Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira/Segunda parte/VI

Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira
Segunda parte - Capítulo VI​
 de Roberto Payró


Al día siguiente, me llamó Correa a su despacho de Gobernador.

-Mirá -me dijo-. He pensado mucho en la situación, y he resuelto cambiar el ministerio. ¿Querés ser ministro de Gobierno?

-¡No friegue, don! -exclamé-. Usted me ha prometido otra cosa.

-Sí. Pero, hijito, ¡ministro!...

-¿Y qué hay con eso? A usted no le quedan más que dos años de gobierno; y yo quiero ir a Buenos Aires. Esto es muy chico para mí. Mire, no cambie los ministros: son buenos muchachos, ya están acostumbrados a hacer lo que quiera el Gobernador.

-Eran hombres de Camino.

-Se equivoca. Eran y son hombres del Gobernador. Tanto les da Juan como Pedro, con tal de que ellos figuren.

-Es que quisiera cambiar un poco el gobierno, darle al pueblo alguna satisfacción.

-Llame a Vázquez, entonces.

-Puede que no sea mala idea.

-Pero le advierto: Vázquez es un contemporizador y una especie de puritano: como contemporizador no satisfará a i la oposición, y como puritano hará enfurecerse a los nuestros. Además, Camino lo ha puesto mal con el Presidente... Conque...

-Conque... se puede ir al diablo.

Sonreí y le di el último golpe:

-Y al concluir su período, con Vázquez tendría que renunciar a ir al Senado, porque la Legislatura, nacionalista y presidencial, no le perdonaría sus lirismos.

Correa no era difícil de convencer en cosas evidentes y de utilidad, y todo quedó como estaba. Los ministros no me hacían sombra, porque eran completamente ineptos, y yo sabía la manera de manejarlos. Siempre me habían temido, y desde que Correa subió al poder comenzaron a temblar ante mí aunque yo les hubiera prometido hacer todo lo posible para mantenerlos en su puesto. Una amarguísima incidencia que debió costamos caro vino a dañar inopinadamente mi prestigio.

La muerte de Camino, ocurrida en circunstancias tan misteriosas, precisamente cuando comenzaban a trascender nuestras intrigas tendientes a derrocarlo, pareció de pronto al público menos clara de lo que la presentábamos. Nuestras idas y venidas en aquella noche aciaga, y aunque fuera ya tan tarde, no habían pasado inadvertidas, porque la gente provinciana parece dormir con un solo ojo cuando se trata de algo que puede alimentar la chismografía. Además, aunque el cuento estuviera urdido magistralmente, había demasiados testigos de la verdad: si se podía contar con mi reserva, la de Orlandi, la del comisario de órdenes, la del zorro de Cruz, no sucedía lo mismo con las mujeres, los dos vigilantes y el cochero. Los secretos de almohada por la almohada suelen trascender. Uniendo a esto la malevolencia de la oposición, no es raro que comenzara de pronto a correr este rumor siniestro:

«El gobernador Camino ha muerto envenenado».

Y con este rumor, el gobernador Camino, que era execrado por cuantos no recibían sus favores, que las familias excomulgaban por sus notorias costumbres, que nunca había hecho nada notable ni siquiera bueno, ni aun regular, resultó un defensor de los intereses del pueblo, que el Presidente de la República quería suprimir, una víctima del sistema, un cordero pascual, y nosotros, el doctor Orlandi, yo, Correa, ¡quién sabe cuántos más!, unos envenenadores, unos Borgia de nuevo cuño. En vano traté, trató Orlandi, de poner las cosas en su lugar, de presentar la verdad tal cual era; en vano dijimos que el Gobernador estaba caído y no podía estorbarnos ya. Todo el mundo creyó, o fingió creer, que lo habíamos suprimido con el Aqua Tofana, y que Orlandi -italiano al fin- era la mano, mientras que Correa y yo éramos la voluntad... ¡Ah canalla, canalla, canalla! ¡Cómo es la canalla, y cómo maldije entonces la libertad de la calumnia que pasa de boca a oído y resulta más notoria que la insertada en los diarios! Yo había mentido a sabiendas y públicamente, para destruir al contrario, muchas veces, pero nunca había llegado a tal extremo, nunca había inventado una calumnia que, como aquella monstruosidad, estuviese tan fuera, tan lejos de las costumbres políticas de nuestro país.

Y ¡vean ustedes lo que son las cosas!... No me creerán, pero aquello nos hizo mucho bien, si no moral, materialmente. El temor que nos rodeaba y comenzaba a ser lo más claro de nuestro prestigio entre el pueblo bajo, se intensificó hasta un grado increíble. Nunca como entonces, fuimos dueños de la situación, aunque nos execraran. Entre la gente de buena posición, nadie creía aquella horrible calumnia, aunque algunos energúmenos la aprovecharon para denigrarnos. Entre éstos que afirmaban la verdad del envenenamiento y los otros que la ponían caballerosamente en duda, el pueblo decía:

-Los que los acusan dicen la verdad; los otros se callan de miedo.

Y si la gente tan bien colocada temía, ¿qué no había de temer el pobre pueblo? De tan vil, de tan inexistente causa, nunca he visto salir tales efectos. Como si estuviésemos en tiempos de Rosas, la provincia calló, y no hay gobernante que haya gobernado tan pacíficamente como Correa.

Una persona, sin embargo, tuvo una sombra de duda que me afligió en extremo: María.

La visitaba frecuentemente, y estaba entonces enamorado de ella, de su hermosura, de su ingenio, de su delicadeza, de su instrucción artística. Era toda una señora con los candores deliciosos de una niña. Hacía tiempo que la notaba más fría y reservada que antes, sin poder darme cuenta del motivo, cuando una noche, como se aludiera, no sé a qué cuento, al difunto Gobernador, dejó escapar esta frase:

-¡Cuándo se aclarará ese misterio tan doloroso!

Comprendí entonces todas sus reservas, y le dije la verdad, comenzando por revelarle la vida íntima de Camino, sus extravíos, sus malas costumbres, para terminar con el cuadro de su muerte, sin detalles ociosos y escandalosos, tal, en fin, como lo he hecho en estas páginas. Y terminé diciendo:

-Para que no tenga usted la menor duda, voy a mandar que venga Cruz, y él le contará las cosas tal como pasaron.

Comenzaba a escribir una tarjeta cuando María, levantándose y poniendo su mano sobre la mía, me interrumpió así:

-Nadie sino usted podía contarme semejantes atrocidades. Le creo, pero no quiero que nadie me repita cosas que yo no debo saber. Perdone mi...

No dijo sospecha, no dijo duda, porque cualquiera de estas palabras le hubiera parecido excesiva.

¡Oh, el pudor de nuestras antiguas mujeres! ¡Decir que todavía quedan algunos ejemplares, contrastando con la inmensa muchedumbre de «libertadas», de emancipadas, aspirantes a hombre, que hoy nos rodea! Conquistar una mujer era todavía entonces (y de vez en cuando) robarse un fruto asaltando una tapia coronada de vidrios de botella; conquistarla hoy suele ser robarla del escaparate en que las ofrecen.

María se mostró aquella noche afectuosísima, y comprendí que la había convencido. En cuanto a Blanco, ya hacía mucho que estaba al corriente de todo lo ocurrido.

Pocos días después tuve una noticia que me sorprendió. La gente se marcha mucho más pronto de lo que uno supone, y el camino va quedando sembrado de cadáveres. Hoy pienso que si se llevara una nomenclatura de todos los parientes, amigos y allegados que mueren, al cumplir los cuarenta años uno estaría siempre con los pelos de punta, en cuanto viera la enorme, la interminable lista de los que hemos dejado atrás. La noticia era la de la muerte de don Higinio Rivas, ocurrida una semana antes en Buenos Aires. Esto constituía, apenas, un incidente en mi vida y sin embargo me conmovió, removiendo todos los recuerdos de la infancia y la adolescencia. ¡Don Higinio! ¡Los Sunchos, en que aún vivía mi madre, hecha una pasita! ¡Teresa, de quien nada sabía! ¡Qué lejos estaba todo aquello! ¡Y qué jugoso y qué sabroso era, con su candor, un poco perverso a veces!... Pensé que un día, como a Sarmiento, me sería dado revivir toda aquella conmovedora comedia primitiva, tan sentimental, componiendo mis Recuerdos de provincia... Pero mientras llegaba esta obra maestra, futura como tantas, me contenté con escribir un largo artículo necrológico para Los Tiempos, que, gracias a mis buenos oficios, seguía dirigiendo y redactando mi amigo el galleguito Miguel de la Espada.

¿Qué dije de don Higinio? Nadie se preocupe de ello. Precisamente aquel artículo necrológico, que conservo pegado en un cuaderno de recortes, es el que me ha servido páginas atrás para esbozar su retrato, su cara leonina, su ingenio astuto y quizá su carácter débil de gritón. Pero le hice justicia y disimulé sus defectos.

De la Espada, después de leer las cuartillas que le había llevado, me dijo, como quien quiere decir algo y no acierta, en el tono que los autores dramáticos acotan «con intención»:

-Bien se lo ha ganado, el pobre.

Cumplido este deber, el único de mi incumbencia, según creía, preparábame a dar por definitivamente cerrado aquel capitulito de mi vida, cuando recibí esta carta:

«Mi muy querido Mauricio: Sólo quince días después de la muerte de Tatita, de la que debes tener noticia, me siento con valor suficiente para escribirte. Todo el luto que orla este papel no es nada comparado con el que pesa sobre mi alma y mi corazón. ¡Pobre, pobre Tatita! Murió abrazando a tu hijito, que tanto se te parece y que todavía no puede comprender todo lo que ha perdido. No habló de ti, no aludió a ti, como si ya no tuviera esperanza de remedio al daño que hiciste. A mí me dijo -y son sus últimas palabras-: Cuídalo bien-. ¿Para qué te escribo esta carta, Mauricio? Sólo para una cosa, sólo para decirte: Ya no me queda en el mundo más que mi hijito, y quizá tú. ¡No te pido nada, nada, nada! Sólo quisiera estar a tu lado, vivir con tu vida, ser como una guachita mansa de esas que siguen al dueño por todas partes... ¡Estoy tan triste, Mauricio!... ¿Quieres que vaya, o vendrás tú, por fin, a conocer a tu hijo que ya va siendo un hombrecito?»...

Puedo transcribir (como transcribo en parte) esta carta, porque la guardé, contra mi costumbre, tanta fue la sorpresa que me causó su forma. ¿La había escrito Teresa? ¿Se la había dictado alguien...? ¿De dónde salía todo ese atildado romanticismo, o sentimentalismo, si hay quien lo prefiera? Hace poco, revolviendo papeles viejos, volví a encontrar esta carta, amarillenta ya, la releí, y debo confesar que me conmovió. ¡Era bien de Teresa! Lo probaban mil detalles, mil tiernos recuerdos que omito. ¡Si la hubiera comprendido entonces como la comprendo ahora! ¿Qué me pedía Teresa? Nada. ¿Qué me ofrecía? Todo. Sinceramente, me lo ofrecía todo, pero entonces sospeché de ella y me reí de la gauchesca figura de la «guachita» y de sus ofrecimientos, cebo, a mi juicio, que debía arrastrarme al matrimonio, al reconocimiento del chico, a empeñar mi vida, en fin, como en el Monte de Piedad. No, no. En mi opinión su cálculo era éste: vivir conmigo y esperar la ocasión propicia para hacerse dueña de mí, gracias al vínculo del muchacho, del «hombrecito». Era una infeliz; es la única mujer a quien quizá haya hecho desgraciada. Pero ¿quién iba a decirme entonces que tanta candidez puede existir en el mundo?

Y en aquel tiempo, pensando de otro modo, después de leer la carta me dije que podía optar por dos temperamentos, a saber: contestarla o no contestarla.

Me acordé de Vázquez, a quien hubiera comparado entonces con el doctor Relling de Ibsen, si lo hubiese conocido, y tomé el camino del medio. No obré, es cierto, ni como Vázquez ni como Relling, pero... tomé el camino del medio: Escribir sin contestar.

Y el borrador de mi carta, muy estudiada, muy medida, estaba el otro día, cuando revolví mis papeles viejos, al alcance de mi mano, prendido de un alfiler a la extraña misiva de Teresa. Decía así:

«Señorita: He lamentado infinito el fallecimiento de don Higinio, a quien siempre quise mucho, como viejo amigo de mi padre, y a quien siempre admiré y respeté como a uno de los hombres más representativos de nuestra provincia, y sobre todo de nuestro amado pueblo de Los Sunchos.

»Ha dejado un vacío que nadie podrá llenar en las filas de nuestro partido, en el círculo de sus amigos y camaradas, y más aún en el corazón de su hija, la estimable compañera de mis años infantiles a quien nunca olvidaré y para quien son mis mejores sentimientos.

»Acompaño a la triste huérfana en su hondo pesar, como un hermano que sufre y llora al par de ella, y lamento más que nunca la impotencia del hombre a quien el misterio de la muerte dice: No pasarás de aquí.

»¡Teresa! Si en algo puedo ser útil a la hija del gran caudillo, no tiene más que mandar.

»Ordene al compañero de los primeros años de la vida, al que confundió con usted sus pensamientos y sus aspiraciones con todo su candor de niño, antes de que ambos entráramos en la lucha por la existencia; al que hoy pide a Dios que traiga a su espíritu la conformidad en tan duro, pero también en tan inevitable trance».

Esto parecerá a algunos un poco... ¿qué diré?... ¿canalla?... Pero he aquí la verdad: Estaban en juego mis sentimientos más íntimos -entonces creía que comenzaba a amar a María Blanco-, estaba en juego mi afecto y mi respeto hacia don Higinio, hacia Teresa, estaba en juego también todo mi porvenir. ¡Mi porvenir! Un vago e inútil sentimentalismo ¿debía apartarme del camino recto que se abría ante mi vista? Eso, nunca. Los mismos Evangelios lo han dicho: «Rompe con tu padre, con tu madre, con tu amigo y sígueme».

Lo sentí mucho: como la oveja, evangélica también, tenía que ir dejando vellones de mi lana en las zarzas del camino. ¡Teresa!... ¡oh recuerdos!... Pero, desgraciadamente, no he nacido con todas las felicidades y todas las preeminencias, no he podido dejar de hacer sacrificios para llegar donde he llegado. ¡He ahí! Yo tenía, fatalmente, que recorrer mi órbita, y tanto peor para los que encontraba en mi trayecto. Una desviación de un milímetro en mis comienzos me hubiera hecho otro hombre, me hubiera lanzado a lo ignoto. Por otra parte ¿qué debía preocuparme? ¿El hijo de mis amores? ¡Bah! Leve escrúpulo.

Mauricio Rivas había nacido rico.



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