Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira/Primera parte/XVII

Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira
Primera parte - Capítulo XVII​
 de Roberto Payró


Me pareció oportuno realizar el proyectado viaje a Buenos Aires, antes de decidir lo que había de hacer. Pedí licencia a la Cámara y algunas cartas de presentación de mis amigos del gobierno para los «ases» de la gran capital. Con esto, mi diploma de diputado, mi calidad de periodista y mi apellido patricio, salí, seguro del éxito, en busca de mis primeras aventuras bonaerenses. Las puertas del mundo oficial y las de muchos salones provincianos, abriéronse de par en par ante mí. Visité a varios miembros notables de mi familia, que ni siquiera tenían noticia de mí, pero que me recibieron deferentemente, poniéndose a mi disposición y dando por cumplidos todos sus deberes con esta manifestación de cortesía.

Buenos Aires estaba, desgraciadamente, muy agitado. Respirábase allí una atmósfera candente, anuncio de una tempestad. Los ciudadanos se adiestraban en el uso de las armas y en el ejercicio militar, a vista y paciencia del gobierno de la nación, contra quien iban, impotente para reprimirlos sino con una medida de fuerzas que hubiera sido señal de la revolución, quizá de la guerra civil. Las antiguas desavenencias mezcladas de celos entre Buenos Aires y las provincias hacían crisis, y esta crisis era amenazadora. En la doble capital no cabían los dos grandes poderes, el nacional y el porteño, que se disputaban la hegemonía, y el drama político empezado desde los albores de la independencia, corría rápidamente a su desenlace. ¿Cuál sería éste? ¿Triunfaría la altiva Buenos Aires sobre todo el resto del país, imponiéndose como la cabeza pensante a los demás miembros del cuerpo? ¿Lograríamos los provincianos abatir su orgullo y hacerla entrar en razón? ¡Arduo problema cuya solución parecía exigir sangre!

Fui a saludar, entretanto, al Presidente de la República, hombre encantador, de maneras algo afectadas, muy fino, muy amable, tanto que, a primera vista podría creérsele débil, femenil. Me parece estarlo viendo, pequeñito, menudo, bien proporcionado, sin embargo, con la frente ancha, coronada por cabellos largos, negros y ensortijados, ojos llenos de inteligente viveza, bigote y perilla, negros también. Hablaba con mesura, escogiendo las palabras, y sus frases tenían siempre su ritmo cantante. Así, cuando hablaba en público, era una delicia escucharle, porque se hubiera dicho que su oratoria era musical, persuasiva y tranquilizadora como una caricia.

Me habló de mi provincia, de la suya, de la desgracia de nuestro país, siempre agitado por disensiones intestinas y ofreciendo un espectáculo de anarquía y violencia al mundo, que consideraba a las nuevas naciones de la América del Sur, y sobre todo a la nuestra, como grupos de chiquillos revoltosos, si no como tribus semiprimitivas, incapaces de comprender la libertad, y por lo tanto de gozar de ella. Y sin duda, para no penetrar más en el fondo de las cosas y no hacer confidencias intempestivas a un jovenzuelo que era, al fin y al cabo, desconocido, se levantó, dando por terminada la audiencia. Nunca lo volví a ver, pero conservo clara y viva la impresión que me produjo.

Poco duró mi permanencia en Buenos Aires porque algunos dirigentes del partido me aconsejaron que volviera a mi provincia, donde podría hacer falta: la inminente rebelión de la capital porteña repercutiría quizá en alguna otra parte, y aunque mi provincia estuviera al abrigo de todo temor y toda sospecha, como defensora decidida de la causa nacional -eran sus palabras-, nunca es malo estar prevenido, y en épocas de disturbios cada soldado debe ocupar su puesto. Me fui, pues, y véase cómo asocia uno egoístamente a sus pequeñas necesidades los más grandes intereses colectivos: me fui haciendo votos por que estallara no una revolución, sino toda una guerra civil, convencido de que en esta tragedia me sería más fácil desenlazar mi dramita íntimo, de acuerdo con mis deseos, es decir, quedando libre de todo compromiso.

En la ciudad me esperaba una carta de don Higinio, todavía ignorante de la desgracia que lo amenazaba. La abrí, no sin recelo. Se refería al negocio de la chacra, que marchaba muy bien, gracias a su «muñequeo». Había conseguido que la oposición misma clamara por la apertura de las calles, creyendo hacerme daño al desmembrar «una posesión feudal, que, como los castillos medievales, dominaba al pueblo de Los Sunchos, aunque sin protegerlo ni servirle, sino a modo de dique contra su desarrollo natural». La Municipalidad fingía indignarse mucho contra aquella pretensión; pero estaba, naturalmente, pronta a ceder en cuanto él lo indicara. No era oportuno todavía, si se quería obtener una buena indemnización.

Contingencia feliz e ingrata a la vez, que me dejó perplejo. Agregábase un elemento más a mis vacilaciones que ya eran sobradas, aunque, en el fondo, mi resolución fuera inmutable. Don Higinio, de cuya influencia política necesitaba todavía, don Higinio, que, como un buen criollo, era muy capaz de vengarse sangrientamente de mí, preparando este brillante negocio me obligaba aún más a contemporizar con él. ¿Cómo salvarme del compromiso, cómo ganar tiempo, al menos?... A fuerza de buscar, se me ocurrió una idea luminosa, y escribí a la muchacha, en una forma ambigua, sólo clara para ella, diciéndole que más que nunca guardara su secreto, y a don Higinio preguntándole si iría pronto a la ciudad, pues me urgía hablarle de un asunto muy importante que no podía tratarse por cartas, pero que tampoco era cuestión de días más o menos. Un «se trata de mi felicidad» debía sugerirle el tema probable de la entrevista.

Me precipitaba hacia el escándalo, precisamente para contrarrestarlo, y elegía la ciudad, donde las cosas más graves, las que serían catástrofes en una aldea, pueden pasar inadvertidas y donde toda defensa es más fácil. En aquel teatro se equilibraban mejor nuestro poder y nuestras armas.

Como lo había supuesto el viejo se precipitó a la cita. Creo que estaba más contento que la misma Teresa, pues creía realizar un sueño de muchos años y crear para sus nietos toda una aristocracia, dándoles al propio tiempo gran fortuna, elevada posición y un nombre envidiable, un apellido patricio.

-¡Don Higinio! -exclamé al verlo-. Mi asunto no corría tanta prisa.

-No -dijo ladinamente-. Si he venido por otras muchas cosas; y de paso es natural que te pregunte lo que querés.

-Yo hubiera debido ir a Los Sunchos; pero ya comprende usted que mis ocupaciones de la Cámara me lo impiden.

No había ido, temiendo, además de lo que ya he dicho, las escenas con Teresa, y su posible indiscreción... ¡Oh! Las mujeres saben callar, pero de repente, cuando no hay peligro o a ellas les parece que no lo hay, se les va la lengua y arman un enredo sin querer.

-Se trata de Teresa -agregué-. Usted bien sabe que nos queremos desde hace mucho, desde que éramos muchachos. ¿Nos dará usted su consentimiento para casarnos?

-¡Pero hijito, cómo no! ¡Si es mi mayor deseo, y cuanto antes!

Me abrazó conmovido.

-Cuanto antes me parece mucho decir. Yo creo que será mejor esperar hasta el año que viene. Mis asuntos no están bien claros y los recursos no son muchos, mientras no se arregle lo de la chacra.

-Se arreglará. Y además, yo soy bastante rico para que no les falte nada.

-Otra cosa: tengo que preocuparme de mi posición y no puedo descuidar ni un momento la política, si he de hacer camino. Debo frecuentar asiduamente la sociedad, los comités, el club, la Casa de Gobierno, la Legislatura. Todo pinta muy bien; pero, con la desgraciada perspectiva de una revolución en Buenos Aires, quizá de una guerra civil, si me casara ahora, tendría que abandonar a mi mujercita o no cumplir con los deberes que me imponen mi puesto y mi partido...

-¿Y cuándo, entonces?

-¡Oh! El año que viene, a más tardar. El año que viene estará completamente despejada la situación del país y mía...

Un relámpago de recelo atravesó por los ojos de don Higinio. Le parecía extraño -y me lo dijo- que, una vez resuelto a casarme, lo dejara para más tarde sin ardor juvenil de inmediata realización. Que antes vacilara, sí, es comprensible; pero, decidido ya, la demora resultaba menos natural. ¡En fin! Que él no hubiera obrado así, y en su tiempo la gente se casaba sin preocuparse de las revoluciones. ¡Pero sobre gustos no hay nada escrito!

-Será, pues, para el año que viene. Escríbele a Teresa. Yo mismo le llevaré la carta para ver la cara que pone.

¡Escribirle! Siempre he tenido miedo de escribir cosas comprometedoras, y la carta anterior me había costado prodigios de ingenio. Salí del paso lo mejor que pude.

-Ella ya sabe -le dije-. Lo sabe desde antes de venirme a la ciudad.

-¡Ah, picarones!... ¡y qué calladito lo tenían!

Se quedó todo el día conmigo, haciendo proyectos, castillos al aire, como si él fuera el novio. Seríamos reyes en Los Sunchos, y en la ciudad, y en el mismo Buenos Aires, donde Teresa brillaría un día como una reina.

Aquí se me escapó una réplica, que tuvo más tarde consecuencias trascendentales.

-Déjese de eso, viejo -le dije-. Teresa es demasiado modesta para que se pueda lucir en Buenos Aires. De allí vengo, y debo prevenirle que las mujeres tienen una educación muy distinta, son grandes señoras, no muchachas ignorantes, como las de nuestros pueblitos de provincia.

Se quedó mirándome, sin replicar palabra, como si mi frase le hubiera producido la más honda impresión, y nuestra charla terminó con esto.

Cuatro días después, una carta de Teresa me daba noticia de lo ocurrido en Los Sunchos, a la llegada de don Higinio. Éste, loco de alegría, le había dicho que yo acababa de pedir su mano. Ella, cuando el viejo agregó que el casamiento se celebraría el año siguiente, no pudo reprimir un grito:

-¡Cómo el año que viene! ¡Es imposible, imposible! ¡Si mucho antes...!

El viejo alarmado, aunque sin dar toda su significación a estas palabras, preguntó, suplicó, amenazó, y al fin lo supo todo. Su cólera fue indescriptible. Quería montar a caballo y correr a la ciudad a llevarme «de una oreja» para hacerme casar inmediatamente o matarme como a un perro si me resistía. Y lo hubiera hecho como lo decía, si no le hubiera dado un ataque a la cabeza, que lo dejó tendido en medio del patio, mientras apretaba la cincha a su alazán. ¿No digo que las mujeres, tan reservadas siempre, siempre son indiscretas cuando sufren una gran emoción? Pero, en fin, el mal trago había que pasarlo, tarde o temprano. Por fortuna, el bendito ataque vino a cambiar completamente el rumbo de las cosas, porque don Higinio me casa, como hay Dios que me casa o me mata, si no pierde el sentido y no tiene que guardar cama después, muchos días, con ventosas, cáusticos, sangrías y toda la terapéutica provinciana de aquel entonces.

Otras cartas de Teresa me tranquilizaron. Haciendo de enfermera del viejo había logrado enternecerlo, impedirle que provocara un conflicto, gracias a su debilidad momentánea, a su cariño de padre y a la confianza que tenía en mi caballerosidad. Lo hecho, hecho estaba. Había que ocultar la falta, lo mejor posible; cuando nos casáramos, que debía de ser inmediatamente, iríamos a hacer un largo viaje a Chile, a Europa, al Paraguay, a cualquier parte, y volveríamos con nuestro hijo, sin que nadie tuviera nada que decir. Pero el viejo «quería, tenía que hablar conmigo, cantarme la cartilla, exigirme seguridades de que cumpliría mi palabra, si no me obligaba a casarme en seguida. ¡Esto sería lo mejor!» La idea de venganza, la de sangre, había pasado por el momento; pero el peligro cambiaba de aspecto: el casamiento sería ineludible, si yo no quería sentir la pesada mano de don Higinio, o, por el contrario, hacerle sentir la mía y provocar con ello un terrible escándalo que haría fijarse todas las miradas en nosotros y que necesariamente sería muy perjudicial para mi porvenir, porque, si bien las faltas y aun los delitos pueden perdonarse y hasta olvidarse en provincias, si no trascienden mucho y se ha sabido guardar las formas, la condenación general, implacable, persigue a los que violentamente perturban el buen orden social.



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