandes líneas, y obligaciones políticas y sociales, deberes de orden diverso, necesidades urgentes como la de ponerme al diapasón del gran centro, para no hacer un papel ridículo, sin contar ya con tirios y troyanos, como que entraba decididamente en la arena, ni poder pensar en el modesto abrigo de la provincia, pues retirarme sería equivalente al más estruendoso fracaso. Al mareo contribuía también la embriaguez de mi triunfo, la satisfacción arrebatadora de verme con un pie en los últimos peldaños de la inmensa escala, pudiendo considerar que todo me era accesible, que todo estaba al alcance de mi mano. Y otra cosa más: quise, apenas llegado, reconstruir mis antiguos ensueños de cuando vagaba desocupado en la gran ciudad, aquel vasto proyecto de aparecer, y deslumbrar, trabajando activa y brillantemente por la unión estrecha de Buenos Aires y las provincias, por la extinción total de los viejos antagonismos; pero, apenas me puse a pensar en esta «misión» me pareció trivial, infantil, ya realizada o en vías de realizarse, y temí dar pasos en falso, exponerme a las burlas de los hombres experimentados y escépticos, hablar como una criatura... No, si no es tan fácil la iniciación como parece.

-¡Bah! -me dije-. Lo que debo hacer es, por una parte, ocultar que estoy algo «boleado», que me azoro como un advenedizo, y, por otra, no darme por ahora aires de grande hombre, ni esforzarme por llegar a serlo, mientras no se me ofrezca una oportunidad verdaderamente favorable... Seamos modestos, Mauricio, hasta la hora de ser soberbios.

Gracias a un dominio de mí mismo que me permitía parecer tranquilo e indiferente en las mayores pellejerías, conseguí que nadie advirtiera mi azoramiento. En cuanto al otro autoconsejo, lo modifiqué, pensando que, sin aparentes pretensiones, podía y debía presentarme y aun con atildada elegancia en cuanto a mi exterior se refería. Renové, pues, mi guardarropa, abandonando los trajes que en provincia podían dar el tono, pero que en Buenos Aires resultaban lugareños por no sé qué detalles de corte, de color, creo que hasta de olor; comencé a frecuentar los grandes «restaurants» a la moda, los teatros, los clubs, los círculos que ya conocía, con el rumbo discreto que siempre acostumbré, y esto me hizo creer un instante que comenzaba a ser popular. Veíame siempre, en efecto, rodeado de un círculo de amigos y conocidos que se ensanchaba cada día, y del que era o del que creía ser eje principal, pues todos me demostraban no sólo deferencia, sino también hasta admiración. Señuelo de este rebaño habían sido algunos camaradas, que en mis visitas anteriores se sentaban a mi mesa y me iniciaban en el conocimiento de los más amables rincones de la capital; pero antes no eran tan numerosos ni tan permanentes -no me parecieron así, al menos gracias a lo transitorio de mi estada-, mientras que, en este nuevo período, llegué a considerarlos innumerables y pesados en demasía, sobre todo cuando saqué cuentas al cabo del segundo mes: me había gastado lo que creía suficiente para medio año, por lo menos. Mis recursos, grandes en provincia, resultaban escasísimos en la capital, llena de declives, cloacas y alcantarillas por donde se va el dinero como agua en día de lluvia, sin que, para quedarse sin un céntimo, sea preciso caer en la exageración de prestar a cuantos piden. Resolví, pues, substraerme un poco a la admiración de mis contemporáneos, y recordé mis buenos propósitos de modestia, jurándome cumplirlos esta vez.

Con todo, y aunque hubiera podido descontar desde luego mis dietas de diputado, el dinero no me alcanzaba, en medio de aquel «maelstrom» devorador, sobre todo, si quería mantener íntegra mi pequeña fortuna, como era mi intención. Puede que se me considere ávido y hasta mezquino por esto, pero era sólo previsor y sabía gastarme las rentas sin pestañear. ¡Y qué hubiera sido de mí a no proceder de esta manera, cuando tantos más ricos que yo, arrastrados por la corriente, fueron luego a rodar al abismo de la miseria, o poco menos!

Era urgente, pues, arbitrar recursos, y para ello escribí a Correa, pidiéndole un auxilio, en forma de comisión gubernativa, u otra cualquiera. Había observado que los funcionarios y empleados mejor retribuidos eran generalmente ricos o de mediana posición, como si los poderes públicos se empeñaran en conservar y aumentar las fortunas, y mantener un patriciado seguramente necesario para la buena marcha del país. Esto es más lógico de lo que parece. Los hombres, por muchos méritos que tengan, acostumbrados a vivir con poco, no necesitan de grandes recursos, especialmente si trabajan de veras, y darles más que el bienestar en sus comienzos suele ser pervertirlos; mientras que los nacidos en la abundancia deben ver protegida y conservada su posición, pues de otro modo fácil sería que hicieran disparates, perdieran la riqueza y se hundieran, comprometiendo luego a buena parte de la sociedad, en su insuficiencia para resurgir por propio esfuerzo. Esta acción conservadora de los poderes y de la colectividad acomodada, es evidente y es plausible. ¿Quién no encontrará bien que, en el caso de Faustino Estébanez, perdido por deudas de juego, todo el mundo le ayudara pecuniariamente a salvarse, aunque fuera un inútil, mientras que a Renato Pietranera, el físico, que buscaba la solución de no sé qué problema y se moría de hambre, nadie le facilitó recursos y tuvo que desistir, buscándose la vida como dependiente de comercio? En el primer caso, la vergüenza de Faustino recaía sobre todos los Estébanez, emparentados con la alta sociedad, y no era posible dejarlo en el pantano, por lo cual, después de pagadas sus deudas, se le envió con una misión al extranjero; en el segundo, nadie, ni el mismo Pietranera quedaba comprometido, y si sus trabajos eran realmente de valor, no se habían de evaporar por eso. Hombres más grandes que lo que él pueda ser, han vivido en la miseria, pero la humanidad no ha perdido sus obras. En suma, harta mezcolanza social hay en nuestro país, para que nos ocupemos en aumentarla.

Don Casiano, buen gaucho, considerando, sin duda, que yo podía serle muy útil en Buenos Aires, me procuró inmediatamente una prebenda, una representación innecesaria pero bien pagada, ante diversas oficinas públicas que tenían asuntos con la provincia. Con esto podía manejarme, pues ya he dicho que tenía prudencia, y no cometería locuras irremediables, ni siquiera peligrosas, aunque fuera capaz de despilfarrar las entradas y beneficios extraordinarios con la mayor impavidez, como lo hiciera hasta entonces. En las luchas anteriores a mi elección, la prensa opositora me acusó más o menos injustamente de malversaciones, de «coimas» exigidas a los proveedores de la policía, de sobresueldos secretos recibidos del gobierno, de cientos de vigilantes «comidos», como se los comía don Sandalio Suárez, el comisario de Los Sunchos; cierto es -no tengo reparo en confesarlo, porque en aquella época todo el mundo hizo lo mismo-, cierto es que acepté cuanto se me ofreció, pero también es verdad que no lo hice por aumentar mis capitales, sino con entero desprendimiento, por darme mejor vida: todo aquello, como vino se fue, y a no ser por la especulación de mi chacra y otras emprendidas con platita de los Bancos, mi fortuna sería muy modesta. Amo el dinero, pero no por el dinero mismo, sino por la libertad que procura y complementa -porque la libertad, sin medios de acción, no es libertad, ni es nada, tanto, que se ha llegado a hablar de la «libertad de morirse de hambre»-. Desgraciadamente, las gangas a que más arriba me refiero, habían cesado, y en Buenos Aires no podía conquistarme otras nuevas mientras no estuviese en el ejercicio de mis funciones. Ya me desquitaría más tarde, y, entretanto, el sueldito de Correa me venía como anillo al dedo.

Para modificar mi vida, dejé, pues, el hotel suntuoso y caro en que me había hospedado y alquilé una casita antigua en la calle central -tres o cuatro habitaciones y las dependencias, no muy primitivas-, la hice empapelar, pintar, amueblar con cierto gusto -con ese gusto innato de la familia, que permite a uno de mis tíos hacer viajes a Europa con el beneficio de los muebles que compra allí y usa y revende aquí-, y me instalé como quien está dispuesto a llevar una vida seria y arreglada. Llamé a Marto Contreras para que fuese mi hombre de confianza, y completé el servicio con un cocinero y un sirviente que salía de una casa aristocrática, y que halló modo de robarme como un pazguato. Y, ya en mi casa, en vez de correr cafés y restaurants y «rotisseries», me limité a mis clubs y círculos, y frecuenté mis relaciones, previo estudio de sus características, y fui espiritual y escéptico en unas partes, bonachón y creyente en otras, austero aquí, liberal allá, tolerante acullá, sectario unas veces, despreocupado las más. Y así logré que se me recibiera con gusto, pero sin entusiasmo, porque mi figura permanecía indecisa y enigmática, e inspiraba, cuando mucho, una especie de tibia curiosidad.

En esto, pasóseme el tiempo y llegaron los primeros días de mayo, el mes de la apertura del Congreso en que iba a estrenarme. Ahorro la crónica de las sesiones preliminares, de las largas guardias en los salones y los pasillos de la vieja casa que parecía un reñidero de gallos en el recinto, y una carnicería para gigantes desde afuera, y llego a la defensa de mi diploma, que fue en un día desagradable, de humedad y viento norte, enervante y hosco, tal como sólo se ve en Buenos Aires. Los días húmedos de la capital, cuando reina el norte pegajoso y hasta mal oliente, me molestan de un modo indecible. Los ruidos me son más discordantes, más ensordecedores, los movimientos más difíciles, como dolorosos, las ideas más escasas, como ausentes, los olores más intensos e ingratos, hasta nauseabundos, la luz falsa, engañosa, mareadora, las aceras son lodazales, las paredes chorrean agua, los vidrios sudan, los hombres se muestran irritables, provocativos, impertinentes, las mujeres andan como sonámbulas y todas parecen viejas; cualquier frase, insignificante en otros momentos, se convierte en insulto; los nervios, exasperados, nos hacen momentáneos pero acérrimos enemigos de seres y de cosas, y creo que en un momento así no nos sería muy difícil acabar con el mundo, si ello dependiera de nuestra voluntad. En tales condiciones tuve que mantener la validez de mi diploma.

Comencé vacilante, con la palabra floja y cansada, en medio de la indiferencia ambiente; pero el mismo desgano de mi auditorio me excitó, me irritó poco a poco, lanzándome en mi oratoria acostumbrada. Soy verboso y brillante. No importa que no sepa lo que voy a decir: sustituyo fácilmente las ideas con figuras, con frases retumbantes y efectistas, con imágenes a veces pintorescas, que subrayan muy bien mis actitudes y ademanes de actor. Como no me detengo pese a las frecuentes interrupciones, ni doy tiempo al examen, llego sin esfuerzo a cautivar a los oyentes y aun a arrancarles el aplauso. Aquella tarde memorable, a las acusaciones de coacción, contesté entre otras cosas, cuando ya estaba en vena:

«¡Se me acusa de la antítesis de mi acción! ¡Precisamente! He garantizado la libertad del sufragio, me he desvivido por ella en las altas funciones que me incumbían; no he movido un dedo para que se proclamara mi candidatura... Estaba demasiado ocupado en mantener la paz y el orden en nuestra provincia: estaba demasiado ocupado en arrancar, más por la persuasión que por la violencia, de manos de los agitadores, las armas con que querían imponernos un estado anárquico... Y si mi candidatura surgió en el último instante, una vez pacificada la provincia, gracias a mi humilde esfuerzo, cuando ya no era jefe político, sino comisionado eventual para mantener el orden, fue porque la parte honesta, la parte patriota, la parte bien pensante de la opinión -que es, afortunadamente, la mayoría en mi provincia, y en el país entero-, quiso afirmar, exteriorizar, materializar sus nobles aspiraciones, eligiendo por su representante al más modesto de los ciudadanos, al más insignificante de todos, sólo porque había realizado desinteresados y generosos -¡sí, generosos!- sacrificios en pro de la verdadera libertad, que no es la licencia ergotista, ni menos la incendiaria anarquía... Al oleaje desbordado de las pasiones inconfesables y de las ambiciones malvadas, se ha opuesto en mi persona sin relieve ni méritos, la playa de arena, mansa, que aplaca sus furores, siendo como es, apenas, un lazo de unión entre la ola devastadora y la tranquila paz de los campos fecundos».

Ya con Pegaso desbocado agregué que a estas consideraciones de hecho se sumaban otras simplemente morales, intelectuales y étnicas, que, haciéndome un prototipo de la nacionalidad (gracias, Vázquez), demostraban hasta la evidencia la bondad de mi elección:

«El hombre que lleva en todo su ser el sello de la familia -de una familia que ha dado héroes y mártires a la patria-, dondequiera que vaya es reconocido como miembro de esa familia, como genuino, como su más genuino representante, y yo me encuentro aquí, en el seno de mi verdadera familia patricia, como un hijo pródigo quizá, pero afectuoso y sin mancha, que se enorgullece de reincorporarse a los suyos... ¡Sí, señor Presidente! ¡Sí, señores diputados! ¿Sabéis cómo me llama la gentil Buenos Aires? ¿Sabéis cómo se me indica en todos los centros políticos y sociales que tengo el honor de frecuentar?... ¡El provinciano!... ¡El provinciano!, adjetivo que me enorgullece, porque demuestra la legitimidad de mi representación... Aunque sin merecerlo, puedo afirmar que dondequiera que yo esté está mi provincia... ¿Y qué, si no esto, manda la Constitución al estatuir que todas las regiones del país estén sintéticamente reunidas en este recinto? ¿Y cuál de mis honorables colegas -no vacilo en llamarlos así, adelantándome a su justa sanción- puede invalidar este doble reconocimiento de mis comprovincianos y del resto de los argentinos reunidos en la capital, síntesis del país?»

Alguien replicó que todo esto era literatura y que yo sólo había demostrado mi carácter de... provinciano; y como la barra había aplaudido, y como mi diploma estaba aprobado de antemano, se votó y pasé a prestar juramento.

Grandes felicitaciones en antesalas, comentarios, lisonjas:

-¡Nos ha nacido un gran orador!

-No desmiente la casta.

-¡Está bien, amiguito; así me gusta!

Un opositor, echándoselas de inglés, murmuró el título de una comedia de Shakespeare:

-Much ado abouth nothing.

Y otro le replicó:

-Esperemos a que vengan las ideas.

Raza envidiosa, raza de víboras. ¡Como si ellos tuvieran tantas!



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